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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Maureen Child

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mentiras y pasión, n.º 2111 - marzo 2018

Título original: Fiancé in Name Only

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-137-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Lo siento –se disculpó Micah Hunter–. Me gustabas mucho, pero has tenido que morir.

Se inclinó hacia atrás en su sillón y revisó las últimas líneas del guion que había terminado de escribir. Suspiró, satisfecho con la muerte de uno de sus personajes más memorables, y cerró el ordenador.

Había estado cuatro horas trabajando y necesitaba un descanso.

–El problema es… –murmuró mientras se ponía de pie y se acercaba a la ventana– que no hay adonde ir.

Sacó el teléfono, buscó un número, lo marcó y esperó.

–¿Cómo pude permitir que me convencieses para que viniese a pasar seis meses aquí?

Sam Hellman se echó a reír.

–A mí también me alegra hablar contigo.

–Ya.

Cómo no, a su mejor amigo le resultaba divertido, pero a Micah no le hacía ninguna gracia estar en aquel pueblo perdido. Se pasó la mano por el pelo y miró por la ventana. La casa que había alquilado era una mansión de estilo victoriano, flanqueada por unos árboles que debían de ser muy viejos y cuyas hojas estaban de color dorado y rojo en esos momentos. El cielo era muy azul y el sol del otoño brillaba desde detrás de varias nubes. Era un lugar muy tranquilo. Tan tranquilo que casi daba miedo.

Y él, que escribía novelas de suspense y de terror que solían llegar al número uno de las listas del New York Times, sabía bien lo que era eso.

–Hablo en serio, Sam, voy a tener que quedarme aquí otros cuatro meses porque tú me convenciste de que firmase seis meses de alquiler.

Sam se echó a reír.

–Estás ahí porque no sabes rechazar un reto.

Aquello era cierto. No había nadie que lo conociese mejor que Sam. Se habían conocido hacía muchos años, en un buque de la armada estadounidense. Sam había llegado allí huyendo de las expectativas de su adinerada familia y Micah, de un pasado lleno de casas de acogida, mentiras y promesas rotas. Enseguida habían conectado y nunca habían perdido el contacto.

Sam había vuelto a Nueva York y a la agencia literaria fundada por su abuelo y, después de un tiempo fuera, había descubierto que quería formar parte del negocio familiar. Micah había aceptado todos los trabajos que había encontrado en la construcción y había dedicado su tiempo libre a escribir.

Ya de niño, Micah había sabido que quería ser escritor. Y cuando por fin había empezado a escribir, no había podido dejar de hacerlo. Cuando había terminado el primer libro se había sentido como un corredor que hubiese ganado una carrera: agotado, satisfecho y triunfante.

Había enviado a Sam aquella primera novela y este le había hecho miles de sugerencias para que la mejorase. A pesar de que a nadie le gustaba que le corrigiesen, Micah había estado tan decidido a alcanzar su objetivo que había hecho la mayor parte de los cambios. Y el libro se había vendido casi inmediatamente por una cantidad bastante modesta, pero que a él le había sabido a gloria.

Con su segundo libro, el boca a boca lo había colocado en las listas de bestsellers, y cuando había querido darse cuenta todos sus sueños se habían hecho realidad. Desde entonces, Sam y Micah habían trabajado juntos y habían formado muy buen equipo, pero como eran buenos amigos, Sam había sabido cómo hacerle caer en la trampa.

–Es tu venganza porque el invierno pasado te gané aquella carrera en la nieve, ¿verdad?

–¿Cómo iba a hacer algo tan mezquino? –preguntó Sam riendo.

–Eres capaz de cualquier cosa.

–Bueno, tal vez, pero tú aceptaste el reto de vivir en un pueblo durante seis meses.

–Cierto.

Mientras firmaba el contrato de seis meses de alquiler con su casera, Kelly Flynn, había pensado que no podía estar tan mal, pero en esos momentos, dos meses después, había cambiado de opinión.

–Puedes dedicarte a documentarte –añadió Sam–. El libro en el que estás trabajando está ambientado en un pueblo, te vendrá bien saber cómo es la vida en uno de verdad.

–¿Has oído hablar de Google? –respondió Micah riendo–. ¿Y qué voy a hacer cuando ambiente el siguiente libro en la Atlántida?

–Esa no es la cuestión. La cuestión es que a Jenny y a mí nos encantó esa casa cuando estuvimos hace un par de años. Y si bien es cierto que Banner es un pueblo muy pequeño, tienen buena pizza.

Aquello era cierto.

–Ya verás como dentro de un mes has cambiado de opinión –insistió Sam–. Terminarás por disfrutar de las montañas.

Micah no estaba tan seguro de eso, pero tenía que admitir que la casa era estupenda. Miró a su alrededor, estaba en una habitación del segundo piso que se había convertido en su despacho. Los techos eran altos, las habitaciones grandes y las vistas, preciosas. La casa tenía mucho carácter, pero él se sentía como un fantasma vagando por un lugar tan grande.

En la ciudad, en cualquier ciudad, había luces, gente, ruido. Allí las noches eran más oscuras que en ningún otro lugar, incluso que en el barco. Banner, en Utah, se encontraba en la lista de lugares con el cielo más oscuro porque se encontraba situado detrás de una montaña que bloqueaba cualquier haz de luz procedente de Salt Lake City.

Por las noches se veía perfectamente la Vía Láctea y una explosión de estrellas que resultaba preciosa y que hacía que cualquiera se sintiese pequeño. Micah tenía que reconocer que nunca había visto nada tan bonito.

–¿Cómo va el libro? –preguntó Sam de repente.

El cambio de tema de conversación sorprendió a Micah.

–Bien. Acabo de matar al tipo de la panadería.

–Qué pena –comentó Sam–. ¿Cómo ha sido?

–Horrible –respondió Micah–. El asesino lo ha ahogado en el aceite hirviendo de la freidora de donuts.

–Qué horror –dijo Sam–. No sé si podré volver a comerme un donut.

–Seguro que sí.

–El editor se va a morir del asco, pero seguro que a tus seguidores les gusta –le aseguró Sam–. Hablando de seguidores, ¿ya ha ido alguno por allí?

–Todavía no, pero es solo cuestión de tiempo.

Micah frunció el ceño y estudió la calle, casi esperando que apareciese alguien con una cámara de fotos.

Uno de los motivos por los que Micah nunca se quedaba demasiado tiempo en un mismo lugar era que sus admiradores más devotos siempre conseguían averiguar dónde estaba. La mayoría eran inofensivos, pero Micah sabía que la línea que separaba a un seguidor de un fanático era muy delgada.

Varios habían llegado a colarse en su habitación de hotel, se habían sentado a su mesa a la hora de cenar y se habían comportado como si fuesen sus amigos, o sus amantes. Gracias a la prensa, siempre se enteraban de dónde estaba. Así que cambiaba de hotel después de cada libro y le gustaban las ciudades grandes, en las que podía perderse entre la multitud y alojarse en hoteles de cinco estrellas que le prometían velar por su intimidad.

Hasta entonces.

–Nadie va a buscarte en un pequeño pueblo de montaña –le dijo Sam.

–Eso mismo pensé yo cuando estuve en aquel pequeño hotel de Suiza –le recordó él–. Hasta que apareció aquel tipo que quería pegarme porque decía que su novia se había enamorado de mí.

Sam volvió a echarse a reír y Micah sacudió la cabeza.

–Pero en Banner, y alojado en una casa en vez de en un hotel, nadie te encontrará.

–Eso espero, pero este lugar es demasiado tranquilo.

–¿Quieres que te envíe el informe del tráfico en Manhattan? Es terrible.

–Muy gracioso. No sé cómo no te he despedido todavía.

–Porque consigo que ambos ganemos mucho dinero, amigo.

En eso Sam tenía razón.

–Ya sabía yo que había un motivo.

–Y porque soy encantador, divertido y la única persona que aguanta tu mal humor.

Micah se echó a reír. Sam le había ofrecido su amistad desde el principio, cosa a la que Micah no estaba acostumbrado. Había crecido en casas de acogida y nunca se había quedado en ninguna el tiempo suficiente para hacer amigos.

Así que agradecía la presencia de Sam en su vida.

–Eso es estupendo, gracias.

–De nada. ¿Qué opinas de la dueña de la casa?

Micah frunció el ceño y tuvo que reconocer que no había podido dejar de pensar en ella, por mucho que lo hubiese intentado.

Llevaba dos meses intentando guardar las distancias. No necesitaba una aventura. Le quedaban cuatro meses allí y empezar algo con Kelly habría sido… complicado.

Si tenían solo una aventura de una noche, Kelly se enfadaría y él tendría que aguantarla cuatro meses más. Y, si lo suyo duraba más, le quitaría tiempo de escribir y empezaría a hacerse ilusiones acerca del futuro. Micah solo quería terminar el libro lo antes posible y marcharse de allí para volver a la civilización.

–¿Guardas silencio? –preguntó Sam–. Eso es muy revelador.

–De eso nada –respondió Micah–. Es que no tengo nada que contar.

–¿Estás enfermo?

–¿Qué?

–Venga ya. Si yo que estoy casado me fijé en ella. Aunque si se lo cuentas a Jenny, lo negaré.

Micah sacudió la cabeza y miró hacia donde estaba Kelly trabajando en el jardín. Nunca estaba quieta, siempre tenía algo que hacer. En esos momentos, recoger las hojas que se habían caído de los árboles.

Llevaba la melena pelirroja recogida en una coleta baja. Iba vestida con un jersey verde oscuro y unos pantalones vaqueros desgastados que se ceñían a su trasero y a sus largas piernas. Llevaba además unos guantes negros y unas botas viejas del mismo color.

Aunque estaba de espaldas a la casa, Micah se sabía su rostro de memoria. Tenía la piel clara, salpicada de pecas en la nariz, los ojos verdes y unos labios generosos que hacían que Micah se preguntase cómo sabrían.

La vio llevar las bolsas con hojas hasta la curva y saludar a un vecino. Supo que estaría sonriendo. Le dio la espalda a la ventana y se obligó a sacarla de su mente. Volvió al sillón.

–Sí, es guapa.

Sam se echó a reír.

–Menudo entusiasmo.

En realidad, Micah estaba muy entusiasmado con ella. Aquel era el problema.

–He venido a trabajar, Sam, no a buscar una mujer.

–Qué triste.

–Es verdad, pero ¿para qué me habías llamado?

–Tienes que tomarte un respiro. ¿Ya no te acuerdas de que me has llamado tú a mí?

–Cierto.

Micah se pasó una mano por el pelo. Tal vez necesitase un descanso. Había pasado los dos últimos meses sin dejar de trabajar. No era de extrañar que aquel lugar estuviese empezando a resultarle claustrofóbico a pesar de su tamaño.

–Buena idea –añadió–. Iré a darme una vuelta.

–Invita a tu casera –lo animó Sam–. Podría enseñarte la zona.

–Tampoco necesito una guía turística, gracias.

–¿Y qué necesitas?

–Ya te lo diré cuando lo sepa –respondió Micah antes de colgar.

 

 

–¿Cómo está nuestro famoso escritor?

Kelly sonrió a su vecina. Sally Hartsfield era la persona más entrometida del mundo. Rondaba los noventa años, lo mismo que su hermana, Margie, y se pasaban el día mirando por la ventana, pendientes de lo que ocurría en el barrio.

–Muy ocupado –respondió Kelly, mirando hacia las ventanas del segundo piso, donde lo había visto un rato antes.

Ya no estaba allí y no verlo la decepcionó.

–Ya me dijo cuando llegó que iba a dedicarse a trabajar y que no quería que lo molestasen.

–Umm. Su último libro me provocó pesadillas. No sé cómo puede soportar estar solo mientras escribe escenas tan terroríficas…

Kelly estaba de acuerdo. Solo había leído uno de los siete libros que había escrito Micah porque le había dado tanto miedo que después se había tenido que pasar dos semanas durmiendo con la luz encendida.

–Supongo que a él le gusta trabajar así…

–Todos somos diferentes –comentó Sally–. Afortunadamente. La vida sería muy aburrida si todos fuésemos iguales. No tendríamos nada de qué hablar.

Y aquello sí que sería una pena para Sally, pensó Kelly.

–Es muy guapo, ¿no? –preguntó la anciana.

Kelly pensó que Micah Hunter era más que guapo. La fotografía que había en la parte trasera del libro mostraba a un hombre moreno y pensativo, pero en persona era mucho más atractivo. Tenía el pelo moreno permanentemente despeinado, como si acabase de levantarse de la cama, los ojos eran oscuros y cuando se pasaba un día o dos sin afeitarse parecía un pirata.

Tenía los ojos hombros anchos, los labios delgados y era muy alto, mucho más que Kelly, que también era alta. Era la clase de hombre que cuando entraba en una habitación todo el mundo se fijaba en él.

Kelly imaginó que todas las mujeres soñaban con él. Incluso Sally Hartsfield, que tenía un nieto de la edad de Micah.

–Es atractivo, sí –respondió por fin.

Su vecina suspiró.

–Kelly Flynn, ¿se puede saber qué te pasa? Hace cuatro años que falleció Sean, si yo tuviese tu edad…

Kelly se puso tensa al oír que mencionaban a su difunto marido y, automáticamente, se puso a la defensiva. Sally debió de darse cuenta, porque sonrió y, por suerte, cambió de tema.

–He oído que esta tarde le vas a enseñar la casa de Polk a una pareja que viene ni más ni menos que de California.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó Kelly impresionada.

–Tengo mis fuentes.

–Bueno, tengo que irme. Todavía tengo que darme una ducha y cambiarme.

–Por supuesto, querida, márchate –le dijo la anciana–. Yo también tengo cosas que hacer.

Kelly la vio alejarse con sus zapatillas de deporte rosas casi brillando sobre las hojas que cubrían el suelo. Los viejos robles que recorrían la calle formaban un arco de hojas doradas y rojas sobre la carretera.

No había dos casas iguales, las había pequeñas y grandes, como la de Kelly. Todas habían sido construidas un siglo antes, pero estaban bien cuidadas, lo mismo que sus jardines. La gente se quedaba en Banner. Nacían allí, crecían allí y se casaban, vivían y morían allí.