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ROSARIO CASTELLANOS

TRES NUDOS EN LA RED

Fondo de Cultura Económica

Primera edición electrónica, 2017

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Primera revelación*

ornato

AHORA sé que es imposible, pero entonces la casa en la que vivíamos era mucho más grande, incomparablemente más grande, que el pueblo donde estaba la casa. La recuerdo nítida, inmediata. Puedo todavía asirla con los ojos, con las manos: el jardín cuadrangular, dividido en arriates simétricos en los que mi madre sembraba semillas que le llegaban por correo en paquetitos herméticos, adornados con una figura multicolor, distinguidos por un letrero en inglés que mi padre traducía leyendo atenta, dificultosamente, a través de sus anteojos de aros negros. Los senderos enladrillados, parejos y limpios. La rotonda central en la que se alzaba un pino modesto circundado por un barandal diminuto desde el cual mi hermano y yo saltábamos, orgullosos por la magnitud de nuestra hazaña. Atrás, el patio rumoroso de árboles. A los lados, los corredores anchos, de ladrillos también, siempre recién lavados, frescos. Desembocaban en ellos, los cuartos: el costurero en el que mi madre platicaba, cosiendo, con sus amigas; el comedor, con sus muebles oscuros, su vajilla detrás de la vidriera, sus dos sillas altas para que nosotros alcanzáramos la mesa; la sala y el ajuar de mimbre y los retratos de mis abuelos; los dormitorios con nuestras camas de latón desde las que contemplábamos las rosas pintadas de la lámpara y el techo de donde descendía el pabellón de tul que nos protegía de los zancudos y que, noche a noche, nos aislaba del mundo, envolviéndonos en una nube vaporosa y cálida; y, separado del resto de las habitaciones, en un ala independiente, del otro lado del zaguán, el oratorio con sus muros tachonados de imágenes: la Santísima Trinidad con sus Divinas Personas sostenidas sobre una esfera que navegaba entre dibujos vagos, armoniosa de mares y continentes; Cristos dolorosos, sudando sangre dentro de una bombilla de cristal; vírgenes con los ojos vueltos hacia arriba y las manos afiladas y finas como palomas en vuelo, atravesando, ingrávidas, su regazo; y aquí, encerrado en este cuarto, un olor de flores a medio marchitarse, de tallos tronchados sumergidos en agua vieja, de aire denso y opaco. Un olor penetrante, obsesivo, tenaz.

Por el zaguán se salía a la calle. Era suficiente bajar un escalón de lajas pulidas y lisas, resbalosas sobre todo después de los aguaceros, y ya se estaba fuera. De la calle no sé más que estaba empedrada, que la transitaban asnos cargados con barriles que resonaban a cada rítmico movimiento empujados por palabras soeces y puntas de látigos. De la calle no recuerdo más que conducía, no muy lejos, al templo en penumbra donde agonizaban veladoras alimentadas con aceite y las beatas se golpeaban el pecho, y a la escuela, donde la maestra se enfermaba constantemente del hígado y las alumnas bordábamos manteles, iluminábamos mapas y aprendíamos, maravilladas, el significado de la palabra meteoro. De la calle no puedo asegurar más que, si uno levantaba la vista, encontraba invariablemente un rótulo: Farmacia Paz y Unión, Ministerio Público, Casino Fronterizo. Y que era angosta, borrosa, insignificante. El horizonte no estaba entonces, como está ahora, en las montañas esbeltas que ciñen la ciudad, en el firmamento que extiende su transparencia sin límites, en el río que aprisiona peces minúsculos. El horizonte estaba en las paredes sólidas, en el jardín fragante despeinado por el viento, en la presencia, cercana, de mis padres. El horizonte era también mi hermano.

Se llamaba Mario y tenía un año menos que yo. Pero en compensación, sus ojos eran mucho más grandes que los míos y era infinitamente más astuto. Sabía, por ejemplo, sin que nadie se lo hubiera dicho, sin que fuera preciso repetírselo para convencerlo, que los sucesos que uno veía en el cine eran ficciones. O que cuando se viajaba en automóvil no era el paisaje el que se desplazaba sino uno mismo. Y sabía muchas otras cosas más: que los pétalos de los geranios eran el mejor borrador de pizarras habido y por haber y que, si se enterraba una moneda y se pronunciaba encima del lugar cierta frase cabalística, la moneda se multiplicaba. Yo no podía con él. Su sabiduría innata era sólo comparable con mi ignorancia. Por eso no me sorprendí ni me entristecí demasiado cuando un día, al volver de la escuela, después de arduos esfuerzos, le participé que Cristóbal Colón había descubierto América. Mario, que por su edad, deletreaba todavía en la cartilla y permanecía en la casa durante mi ausencia, me miró con una leve compasión. Una sonrisa medio burlona, medio condescendiente, curvó sus labios. Y me contestó: sí, y en un barco.

Éramos distintos en todo. Él era ágil, revoltoso, alegre, moreno. Yo era macilenta, lloraba con suma facilidad y tenía un gesto de asombro tan concentrado que rayaba en la estupidez. Jugábamos. Pero mientras a mí no se me ocurría nada más que sentar en fila a mis muñecas —inanimadas, la boca entreabierta y el mismo vestido que les pusieron en la tienda— y pararme a contemplarlas, él no cesaba de inventar entretenimientos. Ya surcaba mares tempestuosos dentro de una frágil tina de baño fija sobre el pasto (mientras yo desde la orilla lo miraba partir aterrada, mareada de antemano); ya era el equilibrista del circo o el bandido perseguido por la policía o la policía persiguiendo al bandido. Unas veces se subía a los manzanos a desgajar fruta que saboreaba tendido en el suelo, observando las nubes. Ésta era un dragón echando fuego por los ojos; aquélla un toro enfurecido, la más pequeña un conejo. Pero con todo, las figuras no eran más que apariencias. Nosotros no las veíamos más que desde abajo. Encima de ellas estaba el cielo. ¿Que qué era el cielo? Pues el sitio adonde uno va cuando se porta bien. Es una gran sala con pisos como de lana y columpios. Cuando uno se cansa de mecerse simplemente se acerca a unas largas mesas colmadas de dulces. Desde que Mario me aseguró esto yo me preocupé mucho. A mí no me gustaban los columpios ni apetecía los dulces. ¿Qué iba a ser de mí? El único remedio era portarse mal, pero no lograba determinar cómo. Sin embargo no le dije nada porque él me contestaría, una vez más, que yo era tonta.


* Publicado en América. Revista Antológica, vol. II, núm. 63, junio de 1950.