Traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz

Título original: Me Rosvolat

La traducción de esta obra se hizo posible gracias al apoyo

de FILI – Finnish Literature Exchange

 

© Del texto: Siri Kolu, 2010

© De las ilustraciones: Tuuli Juusela, 2010

First published in 2010 by Otava Publishing Company Ltd. in the

Finnish language.

Published in the Spanish language by arrangement with Otava

Group Agency, Helsinki.

 

© de la traducción: Luisa Gutiérrez Ruiz

Edición en ebook: julio de 2017

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16830-75-6

Diseño de colección: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

 

 

 

 

 

Dedicado al

Ford Transit 100L 2.40

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

Dedicatoria

 

Capítulo 1, en el que averiguamos cómo es una bandidofurgona y qué pasa cuando Kaarlo el Feroz tiene un antojo

Capítulo 2, que es muy corto, pero en el cual Vilja se escapa

Capítulo 3, en el que se aprende lo básico sobre un auténtico bocata bandido

Capítulo 4, en el que robamos sin parar

Capítulo 5, en el que damos un golpe en un kiosco y hablamos de algo importante llamado vómito alienígena

Capítulo 6, en el que Vilja se convierte en salteadora

Capítulo 7, en el que Vilja crea su propio sello criminal

Capítulo 8, en el que se realiza la Operación Suéter para Kaarlo el Feroz

Capítulo 9, en el que conocemos a una pariente sorprendente

Capítulo 10, en el que se aprenden las reglas de los dados de chocolate y se descubre la historia de Kaarlo el Feroz

Capítulo 11, en el que por fin estamos en la fiesta de verano de los bandidos

Capítulo 12, en el que se busca pelea

Capítulo 13, en el que se compite ferozmente

Capítulo 14, en el que todo sale mal y huimos

Capítulo 15, en el que se valoran los pros y los contras y nos disfrazamos

Capítulo 16, en el que mantenemos una conversación seria

Capítulo 17, en el que Vilja enseña a tunear la bandidofurgona

Capítulo 18, en el que la profesión de bandido se lleva a una nueva dimensión

Capítulo 19, en el que vamos de excursión y se revela el gran plan de Vilja

Capítulo 20, en el que se vota y se decide el destino de los Bandídez y el de Vilja

Capítulo 21, en el que aumenta la fama de los Bandídez, tanto para lo bueno como para lo malo

Capítulo 22, en el que vamos de compras a la manera de los Bandídez

Capítulo 23, en el que acabamos en un conocido aparcamiento

Epílogo, del aparcamiento al ascensor

Contraportada

Siri Kolu

(Kouvola, Finlandia, 1972)


Es dramaturga, escritora y profesora de teatro. Su primera novela, La oscuridad del bosque, fue publicada en 2008.

Por Los Bandídez recibió el Premio Junior de Finlandia en 2010 y sus derechos se han vendido a dieciocho países. También se hizo una exitosa película sobre este libro. Siri Kolu ama los perros, las películas sobre catástrofes, el arte experimental, los edificios abandonados y las tierras baldías.

Me robaron la segunda semana de junio. ¡Qué bien! El verano tenía toda la pinta de ser un aburrimiento. Íbamos a hacer una excursión en bicicleta, pero nos quedamos en casa porque estaba chispeando, y eso que chispeaba muy poco. Pensábamos ir de acampada, pero a papá se le presentó un inesperado asunto de trabajo y al final no fuimos. «Algo bonito para toda la familia», decía siempre papá cuando hacía planes, y jamás nos preguntaba a nosotras lo que nos apetecía. De todos modos, los planes nunca se hacían realidad, así que ya no me creía ninguna promesa de vacaciones de verano con tantas cancelaciones.

Aquel cálido día de verano nos habíamos apiñado los cuatro en el coche nuevo de papá y estábamos de camino a casa de la abuela. De todos los posibles proyectos para las vacaciones de verano, ése era precisamente el más aburrido de todos, por lo menos para mi hermana Vanamo y para mí. Desde el primer momento estábamos de mal humor y en el coche no parábamos de pelearnos por la bolsa de caramelos. Vanamo siempre se apoderaba de las gominolas de regaliz con forma de cochecitos alegando el derecho que le daba ser la hermana mayor, aunque sabía que ésos eran los únicos que yo quería. Sólo los cochecitos de regaliz. Pero como era habitual en ella, siempre tenía que fastidiarme. Esto es lo que ocurría en el coche:

—Basta ya de peleas ahí detrás, o una de vosotras sale volando antes de llegar a la pizzería —amenazó papá.

Vanamo me sacó la lengua, y por allí se asomaba un cochecito de regaliz.

—En serio, obedeced a vuestro padre —lo intentó mamá, aunque nadie le hacía caso. Mamá no nos miraba, tenía que mantener la vista en la carretera o se mareaba—. Vilja, hija, no se debe robar. Es de mala educación y está feo.

Como siempre, yo cargaba con todas las culpas y Vanamo se salía con la suya.

—Ladrona —continuó Vanamo.

—Halcón hipócrita —dije, como nadie se ponía de mi parte.

Para el asalto no nos encontrábamos en absoluto preparados. Estábamos simplemente de vacaciones y peleándonos.

Y justo en ese momento nos abordó la bandidofurgona.

Con el tiempo, después de haber vivido varios abordajes, pude fácilmente imaginarme lo que en ese instante había ocurrido en la furgoneta de los bandidos. El coche objetivo, es decir, nuestro coche, había sido detectado mediante una investigación con prismáticos y se acercaba tras una curva. La bandidofurgona aceleró a la velocidad de ataque. Un brazo telescópico izó la bandera de los bandidos a través de la ventanilla de ventilación del techo, y la bandera comenzó a ondear al viento. Hilda Bandídez cortó la curva elegantemente sin bajar la velocidad. De todos los conductores sin escrúpulos, ella era seguramente la más descarada. En general, se sentaba al volante en bikini o con una camiseta sin mangas, porque lo giraba con toda la fuerza de sus hombros y le entraba calor.

Dentro de la furgoneta el resto de los Bandídez estaban preparados para la acción. El jefe, Kaarlo el Feroz, se agarraba a uno de los tiradores, con sus magníficas trenzas de bandido oscilando al viento en contra. Pete Dientesdeoro se aferraba a otro de los tiradores y ensayaba su espeluznante mueca para atracos.

—Ya soy lo suficientemente mayor como para asaltar con vosotros, de veras —daba la lata Kalle—. He afilado este cuchillito.

—Anda, pero si eres tú el que tenía el cuchillo de pelar —dijo mamá Hilda con la mirada fija en la carretera.

—Sí, claro, pero cuando estés junto al coche y tengas que decir «arriba las manos», te pondrás a lloriquear —afirmó Hele, quien sin preocuparse por la velocidad se pintaba las uñas de los pies, cada una de un color diferente. Hele tenía doce años y un supertalento para todo, y por eso era la bandida más peligrosa de la familia, tan peligrosa y feroz que no le permitían participar en los abordajes a no ser que despertar auténtico terror fuera estrictamente necesario. Hele estaba sentada en el asiento de atrás con los dedos de los pies en alto y mantenía un equilibrio perfecto, aunque la parte trasera de la furgoneta coleaba cuando Hilda pisaba el acelerador.

—¡Venga, escucha a tu padre! Él sabe lo que es mejor —afirmó Pete Dientesdeoro. Sus dorados incisivos brillaban cuando, agarrado a uno de los tiradores, intentó sonreír a Kalle. A ojos de desconocidos, aquello hubiera parecido una mueca de tigre, de un tigre con dos dientes de oro—. Cuando tu padre diga que estás preparado, entonces es que estás preparado.

—Ya, claro —contestó Kalle—. Algún día, cuando se jubile.

Kaarlo el Feroz, aún aferrado al tirador, se balanceó hasta situarse justo delante de la nariz de Kalle.

—Escucha, renacuajo. Yo no pienso en ab-so-LU-to jubilarme. ¡Repítelo!

Kalle, con sus nueve años, sintió miedo y risa al mismo tiempo.

—Bueno, pues no piensas en ab-so-LU-to jubilarte. Jamás. Vale, vale.

—¡Soy aerodinámico, doy miedo y tengo un cuerpo de acero!

Mamá Hilda llevó la bandidofurgona con elegancia cerca de nuestro BMW, la atravesó en la carretera y comenzó la cuenta atrás para el ataque. La cuenta atrás era importante para que todos pudieran actuar al mismo tiempo.

—Aparcar… ahora. Contacto… ahora. Cinco-cuatro-tres-dos, tiradores preparados. ¡Tiradores!

Durante la cuenta atrás ocurría lo siguiente. Con «aparcar» se escuchaba el crujido de los frenos cuando la velocidad bajaba a cero. La furgona se tambaleaba al detenerse. Al grito de «contacto», se abrían ruidosamente las puertas delanteras. Durante la cuenta atrás, Kaarlo el Feroz y Pete Dientesdeoro se posicionaban bien en la puerta y, apoyados en los tiradores, se concentraban para colocarse de un gran salto delante del coche objetivo, exactamente al tiempo que se oía la orden «tiradores».

—No dejéis testigos —chilló Hele, mientras Kaarlo el Feroz y Pete Dientesdeoro se precipitaban fuera de la furgoneta asidos de los tiradores para conseguir la mejor posición de ataque. Delante de nuestras narices.

Fue rápido. Vanamo creyó que se trataba de un reality de la tele y se sintió bastante decepcionada cuando Kaarlo el Feroz nos agarró a la bolsa de caramelos y a mí del asiento de atrás.

—¡Eh, oye, no te lleves a Vilja, yo soy mucho mejor candidata!

Sólo tuve tiempo de hacer una cosa. Cuando una mano peluda se acercaba a mí, agarré el único objeto que tenía algún significado: mi libreta de tapas rosa sin la cual no iba a ningún sitio.

Durante el asalto no hubo resistencia. Nos saquearon el coche a velocidad de vértigo. Papá sólo se puso nervioso por si el coche sufría algún arañazo, en ese caso le quitarían las bonificaciones del seguro. Después de que los bandidos se alejaran a todo gas, pasó un tiempo antes de que mi familia se percatara de que yo no iba con ellos en el coche.

—¡Bueno! —dijo Kaarlo el Feroz satisfecho ya de vuelta en la furgoneta con su botín bajo el brazo.

El balanceo colgada del tirador me revolvió el estómago. Nunca me han gustado los cacharros de los parques de atracciones.

—Tiradores dentro… ¡ahora! —ordenó Hilda—. Puertas… ¡ahora! —Dos portazos—. A todo gas… ¡ahora!

Con un sonoro derrape la bandidofurgona arrancó. Sólo cuando el vehículo se hubo puesto en marcha, me di cuenta de que, sin la menor duda, me encontraba en el vehículo equivocado y de camino hacia un lugar desconocido.

—Cochecitos de regaliz, queridos bandidos y demás presentes —vociferó Pete Dientesdeoro y arrojó la bolsa al asiento de atrás—: alguien tiene buen gusto en lo que respecta a las golosinas.

—¿Qué es esto? —preguntó Hele con los ojos echando chispas, y me miró.

Intenté arañar y gritar cuando me pusieron en el asiento de atrás. Digo yo que si a uno le roban, por lo menos tendrá que armar algo de barullo, pero es que nadie me prestaba atención. Todos parecían toquetear el botín del robo para adivinar su valor, las cosas de Vanamo, de papá, de mamá y las mías. Entre el botín se encontraban los pantalones cortos con bolsillos a los lados de papá y su guía sobre las bayas de Finlandia con los bordes de las páginas doblados de tanto leerla, el bikini favorito de mamá, que Hilda se estaba probando, el esmalte de brillo de Vanamo y sus adornos para las uñas que Hele consideró útiles y los metió en su propio cajón. El botiquín de viaje de mamá, donde había de todo, desde pomada de cortisona hasta hidratante de ojos. Pobre mamá, sin su cortisona, las picaduras de mosquito le causarían unas ronchas espantosas. Me di cuenta de que a mí no me habían robado nada. Lo único familiar era mi forro polar gris con capucha, que había llevado para las noches frescas de verano y que ahora resultaba ser de la talla de Kalle.

—Eh —intenté conseguir que me prestaran atención.

Únicamente el chico de mi edad parecía observarme curioso. Apartó la sudadera, como si hubiese sentido culpabilidad por el botín. Por mi parte intenté mostrar que aquello no me importaba tanto.

—Eh, escuchadme —mi voz era sólo un susurro de lo más pequeñito que surgía del fondo de la garganta.

Como Hilda intentaba conducir a todo gas y miraba hacia atrás en lugar de concentrarse en la carretera como debía, la furgoneta se tambaleaba aún más de un lado a otro.

—Kaarlo, ¿qué-es-eso? —preguntó en un tono que convirtió la furgoneta en un lugar más gélido que un frigorífico.

—Ah, ¿a qué te refieres? —intentó disimular Kaarlo el Feroz.

—A esa niña. ¡Una explicación! ¡Ahora mismo!

Sólo había algo más terrible que Hele: Hilda cuando se enfadaba, y en ese instante estaba a punto.

—Siempre estás diciendo que no tomo decisiones rápidas —refunfuñó Kaarlo el Feroz—. Que no soy ágil tomando decisiones, que éstos son otros tiempos. Venga, con instinto. ¡Bueno, pues ahora sí! Por una vez voy a hacer caso a un antojo. ¡Soy el jefe y reacciono rápido como un rayo! Y además… —Kaarlo el Feroz miró a Kalle con aire de conspiración—, que antes de jubilarnos, todos tenemos derecho a hacer algún robo por capricho.

La furgoneta circulaba a una velocidad inimaginable. Durante un rato seguimos por una carretera asfaltada que me resultaba familiar de los viajes a casa de la abuela, pero luego frenó usando el freno de mano y se lanzó por un camino sin asfaltar desconocido para mí. Sabía que en ese punto papá perdería de vista el vehículo de los bandidos, si es que había intentado seguirnos. Mientras, yo me encontraba totalmente sola en la furgoneta con esa terrorífica gente.

—Bien hecho —dijo Kaarlo el Feroz.

En ese momento desistí de mirar la carretera a nuestra espalda. Observé a mi alrededor. En la parte de atrás había dos sofás, uno frente a otro, y en medio una mesita ahora plegada contra la pared. La furgoneta estaba llena de escondites, bolsas para la ropa que se deslizaban y cajones debajo de los asientos, mesas que se desplegaban y colchonetas enrolladas asomando detrás de los respaldos. Todos parecían saber a ciencia cierta dónde se ubicaba cada una de las cosas.

A mí me arrojaron al sofá del fondo, junto a la ventana. Examiné la extraña decoración de las ventanillas, filas de muñecas Barbie colgadas, con tupé y un perfectamente tuneado look a lo bandido. Cada detalle parecía subrayar lo normal y corriente que era yo y lo extraño y hostil del mundo al que me habían traído de un tirón. No me atrevía siquiera a pensar en el enorme peligro que podía correr.

—¿Tendríamos que de todos modos…? —comenzó Hilda con cuidado—. Aquí podríamos dar la vuelta…

—En ab-so-LU-to —interrumpió Kaarlo el Feroz—. Ni hablar del peluquín. No vamos a darnos la vuelta. He pasado toda la primavera escuchando quejas de que «ah, estoy tan solo». Pues, hala, ahí tenéis una amiguita.

—Pero es que una amiga no se puede robar así —protestó Kalle—. Así no funcionan las cosas.

Lo miré agradecida. Ojalá él pudiera cambiar la decisión. Si me dejaran bajar, seguramente encontraría a alguien que me ayudara.

—Pues ahora funcionan así —contestó Kaarlo el Feroz—. Y ésta es una orden del jefe.

Para mi sorpresa, todos asintieron y no se volvió a mencionar el tema. En la familia Bandídez existía la cadena de mando típica de los bandidos. Ésa fue mi primera lección sobre la vida diaria de los Bandídez y por eso renuncié a mi última esperanza.

Durante el largo día en la carretera dispuse de mucho tiempo para estudiar a la familia de bandidos. No me habían atado ni tenía una venda en los ojos como las personas a quienes secuestran en las películas. Ellos no parecían ser conscientes de que habían traído a un observador. Miré los grandes y expresivos gestos de Kaarlo el Feroz, a Hilda, que parecía ir siempre un paso por delante de su marido: después de la merienda él se desplomó sobre una silla que justo apareció tan solo un instante antes. Pete Dientesdeoro se movía entre ellos como un hilo que los mantenía a todos unidos, torpe, un hilo entre los dientes de oro, y a quien durante bastante tiempo no entendía cuando hablaba. Sin embargo, principalmente yo miraba a los niños. A Kalle, que por su parte intentaba observarme en secreto, y a Hele, un par de años mayor, vestida con pantalones de camuflaje y la única de toda la familia que parecía darse cuenta de que los estaba examinando.

—Mira si quieres. Es gratis —declaró Hele, no enfadada, sino dejando caer las cosas como solía hacer—, pero si anotas algo, lo leeré.

Me miró inquisidora durante largo rato, igual que un tiburón acechando a los nadadores en la superficie del mar.

Por la tarde, la furgoneta se detuvo en un tranquilo bosquecillo de alisos a la orilla de un lago. Hele tenía calor y le apetecía nadar. Y eso hicimos. Así, sin más, dejamos de huir y nos paramos a darnos un chapuzón, como personas normales y corrientes. A nadie se le pasó por la cabeza atarme.

—De verdad, devolvedme a casa, por mí os darán un buen rescate —insistí por lo menos una decena de veces.

—No podemos hacer eso —contestó Kaarlo el Feroz. Revolvía en su vieja bolsa de viaje buscando un bañador—. Desde el verano pasado han encogido, mecachis. La cinturilla me aprieta tanto que voy a tener que robar pronto unos nuevos.

Parecía que los demás iban a echarse a reír. Kaarlo el Feroz no era lo que se dice una persona delgada, y los pantalones le quedaban al menos dos tallas más pequeñas.

—Sí, los robamos, los robamos —dijo Hilda esforzándose por poner voz seria.

—Ah, ¿y por qué no? —quise saber—. ¿Por qué no me podéis devolver?

Hele corrió hacia el agua y empezó a nadar a crol con un estilo perfecto, casi sin hacer ruido.

—Eso no es lo nuestro. Lo nuestro es robar, eso sí que lo sabemos hacer —replicó Kaarlo el Feroz. Agarró unas tijeras y cortó por la mitad la pernera de unos enormes calzoncillos largos—. Ya está: ¡un bañador!

—Tú no puedes en ab-so-LU-to saberlo, claro —me dijo con voz solemne—, pero tenemos una reputación. Y nuestra fama obliga.

—Y en la fiesta de verano, fijo que causa una buena impresión que tengamos un prisionero, así sabrán todos que han vuelto a ver algo nuevo —dijo Pete Dientesdeoro con un gruñido de satisfacción en su sillita de playa—. Le devuelve ese toque especial al negocio y esas historias. La cosa se hace según las reglas del arte y al estilo de antes. Como el Gran Pärnänen —remató con devoción.

—Como el Gran Pärnänen —repitió Kaarlo el Feroz. Se secó con brío, aunque sólo se había mojado los dedos de los pies, y anunció que el agua estaba demasiado fría para una persona con el estatus de jefe.

—Lo de prisionera es una palabra tan terriblemente aburrida… —dijo Hilda y me ofreció una bolsa de caramelos. Nuestra bolsa de caramelos, de Vanamo y mía, para ser exactos. Se agachó maternalmente delante de mí—. Una pena que ya no queden cochecitos de regaliz. Me parece que eres una chica a quien le gustan.

—Persona capturada —propuso solemne Kaarlo el Feroz—, tomó asiento y se colocó las trenzas sobre el pecho—. Tenemos la gran ventaja de contar con una persona capturada en nuestro campamento.

Yo chupeteaba sin ganas una gominola de frutas y seguía atentamente la conversación porque quería reunir cada miguita de información que pudiera ayudarme a escapar, había decidido huir si el padre bandido no accedía a devolverme. Ajá, tienen una fiesta de verano, registré la información en mi cerebro. Bueno saberlo, aunque no pensaba estar con ellos para entonces. Decidí que, como muy tarde, había que fugarse durante el revuelo de la fiesta de verano.

—¿Pero es que no queréis una enorme suma de dinero? —me atreví a preguntar finalmente.

¿Cuánto estaría dispuesto mi tacaño padre a pagar llegado el momento? Seguramente ni la mitad que por su coche. Al fin y al cabo, aún les quedaba Vanamo.

—¿Cómo dices? —preguntó Kaarlo el Feroz. Se estaba dando golpecitos en los dientes con el último cochecito de regaliz y eso me repateaba. No poderme comer las mejores chuches me hacía sentir como en casa.

Pete Dientesdeoro se echó a reír.

—Pedos de ratón, Kaarlo. La chavala se refiere a los pedos de ratón. —La conversación había tomado un cariz de lo más extraño.

—Querida niña, nosotros no hacemos nada con pedos de ratón —contestó Kaarlo el Feroz al mismo tiempo que agitaba un cochecito mordisqueado en la mano. Eso Vanamo no lo había hecho jamás—. ¿Pero para qué sirven?

—Bueno, ¿entonces qué es lo que robáis? —pregunté estupefacta.

—¿Cómo? ¿Es que quieres una lista? —dijo Hele con desgana y se sacudió el agua de los oídos. Se lanzó sobre una tumbona vacía y se puso a ojear algunas revistas de música que había robado de la bolsa de Vanamo.

—¿Por qué no? —repliqué desafiante.

Fui a la furgoneta a buscar mi diario y aguanté que Hele se riera burlona de las tapas rosa y de su estampado de flores. Cogí un boli del salpicadero que hice oscilar tentadoramente sobre el papel hasta que los Bandídez comprendieron que pensaba escribir según me fueran dictando.

EL BOTÍN FAVORITO DE LA FAMILIA BANDÍDEZ

Recopilado y apuntado por Vilja

caramelos a granel, en especial barquitos de frambuesa (Hilda), chocolate (Kaarlo), regaliz (Kalle),

regaliz salado superpicante (Pete, Kaarlo, Hele)

galletas, principalmente las recubiertas de azúcar o rellenas de mermelada

carne (para el asado bandido de Kaarlo) mostaza

otra comida, en especial patatas nuevas, guisantes, fresas y otras frutas del bosque,

bocadillos y pasteles caseros, pizza y otro tipo de comida grasienta semipreparada

muñecas Barbie (para la colección de Hele)

cosas para leer, periódicos y libros

una baraja completa (en la anterior falta el ocho de picas)

una caña de pescar en condiciones

10) una pequeña tienda de campaña para solucionar las peleas a la hora de dormir

Buscando en estos momentos:

juego de croquet (Kalle), un pequeño frigorífico de viaje (Hilda),

un calentador de agua que gaste poca electricidad, un novio guapo (Hele)

—Maldición —se le escapó a Hele—. Borra lo último. Kalle, ¡en unos momentos vas a estar taaaaaan muerto!

Kalle se rio sonoramente y escapó corriendo sin mirar por donde pisaba. Tropezó con la raíz de un pino y salió volando e hizo una bonita curva en el aire. No deseaba mirar a los hermanos peleándose entre sí.

En cuanto la lista estuvo terminada, me la arrebataron enseguida de las manos.

—Esto está bien —dijo Hilda—. Vamos a colocarla en la parte del copiloto, así le podemos echar un vistazo antes de ponernos manos a la obra.

—Suuperbien —opinó Pete Dientesdeoro. Los adultos se mostraban totalmente fascinados con la lista—. ¿Sabéis que ha pasado un año entero sin el ocho de picas? Qué horror. Y ni me había fijado. Definitivamente, la baraja esa hay que conseguirla.

Pensé que la lista les convencería de que sería aconsejable devolverme, de que yo no era un botín normal y corriente, y de que por mí podrían conseguir un buen rescate, pero las cosas no ocurrieron exactamente así.

—Una cosilla más —empezó Kaarlo el Feroz.

—¿Qué, jefe? —preguntó rápidamente Pete Dientesdeoro.

—Esto, niña, para nosotros es una buena noticia, para ti una mala —dijo Kaarlo el Feroz y metió las manos bajo la cinturilla del pantalón como solía hacer cuando se sentía muy satisfecho—. Ahora la cosa es así: no nos podemos permitir dejarte marchar. Eres el mejor botín que hemos tenido en mucho tiempo. Eres la mar de lista.

La tarde comenzó a convertirse lentamente en noche. Nos dispusimos a acampar en una tranquila cala rodeada por un bosque. Sacaron las cosas de la furgoneta, los sacos de dormir, las colchonetas, el piso de las tiendas de campaña. Pete Dientesdeoro andaba atareado con una hoguera que languidecía, Hilda llevaba las neveras portátiles de poliestireno a una fresca hondonada en la orilla. Todos pasaban junto a mí cargando grandes paquetes, me evitaban como si fuera un mueble.

No lo han meditado bien, comprendí. No saben qué hacer conmigo. En ese preciso momento decidí fugarme. No lo planeé mucho, y tampoco se me pasó por la cabeza que escapar por la noche en un lugar desconocido era algo extremadamente estúpido. Únicamente pensé que esperaría a que los demás se durmieran y luego huiría sigilosamente del campamento. Después buscaría un camino grande, pararía al primer coche y diría: «¿Me llevan hasta la comisaría de policía?». Es que me han robado. Decir esto en alto me hacía sentir muy satisfecha. Hasta entonces, lo más emocionante de mi vida habían sido las excursiones nocturnas con los scout o montar a caballo por el campo, pero nada de lo que había vivido se parecía ni por asomo a la extraña situación en la que me encontraba en esos momentos.

De pronto me di cuenta de que no tenía sentido esperar a que los bandidos se durmieran. La noche de verano comenzaba ahora a oscurecer y por eso sabía que casi era medianoche, ese breve momento oscuro antes de que el cielo empezara nuevamente a clarear. Todos parecían despabilados y no había noticia de que los niños tuvieran hora para ir a la cama. Decidí esperar hasta que todos estuvieran absortos en sus cosas. De los objetos robados, sólo tomé mi libreta, sin carga avanzaría rápido, y empecé a deslizarme hacia el límite de nuestro campamento.

Caminé hasta el capó de la furgoneta. Primero un par de pasos delante del morro. Luego hasta el árbol. Hasta el siguiente árbol fui corriendo. Si a alguien se le ocurría mirar en mi dirección, ya no me verían. Me movía ocultándome detrás de los árboles y siempre esperaba hasta que mi corazón palpitante se calmaba. Al final, el resplandor de la hoguera quedó atrás. Me percaté de lo sorprendentemente oscuro que era el camino de arena sin ninguna iluminación. Hubiera debido coger una linterna.

—¿Adónde vamos? —preguntó Hele.