Agradecimientos

Sin Olivier Poivre d’Arvor y una conversación ante una docena de ostras, no habría tenido jamás la idea de escribir este libro.

Sin Marie-Thérèse Kaspar no me habría convertido en librero y mi vida habría sido otra. Gracias, jefa.

Sin Patrick Raynal habría leído otros libros. Gracias, señor.

Sin Hélène Fiamma y nuestra insistencia en disfrutar de los libros de zombis, este libro no habría visto la luz. Gracias, compi.

Sin mi padre, del que hablo poco aquí, no habría sabido serlo cuando me ha tocado. Gracias, papá.

Sin mi hermana, habría tenido frío a menudo. Gracias, Gaëlle.

Sin los libros y los escritores me habría aburrido mucho. Gracias, hermanos.

Y, por fin, sin Michèle Vaissière habría reído muchísimo menos, al menos hasta su muerte. Gracias, Michou.

Comienza con sencillez. No, el Marca no es un libro (pero no deja de ser un buen inicio)

En aquel instante solo lo vemos a él. Todos estamos pendientes de su pierna, de su zurda prodigiosa que genera un juego exquisito en los clubes donde ha jugado y en la selección nacional. El Flaco. A sus veintinueve años, Cardeñosa ha demostrado mil y una veces su magnífico fútbol, es el jugador fiable que todos quieren. Y este 7 de junio de 1978, Mundial de Argentina, España juega contra Brasil, nada más ni nada menos. El Flaco ha recibido una pelota mágica: está solo frente a la portería, el tiempo se detiene. ¡La clasificación, hasta ahora nunca conseguida, es posible! Tarda un microsegundo en cambiarse el balón a su zurda legendaria y chuta con fuerza, pero los dioses, los hados, el destino, el universo han permitido que en aquel maldito microsegundo un defensa se coloque y detenga la pelota. No habrá gol, no habrá clasificación. España vuelve a casa sin gloria. Para siempre se hablará del gol de Cardeñosa… que nunca fue gol…

Ningún hombre de más de cuarenta años ignora esta historia. Y ninguno de más de treinta puede recordar sin emoción el chut cruzado de Iniesta en la final del Mundial de Sudáfrica, en 2010. Ellos son así: aunque te hayan seducido pretendiendo que detestan el deporte, que nunca miran un partido (salvo quizá alguno de la Copa del Mundo), aunque pasan en el sofá más horas de las que dedica Kim Kardashian a las joyerías de la plaza Vendôme, aunque una vez al año se lanzan a hacer footing («he vuelto a hacer deporte») mientras tú buscas con pánico el número de urgencias, ellos adoran el deporte.


La probabilidad de que Querido no lea el Panenka, El Mundo Deportivo o el Sport es casi tan alta como la de oír una verdad salir de la boca de un político corrupto. Ya sean forofos, abonados a todos los canales deportivos o discretos, maliciosos, de los que siguen la Liga por Internet, falsamente despreocupados, todos los hombres hablan de deporte entre ellos, mucho más que de mujeres o de sexo, que son temas interesantes, ciertamente, pero no vitales. ¿Cuántas amistades viriles se han roto a cuenta del Madrid-Barça? ¿Cuántas discusiones acaloradas por el honor de Usain Bolt, limpio como un niño en su primera comunión o cargado como una mula?


Todo esto te tiene harta. A ti, que te gustaría que fuera atento, delicado, que declamara toda la poesía romántica checa solo para ti, te toca soportar, jornada tras jornada, su histeria («¡Pásala, carajo!», «Pero ¡chuta!, ¡chuta!»), insultos a todo el equipo contrincante, compuesto invariablemente por decididos partidarios del matrimonio para todos, injurias para el cuerpo arbitral en bloque, y todo jaleado por turnos por sus amigos, desgraciadamente invitados, desgraciadamente sentados en tu tresillo, ellos que, en conjunto, apenas si alcanzan el CI de la ostra de Belon, reconocida como la más tonta de todos los estanques.

Y sin embargo… perdóname la metáfora deportiva, pero para transformar a este hincha en un fanático de la lectura que, la noche de la final de la Copa del Mundo 2018 entre Alemania y España, se sumerja encantado en Las ilusiones perdidas, tú practica el judo. Utiliza su fuerza contra él. ¿Le gusta el deporte? Pues es por ahí que vas a conducirlo hasta su primera novela y a emprender el largo viaje que lo convertirá en lector.

¿Tu hombre no lee más que el Panenka? Deberías regocijarte y rezar agradecida: ¡él lee! No juzgues jamás, no critiques sus elecciones como lector, no lo fastidies todo, como en la escuela o en la universidad, pontificando sobre lo que hay que leer y lo que no (es decir, lo que es popular). No hay buenos y malos libros y, sinceramente, más vale leer un libro malo a no leer nada de nada.


Además, no te rías, él lee una de las mejores publicaciones del país, donde el lenguaje sigue siendo muy importante y grandes firmas del deporte glosan con pasión epopeyas de gloria. Así que en vez de fiscalizar quisquillosamente sus lecturas de neandertal, indignas de él, intenta glorificar el combate deportivo. Interésate por los logros de los Aquiles modernos, de estos césares, de este Roger Federer que vuelve a ser campeón a casi casi la edad que tenía Abraham cuando fue padre. Y prepárate para hacerle leer libros sobre deporte, gracias a tu astucia, como una atleta dopada que deja clavado a su adversario en el starting block. Porque de libros de deporte hay muchos y muy buenos. Ahora tú estarás pensando que el fútbol y las pasiones que provoca son supervivientes aberrantes de la era de los dinosaurios, que escaparon ilesos del meteorito gigante y de la era glaciar. Pero el fútbol, sí, señora, el fútbol —tu archienemigo, este destructor de la libido, este coach de barrigas cerveceras— ha inspirado a escritores, ha dado al mundo unos libros maravillosos, ha enriquecido la literatura con entradas a nivel del cuello y de epopeyas terribles que terminaban en derrotas, lágrimas y el regreso del héroe, vencido pero orgulloso, hasta su Dulcinea, valiente y complaciente.


Un sábado, sal a comprarle el Marca y su revista semanal preferida. Con anterioridad, habrás adquirido Fiebre en las gradas, de Nick Hornby, desternillante novela sobre la pasión por el fútbol de un hincha del Arsenal, y vas a deslizarlo entre la prensa. Al llegar a casa no digas: «Te he comprado un libro» o «Deberías leer esto. Va de fútbol y está muy bien». No.


Toda lectora que carga con un no lector lo sabe: el hombre, este ingrato, nunca lee los libros que le regalas, aunque haya fingido alegría con la credibilidad de un león vegano en un abrevadero frecuentado por un montón de gacelas. Tus regalos se juntan en su mesita de noche; allí se llenan de polvo hasta que un día migran hacia las estanterías de la biblioteca, con su virginidad intacta y el honor a salvo.

Este sábado le llevarás el periódico sin pronunciar ni una palabra, lo dejarás delante del hombre con su café de la mañana y esperarás. Cuando él se exclame (porque al hombre le gusta exclamarse tanto como le gusta orinar en el centro del inodoro, allí donde va a hacer más ruido, para subrayar su poderío): «Pero ¡de dónde sale este libro!», tú respondes simplemente que lo regalaban con el periódico. En efecto, es altamente improbable que tu hombre esté al corriente de la ley del precio único que impide realizar este tipo de promociones. Y añades, sutil, perversa y ya triunfadora: «Le he echado un vistazo y va de fútbol, vaya, sin interés». De esta manera, picando su curiosidad de hincha, jugando con su ego de machito que disfruta demostrando que te equivocas, habrás tirado tu anzuelo, bien cebado, y lo habrás enganchado. Porque morderá, leerá y lo morderán.


Es posible, poco probable pero posible, que al hombre de tu vida no le guste el fútbol y que sea forofo del ciclismo, el boxeo, el motociclismo, el tenis, etcétera. No te preocupes. En tu librería abundan las medicinas sin receta: Correr, de Jean Echenoz, El combate, de Norman Mailer, o Diarios de bicicleta, de David Byrne; no te faltarán excelentes obras para dejarlas caer entre sus manos.

Y, quién sabe, quizá tú leerás, a tu vez, el periódico deportivo. Deberías. Yo lo leo desde hace treinta años y no me canso nunca de hacerlo. Y es que, sabes, hay muy poca diferencia entre Moby Dick y el Ventoux.

Para que pique

Para ganártelo

Para leer juntos