Navarrete, Federico
El códice perdido / Federico Navarrete. – 2da. edición - México: Ediciones SM, 2018

Formato digital – (Gran Angular)
ISBN: 978-607-24-2869-0

1. Novela juvenil 2. Culturas prehispánicas – Literatura infantil y juvenil 3. Misterio – Literatura infantil y juvenil

Dewey 863 N38

 

 

A Tomás
por todas las aventuras que vivimos juntos
.

 

 

El guerrero corría entre las plantas y los delgados y altos troncos de los ahuejotes. Había decidido escapar entre las chinampas, esos largos y verdes jardines construidos sobre el agua que se extendían alrededor de toda su ciudad, México-Tenochtitlan. Sabía que a esa hora, poco antes del amanecer, no se encontraría a nadie entre las milpas de maíz de las pocas parcelas que aún eran cultivadas y menos entre las matas silvestres que cubrían la mayoría de los campos abandonados desde que sus dueños perecieron en la guerra contra los españoles. Para alguien como él, acostumbrado a correr todo un día para llevar mensajes a los capitanes de guerra e incluso para el gran tlatoani, el otrora gobernante de su ciudad, esquivar la vegetación no era difícil, tampoco saltar los estrechos canales de agua estancada que separaban una chinampa de la otra, atascados todavía de escombros de la guerra, de jirones podridos de ropa e incluso de restos humanos. Al menos eso creía reconocer bajo la escasísima luz de la luna nueva, pues había elegido la noche más oscura de todas para escapar con su encargo secreto, el tesoro que debía salvaguardar incluso a costa de su vida.

Sin dejar de trotar, impulsando su cuerpo joven y fuerte con el movimiento acompasado de los brazos, recordó las batallas libradas hacía tan pocos años en esos mismos lugares. Sus oídos escucharon de nuevo el espantoso detonar de los arcabuces y los cañones de los españoles, así como los alaridos de furia y dolor de los guerreros mexicas, los relinchos de los caballos, los gritos de guerra de sus enemigos. Sus ojos se deslumbraron con el fuego que escupían las armas de los conquistadores, con el brillo de las plumas en las insignias de los tlaxcaltecas, los chalcas y los demás pueblos que se unieron a los extraños venidos del otro lado del mar para atacar a los habitantes de México-Tenochtitlan y de Tlatelolco, para destruir sus casas, masacrar a sus mujeres y a sus hijos.

Cuando llegó a un canal más ancho que los demás, su tonalli, el ánima que vivía en su cabeza, ahora muy ardiente por el esfuerzo de la carrera, obligó a la teyolía, el ánima de su corazón, a dejar de rememorar esos sucesos atroces para concentrarse en los peligros que lo acechaban ahora. Con un sobresalto se dio cuenta que no reconocía esa acequia, demasiado amplia para atravesar de un salto. Tampoco podía meterse al agua porque no sabía si era profunda y no podía arriesgarse a mojar el tesoro. Para asegurarse tocó, una vez más, el bulto que llevaba amarrado a la espalda con una cinta de rasposo ixtle, la más común fibra de maguey. Aliviado, comprobó que la caja de madera preciosa seguía ahí, envuelta en viejos petates de tule, sucios y gastados, para hacer creer que no eran más que las miserables posesiones de un macehual, un hombre humilde como él. Todo estaba en su lugar y su elli, el alma de sus entrañas, sintió el orgullo y la responsabilidad de llevar consigo el último amoxtli, el único libro pintado de los antiguos tenochcas que no había sido quemado por los sacerdotes españoles.

—¡Libro del demonio! —gritaron una y otra vez esos hombres vestidos de negro, los servidores del nuevo Dios, el de los cristianos, mientras hacían arder todas las antiguas pinturas en grandes hogueras encendidas en las plazas de México-Tenochtitlan—. Están llenos de mentiras, de porquerías idolátricas y engaños del diablo.

—¡Servidor del demonio! —acusaron también al viejo cacique Carlos de Texcoco cuando lo quemaron vivo en una fogata aún mayor por atreverse a esconder algunos de esos códices.

Por temor a sufrir el mismo destino, los sabios y los nobles tenochcas incineraron sus propios amoxtli en secreto. Solo uno decidieron salvar del fuego y del fanatismo de los nuevos amos de la tierra, el más importante de todos, el que contaba la verdadera historia del dios Huitzilopochtli y de las demás deidades y la manera en que los seres humanos los servían y honraban. Por eso le encargaron a él que lo sacara en secreto de la ciudad y lo condujera a un escondite seguro, porque él era también el último guerrero del gran calmécac de las águilas, el único que había sobrevivido a la derrota de México-Tenochtitlan a manos de los españoles.

Tras perder demasiado tiempo recordando las siniestras hogueras que habían iluminado el cielo de su ciudad hacía tan poco tiempo y examinando el canal cuya agua fluía demasiado impetuosa, el alma de su cabeza lo forzó a dar media vuelta. Desesperado, regresó trotando a lo largo de las chinampas en busca de un lugar donde pudiera atravesar el torrente y alcanzar la calzada de Tacuba que lo llevaría a la orilla del lago, lejos de la ciudad, antes del amanecer. Su corazón se preguntó desesperado cómo se podía haber extraviado si conocía a la perfección cada parcela y cada canal de su ciudad, pues en cada uno de esos lugares había visto caer a un compañero de armas e incluso había logrado ultimar a un enemigo. Pero ahora ignoraba de dónde venía esa agua procelosa que le vedaba el paso. El ruido distante de un trueno sobre las montañas del poniente le dio la respuesta. La furia incendió su cuerpo cuando cayó en cuenta que hacía días que no cesaba de llover en la sierra y que él debió saber que los ríos que bajaban de las montañas vendrían crecidos y desbordarían este ancho canal. Su capitán lo habría recordado, sin duda, y habría buscado con anticipación un punto donde cruzar el torrente más cerca del centro de la ciudad, pero él se había dejado cegar por la desconfianza y solo había pensado en encontrar la ruta más escondida para escabullirse de los traidores.

La angustia crecía en sus entrañas mientras más tenía que retroceder en su búsqueda de un puente, o una canoa abandonada, o cualquier punto estrecho. Una brisa fresca aterió su piel y le avisó que el cielo ya clareaba en el oriente. Debía franquear ese canal lo más pronto posible. Entonces un hedor insoportable le avisó que se acercaba una embarcación. La vio: era ancha y lenta, cargada con inmensas canastas llenas de excremento y conducida por tres barqueros taciturnos. Venciendo su repulsión, llamó su atención con un grito.

—¡Beso el piso ante ustedes grandes señores! —los saludó con exagerada cortesía que delataba su desesperación.

Los tres rieron al escuchar esas palabras de respeto que, seguramente, nadie más les había dirigido en su vida. Luego dejaron de empujar la lancha con sus remos y se acercaron a la orilla, buscando a quien los había llamado en la vacilante luz del alba. Entonces él se arrodilló entre los esbeltos ahuejotes y pegó su rostro a la tierra húmeda, cuyo olor a fango y plantas podridas le proporcionó un alivio contra la peste del cargamento.

—Soy un humilde macehual que solo quiere regresar a su casa en Tacuba, pero he perdido el camino —su voz temblaba en verdad por su angustia—. Acaso ustedes, grandes señores, me podrían ayudar.

Los tres hombres rieron de nuevo y uno de ellos gritó, hablando en náhuatl pero con el acento del más humilde otomí:

—Tú quieres apestas a mierda ven con mí.

Los otros celebraron su broma con carcajadas, pero él no vaciló en brincar a la canoa que se había aproximado.

—Si los grandes señores lo permiten, este humilde macehual puede empujar los remos.

Sin esperar respuesta depositó su carga secreta en el piso de madera, lo más lejos que podía de las canastas llenas de heces, tomó de manos del barquero más anciano su palo de madera astillada y lo apoyó en el fondo del canal para dar impulso a la embarcación. Los otros no dijeron más y comenzaron a empujar con él.

Mientras avanzaban con lentitud en medio del agua, su corazón comenzó a tranquilizarse. Sin duda cometió un error imperdonable al no tomar en cuenta la crecida del canal, pero la suerte, junto con su ingenio le habían permitido encontrar otra salida. Solo le quedaba esperar que la fragante madera preciosa de la caja protegería al amoxtli de la pestilencia de la canoa. Sin embargo, cuando la luz del sol iluminó las montañas en el poniente y luego las puntas de los esbeltos ahuejotes que franqueaban el canal, se dio cuenta que había perdido demasiado tiempo buscando la manera de atravesar el agua y el miedo volvió a corroer sus entrañas. No quería caminar por la calzada de día, por temor a los traidores, o simplemente a que un transeúnte o un guardia reconociera su rostro y le preguntara a dónde se dirigía disfrazado de humilde cargador.

Entonces examinó la canoa en la que navegaba. Una vetusta embarcación cargada con grandes cestas rebosantes de excremento humano, conducida por tres miserables otomíes, un anciano de rostro arrugado y dos jóvenes sucios y despeinados, todos adornados con los ridículos dijes de madera y barro que usaban los varones de su pueblo. Cuando sus miradas se cruzaron, uno de ellos pareció reconocerlo y a él le pareció conocido, pese a que su rostro estaba brutalmente deformado por las cicatrices del cocoliztli, la enfermedad que trajeron los españoles. Pero su corazón se convenció de que nunca había visto a un hombre tan marcado por ese mal asesino y que solo le parecía familiar debido la desconfianza que lo acosaba. Por ello desvió la vista de inmediato. Luego, su tonalli decidió que esa canoa era su única vía de escape, la última oportunidad que le quedaba para salvar el libro sagrado de las llamas que lo amenazaban. Evitando la mirada del joven que le resultaba vagamente familiar, se dirigió al anciano con toda formalidad, para disimular la inquietud en su voz

—¿Hacia dónde se dirigen, distinguidos señores del agua? ¿Acaso van rumbo a Tacuba? ¿Dejarían a este humilde macehual empujar su acalli hasta la orilla del lago a cambio de que lo lleven?

Los barqueros se contemplaron entre sí sin decir nada. Al cabo de un largo silencio, el anciano sonrió mientras extraía de su itacate hecho de ixtle una jícara tan vieja como su rostro. Él y sus compañeros bebieron el pulque a grandes tragos. Cuando el hombre que le parecía conocido le pasó el recipiente, el guerrero no tuvo más remedio que aceptar la bebida, hedionda como los desechos humanos que transportaban. Su consistencia pegajosa cubrió su boca con una capa de asco y cayó como una piedra en su estómago vacío. Sin embargo, sonrió con agradecimiento sincero. En respuesta, sacó un atado de carne seca de conejo que guardaba en una bolsa amarrada a su cintura, a la manera de los antiguos mensajeros mexicas, y repartió entre sus acompañantes los jirones cubiertos de chile. Los tres barqueros devoraron el manjar con fruición, masticando ruidosamente con la boca abierta. Luego se soltaron a reír como niños. Cuando cayó en cuenta que estos humildes hombres nunca habían comido algo así en su vida, su corazón recordó satisfecho que tampoco tenían idea del tesoro que transportaban en esa canoa llena de mierda.

En ese instante, sin embargo, unos gritos estridentes interrumpieron el regocijo de sus compañeros y le hicieron olvidar su celebración secreta. Pasaban justo frente al gran embarcadero al borde de la ciudad, donde entraba la ancha calzada de Tacuba, el último lugar donde podía ser detenido antes de escapar. A esas horas el puesto era vigilado solo por un par de topiles otomíes, aburridos y muertos de frío, que apenas reparaban en los rostros y los cargamentos de la multitud de tamemes que salían y entraban de la ciudad llevando sobre sus espaldas atados de leña, canastas llenas de vasijas, guajolotes vivos en cajas de carrizo, bultos de telas, en fin, todo tipo de mercancías de poco valor.

Pero ahora el sol iluminaba con el ímpetu de su luz invencible, como habían sido alguna vez los guerreros de México-Tenochtitlan, un contingente de guardias españoles armados hasta los dientes. Su tonalli de águila se dio cuenta de inmediato de que ese pelotón lo buscaba solo a él y que ya lo habían visto, pues la suya era la única embarcación que se atrevía a navegar en el canal crecido. Con gritos y ademanes impacientes le indicaron que se acercara a la orilla y apuntaron sus arcabuces contra él y sus acompañantes. Entonces reconoció detrás de ellos el rostro mofletudo y débil de Justo, el joven mexica que se había convertido en el soplón preferido de los españoles.

—¡Él es! ¡Tómenlo preso! —gritaba con su voz aguda y temblorosa, a la vez que lo señalaba con una expresión de triunfo—. ¡Él es quien lleva consigo el libro demoniaco!

Entonces su corazón se dijo, sin dolor ni miedo, sino con la más completa tranquilidad, que no lograría escapar con vida y con el códice.

—Señores del agua, tengo un encarecido favor que pedirles —dijo con fingida tranquilidad, mientras volteaba a ver a los otomíes, en especial al que le parecía conocido—. Llevo un regalo para mi tío, el señor Malacatzin, que vive al lado del antiguo templo de Tacuba. ¿Me harían ustedes la inmensa merced de entregárselo?

Los tres se contemplaron entre sí, desconcertados por una petición tan sorprendente. Por fin, el hombre con el rostro marcado asintió con un ademán sutil como su silencio. Aliviado, supo que ese barquero humilde cumpliría su palabra, pues ya habían compartido un trago de pulque y unos jirones de carne salada. En ese instante cayó en cuenta de quién era: lo había visto cuando su cara no tenía cicatrices y era un valiente guerrero otomí que formaba parte del calmécac de las águilas y combatía al lado de los mejores mexicas. Antes de que pudiera imaginar siquiera cómo había terminado convertido en un comerciante de excrementos, lo interrumpió la voz quebrada y cruel de Justo, el traidor, que lo llamaba desde la orilla.

—¡Ven a la orilla, Cuauhocélotl! Entréganos el libro del demonio que quieres robar.

Entonces su corazón le dijo que había llegado por fin el momento de unirse a sus hermanos, los otros guerreros águila, allá arriba en el cielo donde acompañaban al sol después de haber caído en el combate contra los invasores. Su cuerpo entero se llenó de añoranza por la muerte, por dejar este mundo irreconocible donde todo lo que quería había sido destruido, por descansar de la tristeza y de la furia.

Con tranquilidad soltó el remo que había usado para empujar la canoa mientras volteaba a ver al antiguo guerrero otomí. Sin despegar su vista de la suya, tomó el itacate en que el anciano había guardado la jícara de pulque y le hizo con un sutil gesto de complicidad. Cuando el otro respondió con una ligera sonrisa, miró a sus perseguidores, levantando el bulto en brazos para que todos lo pudieran observar. Los labios delgados y débiles de Justo dibujaron una sonrisa triunfal y señaló el morral inmundo.

—¡Ahí está el amoxtli!

En ese instante, su tonalli lo hizo arrojarse al torrente de agua, aferrado a su falso tesoro, y se hundió en ella con la fuerza de sus poderosas piernas mientras abría la boca para dejar salir el aire de su pecho lo más pronto posible. Antes de morir, su corazón solo alcanzó a suplicar que su antiguo compañero supiera cuidar el bulto que había caído en sus manos, pues estaba seguro de que ninguno de los guardias querría revisar su hedionda canoa.

 

EL TLACUILO Y EL CÓDICE

El maestro Luis terminó de colorear el dibujo del sol con la pintura salpicada de oro que había recibido esa misma mañana. Sus ojos se maravillaron con los destellos dorados bajo la luz de las velas de cera blanca que le regaló don Francisco Cuetzpalómitl para que pudiera pintar con mayor rapidez el libro. Jamás había visto, menos usado, una tintura tan deslumbrante. Pero como tlacuilo de toda la vida, descendiente de una familia de tlacuilome desde muchas generaciones, no permitió que la fascinación hiciera temblar su mano y rellenó con aplomo los rayos del nuevo sol que iluminaba esplendoroso el mapa de la ciudad de México-Tenochtitlan, ahora Ciudad de México. Su cara redonda y amarilla, con mejillas gordinflonas, aparecía de frente como la del antiguo sol rojo que le había enseñado a pintar su padre, pero ya no portaba los adornos de ese astro que iluminaba los cielos de sus antepasados: ni la nariguera de turquesa, ni las anteojeras gruesas y oscuras como la obsidiana más oscura. El actual apenas sonreía, como si con eso le bastara para dar calor al mundo, para ahuyentar a las espantosas criaturas que lo acechaban en la oscuridad, para mantener en movimiento al tiempo y a los seres humanos. Eso sí, los resplandores del metal amarillo lo hacían brillar mucho más que el viejo Tonatiuh, pintado siempre de colores ocres y apagados.

Cuando aplicó la última pincelada de la pintura milagrosa que le había conseguido Francisco en las tiendas de los artistas españoles, dejó escapar un largo suspiro. Solo entonces se dio cuenta de que había contenido la respiración mientras coloreaba los rayos del dibujo. Mientras dejaba que el aire volviera a entrar a su pecho, tomó un punzón con tinta traída del otro lado del mar y dibujó con gran esmero la fecha, tal como había acordado con Cuetzpalómitl, su patrón: 1542, Año del Señor, 11-conejo, en la cuenta antigua de los mexicas.

Escribir la fecha lo llenó de alivio porque había terminado con bien tan difícil encomienda. Su corazón le dijo que no habría decepcionado a su padre, ni a su abuelo, un maestro aún más estricto. Incluso se atrevió a esperar que esta vez no aparecieran en sus sueños a clavarle una vez más espinas de maguey en la punta de los dedos, como hacían cuando era niño y cometía un error al dibujar un códice. En cambio, él podría presumirles que al pintar el nuevo libro había aprovechado incluso los pocos errores que cometió para mejorar el diseño original.

Al recordar a sus antepasados, sin embargo, sus entrañas se llenaron de melancolía mientras examinaba la página que acababa de terminar, la última y principal del volumen que había dibujado y coloreado desde hacía siete trecenas de días, su única obra en muchos años, tal vez la principal de toda su vida. Su tonalli de mono, siempre alegre y ávido de complacer, les hubiera querido mostrar los trazos alargados que dibujaban la catedral de los españoles en el centro de su nueva ciudad, las voluminosas siluetas de sus casas de piedra que había representado con tanta destreza. Pero su teyolía, el alma de su corazón, se preguntaba qué pensarían al descubrir esas formas desconocidas, tan distintas a las de los templos antiguos y las viejas casas que le habían enseñado a dibujar, o al contemplar los caballos que trotaban en las anchas calzadas, jalando inmensos vehículos con ruedas redondas, como si fueran tontos juguetes infantiles, a los hombres vestidos de metal, a otros de piel negra como la noche, a las mujeres vestidas con ropas amplias y estorbosas, a las vacas, los burros, los puercos, tantos animales desconocidos que poblaban hoy los patios de las chinampas de su antigua ciudad. No por primera vez sus entrañas agradecieron que su abuelo no tuviera que ver todo esto, pese al dolor que le provocaba recordar su muerte al principio de la guerra, cuando los españoles atacaron a traición y masacraron a miles de tenochcas desarmados en la plaza del gran teocalli.

Con gran esfuerzo exhaló el aire de su pecho para tratar de expulsar todos esos recuerdos. Lo importante ahora era examinar la gran lámina para cerciorarse de que no hubiera errores. Alrededor de la ciudad de los españoles, con esos edificios y seres extraños, había dibujado las cuatro parcialidades de la ciudad de los naturales, San Juan Tenochtitlan: Santa María Cuepopan, San Pablo Zoquipan, San Sebastián Atzacoalco y San Juan Moyotla, junto con todos los barrios que las constituían. En esta parte del mapa había tenido mucho cuidado de retratar las casas a la antigua usanza, siempre de frente, con una viga de madera arriba de la puerta y las cenefas en forma de escalera o espiral que decoraban los techos de las moradas de los principales. Fue un placer trazar los canales que atravesaban la población, las chinampas que rodeaban los barrios, poblarlos con patos y ánades, garzas y chichicuilotes, también llenar las aguas con peces de varios colores y las orillas con las deliciosas larvas y acociles que crecían sobre el agua estancada.

Mientras pintaba este mapa, conversó largamente con Francisco Cuetzpalómitl sobre el destino de los otrora poderosos e invencibles nobles mexicas, los preciados pipiltin. Antaño habitaban en el centro de su propia ciudad, en vistosos palacios de varios pisos de alto, con terrazas llenas de plantas y flores. Sus hijos acudían a los exclusivos colegios calmécac, las casas de linaje, y ellos visitaban los inmensos templos de la plaza central para las grandes fiestas en honor de los antiguos dioses. Ahí se reunían también todos los macehuales, la gente común de México-Tenochtitlan: artesanos, vendedores, pero sobre todo labradores que plantaban maíz, calabaza y frijoles, chile y legumbres en las chinampas de los alrededores. Todos honraban y servían a su gobernante, el sagrado tlatoani, y a sus nobles; les daban de comer, construían sus casas, peleaban en sus guerras.

Ahora, en cambio, eran los conquistadores españoles quienes vivían en medio de la Ciudad de México y los mexicas, tanto pipiltin como macehuales, debían obedecer a esos nuevos amos, tan fuertes y temidos. Les entregaban alimentos, cargaban las piedras y las vigas para levantar sus lujosas casas, acudían a las misas en sus nuevas iglesias. Los señores, antes tan orgullosos, tan ricos, tan respetados, no habían tenido otro remedio que mudarse a vivir a los barrios donde antes vivían los macehuales. Pero aun ahora intentaban a toda costa diferenciarse de sus antiguos servidores: exigían que les dieran comida como en los viejos tiempos, pretendían obligarlos a reconstruir sus antiguas casas, demolidas o abandonadas por la guerra. Y lo que era más grave, querían apoderarse de las parcelas de los labradores. Pero no las codiciaban para plantar ellos la tierra, desde luego, sino para venderlas a los españoles y así poder recuperar sus fortunas, pagar sus nuevos palacios, comprarse las vistosas ropas y los aparatosos muebles que venían del otro lado del mar.

Por esa razón, le explicaba una y otra vez Francisco, el libro de historia y su mapa de San Juan Tenochtitlan debía demostrar que las tierras pertenecían en verdad a los macehuales, y no a los ávidos pipiltin. Debía servir para defender la herencia de cada barrio, para que sus pobladores pudieran seguir plantando sus chinampas, fabricando sus vasijas de barro y sus recipientes de mimbre, tallando la madera, viviendo, en fin, de la manera humilde y honesta en que los habían enseñado a vivir sus padres y a ellos sus abuelos, y para que pudieran también enseñarles a hacer lo mismo a sus hijos y a sus nietos.

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Por eso, el tlacuilo puso tanto esmero en pintar ese mapa con todos sus detalles, recordando cada lección del arte de la tinta y los colores que le enseñaron sus mayores. Sabía desde luego que sus maestros no habrían aprobado que usara el papel de algodón de los españoles, ese frágil material que no era tan elástico como la piel de venado, ni tan fibroso como el papel de amate. También estaba seguro de que no comprenderían que escribiera en un libro encuadernado a la manera de un códice, con las hojas de papel separadas entre sí por cortes de cuchillo, pegadas a un lomo duro por uno de sus lados y encerradas por unas portadas rígidas que parecían apretarlas en una prisión de la que no podían escapar. En verdad fue su aprendiz, la joven Marta, quien le explicó que este tipo de cuaderno era fácil de cargar y resistía muchos maltratos. Además, lo que era aún más importante, tenía la forma de los libros de los castellanos por lo que, al usarlo, evitarían que confundieran la nueva historia con un antiguo amoxtli y la quisieran quemar. Francisco Cuetzpalómitl aceptó con entusiasmo los argumentos de la muchacha y consiguió las carísimas hojas de papel venido de un lugar llamado Italia, encuadernadas con gran cuidado por un maestro de la ciudad de los españoles en un volumen de 72 páginas, al que al final de las cuales añadió un gran pliego donde se dibujaría el mapa.

Pero, sobre todo, el maestro Luis estaba convencido de que los antiguos no aceptarían que hubiera empleado colores desconocidos, como el dorado del nuevo sol o las exóticas pinturas verdes y azules que vendía el comerciante de la ciudad de los españoles, que tenía ojos del mismo color, y que Marta hizo comprar por inmensas sumas de dinero. Luego, la aprendiz le enseñó a utilizarlas con deleite y cuidado para pintar cada chinampa, para delinear los cañaverales y tulares que cubrían el lago alrededor de la ciudad, los impetuosos ríos que bajaban de las montañas, los anchos canales llenos de canoas, las pozas de agua profunda y las acequias de agua quieta al lado de cada calle, de cada barrio, de todos los hogares de los mexicas y de sus antepasados. Al final sentía tanta admiración por la destreza de esa muchacha tímida, de cara alargada y manos delgadas como juncos, que sentía que ella era en verdad su maestra.

Muchas veces le preguntó cómo había aprendido todas esas cosas, pero ella solo sonreía de una manera misteriosa, bajaba la vista y guardaba silencio. Sus mejillas delgadas se ruborizaban con un brillo que lo convenció de que debía respetar su silencio. Sin embargo, la curiosidad era demasiada y en la primera oportunidad le pidió a Francisco que le dijera dónde conoció a esa muchacha extraordinaria. Él se sonrojó un poco, encogió los hombros y luego respondió en voz muy baja, para darle entender que le hacía una confidencia. La madre de Marta, viuda después de la guerra, trabajaba como criada en la casa de un pintor venido de España y ella creció entre las pinturas y los grabados que el hombre copiaba y vendía por unas cuantas monedas en las calles de la ciudad. Como el artista no tenía hijos, se entretenía enseñándole a la niña los secretos de su oficio, tal vez porque sabía que una mujer natural como ella nunca podría practicar la pintura a la manera de los castellanos, o tal vez porque reconocía su talento y la admiraba. Jamás se imaginó, desde luego, que él la conocería un día que acudió a su tienda y que se daría cuenta de inmediato de que era la persona idónea para ayudar al tlacuilo a pintar un nuevo tipo de libro, un códice. Cuando terminó su explicación, Francisco Cuetzpalómitl se sonrojó y sonrió, apenado un poco por la astucia que había desplegado, aunque el tonalli juguetón del maestro Luis, el alma de mono alegre que vivía en su cabeza, se dio cuenta que también estaba orgulloso de su descubrimiento, de ese talento que tenía para conocer a las personas y arreglar las cosas.

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Al contemplar el mapa de San Juan Tenochtitlan, pintado al final del códice, el tonalli del maestro Luis lo hizo sonreír con satisfacción. Sentía el mismo orgullo que recordaba haber visto en los rostros de su padre y de su abuelo cuando terminaban un amoxtli a la manera antigua, y lo admiraban en silencio antes de entregarlo a un sacerdote encargado de contar los destinos, o a uno que sabía leer los sueños, o tal vez a un principal que había mandado dibujar un mapa para disputar con otro la propiedad de un pedazo de tierra, o el derecho a cobrar tributo a los macehuales que vivían en su barrio.

Su corazón le dijo que tal vez ahora las cosas no fueran tan diferentes como podían parecer. Una mañana apareció en su taller ese hombre todavía joven, de baja estatura y cuerpo tan delgado que parecía hecho solamente de huesos, con mirada inquieta y ademanes impacientes. Después de decirle que se llamaba Francisco Cuetzpalómitl, o Huesos de Lagartija, Luis pensó que era precisamente como uno de esos animalejos que nunca encuentra reposo pero que tampoco se deja nunca atrapar y menos vencer. Y ese hombre lo convenció de hacer algo que nunca hubiera imaginado, ni esperado. Tras mucho insistirle y tras vencer cada una de sus objeciones, lo persuadió de pintar un nuevo libro, pero no otro como los que él conoció en su infancia y ahora casi había olvidado, sino uno que pintara y contara la historia de los mexicas hasta el día de hoy y que mostrara a los españoles y todas las cosas nuevas que habían venido con ellos. Un libro que mostrara la grandeza de la ciudad, la vida que aún latía en el corazón del altépetl, el agua y el cerro, el orgullo de los tenochcas. Su objetivo era mostrar las tierras, las chinampas y las parcelas que pertenecían a los barrios mexicas y que debían seguir siendo suyas, por siempre.

Para realizar esta inmensa obra, su nuevo patrón mandó llamar a los viejos de su barrio y de las otras parcialidades de San Juan Tenochtitlan, para que juntos volvieran a encender la luz de su memoria e hicieran brotar de sus corazones las antiguas palabras para dar forma y vida a las imágenes, los cantos y los relatos que habrían de acompañar los retratos de los antiguos mexicas, y también para que decidieran cuáles eran los secretos que no debían ser mostrados, sobre todo ahora que los españoles mandaban y habían hecho quemar los libros de la antigua religión.

Pronto, sin invitación, también empezaron a visitar el taller otras personas interesadas en el gran libro. Unos intentaban convencer al maestro Luis de que añadiera en ciertas páginas las figuras y los nombres de sus antepasados, o que ensalzara la importancia de su barrio sobre los demás de la ciudad. Algunos nobles, conscientes del peligro que implicaba esa obra para sus planes de apoderarse de las tierras de los barrios, le prometieron grandes cantidades de pesos de oro para que dibujara una historia completamente diferente, una historia que demostrara que las tierras de la ciudad les pertenecían a ellos en verdad y no a los macehuales. Otros más intentaron sobornarlo para que dejara de pintar y los más truculentos lo amenazaron con todo tipo de consecuencias si llevaba a cabo esa empresa descabellada.

Pero a los únicos a quienes él prestaba en verdad atención era a quienes le ofrecían una idea novedosa o una información que desconocía, le mostraban un tepalcate de barro con el dibujo de un antiguo dios o de un viejo personaje, o murmuraban a sus oídos los cantos ancestrales que debían acompañar las pinturas y cuyas palabras secretas nadie alcanzaba ya a comprender cabalmente.

Lo más sorprendente era que algunos de esos hombres conocedores y de esas mujeres sabias que se introducían a su taller como sombras furtivas al caer la noche eran más jóvenes que él, incluso había varios nacidos después de la llegada de los españoles y su nuevo dios. Tal era el caso del propio hijo de Francisco Cuetzpalómitl, el joven Santiago, uno de los que más ideas tenía respecto a los viejos tiempos y también de los que mejor conocía la ciudad en la actualidad.

¿Cuántas veces le hizo notar que un canal que había dibujado ancho y abierto, con sus aguas brillantes, estaba en verdad cegado por las ruinas de un templo o de una escuela calmécac por lo que se había transformado en un pantano cubierto de limo y lleno de carrizos? ¿Cuántas veces le recordó que una casa había sido destruida desde la guerra o se había derrumbado en silencio y sola, víctima del abandono tras la muerte de sus últimos habitantes?

Con la pasión y la paciencia de un conocedor, el muchacho le describía con detalle los colores del agua en los canales todavía transitados por canoas, en las acequias por las que fluía aún limpia o en los apantles atascados de pedruscos y restos de edificios, basura de todo tipo e incluso restos de personas. Todas las noticias que le daba eran apoyadas por la seguridad de quien había recorrido cada rincón de cada barrio y los conocía como si fueran el patio de su casa.

—¿Cómo puedes conocer tanto? —se atrevió a preguntar una vez.

—Busco tesoros en las casas muertas —respondió Santiago, encogiéndose de hombros, como si fuera la cosa más normal del mundo.

—Solo.

—Tengo un amigo —al mencionarlo desvió la mirada y el maestro Luis comprendió que si había de aprovechar el sorprendente conocimiento del joven lo mejor sería no tratar de averiguar más.

Y así fue. ¿Cuántas chinampas olvidadas le recordó y cuántas que ya eran plantadas de nuevo por otomíes que se habían instalado en ellas sin pedirle permiso a nadie? Largo rato discutieron este asunto y él explicó al joven que en verdad los otomíes habían vivido desde siempre en la ciudad y que por lo tanto tenían tanto derecho como cualquiera a ocupar esas tierras baldías, abandonadas por las familias que habían perecido durante la guerra, tantas mujeres y niñas, tantos jóvenes y ancianos, tantos guerreros muertos. De modo que ya nadie plantaba las milpas, nadie cuidaba los ahuejotes, nadie se encargaba de sacar limo del fondo de los canales para alimentar la tierra de las chinampas.

—Mejor que vivan ahí esas familias vivas y no los espectros de los caídos que solo vuelven a morir de tristeza al contemplar sus jardines desastrados —la mirada melancólica del joven hizo estremecerse al pintor.

—¿Has escuchado sus lamentos? —preguntó, no porque quisiera en verdad escuchar la respuesta, sino porque quería conocer mejor a ese muchacho tan flaco y huesudo como su padre, pero tan diferente al serio e inagotable Cuetzpalómitl. Quería confirmar si recorría sin cansancio esos lugares solitarios y temidos por tantas personas a causa de su tonalli, la fuerza del mismo Sol, el signo del día y del destino de cada persona.

Sus ojos inquietos lo observaron por un largo instante. La profundidad vertiginosa de su mirada le hizo pensar que tenía un tonalli de lluvia, el de las personas que hablan con los fantasmas y se pierden en las tinieblas de la noche, el de los brujos más peligrosos y más temidos. Luego, el muchacho sacudió la cabeza y sonrió con un gesto travieso, por lo que el viejo pintor hizo a un lado su miedo y se reprochó haber pensado siquiera que alguien tan vital pudiera tener un ánima tan temible. Para tranquilizarse, recordó lo que su padre, Francisco Cuetzpalómitl, Huesos de Lagartija, le comentó una vez, sin que él le hubiera preguntado nada al respecto: que el signo del muchacho era la serpiente, marca de prosperidad y buena fortuna, y que por eso le gustaba tanto buscar tesoros enterrados en las ruinas.

En todo caso, las visitas de ese incansable y joven aventurero eran las que más disfrutaban él y su aprendiz Marta, aun cuando llegaba a su taller a las horas más inadecuadas del día o de la noche y luego permanecía con él por horas, sin importarle que tuvieran que dormir o descansar. Por eso, ahora que contemplaba el libro terminado, con su detallado y preciso mapa, pensó que era obra del hijo tanto como del padre, del inquieto Santiago como del diligente Francisco Cuetzpalómitl.

Más allá de este padre y su hijo, incontables mexicas se acercaron, cual niños deslumbrados por una fogata que arde con fuerza creciente, a contemplar el códice y a opinar sobre su contenido, a añadir sus leños, a soplar con emoción para avivar las llamas. E incluso los que trataban de apagar el fuego creciente despertado por el libro solo lograban que sus aspavientos lo atizaran más.

En medio de esta danza cada vez más animada, él solo repetía en su corazón las palabras que había escuchado de su padre, y él de su abuelo, y él de su propio padre, y así por generaciones hasta el primer pintor que aprendió su arte del mismo Quetzalcóatl, el hombre y el dios que inventó la tinta y los colores:

—El buen tlacuilo no deja que su plumilla tiemble, no permite que el agua disuelva sus colores. Él solo traza líneas claras y firmes, solo delinea con decisión los perfiles y los cuerpos, solo colorea con atención los rostros de las personas. El buen tlacuilo solo escribe la verdad, solo pinta lo que es recto y justo.

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Y ahora que contemplaba el códice completo, con las largas páginas que narraban la historia de los mexicas y al final el gran mapa de San Juan Tenochtitlan, sus entrañas no dejaban de sacudirse a causa de la sorpresa.

¿Cuántos años habían pasado sin que viera un libro pintado? ¿Cuántas noches se quedó dormido tratando de contemplar con los ojos de su memoria las páginas llenas de colores, las figuras minuciosamente decoradas de los antiguos dioses, los nombres de cada uno de sus tocados, de cada pectoral, de cada orejera, de cada cascabel que llevaban en las piernas o los brazos? ¿Cuántas veces soñó que sus manos acariciaban de nuevo el suave y elástico cuero de venado cubierto con una delgadísima piel de yeso blanco como la nieve en las montañas lejanas? ¿Cuántas veces imaginó que le era posible oler el aroma de los años en las viejas páginas, el sudor que los antiguos tlacuilome dejaron en sus páginas, la sangre que ofrecieron los sacerdotes para despertar las voces que dormían en esos libros maravillosos? No podía saberlo, ya no alcanzaba a recordar, pues el tiempo que vivió sin ver un amoxtli se perdía entre la bruma de los anhelos no satisfechos y la oscuridad creciente de la desesperanza. Fueron incontables trecenas, cuentas de 260 días, años de 365, que llegó a estar convencido que él, el tlacuilo Xomácatl, luego bautizado como Luis, nunca más vería un viejo amoxtli y mucho menos podría pintar un nuevo libro.

La mitad de su vida, antes de que llegaran los españoles y destruyeran su ciudad en la guerra, se había dedicado a imitar la maestría de los viejos pintores, a aprender el arte de los escritores más sabios, a memorizar los cantos para los dioses, a reconocer los nombres de los grandes reyes y los guerreros del pasado, a comprender los intrincados vericuetos de la cuenta de los destinos. Luego los amoxtlis se fueron, como decía su padre Maxixcatzin, para referirse a ese año aciago en que los hombres vestidos de negro, los frailes llegados del otro lado del mar, decidieron quemar en sus hogueras los antiguos libros porque decían que eran obras del demonio y que solo hablaban de los falsos dioses y de sus engaños. Por miedo a esas llamas que también habían hecho arder al cacique Carlos, los viejos sacerdotes, los grandes sabios, incluso los tlacuilome más respetados, decidieron que ellos mismos debían destruir los que no habían sido incinerados. Solo uno de ellos fue salvado de esas otras piras funerarias, encendidas en secreto en las casas más apartadas de México-Tenochtitlan, lejos de los ojos desconfiados de los españoles. Todos estuvieron de acuerdo que era el más valioso, pues contenía la verdadera historia de cuando la gente antigua, los antepasados de todos los pueblos, se transformaron en dioses. Todos acordaron sacarlo en secreto de la ciudad y ocultarlo en un lugar a resguardo de la furia destructora de los padres. Entonces él y su padre se encargaron de untar el pergamino con la más delicada grasa de semillas de calabaza para que no se secara con el tiempo, luego limpiaron el brillante encalado de las manchas del tiempo y del polvo, cuidando siempre de no alterar ninguna de las figuras vivientes de los poderosos señores del cielo y de la tierra, ni los retratos de los tonalli, los signos del destino, ni las siluetas de los templos. Cuando terminaron de preparar el invaluable amoxtli, lo envolvieron en una manta del algodón más fino, tejida para ese propósito por las mejores hilanderas de la ciudad. Luego lo escondieron en trapos viejos y sucios para que pareciera un bulto miserable y lo entregaron a Cuauhocélotl. Él era el guerrero más valiente que había sobrevivido la gran guerra contra los españoles, el último caballero de las águilas, elegido por los principales para esta misión, la más importante de su vida.

Después no supieron más, solo escucharon rumores de que el audaz guerrero murió en el canal de Tacuba, traicionado por uno de los mexicas que habían jurado salvar el códice. Según contaban, se ahogó para llevarse consigo el libro al reino de la lluvia, al paraíso del dios Tláloc, donde nadie lo podría encontrar. Luis, como ya se llamaba Xomácatl, no pudo evitar que su padre falleciera de tristeza, desconsolado por la certidumbre de que todo estaba perdido, el viejo arte de la tinta y los colores, los antiguos libros, los dioses, las cuentas de los destinos, desaparecidos por siempre.

Años después escuchó un rumor increíble de boca del noble Amatécatl, ahora don Gonzalo, el más orgulloso de los descendientes de los antiguos tlatoque mexicas. Él contaba que un sirviente suyo decía haber escuchado a unos otomíes borrachos que rondaban las pulquerías de la ciudad presumiendo de haber guardado un viejo libro de los mexicas. Claro que ese hombre que desconfiaba de todos y de todo no creía en absoluto en esas palabrerías, y más se horrorizaba de imaginar siquiera que unos hombres tan rústicos pudieran tocar con sus toscas manos el tesoro más preciado de los antiguos mexicas.

Pero ese chisme inverosímil despertó una pequeña llama de esperanza en el corazón de Luis. Esa misma noche recorrió los tendejones y los puestos más sucios y miserables donde se juntaban a beber al atardecer los barqueros que transportaban excrementos y leña, los tamemes sin casa que se embriagaban todas las noches antes de tumbarse a dormir a la orilla del camino hasta que un cliente los despertara a patadas para encargarles que cargaran una caja de verduras, un huacal de leña o una jaula llena de guajolotes. Mientras buscaba el amoxtli perdido se aficionó a beber el pulque rancio y apestoso que expendían en esos lugares de mala muerte, a repetir con los demás borrachos los relatos más increíbles de los fantasmas de los guerreros que no dejaban de combatir a la orilla de los canales en las noches sin luna, de las madres desesperadas que vagaban sin cesar por los callejones desiertos, llorando y llamando a gritos a sus hijos, tan muertos como ellas, los rumores respecto a los tesoros de piedras verdes y plumas coloridas que había escondido el último tlatoani, cuyo nombre nadie quería recordar ahora. Cuando era ya tan tarde que todos estaban hastiados de pulque y solo eructaban y vomitaban su embriaguez, mencionaba, como si no le importara, la historia del códice perdido que unos barqueros habían ocultado de los españoles y de sus dueños mexicas. Pero nadie le supo decir nada más sobre el asunto. Los mexicas limpiaban los restos de saliva y vómito de sus rostros antes de afirmar con toda solemnidad que los otomíes eran tan burdos que no sabrían cuidar semejante tesoro. Los hombres de ese pueblo, en cambio, guardaban un silencio cargado de desconfianza y se alejaban del lugar lo más pronto posible, aunque fuera arrastrándose por el piso. Luis los perseguía, pero siempre se perdían por los callejones oscuros, entre las ruinas desoladas, en la bruma de su propia borrachera.

Así pasaron demasiados años dedicados a la búsqueda de un sueño cada vez más insensato y a las noches de embriaguez que se hacían más largas y más tentadoras. Así perdió el sentido del tiempo y se extravió él mismo en esas tabernas inmundas, olorosas a las evacuaciones de los borrachos, a las penas de tantos hombres y mujeres naturales que acudían a ese lugar a olvidar a sus muertos, a no pensar en todo lo que habían perdido, y también a la decepción de bastantes españoles que intentaban ahogar sus sueños no cumplidos, el recuerdo de sus propios caídos, los remordimientos por tantas vidas que habían segado, por toda la destrucción que habían provocado.

Cuando llegaba la mañana se arrastraba de vuelta a su taller tras haber pasado la noche tumbado como un perro en algún callejón, entre los cargadores y los vagabundos. Entonces sus manos temblaban tanto que no podía sostener bien los pinceles, ni dibujar ninguna figura, como le había enseñado a hacerlo su maestro. Y por ello lo único que le restaba era volver a las pulquerías a hundirse otra vez en la borrachera para continuar buscando el amoxtli perdido, aunque sabía que no lo encontraría nunca, pues solo era un espejismo de su corazón nublado por la bebida y de sus entrañas enfermas de dolor y tristeza.

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Ahora su corazón no alcanzaba a creer que hubiera terminado ese códice. Lo había logrado después de muchos días de trabajo y en medio de las expectativas crecientes de Francisco Cuetzpalómitl, de su hijo Santiago, de tantos ancianos y jóvenes de los barrios. Lo había ayudado la astucia de su tonalli de mono, el recuerdo de las enseñanzas de su padre y su abuelo, pero sobre todo la compañía siempre placentera y el talento inagotable de su aprendiz. Durante todo ese tiempo no había probado una gota de pulque ni había pensado más en el libro perdido. Esa noche quería estar solo, para celebrar en privado su pequeño triunfo contra la desesperanza. Por eso ordenó a Marta que regresara con su madre a casa del pintor español y luego colocó dos pencas de maguey cruzadas en la entrada de su patio para señalar que no deseaba recibir más visitantes. Quería despedirse en silencio de su hijo antes de entregarlo a las manos de su otro padre, Francisco Cuetzpalómitl, y de mandarlo a encontrar su propio destino, entre desconocidos.

Orgulloso, sintió que las lágrimas corrían por sus mejillas y sus labios temblaban con los ecos de todos los cantos que habían arrullado a su bebé y lo habían hecho crecer. El libro, tan pequeño y tan frágil, era en verdad magnífico, brillante como una hoguera de sabiduría. En los años por venir, todos los que contemplaran sus páginas conocerían también el rostro del maestro Luis, aun si nunca escucharan su nombre.

Tan emocionado estaba el viejo tlacuilo en ese momento final, que no escuchó los pasos ni los susurros hasta que los asaltantes irrumpieron en su habitación. Eran un anciano de ojos despiadados de coyote y un joven con rostro insolente. Cargaban entre ambos un bulto alargado envuelto en telas y petates viejos manchados de sangre. Cuando el maestro Luis se levantó a confrontarlos, indignado por la irrupción, ellos lo alzaron con gesto triunfal sobre sus hombros, a la vez que recitaban una conjura horrorosa. El tlacuilo se quedó quieto y sintió cómo su teyolía, el alma de su corazón, salía de su pecho y con ella toda su voluntad y su entereza de persona. Horrorizado ante ese ataque de los hombres tecolote, lo último que alcanzó a hacer fue cerrar las páginas del libro, de su libro, e implorar que no lo destruyeran. Después ya no pudo pensar, ni sentir, ni hacer nada, pues los brujos lo habían hecho su prisionero.

 

EL DÍA DE LA VERDAD

—¿Serías tan amable de traer mi camisa blanca de lino, Josefa?

Al salir de su baño de vapor, Francisco Cuetzpalómitl secó su piel desnuda a golpes de fragantes hojas de abeto que la dejaron enrojecida y hormigueante, como si estuviera en llamas. Luego se vistió con sus nuevas calzas de algodón pálido y las amarró con un estrecho cinturón de cuero, comprado al buhonero español que pasaba de vez en cuando a vender sus productos más baratos a la plaza del barrio de Yopico. El ardiente baño lo había dejado alerta, ahora quería conservar la cálida limpieza en su piel para que le diera ánimo a lo largo de todo el día.

Su mujer le alcanzó justo a tiempo la brillante prenda, recién cosida por sus manos expertas con la manta más fina de la tienda más cara del centro de la ciudad, donde solo los españoles podían darse el lujo de comprar. Él se permitió soltar un discreto suspiro de satisfacción al contemplar las mangas, más elegantes de lo que había imaginado. La suave tela acarició su piel irritada con la misma suavidad del aliento amoroso de su esposa en la oscuridad. Al ver su sonrisa, ella se sonrojó.

—Espero haber confeccionado bien tu sencilla tilma, esposo mío —murmuró con su acostumbrada ironía, pues no acababa de elaborar una simple capa de algodón a la antigua usanza, sino una complicada camisa española, con mangas, pecho y botones de hueso. Los dedos de Cuetzpalómitl se enredaron al querer cerrarlos, hasta que ella lo ayudó con paciente ternura—: Pareces un niño pequeño que no sabe cómo vestirse.

Él sonrió y su corazón le dijo que en verdad no era más que un brote de elote verde, como lo llamaba su propia madre hace años, antes de la guerra. Porque hoy habría de renacer para el mundo y hacer que el mundo naciera de nuevo. Un estremecimiento de