Arroyo, Arturo
Cuentos de la Niña Agua / Arturo Arroyo; ilustraciones de Ricardo Peláez.. – 2da. edición - México: Ediciones SM, 2018

Formato digital – (El Barco de Vapor, Roja)
ISBN: 978-607-24-2897-3

1. Literatura mexicana 2. Novela juvenil 3. Aventura – Literatura infantil y juvenil

Dewey 863 P55

 

◯ALIENTOS

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TLÁHUI era perseguida por su mamá que, huarache en mano, quería darle una chancliza por preguntar demasiado. Las dos corrían por las chinampas, a lo largo del canal, hasta que Tláhui vio un ahuejote muy grande y lo trepó.

—¡Ven acá, escuincla! —le gritó su mamá, muy fuerte, y las personas que había cerca voltearon a mirar.

—¡No! —contestó Tláhui.

—¡Ven, te digo! —insistió la mujer, y la gente se acercó para enterarse.

Tláhui miró a su mamá, con ojos espantados, porque temía el castigo que le esperaba en su casa, y se subió hasta la rama más alta. Desde ahí, miró a los canales de agua, donde navegaban las chalupas, y a la distancia se veían también las chozas de bejuco y palma, donde vivían los campesinos como ella. Más lejos, se observaba además una gran parte de la ciudad anfibia, alzada en medio de relucientes lagos, llamada Tenochtitlan.

Su mamá finalmente desistió de perseguirla. Después, unos niños se acercaron para lanzarle piedras, pero no la alcanzaron. Mientras tanto, Tláhui se preguntaba a solas: “¿Por qué los templos de los dioses son pirámides? ¿Cómo será vivir ahí?”.

—¡Ya bájate, niña! Vámonos a la casa que me duelen mis callos —le gritó su abuelo cuando fue a buscarla.

—¿Por qué los templos son pirámides? —preguntó Tláhui, una vez que tocó el piso.

—Para ascender por sus paredes y alcanzar el cielo —le respondió el anciano. Luego eructó.

Tláhui se imaginó subiendo los peldaños de los grandes templos, para llegar a una ciudad en las nubes, donde habitaban los dioses, en casas con paredes de estrellas.

—¿De qué están hechas las estrellas? —preguntó esta vez.

—Están hechas de fuego —le contestó su abuelo, mientras se encaminaban a casa.

En el trayecto, el viejo le explicó a Tláhui cómo los dioses habían hecho las cosas que existen, usando como materiales el maíz y el barro. Le habló también de por qué los peces nadan y las aves vuelan. De por qué los niños y las flores crecen. Y de por qué todo envejece. Pero la curiosidad de la pequeña nunca terminaba.

—¿Por qué? —insistía después de cada respuesta.

Finalmente, cuando su abuelo ya no pudo contestar, le dijo:

—Preguntas demasiado.

—Quiero saberlo todo, como tú —murmuró la niña.

El anciano negó con la cabeza y le respondió:

—Nadie lo sabe todo. Yo solo te digo lo poco que sé.

Cuando llegaron a casa, el abuelo defendió a Tláhui y su madre ya no la castigó. A él sí le gustaba que la niña le preguntara. Entonces, poco antes de dormir, el anciano colocó una estatuilla de la diosa Tonantzin donde Tláhui dormía, para que la acompañara en sus sueños y le diera las respuestas que la niña quería saber.

Así, en esa noche, Tláhui se soñó a sí misma contando historias como hacía su abuelo, cuando oyó dentro de su mente una voz que susurraba: Ya te escuché.

—¿Quién habló? —preguntó la niña, aún dormida. Pero antes de recibir la respuesta…

—¡Tláhui, levántate! —la despertó bruscamente su madre.

La niña recogió su petate, echó hacia atrás sus cabellos revueltos, y se fue a la milpa para trabajar con su padre.

Todas las mañanas, mientras Tláhui ayudaba en la siembra, veía a los niños que pasaban camino del Telpochcalli, una escuela donde los entrenaban para el combate. Algunos niños llevaban lanzas de madera. Otros cargaban con mazos que tenían incrustaciones de piedras de obsidiana, llamados macuilli, y unos más practicaban con largas cerbatanas, lanzándoles piedrecillas a los chapulines que encontraban a su paso. A veces, esos niños iban a los acueductos de la ciudad para hacer alguna zanja o para levantar muros, y Tláhui envidiaba lo que ellos aprendían.

—¿Por qué las niñas no vamos al Telpochcalli? —le preguntó esa vez a su padre.

—Porque es cosa de hombres —le respondió él.

Pero la niña no quedó satisfecha y continuó:

—¿Por qué la gente pelea en la guerra?

—Para complacer a los dioses —le dijo su papá.

—¿Y los dioses también se pelean? —continuó la niña.

—Sí —respondió su padre.

—¿Es que nadie se lleva bien? —insistió Tláhui.

Entonces su padre le respondió:

—Preguntas demasiado.

Al mediodía, como era la costumbre, Tláhui fue con su madre para reunirse con las mujeres y las niñas vecinas. Se juntaban todas para tejer fibras de palma, con las que elaboraban canastos y petates, y también para platicar. Sin embargo, como Tláhui ya estaba aburrida de hacer siempre los mismos tejidos, interrumpió la plática, y empezó con sus preguntas:

—¿Por qué las niñas no aprenden lo que les enseñan a los niños?, ¿por qué las mujeres no vamos a la guerra?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

Nadie respondió. Las demás niñas se alejaron de ella porque se sintieron intimidadas. Las mujeres continuaron con su plática, ignorándola, porque solo sabían cocinar y tejer. Y su mamá le enseñó la chancla, para advertirle que le daría una tunda si seguía preguntando.

En la tarde, después de realizar sus quehaceres en la casa, la niña acompañó a su padre para repartir los pedidos a las aldeas cercanas. Principalmente el cempasúchil, la flor sagrada, de uso común en diversas ceremonias.

Durante el camino, a bordo de una chalupa llena de flores, Tláhui comenzó de pronto a hacer otro tipo de preguntas:

—¿Ya llegamos? … ¿ya llegamos? … ¿ya llegamos? —Ya casi. Sé paciente —le pidió su papá.

—Quiero hacer pipí —respondió Tláhui.

Su padre hizo un alto en el camino para que Tláhui lo hiciera, y en seguida reanudaron la marcha. Pero ese día fueron más lejos que de costumbre, hasta una serie de viviendas cerca del río. Y, mientras el papá hacía el trueque con los aldeanos, Tláhui caminaba por la orilla, arrojando piedras al agua y persiguiendo a las ranas. Pero, al observar con atención el curso del afluente, le pareció muy raro que las aguas del río no fueran plácidas, como las de los canales que corrían enfrente de su casa. Se detuvo para mirar al caudal y preguntó en voz alta, como si esperara que alguien fuera a responderle:

—¿Por qué el río lleva un solo camino?

Al instante, los peces que nadaban cerca de la ribera alzaron sus cabezas para verla, como si algo supieran. Pero, en seguida se sumergieron, sin responder.

—¡Tláhui!, ¡ya vámonos! —la llamó su padre.

En el canal de regreso, la niña observaba la hilera de sauces llorones que delimitaban las orillas, buscando quien le diera esa respuesta. A lo lejos estaban los colibríes rezumbando en los lirios y, al ras del agua, los ajolotes que se acercaban a las barcas buscando algo qué comer. A Tláhui le gustaban mucho esos animales, porque tenían manos y piernas como si fueran personas diminutas.

—Papá, ¿crees que si los ajolotes hablaran, podrían contestar mis preguntas?

—No sé —dijo su papá.

Entonces los ajolotes se asomaron fuera del agua para verla, como si algo supieran, y luego se sumergieron. Tláhui los miró muy sorprendida. Y una vez que desembarcaron, fue a sentarse en las raíces de un ahuejote para ver a las tortugas que nadaban, y murmuró:

—Si las tortugas hablaran, ¿podrían decirme lo quiero saber?

Las tortugas estiraron sus cuellos, alzando sus cabezas para verla, como si algo supieran, y luego se sumergieron. Tláhui se sorprendió mucho y hubiera querido contárselo a su abuelo, o a su papá, pero estaba sola en ese momento.

—¡Tláhui!, ¡deja de perder el tiempo y lleva las ollas a lavar! —le gritó su mamá.

Tláhui fue con ella y le dijo:

—¿Puedo preguntarte algo?

Su mamá se puso seria y le respondió:

—¡No, niña! Toma los trastes y ve a lavarlos.

En ese momento su papá intervino:

—Somos campesinos, hija. Recuérdalo siempre. No puedes ser otra cosa.

Tláhui bajó la mirada, cargó con las ollas y con algunos guajes, y se fue al manantial. Sin embargo, al llegar ahí, se puso a salpicar a los insectos que se posaban en los bejucos. De pronto, oyó un chapoteo insistente que la hizo voltear. Había un ajolote atrapado en un cuenco muy hondo, formado por las raíces de un sauce, que luchaba por su vida. La niña metió la mano en el agujero para tomar al animal, y decidió llevárselo en uno de sus guajes. Pero, súbitamente, escuchó una voz salir de aquella vasija:

Niña.

—¿Estoy soñando? —se preguntó Tláhui en voz alta, dudando de lo que acababa de oír.

¡No! —respondió la voz claramente.

Tláhui descubrió que era el ajolote quien hablaba y acercó su oreja hacia él. Entonces, le oyó decir:

Los hombres saben cómo hacer cosas. Pero lo que no saben, es el porqué de las cosas. Yo te hablaré de ellas.

—¡Puedes hablar! —exclamó Tláhui, dudando todavía si soñaba o no. De inmediato, volteó para todas partes, con temor de que alguien estuviera haciéndole una broma, pero no. El ajolote sí hablaba.

Toda esa tarde, Tláhui se quedó quieta en un rincón de su casa escuchando al animal.

—¿Qué haces ahí, Tláhui? —le preguntó su padre.

—Nada —respondió la niña.

Sus papás creyeron que solamente jugaba. Y su abuelo, por fin descansando de las preguntas que la niña le hacía siempre, se durmió temprano. Mientras tanto, el ajolote le explicaba a Tláhui las cosas que sabía. Por qué hay que respetar a la naturaleza para que provea de alimentos. Por qué para ser feliz se debe vivir en paz y no en guerra. Sin embargo, Tláhui deseaba saber cada vez más, y el ajolote le pidió paciencia. De pronto le ordenó su papá:

—¡Ve a dormir, hija, mañana levantamos la cosecha!

A la mañana siguiente, Tláhui fue a donde dejara al ajolote y halló el recipiente vacío. De inmediato, buscó al animal por todo el piso, por si se había salido, pero no estaba.

—Lo devolví al agua —la interrumpió su mamá.

—Es mi amigo —se quejó Tláhui.

—Ya es hora de que vayas a la milpa —le recordó su abuelo.

Pero la niña corrió hacia el canal para recuperar a su ajolote. Se trepó a la rama más alta de un sauce y lo buscó en la superficie del agua.

—No te vayas. Dime más —le suplicó. No obstante, el canal permanecía tranquilo, y Tláhui reclamó con coraje—: ¡Entonces mi abuelo sabe más que tú!

Después, la niña se bajó del árbol. Se acercó al agua y se puso a llorar. Y en ese momento, dos colibríes se detuvieron frente a ella como si la miraran, conmovidos por su llanto. Las lágrimas de Tláhui escurrieron por sus brazos hasta las raíces del árbol, y el árbol se conmovió también. Al mismo tiempo, bajo las aguas, el ajolote parlante la observaba atentamente, en silencio. La niña lo había cansado porque le hacía demasiadas preguntas y ya se había quedado sin respuestas. Sin embargo, con el deseo de ayudarla, el animal impregnó las aguas con su preocupación y las aguas también se conmovieron.

De pronto, Tláhui escuchó un suspiro en el aire y vio que las ramas a su alrededor dejaron de agitarse. Los peces ya no nadaban. Los colibríes flotaban sin moverse. Y una ardilla se vio suspendida en el aire, en medio de un brinco.

—¿Qué está pasando? —exclamó.

En ese momento su vista comenzó a nublarse. Y poco después, Tláhui se dio cuenta de que estaba rígida y no podía moverse.

—¿Qué me pasa? —se preguntó alarmada. Pero apenas acababa de decirlo, descubrió que su mente estaba dentro del árbol, mientras que su cuerpo de niña yacía dormido encima de las raíces.

Tláhui quiso quejarse, mas no pudo hablar.

El árbol es inmóvil y silencioso —dijo súbitamente una voz que flotaba en el aire.

—Estoy soñando —pensó Tláhui, porque reconoció que esa misma voz la había escuchado antes en sus sueños.

No —respondió la voz.

—¿Dónde estás? —quiso saber la niña.

Aquí.

—¿Aquí?

Sí. Todos estamos conectados —volvió a decir la voz.

Al instante, Tláhui se dio cuenta de que sus raíces se unían con las de otros árboles, y se comunicaban entre sí con vibraciones y con aromas. Entonces, las otras plantas le contaron sus preocupaciones.

A veces los hombres nos maltratan.

A veces el clima no es favorable.

A veces enfermamos.

De pronto, Tláhui escuchó la voz de su padre:

—¡Tláhui! ¿Dónde estás?

Tláhui quiso voltear para verlo, pero no consiguió moverse. Sin embargo, pudo ver con sus hojas, como si fueran ojos, la imagen brumosa de su papá que la estaba buscando.

El hombre encontró el cuerpo de su hija sobre las raíces y lo zarandeó, sin que hubiera respuesta. Luego le acarició los cabellos y se la llevó a su casa.