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Desplazar el centro

CICLOGÉNESIS 4 | RAYO VERDE

Desplazar
el centro

La lucha por las libertades culturales

Ngũgĩ wa Thiong’o

Traducido por Víctor Sabaté

Romper las fronteras mentales y desplazar los centros de poder para redistribuirlo y descomponer la hegemonía cultural.

Índice

  1. Nota bibliográfica
  2. Prólogo
  3. I Liberar la cultura del eurocentrismo
    1. 1 Desplazar el centro.Hacia una pluralidad de culturas.
    2. 2 Crear las condiciones para que florezcan cien flores. La riqueza de una cultura global común.
    3. 3 La universalidad del conocimiento local.
    4. 4 El imperialismo del lenguaje. El inglés, ¿lengua universal?
    5. 5 Diálogo cultural para un nuevo mundo.
    6. 6 El factor cultural en la era neocolonial.
  4. II Liberar la cultura de los legados coloniales
    1. 7 Los escritores en un Estado neocolonial.
    2. 8 La resistencia a la condenación. El papel de los intelectuales.
    3. 9 El papel de los académicos en el desarrollo de las literaturas africanas.
    4. 10 Política y cultura poscolonial.
    5. 11 En la Kenia de Moi, la historia es subversiva.
    6. 12 Desde los pasillos del silencio. El exilio responde.
    7. 13 Imperialismo y revolución. Movimientos por el cambio social.
  5. III Liberar la cultura del racismo
    1. 14 La ideología del racismo. Guerra contra la paz, dentro de cada nación y entre las naciones.
    2. 15 El racismo en la literatura.
    3. 16 Su cocinero, su perro. El África de Karen Blixen.
    4. 17 Biggles, Mau-Mau y yo.
    5. 18 Poder negro en Gran Bretaña.
    6. 19 Un largo camino hacia la libertad. ¡Bienvenido
  6. IV Matigari, sueños y pesadillas
    1. 20 Vida, literatura y nostalgia del hogar.
    2. 21 Matigari y el sueño de un África Oriental.
  7. Agradecimientos

A mi mujer, Njeeri

Nota bibliográfica

Las versiones originales de los textos han sido editadas para este libro; en ocasiones se han reescrito o han sido ampliadas. El autor y los editores desean agradecer a las siguientes entidades por haber dado su autorización para el uso del material original:

Prólogo

El título de esta recopilación de ensayos proviene de la primera de las conferencias en honor de Arthur Ravenscroft que di en la Universidad de Leeds, el 4 de diciembre de 1990. Sin embargo, los textos que forman el libro proceden de ensayos y conferencias de diferentes épocas, publicados o pronunciados en diferentes lugares. El texto más antiguo, «Su cocinero, su perro: el África de Karen Blixen», fue un discurso que di en Copenhague en 1981. La charla provocó una gran polémica en Dinamarca, donde Karen Blixen, más conocida como Isak Dinesen, estaba prácticamente santificada. ¿Una santa racista? Se me acusó de exageración, a pesar de que las citas eran literales, procedentes de sus libros Memorias de África y Sombras en la hierba. La pieza más reciente de este volumen, «Política y cultura poscolonial», es la transcripción de una charla que di en la Universidad de Adelaida en septiembre de 1990, durante una gira de un mes que hice en Australia. En ella, hablo de la continuidad del África de Karen Blixen en la Kenia poscolonial. La mayor parte de los otros textos fueron creados entre 1985 y 1990. Es decir, con la única excepción del discurso de Copenhague, durante los años en los que estuve exiliado de Kenia.

De los recogidos en este libro, hay dos textos que me producen una especial satisfacción porque son traducciones de los originales escritos en gĩkũyũ: «El imperialismo del lenguaje. El inglés, ¿lengua universal?» y «Un largo camino hacia la libertad. ¡Bienvenido a casa, Mandela!». El primero formó parte de un seminario de la BBC que tuvo lugar el 27 de octubre de 1988 y que trataba sobre la posibilidad de que el inglés se convirtiera en una lengua universal. Más tarde, se retransmitió a través del Servicio Mundial de la BBC. Tanto la versión inglesa (con el título «English: A Language for the World?») como el original en gĩkũyũ (titulado «Kĩĩngeretha: Rũthiomi rwa Thĩ Yoothe? Kaba Gĩthwaĩrĩ!») se publicaron en el número de otoño de 1990 del Yale Journal of Criticism. El segun- do de estos textos fue un encargo de EMERGE, una revista neoyorquina de actualidad afroamericana, y fue el artículo principal en su número de marzo de 1990 sobre la histórica liberación de Nelson Mandela. No obstante, si bien el original en gĩkũyũ del primero de estos dos textos se publicó en la revista académica de Yale, el original en gĩkũyũ del texto sobre Mandela sigue todavía en un cajón, junto a muchos otros. Aun con sus destinos opuestos, estas dos piezas ilustran las dificultades que encontramos los que escribimos prosa de no ficción (filosofía, política, periodismo…) en una lengua africana, y aún más desde el exilio. La comunidad de habla gĩkũyũ, por ejemplo, se encuentra concentrada casi en su totalidad en Kenia. No hay revistas ni periódicos en esta lengua ni dentro ni fuera de Kenia. Lo mismo ocurre también con todas las otras lenguas africanas que se hablan en Kenia excepto con el swahili, que es la lengua nacional y se habla en toda Kenia. Esto significa que los que escribimos en lenguas africanas nos enfrentamos con una gran escasez de canales de publicación y, en consecuencia, de plataformas para un debate crítico. Sólo podemos publicar, o bien a través de traducciones, o bien publicando en nuestra lengua en revistas en idiomas europeos; ninguna de las dos opciones es una buena solución. Esta circunstancia no ayuda mucho al desarrollo de un vocabulario especializado que permita a estas lenguas afrontar campos como la tecnología, la ciencia y las artes. El incremento de la escritura en lenguas africanas tendrá que ir acompañado de una comunidad de académicos y profesores que las usen y que puedan incorporar a las lenguas la riqueza léxica de las tecnologías moder- nas, las artes y las ciencias. Para esto, necesitarán plataformas de publicación. Es, como se ve, un círculo vicioso. Así que, aunque esos dos textos explican mi compromi- so actual con la lucha para desplazar el centro de nuestros esfuerzos literarios de las lenguas europeas a una multi- plicidad de centros lingüísticos, también ilustran las frustraciones que este compromiso conlleva en las condiciones actuales, debido a las dificultades para llevarlo a cabo de forma inmediata y exitosa en un continente que ha perdido la confianza en sí mismo. De todos modos, las dificultades, en la naturaleza y en la vida, están ahí para que las superemos. Sin lucha no hay progreso, dijo Hegel. La lucha para superar el reto de descolonizar la imaginación continúa, y esos dos textos son dos pasos que se unen a los que ya he dado con mis novelas, obras de teatro e historias para niños, en lo que será, claramente, un largo camino.

A pesar de que estas piezas fueron pronunciadas o escritas para ocasiones muy diferentes, en diferentes lugares y años, creo que comparten algunas asunciones predominantes y ciertos temas y preocupaciones recurrentes que dan unidad al conjunto.

En primer lugar, la asunción de que, para una plena comprensión de las dinámicas, los elementos y el funcionamiento de una sociedad —de cualquier sociedad—, los aspectos culturales no pueden tratarse como si estuvieran aislados de los políticos y los económicos. La cantidad de bienes y la calidad de los mismos en una comunidad, y cómo se producen y cómo se reparten entre sus miembros, es algo que afecta y se ve afectado por la manera en la que el poder está organizado y distribuido. Y esto, a su vez, afecta y se ve afectado por los valores de esa sociedad, encarnados y expresados en su cultura. La riqueza, el poder, y la imagen de sí misma que tiene una comunidad son aspectos inseparables.

La segunda asunción es el carácter dinámico de todas las sociedades. No se puede afirmar jamás de ningún elemento de una sociedad, ni siquiera de la cultura, que haya llegado a un punto inmejorable. La cultura es un producto del desarrollo de cada sociedad, pero también es el depósito de los valores que se han ido desarrollando en los diferentes estratos sociales a lo largo del tiempo; en cierto modo, puede decirse que representa la imagen de una sociedad en un momento dado. Esto la hace más conservadora que la economía y la política, que, en relación con la cultura, cambian con más facilidad. La cultura hace que una sociedad se vea a sí misma de uno u otro modo, tal y como los campos económico y político la hayan configurado. Debido a ello, se tiende a asumir que la cultura es neutral (que nos expresa a todos por igual y que es accesible a todos por igual) e inmutable, un lugar seguro y estable al que los miembros de una sociedad pueden acudir. De ahí que tantas sociedades hablen de «nuestros valores». Pero los cambios, ya sean paulatinos o revolucionarios, pueden desencadenarse a partir de las contradicciones internas de una sociedad en su relación, apacible o turbulenta, con factores externos. En ese sentido, una sociedad puede compararse a un cuerpo humano, que se desarrolla como resultado del funcionamiento de sus células y otros procesos biológicos —células naciendo y muriendo en diferentes combinaciones— y también de factores externos al cuerpo, como el aire y otros agentes ambientales. El aire y la comida, por ejemplo, son elementos externos que el cuerpo procesa y transforma en parte de él. Esto es normal y saludable. Pero puede suceder que el impacto del agente externo sea excesivo y el organismo no lo asimile correctamente, y en ese caso el cuerpo podría llegar incluso a morir. Diluvios, terremotos, vendavales, exceso o escasez de oxígeno en el aire, comida envenenada o en mal estado, empachos, consumo excesivo de alcohol, etc.; todos éstos son factores o actividades externas que influyen en el cuerpo humano y pueden afectarlo de forma negativa. Lo mismo sucede con las sociedades. Todas las sociedades se desarrollan en contacto con su entorno, con otras sociedades, en diferentes ámbitos como el económico, el político y el cultural. En «circunstancias normales», una sociedad puede absorber las influencias que dicho contacto conlleva, puede digerirlas y hacerlas propias. Pero en condiciones de dominio externo, como una conquista, los cambios no son el resultado del desarrollo normal de conflictos y tensiones internas, no surgen de la evolución orgánica de esa sociedad, sino que son impuestos desde fuera.

Esto puede provocar deformaciones anormales en el desarrollo de la sociedad, puede cambiar por completo su curso, e incluso puede hacer que se extinga. Las condiciones de control y dominio externo, igual que las de opresión y dominio interno, no crean el clima necesario para el desarrollo de una cultura fuerte en la sociedad.

Si una cultura se mantiene completamente aislada respecto a las demás puede secarse, consumirse o marchitarse; y si una cultura está sometida a un dominio absoluto de otras sobre ella, puede quedar herida, o deformada, o incluso desparecer. Las culturas que mantienen su vigor son las que cambian como un reflejo de las dinámicas de las relaciones internas de una sociedad y las que mantienen un intercambio equilibrado en sus relaciones externas con otras sociedades. De ahí que en estos ensayos insista tanto en el carácter asfixiante y destructivo de las estructuras coloniales y neocoloniales. Un nuevo orden mundial basado en el predominio de las relaciones neocoloniales, bajo el control de un puñado de naciones occidentales —a través del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o por otros medios— sólo puede constituir un desastre para los pueblos del mundo y sus culturas. El encuentro de unas culturas con otras, y la influencia recíproca que todas reci- ban en ese intercambio, tiene que producirse en condiciones de igualdad y de respeto mutuo. La apuesta por un nuevo orden mundial dominado por Occidente debe ser contrarrestada por una apuesta firme por un nuevo orden económico, político y cultural más equitativo, que se dé dentro de cada nación y en las relaciones entre ellas y que refleje la diversidad de pueblos y culturas humanas. Ésta es la lucha por las libertades culturales.

A partir de todo lo expuesto llegamos al tema que subyace en los ensayos aquí reunidos y que da título al libro: la necesidad de desplazar el centro. Cuando hablo de desplazar el centro lo hago en, al menos, dos sentidos posibles. Uno es la necesidad de desplazar el centro del lugar que se ha asumido como tal, Occidente, a una multiplicidad de esferas en todas las culturas del mundo. Esta asunción de que el centro del universo se encuentra en Occidente es lo que se ha llamado eurocentrismo y ha comportado el dominio del mundo por unas pocas naciones occidentales:

El eurocentrismo es un culturalismo en el sentido de que supone la existencia de invariantes culturales irreductibles entre sí que dan forma a los trayectos históricos de los diferentes pueblos. Es entonces antiuniversalista porque no se interesa en descubrir eventuales leyes generales de la evolución humana. Pero se presenta como un universalismo puesto que nos propone a todos la imitación del modelo occidental como única solución a los desafíos de nuestro tiempo1.

Aunque la perspectiva eurocéntrica está presente en todos los ámbitos (económico, político, etc.), se manifiesta de forma muy particular en el campo de la lengua, la literatura, los estudios culturales y en la organización general de los departamentos de Literatura en universidades de casi todo el mundo. La ironía es que incluso aquello que es genuinamente universal en Occidente ha quedado aprisionado en el eurocentrismo. La civilización occidental es prisionera de sí misma, y sus carceleros son los intérpretes eurocéntricos. Pero el eurocentrismo es más peligroso para la autoconfianza de los pueblos del tercer mundo cuando lo internalizan en sus concepciones intelectuales del universo.

El segundo sentido al que me refiero al hablar de «desplazar el centro» es aún más importante, aunque no lo explore de manera extensa en estos ensayos. En la actualidad, dentro de cada nación, el centro se encuentra localizado en el estrato social dominante, una minoría burguesa y masculina. Dado que muchas de estas minorías burguesas y masculinas siguen bajo el dominio occidental, hablamos de que, en realidad, el mundo entero, incluyendo Occidente, está sometido a una minoría burguesa, eurocéntrica, blanca y masculina. Es necesario desplazar el centro de las minorías de clase establecidas en el interior de cada nación a los centros verdaderamente creativos entre las clases trabajadoras, en condiciones de igualdad racial, religiosa y de género.

Desplazar el centro en estos dos sentidos —entre naciones y dentro de cada nación— contribuirá a liberar a las culturas del mundo de los altos muros del nacionalismo, la clase, la raza y el género. En este sentido, soy un universalista empedernido. Creo que el verdadero humanismo de alcance universal puede florecer entre los pueblos del mundo mientras mantiene sus raíces en la individualidad nacional y regional de las historias y culturas del mundo. Sólo entonces, parafraseando a Marx, el progreso humano habrá dejado de parecerse a ese horrible ídolo pagano que sólo quería beber néctar en el cráneo del sacrificado.

Mi esperanza es que este libro contribuya al debate sobre cuál es el mejor modo de librar y ganar la batalla por las libertades culturales en el mundo. Para mí, desplazar el centro para corregir los desequilibrios de los últimos cuatrocientos años es un paso decisivo en esa dirección.

Yale

New Haven

I Liberar la cultura del
eurocentrismo

II Liberar la cultura de los legados coloniales

III Liberar la cultura del racismo

IV Matigari, sueños y pesadillas

1 Desplazar el centro.
Hacia una pluralidad de culturas.

En algún momento de 1965 le entregué al profesor Arthur Ravenscroft un breve escrito para uno de los ejercicios de uso de lenguaje. Era la descripción de un artista carpintero trabajando la madera. Más tarde, este fragmento se convirtió en parte de una evocación más extensa sobre la vida de un pueblo en la Kenia colonial, entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el inicio del conflicto armado del Mau Mau contra el poder inglés en 1952. Cuando en 1966 acudí a la primera conferencia de escritores escandinavos y africanos en Estocolmo, presenté este texto bajo el título «Memorias de la infancia». Por entonces, ya formaba parte de un proyecto aún más ambicioso, la novela Un grano de trigo que había escrito durante mi estancia en Leeds. Un grano de trigo se publicó en 1967. En la copia que dediqué a Arthur Ravenscroft, me alegró poder llamar su atención sobre el capítulo que contenía mi ejercicio original.

Menciono esta novela porque, en muchos aspectos, Un grano de trigo simboliza para mí la Leeds que asocio con la época de Arthur Ravenscroft. Aquella época fue un momento significativo en el desarrollo de la literatura africana; durante los años sesenta, el centro del universo se estaba desplazando de Europa hacia otros países, especialmente en Asia y África, que revindicaban o afirmaban su derecho a definirse a sí mismos y a definir sus relaciones con el universo desde sus propios centros en África y Asia. Frantz Fanon se convirtió en el profeta de esta lucha por desplazar el centro, y su libro Los condenados de la tierra devino una especie de Biblia entre los estudiantes africanos —tanto de África Occidental como de África Oriental— que se encontraban entonces en Leeds. Desde una perspectiva política, este desplazamiento del centro no admitía discusión. Entre 1960 y 1964, el año en que llegué a Leeds, muchos países en África, como Tanzania, Uganda, Zaire o Nigeria, por mencionar sólo algunos, habían alzado sus flamantes banderas nacionales y cantaban sus nuevos himnos en vez de los de los conquistadores europeos, como había sido común durante la etapa colonial. En Kenia, la población aún no se había acostumbrado al nuevo himno, que se cantó por primera vez la medianoche del 12 de diciembre de 1963. Un grano de trigo homenajeaba los más de sesenta años de lucha del pueblo keniano para reclamar su propio espacio. Las luchas políticas para desplazar el centro, el vasto proceso de descolonización que cambió el mapa político del mundo de posguerra, tuvieron también un efecto radicalizador en Occidente, sobre todo entre los jóvenes, como se demostró con el apoyo que la causa de los vietnamitas encontró entre la juventud de los años sesenta. Esta tradición radical tuvo a su vez un impacto entre los estudiantes africanos de Leeds, e hizo que no sólo se fijaran en la forma que tomaba el proceso de descolonización, sino que también analizaran, de forma más crítica si cabe, el fondo de dicho proceso, tal y como sugería la crítica de Fanon en el famoso capítulo «Desventuras de la conciencia nacional» de su libro Los condenados de la tierra. Mi novela Un grano de trigo pretendía ser, al mismo tiempo, una celebración de la independencia y una advertencia sobre esos peligros de los que advertía Fanon.

En el área cultural, la lucha para desplazar el centro tuvo su reflejo en la literatura asiática, africana y sudamericana. Su impacto fue especialmente remarcable en el caso de los países africanos y del Caribe, en los que la tradición literaria local escrita en las lenguas de los colonizadores, inglés y francés, se consolidó y conoció, durante el período de posguerra, una notable difusión. Esta literatura, de la que Un grano de trigo formaba parte, celebraba el derecho —nuestro derecho— de dar nombre al mundo, de fijarlo en nuestras propias palabras y, por lo tanto, de nombrarnos a nosotros mismos. La nueva tradición desafiaba a la tradición dominante, en la que Asia, África y Sudamérica habían sido definidas siempre por los europeos, desde sus capitales y con sus prejuicios. Pero, ahora, el buen y el mal africano de la tradición racista europea, los socarrones señores Johnsons de la tradición liberal occidental e incluso la típica ausencia de conciencia del mundo colonizado en la tradición literaria europea estaban siendo desafiados por la energía de los Okonkwos de la nueva literatura, que preferían morir luchando que vivir arrodillados en un mundo en el que no se les permitiera definirse a sí mismos; personajes que, con cada uno de los gestos con los que interactuaban con la naturaleza y con su entorno social, ofrecían un vívido ejemplo de que África ya no era una tierra en perpetua infancia, ignorada por la historia, una tierra que se había limitado a incorporarse a Occidente para alcanzar su lugar en el mundo dentro de los imperios occidentales del siglo XX. No, el África hegeliana era un mito europeo. La literatura estaba desafiando la base eurocéntrica con la que se miraba al resto del mundo, incluso cuando esta mirada era crítica con lo que Europa estaba haciendo en las colonias. No se trataba de sustituir un centro por otro. El problema se manifestaba cuando alguien pretendía usar la perspectiva de un centro (el suyo propio) y, a partir de ella, establecer la realidad universal.

El mundo moderno es producto tanto del imperialismo europeo como de la resistencia contra él de los pueblos africanos, asiáticos y sudamericanos. Siendo así, ¿estábamos constreñidos a ver el mundo a través de las respuestas al imperialismo de europeos como Rudyard Kipling, Joseph Conrad o Joyce Cary, cuyas obras, en cuanto a temática, ambientación o actitud, asumían la realidad y la experiencia del propio imperialismo? Ciertamente, estos autores afrontaban el imperialismo con actitudes muy diferentes y desde diversas asunciones ideológicas. Pero nunca serían capaces de desplazar el centro de su visión del mundo, porque ellos mismos estaban ligados al eurocentrismo por su educación y sus experiencias personales. Incluso cuando eran conscientes de los devastadores efectos del imperialismo entre los pueblos sometidos, como cuando Conrad describe las víctimas mortales de las temerarias aventuras coloniales en El corazón de las tinieblas, no podían liberarse de la base eurocéntrica de su mirada.

Fue en la Universidad Makerere —aunque no en sus aulas, sino fuera de ellas— donde me aproximé por primera vez a las nuevas literaturas africanas y caribeñas. Todavía recuerdo la emoción que me producía leer el mundo desde un centro distinto al europeo. La gran tradición de la literatura europea había creado e incluso definido la visión que el mundo tenía de los Calibanes, los Viernes y todos los personajes africanos que habían poblado su imaginación. Ahora, los Calibanes y los Viernes de la nueva literatura estaban contando sus historias, que eran también la mía. Incluso los títulos, como en el caso de las memorias de Peter Abrahams Palabras de libertad, parecían hablar de un mundo que conocía y de una esperanza que compartía. Cuando Trumper, uno de los personajes de la novela de George Lamming In the Castle of My Skin, habla del repentino descubrimiento de su gente, y por tanto de su mundo, tras escuchar la canción Let My People Go («Liberad a mi gente») de Paul Robeson, estaba hablando de mí y de mi encuentro con aquellas voces procedentes de centros fuera de Europa.

Las nuevas literaturas tuvieron dos importantes efectos en mí. En primer lugar, me empujaron a la escritura. Quería escribir, quería hablar de la libertad. En la época de las clases de Arthur Ravenscroft en Leeds, en 1965, ya había publicado dos novelas, The River Between y Weep Not, Child, así como una obra en tres actos, The Black Hermit, dos obras de un solo acto y nueve relatos. Mi tercera novela, Un grano de trigo, la escribí en Leeds, pero también de las dos primeras tengo recuerdos asociados a esta ciudad. The River Between, que fue la primera novela que escribí, aunque la segunda que se publicó, salió a la venta en 1965; durante su lanzamiento en Leeds, la librería Austicks, al otro lado de la calle, se encargó de alimentar el ego del autor con el nuevo libro convenientemente ubicado en las mesas de exposición. Weep Not, Child, mi segunda novela, había sido la primera en ser publicada, en 1964, por la editorial inglesa Heinemann. En 1966, la UNESCO le otorgó el primer premio en la primera edición del Festival de Escritores y Artistas Negros y Africanos en Dakar. Me enteré de la noticia mientras estaba en Leeds. Recibí felicitaciones desde todo el mundo. ¿Un premio literario de la UNESCO? Pensé que mis dificultades económicas se iban a terminar, y compartí mis esperanzas con mis compañeros de estudios, bastante impresionados por el hecho de que la fortuna hubiera sonreído a uno de los suyos. Podéis imaginar cuál fue mi decepción cuando supe que el premio era meramente honorífico. Un honorífico primer premio. Nunca he hablado de este premio ni lo he mencionado como uno de mis logros. Afortunadamente, supe de estas honoríficas noticias cuando ya había sobrepasado la mitad del proceso de escritura de mi tercera novela, Un grano de trigo, y esperé que ésta no corriera la misma suerte. No mientras fuera un estudiante del British Council en Leeds, al menos.

Tan importante como la vocación por la escritura que la nueva literatura despertó en mí fue mi deseo de estudiarla todo cuanto pudiera. Durante un tiempo, estuve indeciso entre Joseph Conrad, al que había analizado formalmente en un ensayo académico mientras cursaba mis estudios de grado en la Universidad de Makerere, y George Lamming, que no figuraba en los programas oficiales universitarios. Joseph Conrad ejercía sobre mí una considerable atracción. Era polaco, y los únicos placeres que habían conocido el país y la familia en los que nació fueron los de la dominación y el exilio. Aprendió inglés a una edad avanzada y escogió escribir en esta lengua, un idioma prestado, aunque dominaba el polaco, su lengua nativa, y el francés. Y, a pesar de todo ello, había conseguido llegar a la cima de la tradición literaria inglesa. ¿No era Conrad un modelo de aquello en lo que nosotros, los nuevos escritores africanos, como los escritores irlandeses antes —Yeats y otros—, podríamos convertirnos? Además, había otro motivo por el que me atraía tanto. Las novelas más importantes de Conrad se ambientaban en el imperio colonial: en Asia, África y Sudamérica. La experiencia del imperio era central en la sensibilidad de sus grandes novelas: Lord Jim, El corazón de las tinieblas, Victoria y Nostromo, por no mencionar otras de sus novelas cortas y relatos ambientados en diferentes asentamientos del imperio. Podemos fijarnos, por ejemplo, en el predominio de imágenes de marfil en El corazón de las tinieblas; de carbón en Victoria; de plata en Nostromo. Este último libro, en particular, es una de las primeras obras que retrata la fusión del capital industrial y bancario para crear capital financiero: lo que para Lenin, en su libro El imperialismo, fase superior del capitalismo, constituía una de las principales características del imperialismo moderno. La alienación subyace en muchas de las ideas que aparecen en sus libros, como en Nostromo. Pero Conrad había elegido formar parte del imperio, y la ambigüedad moral de sus posiciones respecto al imperialismo británico proviene de esa lealtad escogida. George Lamming también nació en el exilio, en el sentido de que sus ancestros no llegaron al Caribe de forma voluntaria. La experiencia del imperio fue central en sus novelas, desde In the Castle of My Skin hasta Season of Adventure, y la alienación colonial subyace asimismo en todas sus obras; él mismo subrayó la centralidad de este tema en sus libros en una recopilación de ensayos titulada The Pleasures of Exile. Lamming, a diferencia de Conrad, escribía claramente desde el otro lado del imperio, desde el lado de los que gritaban Let My People Go. Conrad siempre me había hecho sentir incómodo por su incapacidad para atisbar cualquier posibilidad de redención que surgiera de la energía de los oprimidos; escribía desde el centro del imperio. Lamming, en cambio, escribía desde el centro de los que luchaban contra el imperio. Me pareció que George Lamming tenía más que ofrecer, y quise profundizar en él y en la literatura caribeña en general.

Si bien la lucha por desplazar el centro desde el que se observa el mundo, moviéndolo de su limitada base en Europa a una multiplicidad de centros, se veía reflejada en las nuevas literaturas en Asia, África y Sudamérica, no sucedía lo mismo en las instituciones críticas y académicas de los países que se acababan de independizar ni, por descontado, de Europa. Los estudios de Humanidades se referían únicamente a la humanidad de la tradición canónica de la ficción literaria, la crítica y el ensayo europeos y, además, quedaban confinados a los límites lingüísticos de las naciones colonizadoras. El Departamento de Inglés de Makerere, donde llevé a cabo mis estudios universitarios, no difería demasiado, probablemente, de los mismos departamentos en otras universidades europeas y africanas. Allí se estudiaban textos escritos en inglés y en las Islas Británicas desde los tiempos de Chaucer, Spenser y Shakespeare hasta el siglo XX de T. S. Eliot, James Joyce y Wilfred Owen. Esta estrechez de miras en el estudio de la literatura, basada puramente en una tradición nacional, quedaba algo paliada en países en los que también había otros departamentos de Literatura (de francés, por ejemplo). En estas instituciones, las humanidades se estudiaban, por tanto, no desde una única perspectiva, sino desde varias; el simple hecho de estudiar en una institución con otro departamento de Literatura además del inglés, implicaba que el estudiante supiera de la existencia de otras culturas. Sin embargo, la mayor parte de estos departamentos se reducían a lenguas europeas y, dentro de ellas, a las obras literarias producidas por nativos de esos idiomas. Los departamentos de Literatura Americana, por ejemplo, obviaban por completo la poesía y la ficción de los afroamericanos. Otro ejemplo: en las discusiones sobre la novela americana, Richard Wright, James Baldwin o Ralph Ellison apenas aparecían mencionados como parte de la tradición principal de ficción literaria americana. Era perfectamente posible doctorarse en Literatura en cualquiera de las lenguas europeas sin haber oído hablar jamás de Achebe, Lamming, Tagore, Richard Wright, Aimé Césaire, Pablo Neruda, etc., escritores de las zonas del planeta a las que se llama tercer mundo. La mayoría de universidades, así pues, tendía a ignorar las vastas literaturas que se producían fuera de los límites formales de Europa y de la América descendiente de la Europa blanca (Estados Unidos y Canadá), incluso cuando las obras se escribían en lenguas europeas.

En Makerere, en efecto, no había lugar para esta nueva literatura y, por lo que pude observar, no lo había en ningún otro sitio en aquella época. Leeds vino entonces a mi rescate. En 1964 se había celebrado allí una conferencia sobre la literatura de la Commonwealth. Wole Soyinka, una de las nuevas voces, también había estudiado en Leeds. Otros estudiantes de Makerere, como Peter Nazareth, Grant Kamenjũ o Pio Zirimu ya estaban allí. La Universidad de Leeds debía de tener algo, y sentí que tenía que ir para disfrutar de ello. Resultó que no había ningún tipo de estudios formales sobre nueva literatura en Leeds. Ni la literatura del tercer mundo en general, ni la de la Commonwealth, y ni siquiera la africana y caribeña formaban entonces parte de las principales corrientes en los planes de estudio de Literatura. Pero sí había ya numerosos compañeros de diferentes partes del mundo que presentaban en Leeds sus miradas, miradas desde centros diferentes de Europa. Había también gran receptividad hacia las voces que venían de otros centros, lo que me permitió iniciar mi investigación sobre la literatura caribeña, centrándome en particular en el tema del exilio y la identidad en ella, con un interés especial en el trabajo de George Lamming. Mi recuerdo de la Leeds de Arthur Ravenscroft es el de una institución que estuvo entre las primeras en reconocer y admitir que había algo valioso allí afuera, algo que iba más allá de los lugares comunes del imaginario europeo. Y, a pesar de ello, para poder incorporar de manera formal esta nueva literatura al ámbito académico, hubo que delimitarla mediante una circunstancia política, de modo que pasó a ser llamada «Literatura de la Commonwealth». Se creó una cátedra en estudios de la Commonwealth —el profesor Walsh fue el primero que la ocupó—, y se lanzó una publicación especializada en esta nueva literatura, el Journal of Commowealth Literature. Esto tuvo el efecto de legitimar la literatura de los nuevos centros como algo serio, merecedor de atención y discusión académicas. El concepto «Literatura de la Commonwealth» era, sin duda, desafortunado e inadecuado, y las literaturas africana y caribeña han encontrado en él un difícil acomodo; ya fueran escritas en inglés, francés o portugués, compartían una identidad mucho más fundamental que las de la Commonwealth, y sus aliados literarios naturales eran las otras literaturas de la resistencia, las literaturas surgidas del antiguo mundo colonial en Asia, África y Sudamérica, sin que importaran las barreras lingüísticas entre ellas. Sin embargo, lo cierto es que la creación de la cátedra evidenció que era posible mover el centro desde su ubicación en Europa hacia una diversidad de centros, todos ellos legítimos por igual como emplazamientos de la imaginación humana.

Un grano de trigoUnion NewsDescolonizar la mente

Creo que la cuestión de este desplazamiento hacia una pluralidad de culturas, literaturas y lenguas sigue siendo relevante hoy, cuando el mundo parece converger hacia la unificación. La pregunta que plantean estas nuevas literaturas, con independencia de si su lengua es europea o africana, es ésta: ¿cómo podemos entender el siglo XX y, yendo más allá, los tres siglos que han conducido a él (asumiendo, claro está, que el estudio de la literatura es algo más que una obsesión masoquista por los muertos como la del pedante erudito Casaubon en la novela Middlemarch de George Eliot)? La esclavitud, el colonialismo y la red de relaciones neocoloniales que tan bien analizó Frantz Fanon han estado presentes tanto en el desarrollo de los países occidentales modernos como en la conformación del África actual. Las culturas de África, Asia y Sudamérica son parte integral del mundo moderno tanto como lo es la cultura europea. «Ninguna raza», escribió Aimé Césaire en su famoso poema «Cuaderno de un retorno al país natal», «tiene el monopolio de la belleza, de la inteligencia y de la fuerza, y hay sitio para todos en la cita de la conquista».

Tras un tiempo dando clases en Estados Unidos he podido comprobar que las literaturas del tercer mundo tienden a ser tratadas como corrientes secundarias. A menudo se utilizan diversos epítetos (desde «estudios étnicos» hasta «discurso de las minorías») para validar el hecho de que se les preste atención académica. No puedo estar seguro, por supuesto, de cuánto ha avanzado Leeds desde los días de Arthur Ravenscraft en los años sesenta. Pero las lenguas y las literaturas de los pueblos africanos, asiáticos y sudamericanos no son periféricas en el siglo XX. Son centrales para entender qué es lo que ha hecho que el mundo sea lo que hoy es. No se trata, por tanto, de estudiar aquello de lo que se nos ha privado donde sea que vivamos en el siglo XX, sino más bien de entender todas las voces que nos llegan de una pluralidad de centros repartidos por todo el mundo. Las instituciones educativas y universitarias en África, Europa, Asia y América deberían reflejar esta multiplicidad de culturas, literaturas y lenguas que pueden representarse en diferentes estudios. Y cada departamento de Literatura, si bien debe mantener la identidad propia de su lenguaje y su país de origen, debería reflejar también otras corrientes, mediante el uso de traducciones como textos legítimos de estudio. Un estudiante inglés, o francés, o español, o swahili debería estar expuesto a todas las corrientes de la imaginación humana, procedentes de los diferentes centros del mundo, mientras al mismo tiempo mantiene su identidad como estudiante de literatura inglesa, francesa, española o swahili. Sólo de este modo podremos construir una base sólida para una verdadera mancomunidad de culturas y literaturas.