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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La agenda roja 

Título original: Den Röda adressboken 

© Sofia Lundberg 2017 

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A. 

© De la traducción, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte. 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia. 

 

© Del diseño de cubierta, Sanna Sporrong 

Imágenes de cubierta: Trevillion y Shutterstock

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-334-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

La agenda roja. A. Alm, Eric

Capítulo 2

La agenda roja. A. Alm, Eric muerto

La agenda roja. S. Serafin, Dominique

La agenda roja. N. Nilsson, Gösta

Capítulo 3

La agenda roja. N. Nilsson, Gösta

La agenda roja. S. Serafin, Dominique

La agenda roja. S. Serafin, Dominique

Capítulo 4

La agenda roja. S. Serafin, Dominique muerta

Capítulo 5

La agenda roja. P. Ponsard, Jean

Capítulo 6

La agenda roja. N. Nilsson, Gösta

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

La agenda roja. P. Pestova, Eleonora

La agenda roja. N. Nilsson, Gösta

La agenda roja. P. Pestova, Eleonora

La agenda roja. P. Pestova, Eleonora muerta

La agenda roja. S. Smith, Allan

Capítulo 10

La agenda roja. S. Smith, Allan

La agenda roja. S. Smith, Allan

La agenda roja. S. Smith, Allan

La agenda roja. S. Smith, Allan

La agenda roja. A. Alm, Agnes

Capítulo 11

La agenda roja. A. Alm, Agnes

La agenda roja. S. Smith, Allan

La agenda roja. J. Jenning, Elaine

La agenda roja. S. Smith, Allan

Capítulo 12

La agenda roja. S. Smith, Allan

La agenda roja. J. Jenning, Elaine

Capítulo 13

La agenda roja. J. Jenning, Elaine

La agenda roja. N. Nilsson, Gösta

La agenda roja. J. Jenning, Elaine muerta

Capítulo 14

La agenda roja. A. Andersson, Carl

La agenda roja. A. Andersson, Carl

La agenda roja. P. Powers, John Robert

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

La agenda roja. A. Alm, Agnes muerta

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

La agenda roja. P. Parker, Mike

La agenda roja. P. Parker, Mike muerto

Capítulo 21

La agenda roja. J. Jones, Paul

La agenda roja. J. Jones, Paul

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

La agenda roja. J. Jones, Paul

Capítulo 25

La agenda roja. J. Jones, Paul muerto

La agenda roja. N. Nilsson, Gösta

Capítulo 26

La agenda roja. N. Nilsson, Gösta

Capítulo 27

Capítulo 28

La agenda roja. A. Andersson, Elise

Capítulo 29

Capítulo 30

La agenda roja. A. Andersson, Elise

Capítulo 31

Capítulo 32

La agenda roja. S. Smith, Allan

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

La agenda roja. A. Nilsson, Gösta muerto

La agenda roja. A. Andersson, Elise muerta

Epílogo

 

 

 

 

 

 

Para Doris, el ángel más hermoso del cielo.

Me diste aire para respirar y alas para volar.

 

Y para Oskar, mi tesoro más preciado.

1

 

 

 

 

 

El salero. El pastillero. El cuenco de caramelos para la garganta. El aparato para tomar la tensión en su caja de plástico ovalada. La lupa con su cinta roja de encaje arrancada de una cortina navideña, atada en tres nudos gruesos. El teléfono con los números extragrandes. La vieja agenda roja de cuero, con las esquinas dobladas, bajo las que asoma el papel amarillento de dentro. Lo coloca todo con cuidado en medio de la mesa de la cocina. Tiene que estar todo ordenado a la perfección. Ni una sola arruga en el mantel de lino azul recién planchado.

Experimenta un momento de calma mientras contempla la calle y el ambiente gris. La gente que corre, con o sin paraguas. Los árboles sin hojas. El aguanieve sucia de la calzada.

Una ardilla corretea por una rama con un brillo de alegría en la mirada. Ella se inclina hacia delante y sigue con atención los movimientos del animalillo, que agita la cola peluda de un lado a otro mientras se mueve con agilidad entre las ramas. Después salta a la carretera y desaparece de inmediato, en busca de nuevas aventuras.

Casi debe de ser la hora de comer, piensa mientras se acaricia el estómago. Levanta la lupa y se la acerca al reloj dorado de pulsera con una mano temblorosa. Los números siguen siendo demasiado pequeños y no le queda más remedio que rendirse. Entrelaza las manos sobre el regazo y cierra los ojos un instante, a la espera del sonido familiar de la puerta de entrada.

* * *

 

—¿Está echando una cabezadita, Doris?

Una voz excesivamente alta la despierta. Siente una mano en el hombro y, medio dormida, trata de asentir y sonreír a la joven cuidadora que se inclina sobre ella.

—Debo de haberme quedado dormida. —Se le atascan las palabras y se aclara la garganta.

—Tome, beba un poco de agua. —La cuidadora le acerca un vaso y Doris da unos pocos sorbos.

—Gracias… Perdone, pero he olvidado su nombre. —Vuelve a ser una chica nueva. La anterior se fue porque iba a retomar los estudios.

—Soy yo, Doris. Ulrika. ¿Cómo se encuentra hoy? —pregunta, pero no se detiene a escuchar la respuesta.

Aunque Doris tampoco responde.

Observa los movimientos acelerados de Ulrika por la cocina. Ve que saca la pimienta y vuelve a guardar el salero en la despensa. Deja el mantel lleno de arrugas a su paso.

—Nada de sal en exceso, ya se lo he dicho —le dice Ulrika con el envase de la comida en la mano y una mirada de reprobación. Doris asiente y suspira mientras Ulrika retira el plástico del envase. Salsa, patatas, pescado y guisantes, todo mezclado y dispuesto en un plato de cerámica marrón. Ulrika mete el plato en el microondas y programa dos minutos. La máquina se pone en marcha con un suave zumbido y el aroma a pescado comienza a inundar lentamente el piso. Mientras espera, Ulrika comienza a mover las cosas de Doris: apila los periódicos y el correo de manera desordenada, saca los platos del lavavajillas.

—¿Hace frío fuera? —Doris contempla de nuevo la llovizna. No recuerda la última vez que salió de casa. Era verano. O quizá primavera.

—Sí, puf, el invierno llegará pronto. Las gotas de lluvia hoy parecen granizo. Me alegro de haber traído el coche y no tener que caminar. He encontrado hueco en su calle, justo frente a la puerta. El tema del aparcamiento está mucho mejor en las afueras, donde yo vivo. Aquí en el centro está imposible, pero a veces tengo suerte. —Ulrika habla sin parar y después empieza a tararear. Es una canción pop que Doris reconoce de la radio. Ulrika se da la vuelta. Limpia el polvo del dormitorio. Doris la oye enredar y espera que no tire el jarrón, ese pintado a mano que tanto le gusta.

Cuando Ulrika regresa, lleva un vestido colgado del brazo. Es de color bermellón, de lana, el que tiene las mangas abombadas y un hilo colgando del dobladillo. Doris había intentado arrancarlo la última vez que se lo puso, pero el dolor de espalda hizo que le resultara imposible llegar más allá de las rodillas. Estira un brazo e intenta cogerlo ahora, pero solo alcanza a agarrar el aire, porque de pronto Ulrika se da la vuelta y cuelga el vestido sobre el respaldo de una silla. La cuidadora regresa y comienza a desabrocharle la bata. Le libera con cuidado los brazos y Doris gimotea en voz baja al notar un latigazo de dolor en la espalda que se le clava en los hombros. Está siempre ahí, día y noche. El recordatorio de que su cuerpo envejece.

—Ahora necesito que se ponga de pie. La levantaré a la de tres, ¿de acuerdo? —Ulrika la rodea con un brazo, la ayuda a levantarse y le quita la bata. Se queda allí de pie, en la cocina, desnuda salvo por la ropa interior. Esa también tiene que cambiársela. Se cubre con un brazo cuando Ulrika le desabrocha el sujetador. Sus pechos caen flácidos hacia su estómago.

—¡Oh, pobre, está helada! Venga, vamos al cuarto de baño.

Ulrika le da la mano y Doris la sigue con pasos cautos y vacilantes. Nota que le cuelgan los pechos y se los agarra con un brazo. En el baño hace mejor temperatura gracias a la calefacción situada bajo los baldosines del suelo, así que se quita las zapatillas y disfruta del calor en las plantas de los pies.

—Bueno, vamos a ponerle el vestido. Levante los brazos.

Ella obedece, pero solo puede levantar los brazos hasta la altura del pecho. Ulrika se pelea con el tejido y consigue ponerle el vestido por encima de la cabeza. Cuando Doris la mira, sonríe.

—¡Cucú-tras! Qué color tan bonito, le pega. ¿Quiere pintarse los labios también? ¿Quizá un poco de colorete en las mejillas?

El maquillaje está dispuesto sobre una mesita que hay junto al lavabo. Ulrika levanta el pintalabios, pero Doris niega con la cabeza y se da la vuelta.

—¿Cuánto tardará la comida? —pregunta mientras regresa a la cocina.

—¡La comida! ¡Ay, qué idiota soy! Se me había olvidado por completo. Tendré que calentarla de nuevo.

Ulrika corre hacia el microondas, abre la puerta y vuelve a cerrarla, gira la rueda para programar un minuto y pulsa el botón. Sirve zumo de arándanos en un vaso y coloca el plato sobre la mesa. Doris arruga la nariz al ver aquella pasta, pero el hambre le hace llevarse el tenedor a la boca.

Ulrika se sienta frente a ella con una taza entre los dedos. La que está pintada a mano con rosas. Esa que la propia Doris nunca utiliza por miedo a romperla.

—Café, el oro del día a día —comenta con una sonrisa—. ¿Verdad?

Doris asiente sin dejar de mirar la taza.

«Que no se te caiga».

¿Está llena? —pregunta Ulrika tras pasar unos minutos en silencio. Doris asiente y la cuidadora se levanta para retirarle el plato. Regresa con otra taza de café humeante. Una taza azul oscuro, de Höganäs—. Aquí tiene. Ahora podemos darnos un pequeño respiro, ¿eh?

Ulrika sonríe y vuelve a sentarse.

—Vaya tiempo, no hay más que lluvia, lluvia y lluvia. Parece que no va a parar nunca.

Doris está a punto de responder, pero Ulrika continúa.

—No recuerdo si envié leotardos de recambio a la guardería. Es probable que los pequeños hoy se empapen. Bueno, seguro que allí tienen de sobra y pueden prestarles unos. De lo contrario, recogeré a un niño malhumorado y descalzo. Siempre preocupándome por los niños, pero supongo que usted ya sabe cómo es. ¿Cuántos hijos tiene?

Doris niega con la cabeza.

—Ah, ¿no tiene? Pobre, ¿así que nunca recibe visitas? ¿Nunca ha estado casada?

La actitud invasiva de la cuidadora le sorprende. No suelen hacer esa clase de preguntas, al menos no de manera tan descarada.

—Pero seguro que tiene amigas. ¿Quién suele venir? Eso parece bien gordo —dice señalando la agenda que hay sobre la mesa.

Doris no responde. Mira la foto de Jenny. Está en la entrada, pero la cuidadora nunca ha reparado en ella. Jenny, que está tan lejos y a la vez tan cerca en sus pensamientos.

—Bueno, mire —continúa Ulrika—, tengo que marcharme. Seguiremos hablando la próxima vez.

Ulrika mete las tazas en el lavavajillas, incluso la que está pintada a mano. Después limpia la encimera con el trapo una última vez, pone el aparato en marcha y, casi sin que Doris se dé cuenta, sale por la puerta. A través de la ventana la ve ponerse el abrigo mientras camina, luego se monta en un cochecito rojo. Doris regresa arrastrando los pies hasta el lavavajillas y lo para. Saca la taza pintada a mano, la aclara con cuidado y la esconde en el fondo del armario, detrás de los cuencos de postre. La mira desde todos los ángulos posibles. Ha quedado bien escondida. Satisfecha, vuelve a sentarse a la mesa de la cocina y alisa el mantel con las manos. Lo coloca todo con cuidado. El pastillero, los caramelos para la garganta, la caja de plástico, la lupa y el teléfono vuelven a estar en su sitio. Cuando alcanza la agenda, detiene la mano y la deja allí apoyada. Hace mucho tiempo que no la abre, pero ahora levanta la cubierta y se encuentra con una lista de nombres en la primera página. Todos los nombres aparecen tachados. En el margen, ella lo ha escrito muchas veces. Una sola palabra. MUERTO.

La agenda roja

A. ALM, ERIC

 

 

 

 

 

A lo largo de una vida nos cruzamos con muchísimos nombres. ¿Lo habías pensado alguna vez, Jenny? Todos los nombres que vienen y van. Nombres que nos rompen el corazón y nos hacen llorar. Nombres que se convierten en amantes o en enemigos. A veces hojeo mi agenda. Se ha convertido en una especie de mapa de mi vida y quiero hablarte un poco de ella. Para que tú, que serás la única que se acuerde de mí, te acuerdes también de mi vida. Una especie de testamento. Te daré mis recuerdos. Son lo más valioso que tengo.

 

 

Corría el año 1928. Era el día de mi décimo cumpleaños y estábamos de celebración. En cuanto vi el paquete, supe que contenía algo especial. Lo vi en el brillo de los ojos de mi padre. Aquellos ojos oscuros que tenía, que normalmente parecían preocupados por otras cosas, esperaban ansiosos mi reacción. El regalo estaba envuelto con un papel de seda precioso. Acaricié su textura con las yemas de los dedos. La superficie delicada, las fibras que se juntaban formando dibujos diversos. Y luego estaba la cinta: una bonita cinta roja de seda. Era el paquete más bonito que había visto jamás.

¡Ábrelo, ábrelo! —Agnes, mi hermana de dos años, se inclinó ansiosa sobre la mesa del comedor con ambos brazos sobre el mantel y mi madre la reprendió con cariño.

—¡Sí, ábrelo! —Incluso mi padre parecía impaciente.

Yo acaricié la cinta con el dedo pulgar antes de tirar de ambos extremos para deshacer el lazo. Dentro había una agenda encuadernada en cuero rojo y brillante que olía a tinte.

—Ahí puedes guardar a todos tus amigos —dijo mi padre con una sonrisa—. Todos aquellos a quienes conozcas durante tu vida. En todos los lugares emocionantes que visitarás. Para que no lo olvides.

Tomó la agenda y la abrió. Bajo la letra «A» ya había escrito su propio nombre: Eric Alm. Y también la dirección y el número de teléfono de su taller. El número que habían instalado recientemente y del que estaba muy orgulloso. Nosotros todavía no teníamos teléfono en casa.

Mi padre era un hombre grande. No me refiero a físicamente. En absoluto. Pero en casa nunca parecía haber espacio suficiente para sus pensamientos, era como si estuviera siempre desbordándose por el ancho mundo, rumbo a lugares desconocidos. Con frecuencia a mí me daba la impresión de que en realidad no deseaba estar allí, en casa con nosotras. No disfrutaba con las cosas pequeñas, no disfrutaba con el día a día. Tenía sed de conocimiento y llenaba nuestra casa de libros. No recuerdo que hablara mucho, ni siquiera con mi madre. Se sentaba allí, con sus libros. En ocasiones yo me acomodaba en su regazo cuando lo veía leyendo en su sillón. Nunca protestaba, solo me echaba a un lado para que no le tapara las letras y las imágenes que habían captado su interés. Olía a algo dulce, como a madera, y siempre llevaba el pelo cubierto de una fina capa de serrín que hacía que pareciera gris. Tenía las manos ásperas y cuarteadas. Cada noche se las embadurnaba de vaselina y dormía con guantes de algodón.

Mis manos. Le rodeaba el cuello con ellas para darle un abrazo. Nos quedábamos allí sentados, en nuestro pequeño mundo. Yo seguía su viaje imaginario cuando pasaba las páginas. Leía sobre diferentes países y culturas y clavaba alfileres en un enorme mapamundi que tenía colgado en la pared. Como si fueran lugares que había visitado. Decía que algún día saldría a ver mundo. Y luego añadía números a los alfileres. Unos, doses y treses. Era su manera de priorizar las diferentes localizaciones. Tal vez hubiera sido un buen explorador.

De no haber sido por el taller de su padre, claro. Una herencia que cuidar. Un deber que cumplir. Iba al taller cada mañana, incluso después de morir el abuelo, para trabajar junto a su aprendiz en aquel lugar anodino, con montones de tablones apoyados en las paredes, rodeado del olor a aguarrás. A los niños solo se nos permitía mirar desde la puerta. En el exterior, las rosas blancas trepaban por las paredes oscuras de madera. Cuando sus pétalos caían al suelo, los recogíamos y los colocábamos en cuencos de agua; fabricábamos nuestro propio perfume y después nos lo echábamos en el cuello.

Recuerdo mesas y sillas a medio terminar, serrín y virutas de madera por todas partes. Las herramientas colgadas de los ganchos de la pared: cinceles, sierras, gubias y formones, martillos. Todo tenía su lugar. Y, desde su ubicación detrás del banco de trabajo, mi padre lo contemplaba todo. Con un lápiz detrás de la oreja y un delantal marrón de cuero cuarteado. Siempre trabajaba hasta el anochecer, fuera verano o invierno. Luego se iba a casa. A su sillón.

Papá. Su alma sigue aquí, dentro de mí. Bajo la pila de periódicos que hay en la silla que él fabricó, con el cojín que tejió mi madre. Lo único que él quería era ver mundo. Y lo único que hizo fue dejar su huella entre las cuatro paredes de su hogar. Las estatuillas talladas, la mecedora que le hizo a mi madre, los adornos de madera que tallaba a mano. La estantería donde todavía están algunos de sus libros. Mi padre.

2

 

 

 

 

 

Incluso el menor de los movimientos requiere el mismo poder mental que esfuerzo físico. Mueve las piernas hacia delante unos pocos milímetros y se detiene. Coloca las manos sobre los reposabrazos. Primero una y después la otra. Se detiene otra vez. Clava los talones en el suelo. Aferra el reposabrazos con una mano y coloca la otra sobre la mesa. Balancea el tronco hacia delante y hacia atrás para tomar impulso. La silla en la que está sentada tiene un suave respaldo alto y las patas reposan sobre unas piezas de plástico que la elevan unos centímetros. Aun así, tarda un rato en levantarse. Lo consigue al tercer intento. Después tiene que detenerse un par de segundos más, con la cabeza agachada y ambas manos sobre la mesa, a la espera de que se le pase el mareo.

Es hora de su ejercicio diario: un paseo por su pequeño piso. Camina por el pasillo desde la cocina y rodea el sofá del salón, donde se detiene a recoger cualquier hoja seca de la begonia que hay junto a la ventana. Después llega hasta el dormitorio y se dirige al rincón en el que escribe. Llega hasta el ordenador, que se ha vuelto tan importante para ella. Se sienta con cuidado en otra silla con soportes de plástico. Hacen que la silla sea tan alta que apenas puede encajar las piernas bajo el escritorio. Levanta la tapa del ordenador y oye el zumbido familiar del disco duro al activarse. Pincha en el icono del explorador de Internet del escritorio y abre la edición online del periódico. No deja de sorprenderle día tras día el hecho de que el mundo entero sea capaz de existir dentro de ese pequeño ordenador. Que ella, una mujer solitaria de Estocolmo, podría tener contacto con gente de todo el mundo si quisiera. La tecnología llena sus días. Hace que la espera de la muerte sea un poco más soportable. Se sienta allí cada tarde, a veces incluso a primera hora de la mañana o a última de la noche, cuando el sueño se niega a cooperar. Fue Maria, su última cuidadora, la que le enseñó cómo funcionaba todo. Skype, Facebook, los e-mails. Había dicho que nadie era demasiado viejo para aprender algo nuevo. Doris estaba de acuerdo y dijo que nadie era demasiado viejo para cumplir sus sueños. Poco después Maria presentó su dimisión para poder continuar sus estudios.

Ulrika no parece tan interesada. Jamás ha mencionado el ordenador ni le ha preguntado a Doris lo que hace. Se limita a quitarle el polvo cuando limpia la habitación, con su lista de cosas para hacer en la cabeza. Pero quizá tenga Facebook. La mayoría de la gente parece tenerlo. Hasta Doris tiene un perfil, el que le abrió Maria. Además tiene tres amigos. Una es Maria. Luego está su sobrina nieta, Jenny, que vive en San Francisco, y Jack, el hijo mayor de Jenny. De vez en cuando ve cómo les va la vida, sigue imágenes y eventos de otro mundo. A veces incluso estudia las vidas de sus amigos. Aquellos que tienen perfiles abiertos.

Aún le funcionan los dedos. Van un poco más lentos que antes y a veces empiezan a dolerle y la obligan a descansar. Escribe para recopilar sus recuerdos, para hacerse una idea de la vida que ha llevado. Confía en que sea Jenny la que lo encuentre todo más adelante, cuando ella ya haya muerto. Que sea ella la que lea y sonría al ver las imágenes. Que sea Jenny la que herede todas sus cosas hermosas: los muebles, los cuadros, la taza pintada a mano. No los tirarán sin más, ¿verdad? Se estremece al pensarlo, coloca los dedos sobre las teclas y comienza a escribir para ordenar sus ideas. En el exterior, las rosas blancas trepaban por las paredes oscuras de madera, escribe hoy. Una frase. Después experimenta la calma al recorrer un mar de recuerdos.

La agenda roja

A. ALM, ERIC MUERTO

 

 

 

 

 

¿Alguna vez has oído un auténtico rugido de desesperación, Jenny? ¿Un grito nacido de la desesperanza? ¿Un lamento desde lo más profundo del corazón, que se cuela hasta el último átomo de tu ser y no deja a nadie intacto? Yo he oído varios, pero todos ellos me han recordado al primero, al más terrible.

Procedía del patio interior. Allí estaba. Mi padre. Su grito arañó las paredes de piedra y la sangre comenzó a brotar de su mano, tiñendo de rojo la capa de escarcha que cubría la hierba. Tenía una broca clavada en la muñeca. Cayó al suelo mientras gritaba. Nosotros bajamos corriendo los escalones hacia el patio, hacia él. Éramos muchos. Mi madre le envolvió la muñeca con el delantal y le levantó el brazo. Su grito sonó tan fuerte como el de él cuando pidió ayuda. Mi padre estaba pálido y sus labios habían adquirido un tono púrpura. Lo que ocurrió después lo recuerdo como en un sueño. Los hombres que lo sacaron a la calle. El coche en el que lo subieron para llevárselo. La rosa blanca y seca que crecía en el rosal junto a la pared y la escarcha que la cubría. Cuando todos se fueron, yo me quedé sentada en el suelo, mirándola. Aquella rosa era una superviviente. Recé a Dios para que mi padre encontrara esa misma fuerza.

Siguieron unas semanas de angustiosa espera. Cada día veíamos a mi madre preparar una cesta con los restos del desayuno, las gachas, la leche y el pan, y marcharse al hospital. Con frecuencia regresaba a casa con el paquete de comida intacto.

Un día regresó con la ropa de mi padre doblada sobre la cesta, que seguía llena de comida. Tenía los ojos hinchados y rojos de llorar. Tan rojos como la sangre envenenada de mi padre.

Todo se detuvo. La vida tocó a su fin. No solo para mi padre, sino para todas nosotras. Aquel grito desesperado de una mañana fría de noviembre puso fin a mi infancia de manera brutal.

La agenda roja

S. SERAFIN, DOMINIQUE

 

 

 

 

 

El llanto nocturno no era mío, pero estaba tan presente en mi alma que a veces me despertaba y pensaba que sí lo era. Mi madre comenzó a sentarse en la mecedora de la cocina cada noche cuando ya nos habíamos ido a dormir, y me acostumbré a quedarme dormida acompañada por sus sollozos. Cosía y lloraba; el sonido de su llanto llegaba en ráfagas, transportado a través de la estancia, hasta sus hijas. Ella pensaba que dormíamos, pero no era así. La oía sorber la nariz y tragar con dificultad. Sentía su desesperación al haberse quedado sola, al no poder vivir más tiempo protegida a la sombra de mi padre.

Yo también lo echaba de menos. Nunca volvería a sentarse en su sillón, absorto en un libro. Yo nunca volvería a sentarme en su regazo ni a seguirlo por el mundo. Los únicos abrazos que recuerdo de mi infancia son los que me dio mi padre.

Fueron meses difíciles. Las gachas que comíamos en el desayuno y en la cena estaban cada vez más aguadas. Fuimos quedándonos sin bayas, que habíamos recogido en el bosque y después secado. Un día, mi madre disparó a una paloma con la pistola de mi padre. Fue suficiente para un guiso y, por primera vez desde su muerte, pudimos saciar nuestra hambre, la comida nos sonrojó las mejillas y hasta estuvimos riéndonos. Pero la risa terminaría pronto.

 

* * *

—Tú eres la mayor, ahora tendrás que cuidarte sola —me dijo ella, colocándome un trozo de papel en la mano. Yo vi las lágrimas en sus ojos verdes antes de que se diera la vuelta y, con un paño húmedo, comenzara a fregar los platos en los que acabábamos de comer. La cocina en la que estábamos entonces, hace tanto tiempo, se ha convertido en una especie de museo de las vivencias de mi infancia. Lo recuerdo todo con detalle. La falda que ella estaba cosiendo, esa azul que reposaba sobre un taburete. El guiso de patatas y la espuma que se había salido durante la cocción y se había secado en los laterales de la cacerola. La vela solitaria que iluminaba la habitación con un brillo tenue. Los movimientos de mi madre entre el fregadero y la mesa. Su vestido, que se le enredaba en las piernas cuando se movía.

—¿Qué quieres decir? —logré preguntarle.

Ella se detuvo, pero no se volvió para mirarme.

—¿Me estás echando? —continué.

No hubo respuesta.

—¡Di algo! ¿Me estás echando?

Ella miró al fregadero.

—Ya eres una niña grande, Doris, tienes que entenderlo. Te he encontrado un buen trabajo. Como ves, la dirección no está muy lejos. Seguiremos viéndonos.

—Pero ¿qué pasa con la escuela?

Mi madre levantó la mirada y se quedó mirando al frente.

—Papá jamás habría permitido que me sacaras de la escuela. ¡Ahora no! ¡No estoy preparada! —le grité. Agnes gimoteaba nerviosa en su silla.

Me derrumbé sobre la mesa y me eché a llorar. Mi madre vino a sentarse junto a mí y me puso la mano en la frente. Su piel seguía fría y mojada por el agua de fregar los platos.

—Por favor, no llores, mi amor —me susurró acercando su cabeza a la mía. Había tanto silencio que casi podía oír las lágrimas resbalando por sus mejillas, mezclándose con las mías.

—Puedes venir a casa todos los domingos, en tu día libre.

Sus susurros se convirtieron en un leve murmullo en mis oídos. Al final me quedé dormida en sus brazos.

Me desperté a la mañana siguiente con la desgarradora certeza de que me obligaban a abandonar mi casa y mi seguridad por una dirección desconocida. Sin protestar, agarré la bolsa de ropa que mi madre me entregó, pero no pude mirarla a los ojos cuando nos despedimos. Abracé a mi hermana pequeña y me marché sin decir una palabra. Llevaba la bolsa en una mano y tres de los libros de mi padre atados con un cordel en la otra. Había un nombre en el pedazo de papel que llevaba guardado en el bolsillo del abrigo, escrito con la letra florida de mi madre: Dominque Serafin. A eso le seguían un par de instrucciones precisas: Haz una reverencia. Habla con educación. Recorrí despacio las calles de Södermalm hacia la dirección que aparecía bajo el nombre: Bastugatan 5. Allí encontraría mi nuevo hogar.

Cuando llegué, me quedé parada durante un momento frente a aquel edificio moderno. Tenía unas enormes y preciosas ventanas rodeadas por marcos rojos. La fachada era de piedra e incluso tenía un camino que conducía al patio. Distaba mucho de la casa de madera sencilla que había sido mi hogar hasta el momento.

En el portal apareció una mujer. Llevaba unos zapatos de cuero brillantes y un pulcro vestido blanco sin ceñir a la cintura. En la cabeza lucía un sombrero cloche beis calado hasta las orejas y de su brazo colgaba un bolso de cuero del mismo tono. Avergonzada, me pasé las manos por la falda de lana, vieja y gastada, y me pregunté quién abriría la puerta cuando llamara, si Dominique sería un hombre o una mujer. No lo sabía, jamás había oído ese nombre.

Caminé despacio, deteniéndome a cada peldaño de la escalera de mármol, que tenía dos pisos de altura. Las puertas dobles, hechas de roble oscuro, eran las más altas que jamás había visto. Di un paso al frente y levanté la aldaba, con forma de cabeza de león. Resonó suavemente y yo me quedé mirando los ojos del animal. Una mujer vestida de negro abrió la puerta e hizo una reverencia. Comencé a desdoblar el trozo de papel para que lo viera, pero otra mujer apareció antes de que pudiera terminar. La mujer de negro se echó a un lado y se quedó pegada a la pared con la espalda muy recta.

La segunda mujer tenía el pelo color caoba y lo llevaba recogido en dos trenzas que formaban un moño prieto en la nuca. En el cuello lucía varios collares de perlas blancas. Su vestido era de una seda verde esmeralda brillante, le llegaba hasta las rodillas y la falda plisada se agitaba suavemente con sus movimientos. Tenía dinero, de eso me di cuenta al instante. Me miró de arriba abajo, dio una calada al cigarrillo que sujetaba con una larga boquilla negra y después expulsó el humo hacia el techo.

—Vaya, qué tenemos aquí. —Hablaba con fuerte acento francés y su voz sonaba áspera por el humo—. Qué chica más guapa. Puedes quedarte. Pasa, pasa.

Sin más, se dio la vuelta y desapareció en el interior de la vivienda. Yo me quedé donde estaba, de pie sobre el felpudo de la entrada, con la bolsa de mis pertenencias frente a mí. La mujer de negro me hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera. Atravesamos la cocina hasta el dormitorio del servicio, donde se encontraba la que sería mi cama junto a otras dos. Dejé mi bolsa sobre ella y, sin que nadie me lo dijera, cogí el vestido que estaba encima y me lo puse. No lo sabía entonces, pero sería la más joven de las tres doncellas y, por tanto, me dejarían todas las tareas que las otras no quisieran.

Me senté al borde de la cama y esperé, con los pies muy juntos y las manos entrelazadas en el regazo. Todavía recuerdo la sensación de soledad que me envolvió en aquella pequeña habitación, sin saber dónde estaba o qué me esperaba. Las paredes estaban desnudas y el papel pintado, amarillento. Había una pequeña mesita junto a cada cama con una vela. Dos estaban ya medio consumidas y la tercera era nueva, con la mecha aún intacta.

No tardé en oír los pasos sobre las baldosas y el roce de su falda. Se me aceleró el corazón. Se detuvo en la puerta y no me atreví a mirarla a los ojos.

—Levántate y ven aquí. Con la espalda recta.

Me levanté y ella acercó la mano a mi pelo. Sus dedos largos y fríos me recorrieron. Ladeó la cabeza y se acercó más para inspeccionar cada milímetro de mi piel.

—Limpia y sana. Eso está bien. No tendrás piojos, ¿verdad, niña?

Yo negué con la cabeza. Ella siguió inspeccionándome, levantándome mechones de pelo. Me metió los dedos detrás de la oreja y sentí sus uñas largas rascándome la piel.

—Aquí es donde suelen vivir, detrás de la oreja. No soporto los piojos —murmuró estremeciéndose. Un rayo de sol entró por la ventana e iluminó el vello de su rostro, que emergía por encima de una capa de maquillaje.

 

 

El apartamento era grande y estaba lleno de obras de arte, esculturas y preciosos muebles de madera oscura. Olía a humo y a algo más, algo que yo no identificaba. Durante el día todo estaba tranquilo. La vida había sido amable con ella y no tenía que trabajar; no le hacía falta para vivir. No sé de dónde sacaba el dinero, pero a veces fantaseaba con su marido, con que lo tenía encerrado en el ático o algo así.

Por las noches solían venir invitados. Mujeres con vestidos hermosos y diamantes. Hombres con traje y sombrero. Entraban, todavía con los zapatos puestos, y recorrían el salón como si fuera un restaurante. El aire se llenaba de humo y de conversaciones en inglés, francés y sueco.

En mis noches en aquel apartamento descubrí ideas de las que hasta entonces nunca había oído hablar. El salario igualitario para las mujeres, el derecho a la educación. Filosofía, arte y literatura. También conocí nuevos comportamientos. Risas estridentes, discusiones acaloradas y parejas que se besaban en público en los ventanales y rincones. Para mí fue todo un cambio.

Yo me agachaba cuando atravesaba la estancia para recoger copas y secar el vino derramado. Las piernas se movían tambaleantes sobre tacones altos entre las habitaciones; las lentejuelas y las plumas caían al suelo y se colaban entre los tablones de madera del pasillo. Yo me quedaba allí atareada, hasta altas horas de la madrugada, limpiando hasta el último rastro de los festejos con un pequeño cuchillo de cocina. Cuando la señora se levantaba, todo debía estar perfecto. Trabajábamos duro; ella quería tener manteles recién planchados todas las mañanas. Las mesas tenían que brillar y no podía haber motas de polvo en las copas. La señora siempre dormía hasta tarde, pero, cuando por fin salía de su dormitorio, recorría el apartamento inspeccionando cada habitación. Si hallaba algo digno de mención, siempre me llevaba yo la culpa. Siempre la más joven. Enseguida aprendí en qué cosas solía fijarse, así que le daba una última pasada al apartamento antes de que se levantara, arreglando las cosas que las otras habían hecho mal.

Las pocas horas de sueño de que disfrutaba en aquel duro colchón de crin nunca eran suficientes. Estaba siempre cansada y las costuras del uniforme me irritaban la piel. Estaba harta de la jerarquía y de las bofetadas. Y de que los hombres me toquetearan.

La agenda roja

N. NILSSON, GÖSTA

 

 

 

 

 

Estaba acostumbrada a que alguna persona se quedara dormida tras haber bebido demasiado. Mi trabajo era despertarla y echarla. Pero aquel hombre no estaba dormido. Estaba mirando al frente. Las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas, una a una, mientras miraba hacia el sillón donde dormía otro hombre: un joven de pelo rubio y rizado. El joven tenía la camisa abierta, bajo la que se veía una camiseta interior sin mangas, amarillenta. Sobre la piel bronceada de su pecho vi el tatuaje de un ancla, dibujada con tinta verdosa.

—Está disgustado, perdón, yo…

Él se dio la vuelta y apoyó el hombro en el reposabrazos de cuero, de modo que quedó medio tumbado sobre el sillón.

—El amor es imposible —murmuró, señalando hacia la habitación vacía que él llenaba con su mirada.

—Está borracho. Por favor, levántese, tiene que marcharse antes de que se despierte la señora. —Intenté que mi voz sonara firme, pero él me agarró la mano cuando intenté que se pusiera de pie.

—¿No se da cuenta, señorita?

—¿Darme cuenta de qué?

—¡De que estoy sufriendo!

—Sí, me doy cuenta. Váyase a casa a dormir la borrachera y su sufrimiento disminuirá.

—Déjeme quedarme aquí sentado, contemplando la perfección. Déjeme disfrutar de esta electricidad tan peligrosa.

Se enredó en sus palabras al intentar expresar su estado de ánimo. Yo negué con la cabeza.

Era la primera vez que veía a aquel hombre tan delicado, pero sin duda no sería la última. Cuando el apartamento se vaciaba y un nuevo día iluminaba los tejados de Södermalm, solía quedarse merodeando por allí, perdido en sus pensamientos. Se llamaba Gösta. Gösta Nilsson. Vivía en esa misma calle, en Bastugatan 25.

—Por las noches uno puede pensar con claridad, pequeña Doris —me decía cuando le pedía que se marchara. Después se perdía en la oscuridad, tambaleándose con los hombros caídos y la cabeza gacha. Siempre llevaba el sombrero ladeado y la vieja chaqueta ajada que vestía le quedaba grande, le colgaba más de un lado que de otro, como si tuviera la espalda torcida. Era guapo. Con frecuencia estaba bronceado y tenía rasgos de estilo clásico: nariz recta y labios finos. Había mucha bondad en sus ojos, pero solía estar triste. Su chispa se había apagado.

Tardé varios meses en enterarme de que era un artista al que la señora veneraba. Sus cuadros estaban colgados en la pared de su dormitorio, lienzos enormes con cuadrados y triángulos de colores brillantes. No tenían una temática clara, eran más bien explosiones de color y de forma. Era casi como si a un niño le hubieran dado rienda suelta con el pincel. A mí no me gustaban. Para nada. Pero la señora compraba y compraba, porque el príncipe Eugenio hacía lo mismo. Y porque la modernidad surrealista poseía una electricidad que nadie más entendía. Le gustaba el hecho de que, al igual que ella, él fuese un forastero.

Fue la señora quien me enseñó que las personas se presentan en formas diferentes. Que lo que se espera de nosotros no siempre es correcto, que hay muchos caminos para elegir en nuestro viaje hacia la muerte. Que quizá nos encontremos en un cruce difícil, pero que el camino podría volver a enderezarse. Y que las curvas no son nada peligrosas.

 

* * *

Gösta siempre hacía muchas preguntas.

«¿Prefieres el rojo o el azul?».

«¿A qué país viajarías si pudieras ir a cualquier lugar de laTierra?».

«¿Cuántos dulces de los que valen un öre puedes comprar con una moneda de una corona?».

Después de aquella última pregunta, siempre me lanzaba una corona. La lanzaba al aire con el dedo índice y yo la atrapaba con una sonrisa.

—Gástala en algo dulce, prométemelo.

Se daba cuenta de que yo era joven. No era más que una niña. Jamás intentó toquetearme como hacían los demás hombres. Jamás hizo comentarios sobre mis labios o mis incipientes pechos. A veces incluso me ayudaba en secreto: recogiendo copas y llevándolas al pasillo que había entre el comedor y la cocina. Cuando la señora se enteraba, me daba una bofetada. Sus gruesos anillos de oro me dejaban marcas rojas en las mejillas. Yo me las tapaba con un poco de harina.