El fin de la pena de muerte en el Estado de México

Ana Lidia García Peña
Grisel López Hernández*

A lo largo de la historia de la humanidad, la pena de muerte siempre ha acompañado el devenir de un sinfín de sistemas y regímenes que la han utilizado como un instrumento fundamental para el control social y la dominación, a tal grado que muchos estudiosos la han llamado “el nervio del poder político” o “la trágica sombra de la humanidad” (Imbert, 1993: 60; Peñaloza,2004: 145).

La gran multifuncionalidad de la pena capital se debe a que, históricamente, ha estado rodeada de tres justificaciones políticas: la expiación, la retribución y la intimidación. El principal motor de acción en la expiación es la venganza redentoria, que busca castigar el cuerpo del condenado. Por eso las penas de muerte en épocas previas a la Ilustración se centraban en la tortura y la flagelación corporales. Su objetivo era una sanción individualizada, depurativa, sobre aquellos individuos cuya existencia supuestamente resultaba perniciosa para la sociedad.

La retribución parte del supuesto de que la pena es un mal, así que mediante la imposición de un mal proporcional al daño causado, se retribuye, se equilibra y se expía la culpabilidad del autor. Responde a la arraigada convicción de que el mal no debe quedar sin castigo y el culpable debe encontrar en él su merecido (Peñaloza, 2004: 111). Es la tradicional ley de talión, “ojo por ojo y diente por diente”, castigar al delincuente con un mal equivalente al daño que ha causado.

Finalmente, la intimidación trae aparejada la ejemplaridad para el resto de la sociedad, pues lo que busca es disuadir la realización de algún crimen. No se trata de corregir al culpable, sino de intimidar al delincuente en potencia (Imbert, 1993: 38). En esta lógica, la historia republicana de México ha estado estrechamente vinculada al uso de la pena de muerte como una forma de intimidación para lograr la tranquilidad social y la estabilidad en el poder. Durante mucho tiempo, la legalidad de dicha sentencia en nuestro país se sustentó en ser vista como un mal menor que debía enfrentar una joven nación con una vida institucional muy precaria.

Ahora bien, la gran mayoría de las investigaciones que se han realizado en nuestro país sobre la pena de muerte se refieren a: estudios filosóficos y jurídicos; discusiones sobre la amplitud o restricción de los poderes del Estado; principios rectores de las reglas penales; distintas etapas del movimiento abolicionista en México, y algunos enfoques históricos.1 Sin embargo, siguen haciendo falta trabajos que estudien las particularidades históricas propias de la pena capital en México. Si retomamos la idea de Marc Bloch de que la historia es la “ciencia de lo único e irrepetible” (Bloch, 1984: 24), ¿qué tiene de único e irrepetible la historia de la pena de muerte en México? Para contestar este interrogante nos lanzamos a la aventura de estudiar los archivos históricos judiciales del Estado de México, tanto el Archivo Histórico del Archivo General del Poder Judicial del Estado de México en San Pablo Autopan, como los archivos históricos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en la Casa de Cultura Jurídica “Ministro José María Lizano”, en Toluca, y el Centro Archivístico del Poder Judicial Federal, en Lerma. Lo anterior, con el fin de conocer las peculiaridades de la práctica judicial de la sentencia a muerte en dicha entidad. A medida que avanzábamos en la investigación documental, nos formulamos las siguientes preguntas: ¿En verdad somos un país con una larga tradición abolicionista, o más bien, desconocemos la historia judicial de la pena de muerte? ¿Qué tan frecuente fue el uso judicial de la pena de muerte en el Estado de México? ¿Cuál era el principal delito por el que se aplicaba? ¿Cuáles fueron las diferencias entre la administración de la justicia local y la federal? Esperamos a lo largo del texto dar respuestas a dichos cuestionamientos.

El movimiento abolicionista en México

A pesar de que a nivel mundial la pena de muerte estuvo siempre vinculada estrechamente al poder político, en el siglo xviii claramente cobró forma la primera campaña abolicionista con el tratado de César Bonesana, marqués de Beccaria, Del delito y de las penas (1764). En su célebre obra, Beccaria proponía una visión negativa de la pena de muerte, producto de la difusión de una nueva ideología ilustrada, cuyos filósofos eran sumamente optimistas y tenían fe en el progreso humano; así que ponderaban la bondad natural del hombre y la posibilidad de su enmienda (Imbert, 1993: 60; Peñaloza, 2004: 137). Muchos de los argumentos de pensadores, intelectuales y filósofos de aquella época estuvieron en favor, no exactamente por la abolición de la pena de muerte, sino contra su aplicación abusiva; pusieron en duda su supuesta virtud ejemplar, a la que catalogaron de un simple mito; también se luchó por suprimir la tortura antes y durante la ejecución. En este sentido, una de las ideas más famosas de Beccaria es: “Para que una pena no sea una violencia de uno solo o de varios contra un ciudadano, debe ser pública, pronta, necesaria, la menor que sea posible en circunstancias dadas, proporcionada al delito y fijada por la ley” (Beccaria, 2004: 77). Y dado que la pena de muerte no había sido útil a la sociedad, al no lograr reducir el número de delitos, Beccaria proponía sustituirla por la esclavitud perpetua.

Durante el siglo xix, las ideas de Beccaria, y de muchos otros, fueron adoptadas por diversas naciones, y poco a poco se popularizaron los principios de la democracia y el respeto a los derechos humanos. En algunos países europeos se multiplicaron los estudios que buscaron comprobar la ineficacia e inutilidad de la pena de muerte (Imbert, 1993: 77). En ese siglo, el discurso abolicionista se centró en argumentos científicos sobre la organización de los poderes del Estado, los principios que debían regir las reglas penales y la utilización de los datos de la experiencia. Una de las innovaciones más importantes de esta segunda etapa del movimiento abolicionista en el siglo xix fue toda la esperanza que generó la creación de un sistema carcelario con el que se conseguiría la enmienda del culpable. Lo anterior significó un cambio en la noción de la pena, pues ya no se trataba de la expiación del condenado, sino de su mejoramiento como ser humano, que se podía realizar con el establecimiento de un régimen penitenciario capaz de corregir sus conductas indeseables (Imbert, 1993: 97).

Así que gracias al movimiento abolicionista, la historia de la pena de muerte constituyó el lento tránsito de un castigo supremo (ejemplaridad por excelencia, piedra angular de los sistemas represivos) a un sistema carcelario altamente complejo que lograse la readaptación o la exclusión definitiva de la sociedad de individuos reconocidos como incorregibles y peligrosos (Imbert,1993: 12). Sin embargo, desde sus orígenes fue muy cuestionado el régimen penitenciario como nuevo sustituto de los castigos corporales y la pena capital, pues nunca ha logrado su objetivo de realmente regenerar al delincuente. En su ya clásica obra Vigilar y castigar, Michel Foucault explica cómo sucedió el tránsito de los proyectos humanitarios y reformistas del siglo xviii a una sociedad disciplinada en los siglos xix y xx que colonizaron y vampirizaron los procedimientos disciplinados, con un refinamiento de la tecnología y la universalización del castigo. Ya no serían la ordalía y los rituales sangrientos que buscaban castigar al cuerpo, según la lógica judicial del “Antiguo Régimen”, sino la paulatina instrumentación de los procedimientos disciplinarios, en los que la pena de muerte dejó de ser la forma más racional y óptima de castigar. Con el nuevo sistema carcelario se buscaba aislar al tumor canceroso de la sociedad. Así que en la gran mayoría de los países de Occidente se impuso la “panóptica triunfante” y la pena de muerte comenzó a ser vista como un acto de barbarie fuera de la nueva racionalidad discursiva (Foucault, 1991: 199 ss).

A diferencia de los procesos que sucedían en Europa, en el México decimonónico, ni el movimiento abolicionista ni el sistema penitenciario llegaron a consolidarse claramente, lo que provocó que la pena de muerte subsistiera en todas las constituciones y códigos penales y que se buscase —sin éxito— crear un régimen carcelario nacional. Si por un lado muchos pensadores como Ignacio Vallarta defendieron teóricamente el respeto a la vida según los principios liberales del interés individual, la responsabilidad personal, la justicia y la utilidad; en la práctica judicial, cuando Vallarta se convirtió en presidente de la Suprema Corte de Justicia, se vio obligado a emitir sentencias de muerte (Vallarta, 1994: 41; Arenal, 1990: 1179-1180). Y así fue la historia de la pena de muerte en nuestro país: rechazada y vilipendiada, pero vista como un “mal necesario” y sumamente útil a los regímenes liberales.

Debido a que el siglo xix estuvo plagado de levantamientos militares, pronunciamientos, asonadas, insurrecciones, tumultos, sediciones, bandolerismo, plagiarios y salteadores de caminos, la pena de muerte siguió siendo la mejor práctica para exterminar a todos los enemigos públicos; se convirtió en un arma sumamente útil tanto de lucha política y social, como de legitimación del poder. En una joven nación donde la institucionalidad era muy precaria, importaba mucho más conservar la paz pública y exterminar a los opositores, que respetar los derechos humanos. Se buscaba defender el orden social y usar el castigo supremo contra “los criminales peligrosos” que regularmente resultaban ser del bando contrario, pues como decía Blas José Gutiérrez, los supuestos criminales no eran los enemigos de la patria sino de los gobernantes en turno (Gutiérrez, 1868-1870: 1168). Así que el delito de asalto en los caminos sirvió de pretexto a las autoridades para perseguir y exterminar al enemigo político, quien normalmente tomaba las armas y se organizaba en bandas o gavillas (Arenal, 1990: 1166). De alguna manera, la pena de muerte fue un mal necesario que la joven nación debía conservar mientras no llegase su madurez democrática ni cumpliese con el ideal ilustrado de crear un régimen penitenciario eficiente (García Peña y Suárez, 2007: 37).

Al llegar el siglo xx, si bien el régimen penitenciario se estructuró de una manera mucho más clara y el movimiento abolicionista tuvo más y más adeptos, defensores y teóricos; la pena capital continuó vigente durante toda la centuria. A diferencia del siglo anterior y después de la Revolución mexicana, la pena de muerte dejó de ser utilizada como un instrumento político y sólo conservó su carácter de castigo ejemplar e intimidación. Sin embargo (y esta es una de las propuestas centrales de este texto), los grupos subalternos popularizaron la pena de muerte cuando aprendieron a utilizar a su favor, algunas instituciones jurídicas como el amparo. El argumento judicial del suplicio máximo dejó de ser prerrogativa de la élite política para convertirse en una estrategia popular, lo que se tradujo en el eventual desgaste y desaparición de dicha institución.

Es así que entonces, en la construcción de una periodización de la pena de muerte para México, podemos señalar que mientras en el siglo xix su uso se multiplicó entre las élites políticas para combatir la probable amenaza al orden público y como un mecanismo de exterminio de los enemigos políticos; en el siglo xx, después de los años veinte, comenzó su lento desgaste judicial cuando se popularizó y vulgarizó.

El lento tránsito de la pena de muerte en México lo ha convertido en un país “abolicionista parcial”, debido a que hasta 2005, la pena de muerte siguió incluida en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, aunque se dice que la última pena de muerte que se sentenció fue en el fuero militar el 9 de agosto de 1961; sin embargo, hay quien afirma que fue en 1957 (Islas, 2004:913; Peñaloza, 2004: 154). Lo anterior significa que más que el discurso filosófico, jurídico o político abolicionistas que ha juzgado a la pena de muerte como inútil y bárbara, lo que predominó fue un pragmatismo de hecho en el que se fue imponiendo la experiencia y la paulatina abolición de la pena capital. Jean Imbert señala que las características de este pragmatismo son: la abolición de hecho, por la clemencia de los tribunales o por la gracia del soberano, como paso previo a la abolición legislativa; o bien, sólo su aplicación a algún caso excepcional, antes de suprimirla del todo (Imbert, 1993: 103). Finalmente, la pena de muerte fue abolida de nuestro país el 17 de marzo de 2005, cuando el Senado de la República aprobó una reforma constitucional para eliminarla de la Carta Magna. Los fundamentos de esta reforma estuvieron centrados en los argumentos penalistas de la moderna “defensa social” que establece: la organización racional de un sistema de represión contra el crimen, el uso de la pena de sustitución, la paradigmática prevención social del delito y la construcción de una sociedad no represiva. La exposición de motivos de la iniciativa reivindicó el origen del Estado democrático de derecho y lo vinculó con la protección de los derechos humanos (Peñaloza, 2004: XXII, 153).

Sin embargo, la historiografía de la pena de muerte en México todavía no ha explicado cómo sucedió la historia de ese pragmatismo político que fue imponiendo la abolición de la pena capital en la práctica judicial. Por ello, con este texto se busca exponer, no las discusiones jurídicas o los contenidos filosóficos del movimiento abolicionista en México, sino su recurrente presencia en los tribunales del Estado de México a lo largo del siglo xx y cómo la propia práctica judicial contribuyó a la crisis de la pena de muerte. Digamos que existen dos tendencias en la historia de la pena de muerte en México: Por un lado, toda la argumentación abolicionista que ha sido bastante historiada; y por el otro, su paulatina obsolescencia judicial. Y sobre esta última idea girará el resto de este capítulo.

La codificación de la pena de muerte en el Estado de México

Antes de estudiar las particularidades judiciales de la pena de muerte en el Estado de México, conviene revisar, aunque sea brevemente, los cambios en la codificación mexicana respecto a la pena capital. El texto fundamental que la reguló fue la Constitución Política, primero la de 1857 y más tarde la de 1917. Aunque ambas constituciones mantuvieron el principio político de legalizar la pena de muerte, las diferencias entre una y otra fueron realmente significativas.

Mientras que La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1857 señalaba en su artículo 23:

Para la abolición de la pena de muerte, queda a cargo del poder administrativo el establecer a la mayor brevedad el régimen penitenciario. Entretanto, queda abolida para los delitos políticos y no puede extenderse a otros casos más que al traidor a la patria en guerra extranjera, al salteador de caminos, al incendiario, al plagiario, al pirata, al parricida, al homicida con premeditación, alevosía y ventaja y a los delitos graves del orden militar que definiere la ley [Islas González, 2004: 7].

Cabe destacar que aunque el régimen penitenciario en nuestro país quedó parcialmente establecido durante el porfiriato, nunca se cumplió la promesa de abolir la pena de muerte. En esa época, dicho artículo constitucional fue muy criticado y, por ejemplo, el gran abogado mexiquense, Prisciliano Díaz González, lo llamó un alegato del miedo (Díaz González, 1868: 25). Para algunos autores, el Constituyente de 1856 cometió el error de confundir la responsabilidad del Estado en la implementación de un sistema penitenciario, con la del delincuente por la comisión de su delito (Peñaloza, 2004: 148). Sin embargo, nosotros hemos planteado la hipótesis de que más que un error, fue el soporte de una utopía: cuando llegase a existir un régimen carcelario efectivo, que terminase con los bandidos, y todos los ciudadanos se comportaran conforme a las normas del régimen disciplinario imperante, habrá terminado la utilidad judicial de la pena de muerte y México se codeará con las naciones más civilizadas del orbe (García Peña y Suárez, 2007: 40).

En contraposición a lo marcado por la Carta Magna de 1857, una de las principales razones por las que se siguió aplicando la pena de muerte en el siglo xix fue precisamente la erradicación de los opositores políticos al régimen. A pesar de la prohibición Constitucional, lo que sucedió, según lo hemos planteado en investigaciones previas, es que se equiparó un supuesto crimen político con algún crimen del derecho común para así poder aplicarles la pena capital a los contrincantes políticos (García Peña y Suárez, 2007).

Será hasta inicios del siglo xx cuando se omitieron algunas de las indeterminaciones de la normatividad en torno a la pena de muerte; en 1901, el gobierno de Porfirio Díaz reformó el artículo 23 Constitucional y excluyó toda mención al régimen penitenciario:

Queda prohibida la pena de muerte por delitos de orden político, y en cuanto a los demás, sólo podrá imponerse al traidor a la patria en guerra extranjera, al parricida, al homicida con premeditación, alevosía y ventaja, al incendiario, al plagiario, al salteador de caminos, al pirata y a los reos de delitos graves de orden militar [Arenal, 1990: 1185].

Al llegar la Revolución mexicana, y a pesar de las voces en contra, la Constitución de 1917 mantuvo el artículo 22 exactamente en los mismos términos que la Reforma porfirista. Así que la pena de muerte se conservó para dos tipos de delitos que se consideraban fundamentales para salvaguardar la vida institucional del país. El primero es el que tiene que ver con la cosa pública, es decir la seguridad interior y exterior del Estado y contra los secuestradores, plagiarios, salteadores y piratas que pudiesen alterar el orden público (Imbert,1993: 80). “La defensa del orden social” era la prioridad, por lo que para ello se utilizaría una represión enérgica. Lo que se buscaba era la intimidación psicológica para someter la voluntad social mediante el temor a un mal superior (Basave, 1997: 98).

El segundo tipo de delito fue el homicidio con premeditación, alevosía y ventaja, en el que se mantuvo la “regla de la compensación”, al establecer una pena proporcional a la gravedad del crimen (Imbert, 1993: 93). Y fue precisamente el homicidio la razón por la que más frecuentemente se aplicó la pena de muerte en el siglo xx.

En orden de precedencia, después de las constituciones estuvieron las leyes secundarias, es decir los códigos penales tanto federal como estatales y los códigos de procedimientos penales. En el Código Penal del Distrito Federal y Territorios Federales de 1871, que también fungió como Código Federal y que prácticamente fue copiado por los códigos de las distintas entidades federativas; se señalaba que mientras no se pudiera abolir la pena de muerte, se buscaría reducirla gradualmente, y como un acto de humanidad, no se aplicaría ni a mujeres ni a varones mayores de 70 años. Los delitos que merecían la pena de muerte eran los siguientes: causar la muerte o lesiones que dejaran imposibilidad perpetua para trabajar, enajenación mental o pérdida de la vista o del habla, como consecuencia de detener vagones en camino público y robar a los pasajeros; los homicidios con premeditación, alevosía y ventaja; el parricidio y el plagiario (Díaz Aranda, 2003: 21-24).

El Código también señalaba que la pena consistiría en la simple privación de la vida, pero que de ninguna manera se podrían agravar las circunstancias aumentando los padecimientos del reo al momento de la ejecución (Peñaloza, 2004: 150). Como se puede apreciar, el movimiento abolicionista tuvo una importante influencia en este Código ya que prohibió terminantemente todo tipo de tortura en el cuerpo de los condenados a muerte.

Por lo que respecta a nuestra entidad, el primer Código Penal del Estado de México fue el de 1875 y mantuvo la pena de muerte en términos similares que el federal. Lo mismo sucedió con los distintos códigos del siglo xx, el de 1937 y el de 1957. Mientras la mayoría de los estados de la federación ya habían abrogado la pena de muerte de su codificación en la década de los cincuenta, el Estado de México se mantuvo como uno de los últimos en suprimir dicha pena.

El primer código penal del que se eliminó la pena de muerte, fue el del Distrito Federal de 1929, rápidamente sustituido por el de 1931, y que también fungió como Código Penal Federal. Tras la supresión de la pena capital en 1929, una a una las entidades federativas fueron abrogando también dicha pena de sus respectivos códigos penales: primero fue Michoacán, en los años veinte; después Querétaro, Jalisco, Zacatecas, Chihuahua, Chiapas, Yucatán y Sinaloa, en los años treinta; posteriormente, Coahuila, Campeche, Puebla, Durango, Veracruz y Aguascalientes, en los cuarenta; después, Guerrero, Colima, Guanajuato, Nayarit, Tamaulipas y Tlaxcala, en la década de los cincuenta; a continuación, el Estado de México y Tabasco en los sesenta; por último, Morelos, Nuevo León, Hidalgo, Oaxaca, San Luis Potosí y Sonora, en los años setenta (Basave, 1997: 23; Islas, 2004: 10-11). Es así que la pena de muerte no quedó abolida en el Estado de México sino hasta 1961 con la entrada en vigor del nuevo código penal.

La práctica social de la pena de muerte en el Estado de México

Mientras el movimiento abolicionista en los discursos filosóficos, jurídicos y de derechos humanos seguía su curso, en este texto se formulan nuevas explicaciones desde los procesos judiciales, que podrían ayudar a entender las circunstancias específicas de cómo lo judicial también coadyuvó al revocamiento de la pena de muerte en el Estado de México. Se trata de conocer su práctica social real y de cómo los ciudadanos y abogados aprendieron a refuncionalizar el amparo contra la pena de muerte, lo que contribuyó involuntariamente a su desgaste y paulatina desaparición. De lo que se trata es de reconstruir las particularidades del fin de la pena de muerte en el Estado de México.

Para lograr esto nos dimos a la tarea de revisar a profundidad los archivos históricos, tanto el Archivo Histórico del Archivo General del Poder Judicial del Estado de México ubicado en San Pablo Autopan, propiedad del Tribunal Superior de Justicia del Estado de México (en adelante tsjem), así como los archivos históricos de la Casa de Cultura Jurídica “Ministro José María Lizano”, en Toluca, y el Centro Archivístico del Poder Judicial Federal, en Lerma, ambos pertenecientes a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante scjn). Es decir, cubrimos todas las prácticas judiciales, locales y federales, que implicaron la pena de muerte en el Estado de México durante el siglo xx.

Cabe señalar las diferencias procesales entre los expedientes del Tribunal Superior de Justicia y los de la Suprema Corte de Justicia. Los primeros se refieren a los delitos del fuero común que eran procesados ante la justicia local, ya sea en los juzgados de lo penal de las cabeceras municipales de los distritos judiciales en primera instancia, o en las salas del Tribunal Superior de Justicia en Toluca, como segunda instancia cuando se tramitaban apelaciones y revisiones de los fallos del inferior.

En cambio, los juicios federales tramitados ante los juzgados de distrito de la Suprema Corte de Justicia corresponden a los amparos promovidos por un sinfín de individuos que se quejaban de los actos de autoridad cometidos tanto por jueces de primera instancia y magistrados de segunda instancia estatales, como por presidentes municipales y autoridades diversas de los poderes locales que los habían sentenciado a pena de muerte o planeaban fusilarlos. Cabe aclarar que los juicios de amparo no resolvían el conflicto, sólo establecían si se había o no cometido un acto violatorio de las garantías individuales en sentencias, actos judiciales, incidentes, competencias o quejas. En la mayoría de los amparos no se buscaba plantear la inocencia del quejoso, sino la suspensión del acto de autoridad, que en este caso constituía la aplicación de la pena de muerte, pues de lo que se trataba no era de resolver los delitos sino de salvar las vidas (García Peña y García Castro, 2010: 33-45).

A nivel de la historia en la administración de justicia local, muchas preguntas todavía siguen abiertas. ¿Cuál fue su práctica real? ¿Qué tan frecuentemente se sentenciaban a pena de muerte? ¿Cuál fue su procedimiento? Y en el ámbito de la justicia federal, los interrogantes que se pueden formular son: ¿Cuántos amparos se promovieron contra la pena de muerte? ¿Cuál fue la autoridad más demandada? ¿Cuántos fueron amparados, no amparados o desechados? ¿Cómo entendían los ciudadanos el amparo contra la pena de muerte?

Se trata de explicar no solamente cuántas personas fueron sentenciadas a pena de muerte en el Estado de México, sino más bien de conocer cuántos procesos judiciales hubo en torno a esta cuestión y cuáles fueron sus características. Por ejemplo, a nivel de los juicios de amparo, como se verá más adelante, la gran mayoría fueron sobreseídos, es decir, no procedieron; sin embargo, lo importante no son simplemente los totales de los sentenciados, sino saber los porqués de que la gente recurría a la protección contra la pena de muerte. ¿Qué condiciones sociales están inmersas en dichos procesos?

En total se localizaron 733 juicios relacionados con la pena de muerte en el Estado de México desde 1900 a 1965; de ellos, 95 corresponden al tsjem de individuos procesados por haber cometido delitos del fuero común y cuyas sentencias fueron condenatorias o absolutorias de la pena de muerte, y 638 pertenecen a la scjn de amparos promovidos contra la pena de muerte (ver cuadro 1).

Cuadro 1
Total de juicios de pena de muerte en el Estado de México, siglo xx

tsjem

scjn

95

638

Total 733

Fuente: Archivo Histórico del Tribunal Superior de Justicia del Estado de México (en adelante, ahtsjem); Casa de la Cultura Jurídica en Toluca, “Ministro José María Lozano”, y Centro Archivístico del Poder Judicial en Lerma de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante, scjn).

Mientras que la información de los archivos históricos de la scjn que se revisó es prácticamente toda la existente, para el tsjem debemos señalar algunas precisiones. En términos judiciales, el Estado de México se dividía en tres regiones judiciales: Toluca, Texcoco y Tlalnepantla, por lo que se revisó casi en su totalidad la Región Judicial de Toluca, que durante la primera mitad del siglo xx comprendía los distritos judiciales de: El Oro, Ixtlahuaca, Jilotepec, Lerma, Sultepec, Temascaltepec, Tenancingo, Tenango, Toluca y Valle de Bravo; a su vez, cada uno de estos distritos comprendía diversos municipios de la región. Para el resto de las dos regiones judiciales, Texcoco y Tlalnepantla, sólo se realizó una primera aproximación. Sin embargo, de los 16 distritos judiciales que comprendían a la entidad, presentamos información de 11, aunque no se agotó en su totalidad el tema para las regiones de Texcoco y Tlalnepantla.2

Una primera explicación de las cifras de pena de muerte en el Estado de México, antes de desglosarlas en forma detallada y más precisa, es que la pena de muerte tuvo una presencia numérica significativa en la práctica judicial del Estado de México a lo largo de gran parte del siglo xx, con un promedio de 11 juicios anuales desde 1900 hasta 1965. Por ello, es necesario cuestionar la difundida hipótesis de que la pena de muerte tuvo una presencia “marginal” y muy poco representativa en México, y el Estado de México en particular. Este tipo de investigaciones de la práctica real y social de la pena de muerte nos permiten contrastar las difundidas ideas del movimiento abolicionistas y conocer otras prácticas sociales que hasta este momento son desconocidas.

Cuadro 2
Total de juicios de pena de muerte en el siglo xx en el tsjem

Años

Núm. de juicios

1900-1904

25

1905-1909

16

1910-1914

6

1915-1919

7

1920-1924

1

1925-1929

1

1930-1934

10

1935-1939

9

1940-1944

3

1945-1949

8

1950-1954

2

1955-1959

7

Total

95

Fuente: ahtsjem.

En el análisis de los 95 juicios provenientes del Tribunal Superior de Justicia del Estado de México, obtuvimos el siguiente desglose, con un promedio anual de juicios de pena de muerte de 2.5 (ver cuadro 2). La primera interpretación relevante que se puede realizar, es que durante la fase más violenta del siglo xx en la Revolución mexicana, los juicios de pena de muerte tuvieron un retroceso paulatino. Si comparamos los 41 juicios de la primera década del siglo con los 13 de la década revolucionaria (1910-1919), podemos observar que la pena de muerte se redujo casi a la tercera parte. ¿Cuál fue la razón de que durante la etapa más virulenta de la historia contemporánea de México, la pena máxima haya sufrido dicho retroceso en el Estado de México? Existen dos razones fundamentales; la primera, que muchas penas de muerte fueron resultado de juicios sumarios o de simples fusilamientos que, dada la época de caos del momento, no pasaron por ningún proceso judicial. La segunda, que la Revolución mexicana en el Estado de México tuvo una presencia mucho menor que en Morelos o el Distrito Federal, por lo que la mayor parte de los trastornos de la entidad fueron las continuas incursiones de bandas de salteadores más que de una guerra civil. Y como lo han demostrado diversos investigadores, muchos de esos bandoleros no fueron detenidos ni mucho menos procesados (Rodríguez, 2010; Womack, 1969; Vilchis, inédito).

Lo que también llama la atención es que después de la última gran confrontación que hubo en nuestro país, la Guerra Cristera, y que terminó en 1929, la pena de muerte volviese a cobrar cierta relevancia en la práctica judicial del Estado de México, hasta prácticamente su abolición en 1961. Es decir, mientras hubo momentos de guerra civil y caos institucional (de 1910 a 1930), la práctica judicial de la pena de muerte tendió a retroceder; en cambio, cuando el sistema se estabilizó (de 1900 a 1910 y de 1930 a 1960), la pena de muerte volvió a cobrar relativa importancia en su uso estatal como castigo ejemplar.

Lo anterior confirma la hipótesis de Foucault cuando señala que la pena de muerte ha estado estrechamente vinculada a la historia de la consolidación de los Estados nacionales por medio de instituciones represoras y disciplinarias; el hecho de retener la amenaza del castigo con la pena máxima es un instrumento político que, a pesar del movimiento abolicionista, mantuvo una importancia significativa en el Estado de México (Foucault, 2003). Lo que sí es un hecho es que al comparar los dos momentos de estabilidad institucional, la última década del porfiriato con la de los gobiernos posrevolucionarios, podemos observar que sí hay una tendencia a la baja de la pena capital. Si durante la última década del porfiriato se procesaron 41 penas de muerte, en los años treinta fueron 19, en la década de los cuarenta se redujo a 11 y en la de los cincuenta continuó retrocediendo a nueve casos (ver cuadro 2).

De los 95 juicios que tenemos de 1900 a 1959, el principal delito por el cual los reos fueron procesados y probablemente condenados a pena de muerte, fue el homicidio, con 77 casos que significaron el 79% de todas las causas tramitadas en el tsjem. Además de esto, también hubo un solo caso de parricidio y 17 más que necesitan ser revisados con más profundidad (ver cuadro 3).

Cuadro 3
Delitos por los que se procesa a pena de muerte en los juicios del tsjem por quinquenios

Años

Homicidio

Parricidio

Sin registro

Total

1900-1904

24

-

1

25

1905-1909

13

-

3

16

1910-1914

5

-

1

6

1915-1919

7

-

-

7

1920-1924

1

-

-

1

1925-1929

1

-

-

1

1930-1934

9

-

1

10

1935-1939

6

-

3

9

1940-1944

1

-

2

3

1945-1949

5

-

3

8

1950-1954

1

-

1

2

1955-1959

4

1

2

7

Total

77

1

17

95

Fuente: ahtsjem.

Históricamente, el homicidio ha sido una de las causas principales por las que los individuos han sido condenados a pena de muerte en casi todos los países, por lo que el Estado México no se encuentra atrás en esta causal. Para que se pudiese aplicar el suplicio máximo al que cometiera homicidio, tenían que existir las circunstancias de premeditación, alevosía y ventaja. Sin embargo, la práctica judicial se fue relajando y llegó a aceptar solamente la existencia de una de las tres causales; incluso en la jurisprudencia de la scjn quedó establecido que para la aplicación de la pena capital por homicidio, no era necesario que existiesen los tres elementos de premeditación, alevosía y ventaja, sino sólo una de ellas (Peñaloza, 2004: 151). En investigaciones para la ciudad de México se ha demostrado que la aplicación de la pena de muerte por homicidio estuvo matizada por diversas interpretaciones de la ley y situaciones atenuantes como la defensa del honor (Speckman, 2006: 1430 ss).

En lo que respecta a los principales municipios en la historia de la pena de muerte, tenemos que la mayor cantidad de procesados fueron de Toluca con 25 casos, seguidos por Tenancingo con 16 y finalmente Ixtlahuaca con 10 (ver cuadro 4). Aunque como ya señalamos, todavía hace falta revisar más en profundidad la información archivística en las regiones judiciales de Tlalnepantla y Texcoco.

Cuadro 4
Juicios de pena de muerte por municipios del tsjem

Años

Toluca

Tenancingo

Ixtlahuaca

Tlalnepantla

Tenango

Texcoco

Otros*

Total

1900-1904

1

3

-

1

-

5

15

25

1905-1909

2

8

-

3

-

1

2

16

1910-1914

3

-

-

-

-

-

3

6

1915-1919

5

-

1

-

1

-

-

7

1920-1924

-

-

-

1

-

-

-

1

1925-1929

-

-

-

1

-

-

-

1

1930-1934

3

3

1

-

-

-

3

10

1935-1939

1

3

5

-

-

-

-

9

1940-1944

2

-

1

-

-

-

-

3

1945-1949

-

-

2

-

4

-

2

8

1950-1954

1

-

-

-

1

-

-

2

1955-1959

7

-

-

-

-

-

-

7

Total

25

16

10

6

6

6

25

95

* Otros: Municipios con menos de cinco juicios de pena capital (Cuautitlán, Chalco, Jilotepec, Lerma, Otumba, Temascaltepec, Valle de Bravo y Sultepec).
Fuente: ahtsjem.

Algo muy importante respecto a la práctica judicial de la pena de muerte en el tsjem, es que un gran porcentaje de los sentenciados a pena de muerte apelaron el fallo condenatorio de la primera instancia emitido por los jueces penales de las cabeceras municipales, y se fueron a revisión por los magistrados de las salas de ese Tribunal Superior. Como se puede observar en el cuadro 5, de los 95 juicios, 42 tuvieron sentencia condenatoria y se fueron a segunda instancia; lo que significa que por lo menos 44% de los procesados fueron condenados a la pena máxima.

Cuadro 5
Juicios de pena máxima con segunda instancia en el tsjem

Años

Primera instancia

Segunda instancia

Otros

Total

1900-1904

15

10


25

1905-1909

7

9


16

1910-1914

2

4


6

1915-1919

5

2


7

1920-1924

1

-


1

1925-1929

-

1


1

1930-1934

2

7

1

10

1935-1939

3

3

3

9

1940-1944

2

-

1

3

1945-1949

1

6

1

8

1950-1954

1

-

1

2

1955-1959

-

5

2

7

Total

44

42

9

95

Fuente: ahtsjem.

Para concluir el análisis de lo ocurrido en el tsjem, podemos señalar que la práctica judicial de la pena de muerte en el fuero común del Estado de México mantuvo una relativa importancia a lo largo de las seis primeras décadas del siglo xx. Mientras que en las épocas de crisis (la Revolución mexicana y la Guerra Cristera) se registró un retroceso de la pena capital, durante los momentos de estabilidad institucional aquélla volvió a cobrar relevancia. Recordemos además que el Estado de México fue una de las últimas entidades de la Federación en abolir la pena de muerte de su codificación estatal, por lo que su práctica siguió vigente hasta por lo menos el año 1959.

Por lo que respecta al análisis estadístico de los amparos contra la pena de muerte en el Juzgado de Distrito del Estado de México de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, observamos un comportamiento totalmente distinto, pero que nos ayudará a fundamentar la principal hipótesis de este texto: que la popularización y vulgarización de los amparos contra la pena de muerte ayudaron a la paulatina decadencia de esta condena, no sólo en el Estado de México, sino a nivel nacional. A diferencia de la reducida cantidad de juicios que encontramos en la justicia local con 95 casos del tsjem, la cifra de 638 juicios de amparo que fueron encontrados en los archivos históricos de la scjn, nos presenta un escenario totalmente distinto en el que podemos ver la gran popularidad que llegó a tener entre los ciudadanos la búsqueda de protección de la justicia federal contra autoridades locales que pudieron haber ordenado aplicar penas de muerte (véanse cuadros 1 y 6). El rechazo, la desconfianza y los conflictos con sus representantes locales, llevaron a que muchos mexiquenses vieran en el amparo contra el temor a la pena de muerte una de sus constantes búsquedas de protección por parte del gobierno nacional.

Cuadro 6
Total de juicios de amparo contra la pena capital por quinquenio en la scjn

Años

Total

1900-1904

3

1905-1909

14

1910-1914

11

1915-1919

19

1920-1924

10

1925-1929

9

1930-1934

25

1935-1939

31

1940-1944

209

1945-1949

239

1950-1954

54

1955-1959

8

1960-1965

6

Total

638

Fuente: Casa de la Cultura Jurídica en Toluca, “Ministro José María Lozano” y Centro de Documentación y Análisis del Archivo General del Poder Judicial Federal en Lerma, Scjn.

De los 638 juicios de amparo contra la pena de muerte, registrados de 1900 a 1965, podemos observar que hasta finales de los años veinte, los amparos mantuvieron un promedio muy bajo de apenas dos casos anuales (ver cuadro 6). Sin embargo, desde principios de los años treinta y hasta mediados de los cincuenta, cobraron una gran popularidad con un promedio de 22 amparos anuales (1930 a 1955). Dentro de este incremento, la década de los cuarenta constituyó la gran época del apogeo del amparo contra la pena de muerte, pues en tan sólo esos diez años se promovieron 448 amparos, lo que significó que el promedio anual fue de 50 demandas o quejas contra dicho suplicio. ¿Cómo explicar ese gran incremento? ¿Será verdad que tras el asesinato del gobernador Alfredo Zárate en 1942 y las sucesivas gubernaturas de José Luis Gutiérrez (1942), Isidro Fabela (1942-1945) y Alfredo del Mazo Vélez (1945- 1951), las autoridades estatales y locales se volvieron tan represoras y autoritarias que obligaron a los ciudadanos a buscar una y otra vez la protección de la justicia nacional?

Si comparamos la información del cuadro 6 con la analizada en los cuadros 2 y 5, vemos que el crecimiento en las demandas de amparo de los años cuarenta no correspondió con un incremento en las condenas a pena de muerte del fuero común durante el mismo lapso. Por lo que la explicación no corresponde a un aumento de las condenas a pena de muerte por los juzgados de primera instancia, ni tampoco a un probable mayor autoritarismo de los poderes locales; más bien, la respuesta tendría que buscarse en otro lugar. Para ello, es necesario revisar la información de los cuadros 7 y 8 en los que podemos encontrar más pistas que explican este inusitado comportamiento.

En el cuadro 7, las dos primeras columnas de “Amparado” y “No amparado” corresponden a los juicios que fueron sentenciados; es decir, que los amparos fueron aceptados por el juez de distrito y hubo materia judicial suficiente para llegar a un fallo en el cual se protegía o no al quejoso o promovente de la demanda. En cambio, la tercera columna de “Sobreseído” corresponde a los juicios que aunque inicialmente fueron aceptados, se llegó a la resolución judicial de que se declaraba la presencia de un obstáculo jurídico o de hecho, que impedía la decisión sobre el fondo de la controversia (García Peña y García Castro, 2010: 92). Es decir, los juicios sobreseídos carecían de fundamento judicial y en cierta manera eran rechazados después de haberse realizado toda la tramitación, autos y audiencias necesarias. Lo realmente importante es ver cómo los sobreseimientos fueron cobrando cada vez mayor relevancia hasta llegar a representar el mayor porcentaje de los juicios de amparo desde 1915 hasta 1954 (ver cuadro 7). Pero cuando llegó a ser verdaderamente escandaloso fue entre 1940 y 1949, cuando solamente 13 juicios tuvieron una sentencia final de los 448 tramitados (que en su gran mayoría fueron sobreseídos).

Cuadro 7
Tipos de resolución en los amparos contra la pena de muerte en la scjn