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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca y Deseo, n.º 142 - junio 2018

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-352-4

Índice

Portada

 

Créditos

Índice

 

El amor nunca duerme

Portadilla

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Pasión junto al mar

Portadilla

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

QUÉ HACE él aquí? –Lia fue incapaz de apartar la mirada del hombre que se hallaba al otro lado de la tumba abierta en la que no iban a tardar en introducir el ataúd de su padre.

–¿Quién…? Oh, no….

Lia ignoró el intento de su amiga por retenerla y se encaminó hacia el hombre moreno cuya peligrosa imagen había consumido sus días e invadido sus noches de pesadillas durante las dos semanas anteriores.

–No… Lia…

Lia ignoró a Cathy y avanzó hasta detenerse ante Gregorio de la Cruz. El mayor de los hermanos Cruz era un hombre alto, de aproximadamente un metro noventa. Era evidente que su pelo negro, ligeramente largo, había sido peinado por un peluquero. De complexión morena, su rostro era atractivo como el de un conquistador.

Pero Lia también sabía que era tan frío y despiadado como uno de ellos.

Era el implacable director del billonario imperio empresarial de la familia Cruz, un imperio que aquel hombre había erigido para sí mismo y para sus hermanos a lo largo de doce años a base de pura voluntad.

Y también era el hombre responsable de haber llevado al padre de Lia a tal estado de desesperación que había acabado sufriendo un mortal ataque al corazón hacía dos semanas.

El hombre al que Lia odiaba con cada célula de su ser.

–¿Cómo se atreve a venir aquí? –espetó.

Gregorio de la Cruz la miró con los ojos entrecerrados, unos ojos tan negros y carentes de alma como su corazón.

Señorita Fairbanks…

–He preguntado que cómo se atreve a venir aquí –siseó Lia a la vez que apretaba los puños a sus lados con tal fuerza que sintió las uñas clavándose en las palmas de sus manos.

–Este no es el momento…

Las palabras de Gregorio, matizadas por un ligero acento, fueron interrumpidas por la vigorosa bofetada que Lia le propinó en la mejilla.

–¡No! –Gregorio alzó una mano para detener a dos fornidos hombres vestidos de negro que estaban a sus espaldas y parecían dispuestos a entrar en acción en respuesta a aquel ataque–. Esta es la segunda vez que me abofetea, Amelia. No pienso permitir que suceda una tercera vez.

¿La segunda vez?

Oh, cielos, era cierto. El padre de Lia los había presentado hacia dos meses en un restaurante. Ambos estaban comiendo con un numeroso grupo de gente, pero Lia solo había sido consciente de la penetrante mirada de Gregorio de la Cruz, mirada que apenas había apartado de ella después de las presentaciones. A pesar de todo se vio sorprendida cuando, al salir del servicio, lo encontró esperándola en el vestíbulo. Y se sorprendió aún más cuando Gregorio le dijo cuánto la deseaba antes de besarla.

Y aquel fue el motivo por el que lo abofeteó la primera vez.

En aquella época estaba comprometida y tanto ella como su prometido habían sido presentados a Gregorio antes de la comida, de manera que el comportamiento de este había estado totalmente fuera de lugar.

–A su padre no le habría gustado esto –dijo Gregorio en voz baja, con la evidente intención de que los demás asistentes al entierro no escucharan sus palabras.

Los ojos de Lia destellaron de rabia.

¿Cómo puede saber lo que le habría gustado o no a mi padre si no sabía nada de él? ¡Excepto que está muerto, por supuesto! –añadió con vehemencia.

–Como ya le he dicho, no creo que este sea el momento adecuado para hablar de esto. Volveremos a hablar cuando esté más calmada.

–En lo que a usted se refiere, eso no va a suceder nunca –aseguró Lia con aspereza.

Gregorio reprimió la respuesta que tenía en la punta de la lengua, consciente de que la agresión de Amelia Fairbanks se había debido a la intensidad de su dolor por la pérdida de su padre, un hombre que siempre le había gustado y al que siempre había respetado, aunque dudaba que la hija de Jacob llegara a creerlo.

La prensa se había visto invadida de fotos de Lia desde la muerte de su padre, pero Gregorio la había conocido antes de aquello, la había deseado, y sabía que ninguna de aquellas imágenes le hacía justicia.

Su melena no era simplemente pelirroja, sino que estaba matizada por destellos dorados y color canela. Sus grandes ojos, de un profundo e intenso gris, tenían un círculo negro en torno al iris. Estaba comprensiblemente pálida, pero aquella palidez no mermaba en lo más mínimo el magnífico efecto de sus altos pómulos, de la suavidad de magnolia de su piel. Unas largas y oscuras pestañas enmarcaban aquellos hipnóticos ojos. Su nariz era pequeña y respingona, y sus carnosos labios formaban un arco perfecto sobre una resuelta y deliciosa barbilla.

Aunque esbelta, no era alta, y el vestido negro que llevaba parecía colgarle ligeramente, como si hubiera perdido peso recientemente.

A pesar de todo, Amelia Fairbanks era una mujer increíblemente bella y sensual.

Pero, teniendo en cuenta las circunstancias, el deseo que despertaba en él el mero hecho de mirarla resultaba completamente inapropiado.

–Hablaremos de nuevo, señorita Fairbanks –replicó con una firmeza que no admitía discusiones.

–Lo dudo mucho –dijo Lia con evidente desdén.

Pero volverían a verse. Gregorio se aseguraría de que aquel encuentro se produjera.

Su mirada se volvió más cautelosa antes de hacer una inclinación de cabeza y girar sobre sí mismo para encaminarse hacia la limusina negra que lo aguardaba fuera del cementerio.

–¿Señor De la Cruz?

Gregorio se volvió hacia Silvio, uno de sus guardaespaldas, que le estaba ofreciendo un pañuelo.

Tiene sangre en las mejillas. De ella, no suya –explicó Silvio mientras Gregorio lo miraba con expresión interrogante.

Tomó el pañuelo y se lo pasó por la mejilla. Luego miró la mancha roja que había quedado en su blanquísima tela.

La sangre de Amelia Fairbanks.

Guardó el pañuelo en su bolsillo mientras volvía la mirada hacia ella. Amelia parecía muy pequeña y vulnerable, pero su expresión fue de serenidad mientras se inclinaba a dejar una rosa roja sobre el ataúd de su padre.

Quisiera ella o no, Amelia Fairbanks y él iban a verse de nuevo.

Gregorio ya llevaba dos meses deseándola, de manera que podía esperar un poco más antes de reclamar sus derechos sobre ella.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO SABÍA que tenía tantas cosas acumuladas –murmuró Lia mientras entraba en el apartamento con una gran caja de cartón y la dejaba junto a otra docena acumulada en un lado del cuarto de estar. El resto estaba lleno de muebles–. Estoy segura de que no necesito la mayoría de las cosas y no sé dónde voy a ponerlas –añadió mientras miraba en torno a su nuevo y pequeño apartamento londinense, que constaba de una habitación, un baño y salón-cocina.

Suponía un gran contraste respecto a la mansión de tres plantas en la siempre había vivido con su padre.

Pero los mendigos no podían escoger. Aunque Lia no era exactamente una mendiga. Aún le quedaba parte del dinero que había heredado de su madre, pero el estilo de vida al que había estado acostumbrada a lo largo de sus veinticinco años de vida había pasado a la historia.

Todos los bienes y cuentas de su padre estaban legalmente bloqueados hasta que sus deudas quedaran saldadas, algo que aún llevaría meses, si no años. Y dada la situación financiera en que se había encontrado su padre antes de su muerte, Lia dudada que fuera a quedar nada.

Su casa familiar era uno de aquellos bienes y, aunque Lia podría haber seguido viviendo en ella hasta que hubiera una sentencia firme sobre las deudas, no quiso seguir allí sin su padre. Además, los tiburones financieros ya tenían sus fauces abiertas, dispuestas hacerse con todo lo que quedara de las Industrias Fairbanks.

Lia había utilizado su propio dinero para pagar el funeral de su padre, y la entrada de aquel apartamento. Había renunciado a todos sus cargos en las asociaciones benéficas con las que había colaborado y había tenido que buscarse un trabajo para tener un sueldo con el que poder alimentarse además de pagar la renta.

Había tomado las riendas de su vida, y le producía una peculiar satisfacción haber sido capaz de hacerlo.

Cathy se encogió de hombros.

–Supongo que cuando hiciste las cajas pensabas que necesitabas todo –dijo, aunque no añadió lo que ambas sabían: que en las cajas no solo había objetos de Lia, sino también montones de recuerdos de su padre.

Lia había tenido todas aquellas cajas almacenadas durante dos meses, mientras se alojaba en casa de su amiga Cathy y de su marido Rick. Aquello había supuesto un bálsamo para sus baqueteadas emociones, pero era una situación que no podía prolongarse para siempre, y por eso había decidido trasladarse a aquel apartamento.

Aunque ya había superado la terrible conmoción que supuso encontrar a su padre muerto en su despacho debido a un infarto fulminante, a veces anhelaba volver a sentir el entumecimiento de los sentidos del que había ido acompañada. La sensación de pérdida que sentía era constante y profunda, y aún la asaltaba en los momentos más inesperados.

–Creo que ya nos merecemos una copa de vino –dijo Cathy animadamente–. ¿Tienes idea de en cuál de las cajas puede estar?

Lia sonrió traviesamente y fue directa a la caja en la que sabía que estaban las botellas.

–¡Ta-chán! –exclamó a la vez que sacaba una.

Lia no sabía qué habría hecho sin Cathy y Rick tras la muerte de su padre. Eran amigas desde pequeñas y para Lia, Cathy era como una hermana. Pero sabía que no podía abusar de la amistad de su amiga.

–Deberías irte a casa a ver a tu marido –dijo mientras se sentaban en un par de cajas para disfrutar del vino–. Rick no te ha visto en todo el día.

Cathy frunció el ceño.

–¿Seguro que estarás bien?

–Seguro –dijo Lia cálidamente–. Voy a sacar lo justo para poder prepararme algo rápido de cenar antes de acostarme –añadió con un bostezo–. No solo tengo un nuevo apartamento que organizar, sino un nuevo trabajo al que enfrentarme mañana por la mañana.

Cathy se levantó y se puso la cazadora.

–Lo vas a hacer genial, verás.

Lia lo sabía. Tras los dos meses pasados desde la muerte de su padre no dudaba de su capacidad para cuidar de sí misma. A pesar de todo, aún le producía vértigo pensar en todos los cambios que había experimentado su vida desde la muerte de su padre. Aún le conmocionaba la palabra muerte, probablemente porque aún no podía creer que su padre se había ido de su vida para siempre.

Y no habría sido así si Gregorio de la Cruz no hubiera retirado su oferta de comprar Industrias Fairbanks. Aunque hubieran sido los abogados los que hubieran presentado la sentencia de muerte de su padre, Lia sabía que quien se encontraba tras todo aquello era Gregorio de la Cruz.

Su padre había sido testigo del declive de su empresa durante meses y, consciente de que estaba al borde de la bancarrota, decidió que no tenía otra opción que vender. Y Lia estaba convencida de que la repentina retirada de la oferta De la Cruz había sido la causante del infarto de su padre.

Y por eso odiaba a aquel hombre, aunque era consciente de la futilidad de su pretensión de vengarse de alguien tan poderoso como Gregorio de la Cruz era. No solo era inmensamente rico, sino que además era un persona fríamente distante y inalcanzable. ¡Incluso se había presentado acompañado por dos matones en el funeral de su padre!

A pesar de todo, sentía cierta satisfacción por haber podido abofetear el austeramente atractivo rostro de aquel español.

Pero según habían ido transcurriendo las semanas y los meses sin que se cumpliera la promesa que le había hecho Gregorio de la Cruz de que volverían a verse pronto, Lia casi había logrado apartar el recuerdo de su mente, sobre todo porque había tenido que centrarse en asuntos más inmediatos, como buscar alojamiento y un trabajo.

Y ya había logrado ambas cosas, pues se había asegurado un puesto de recepcionista en uno de los principales hoteles de Londres. Para evitarse complicaciones mientras buscaba trabajo, había utilizado el apellido de soltera de su madre, Faulkner. Al dueño del hotel debió gustarle de inmediato su aspecto y modales, pues casi enseguida le dio la oportunidad de hacer una prueba de un día como recepcionista, prueba con la que se quedó encantado.

El pobre hombre no sabía que Lia estaba muy acostumbrada a hallarse al otro lado de escritorio de recepción, reservando habitaciones en hoteles tan exclusivos como aquel por todo el mundo.

De manera que ahora tenía un nuevo apartamento y un nuevo trabajo.

Cathy tenía razón: Todo iba a ir bien.

Pero no si uno de sus vecinos tenía la brillante idea de llamar a su puerta justo cuando se hallaba tomando el delicioso baño con que había prometido premiarse al finalizar aquel agotador día.

Tenía que tratarse de uno de sus vecinos porque, excepto Cathy, nadie conocía todavía la dirección de su nuevo apartamento.

Aunque tampoco esperaba tener muchas visitas. Mucha gente a la que había considerado cercana, incluso amiga, había demostrado no serlo en cuanto dejó de ser Amelia Fairbanks, la hija del millonario Jacob Fairbanks. Incluso David había roto su compromiso con ella.

¡Pero se negaba a pensar en aquellos momentos en su exprometido! Y, después de cómo la había abandonado cuando más lo había necesitado, no pensaba volver a pensar en él nunca más.

Acudir a abrir envuelta en una toalla de baño no era precisamente la forma ideal de aparecer ante uno de sus nuevos vecinos, pero sería aún más grosero que no acudiera a abrir, pues las luces evidenciaban que había alguien en la casa.

Se detuvo ante la puerta de entrada y tomó la precaución de echar un vistazo a la mirilla, aunque no vio a nadie al otro lado. Afortunadamente, siempre estaba la cadena de seguridad para prevenir que alguien entrara a la fuerza.

La razón por la que su visitante no estaba a la vista se hizo evidente en cuanto Lia abrió la puerta y vio a Gregorio de la Cruz al otro lado.

Su primer impulso fue cerrar de golpe la puerta, pero Gregorio se lo impidió introduciendo rápidamente un pie calzado con un carísimo zapato italiano de cuero entre la puerta y el quicio de esta.

–¿Qué hace aquí? –preguntó Lia entre dientes mientras presionaba la puerta con todas sus fuerzas.

Gregorio vestía uno de sus oscuros trajes de sastre con una camisa blanca y una corbata de seda gris con el nudo perfecto. Unido a su pelo, ligeramente revuelto, parecía un modelo de pasarela.

–Parece que ha tomado por costumbre hacerme esa pregunta cada vez que me ve –respondió con calma–. Tal vez sería mejor que en el futuro anticipara la posibilidad de verme cuándo y dónde menos lo espera.

–¡Váyase al diablo! –espetó Lia a la vez que trataba de cerrar la puerta sin ningún éxito.

–¿Qué lleva puesto? O, más bien, ¿qué no lleva puesto?

Gregorio se vio completamente distraído ante la visión de los hombros desnudos de Lia, aún húmedos a causa del baño y el pelo sujeto informalmente en lo alto de la cabeza.

–¡Eso no es asunto suyo! –replicó Lia, ruborizada–. Váyase de inmediato, señor De la Cruz, o me veré obligada a llamar a la policía.

Gregorio arqueó una de sus morenas cejas.

–¿Por qué motivo?

–¿Qué le parece acecho y acoso? Pero no se preocupe. Le aseguro que ya se me habrá ocurrido algo adecuado mientras llegan.

–No estoy preocupado. Solo quiero hablar con usted.

–No tiene nada que decir que me interese escuchar.

–Eso no puede saberlo.

Claro que lo sé.

Gregorio no era precisamente conocido por su paciencia, pero había esperado dos largos y tediosos meses antes de decidirse a localizar de nuevo a aquella mujer. Pero era evidente que el paso del tiempo no había hecho que sus emociones fueran menos volátiles ni que su resentimiento amainara.

Decir que él se había sentido conmocionado por la muerte de Jacob Fairbanks habría sido un eufemismo, aunque sin duda debía haber supuesto una gran tensión para este y su negocio haberse visto sometidos al escrutinio de la implacable reguladora financiera FSA. Aún seguían investigando y todos los activos y bienes de Fairbanks permanecían congelados.

Gregorio estaba convencido de que la causa de la investigación iniciada por la FSA sobre la empresa de Fairbanks había sido la retirada de la oferta que había hecho Industrias De la Cruz. Pero él no podía ser considerado responsable de las malas decisiones económicas que habían llevado a Jacob Fairbanks al borde de la quiebra. Ni de su muerte a causa de un infarto fulminante.

Pero, al parecer, Amelia Fairbanks sí lo consideraba culpable.

–¿No ha traído hoy a sus gorilas? –preguntó Lia burlonamente–. ¡Es muy valiente enfrentándose a solas a una mujer de metro sesenta y cinco!

–Silvio y Raphael están esperando fuera, en el coche.

–Por supuesto –dijo Lia en tono despectivo–. ¿Lleva un botón del pánico que pueda pulsar para que vengan corriendo?

–Se está comportando de un modo muy infantil, señorita Fairbanks.

–Simplemente me estoy comportando como alguien que trata de librarse de una visita no deseada –la mirada de Lia pareció destellar cuando añadió–. Y ahora, haga el favor de quitar su maldito pie de la puerta.

La mandíbula de Gregorio se tensó.

–Necesitamos hablar, Amelia.

–No, no necesitamos hablar. Y Amelia era el nombre de mi abuela. Mi nombre es Lia, y no es que le esté dando permiso para utilizarlo. Solo mis amigos tienen ese privilegio –añadió con aire despectivo.

Gregorio sabía con certeza que él no era uno de aquellos amigos. Pero, desafortunadamente para ella, Gregorio no sentía lo mismo. Y no solo quería ser amigo de Lia, sino que tenía intención de convertirse en su amante.

Doce años antes, cuando sus padres murieron, él y sus dos hermanos pequeños tan solo heredaron un viejo viñedo. Gregorio se empeñó en conseguir que prosperara y en aquellos momentos él y sus hermanos poseían unos viñedos de los que podían sentirse muy orgullosos, así como diversos negocios por todo el mundo.

Deseó a Lia en cuanto la conoció y, acostumbrado a conseguir todo aquello que se proponía, no pensaba parar hasta conseguirla.

Casi estuvo a punto de sonreír al imaginar cómo reaccionaría si se lo dijera.

–En cualquier caso, necesitamos hablar. Si no le importa abrir la puerta y vestirse…

–Hay dos errores en esa exigencia.

–Ha sido una petición, no una exigencia.

Lia alzó sus cejas color castaño rojizo.

–Viniendo de usted es una exigencia. Pero no pienso abrir la puerta ni vestirme. No me interesa nada que pueda tener que decirme. Mi padre está muerto por su culpa –las lagrimas hicieron brillar los ojos grises de Lia–. Váyase, señor De la Cruz, y llévese su sentimiento de culpabilidad consigo.

–No tengo ningún sentimiento de culpabilidad.

–Por supuesto, cómo iba a tenerlo –Lia lo miró con desprecio–. Los hombres como usted arruinan vidas a diario, de manera que ¿qué más da una más?

–Está siendo demasiado melodramática.

–Estoy exponiendo los hechos.

–¿Los hombres como yo?

–Tiranos ricos y despiadados que arrasan con todo lo que se interpone en su camino.

–No siempre he sido rico.

Pero siempre ha sido despiadado… y sigue siéndolo.

Gregorio había hecho lo que había hecho por su propio bien y el de sus hermanos. En el mundo de los negocios si no engullías te engullían, y no había tenido más remedio que volverse despiadado. Pero aquello era lo último que quería ser con Lia.

Movió la cabeza.

–No solo está siendo excesivamente dramática, sino que está completamente equivocada en lo referente a sus acusaciones. Con respecto a su padre y a todos lo demás, algo de lo que podría enterarse si me dejara pasar para hablar.

–Eso no va a suceder.

–No estoy de acuerdo.

–En ese caso, prepárese para asumir las consecuencias.

–¿Y eso qué quiere decir?

–En estos momentos me estoy conteniendo, pero si insiste en su acoso le prometo que tomaré las medidas legales adecuadas para que no le permitan acercarse más a mí.

Gregorio alzó una ceja con expresión irónica.

–¿Qué medidas legales?

–Una orden de alejamiento.

Gregorio nunca había experimentado tantas ganas de estrangular y besar a la vez a una mujer.

–¿Y no necesitaría contratar los servicios de un abogado para lograrlo?

Lia se ruborizó intensamente ante la evidente referencia de Gregorio al hecho de que David Richardson ya no era ni su abogado ni su prometido.

¡Miserable!

Gregorio había lamentado aquel comentario en cuanto lo había hecho. Pero tampoco podía retirarlo, y tan solo era la verdad. Sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y extrajo de ella una tarjeta.

–Ahí está mi teléfono privado –dijo a la vez que la alargaba hacia Lia–. Llámeme cuando esté preparada para escuchar lo que quiero decirle.

Lia miró la tarjeta como si fuera un víbora.

–Eso no sucederá nunca.

–Tome la tarjeta, Lia.

–No.

La frustración del español se hizo evidente en la firmeza que adquirió su mandíbula. Lia estaba segura de que no estaba acostumbrado a que lo trataran de aquel modo. A lo que estaba acostumbrado era a dar órdenes.

Pero ella no tenía ningún problema para decir no a Gregorio de la Cruz.

Lia no recordaba a su madre, porque murió en un accidente cuando ella era un bebé. Pero, a lo largo de toda su vida, su padre había sido una constante; siempre allí, siempre dispuesto a escucharla y a pasar ratos con ella. Los lazos que los unían eran muy fuertes. Cuando su padre murió Lia no solo perdió al padre, sino también a su mejor amigo y confidente.

–Le pido por última vez que se vaya, señor De la Cruz –dijo con toda la firmeza que pudo mientras una intensa sensación de pesar se adueñaba de ella.

Gregorio frunció el ceño al ver la repentina palidez del rostro de Lia.

–¿Tiene alguien que se ocupe de usted? –preguntó.

Lia parpadeó en un intento de liberarse de la sensación de profundo agotamiento que se estaba adueñando de ella.

–¿Si le digo que estoy sola se ofrecerá a entrar para prepararme una taza de chocolate, como solía hacer mi padre cuando me veía preocupada o disgustada?

–Si eso es lo que desea –contestó Gregorio.

–No puedo tener lo que más deseo –dijo Lia débilmente.

Gregorio no necesitó que le dijera que lo que más deseaba era que su padre regresara. La desolada expresión de Lia, las sombras de sus ojos, sus temblorosos labios mientras se esforzaba por contener las lágrimas fueron suficiente.

–¿Puedo avisar a alguien para que venga a hacerle compañía?

Lia permaneció en silencio y Gregorio notó que se tambaleaba. En aquellos momentos parecía tan frágil que una leve brisa habría bastado para hacerle perder el equilibrio.

–Quite el cierre y déjeme entrar –dijo en su tono más dominante, un tono que desafiaba a cualquiera a desobedecerlo.

Lia trató de negar con la cabeza, pero incluso aquel movimiento supuso demasiado esfuerzo.

–No estoy segura de poder hacerlo –dijo con un hilo de voz.

–Alce lentamente la mano derecha y deslice la cadena –Lia hizo lo que le decía–. Así. Un poco más –añadió con paciente suavidad–. Ya está.

Gregorio respiró de alivio cuando cayó la cadena y pudo abrir la puerta. Lo hizo sin prisa, con delicadeza y entró en el apartamento.

Por fin iba a estar a solas con Lia.