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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Un día agarro la puerta y me voy

Título original: How Hard Can It Be?

© Allison Pearson 2017

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Carmen Villar García

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imagen de cubierta: Getty Images

 

ISBN: 978-84-9139-339-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Citas

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Awen y Evie, mi madre y mi hija.

 

 

 

 

 

 

Que calles quien yo soy, y me procures

Algún disfraz que cuadre felizmente

Con mi intención.

William Shakespeare, Noche de Reyes

 

 

 

Nadie te advierte de la calvicie en tus partes pudendas.

Whoopi Goldberg

Prólogo

 

Cuenta atrás hacia la Invisibilidad:

T menos seis meses y dos días

 

 

 

 

 

Lo curioso es que nunca me ha preocupado hacerme mayor. La juventud tampoco había sido tan amable conmigo como para que me importara su pérdida. Opinaba que las mujeres que mentían acerca de su edad eran superficiales e ingenuas, aunque no por ello yo era menos vanidosa. Comprobé que los dermatólogos estaban en lo cierto cuando decían que una crema acuosa y barata era tan buena como esas que venden como elixires de juventud en recipientes espectaculares, aunque, a pesar de todo, seguí comprando la hidratante cara. Llámalo seguro. Yo era una mujer competente y todo lo que quería era tener buen aspecto para mi edad, eso es todo, la edad en cuestión no era relevante. Por lo menos eso es lo que me decía a mí misma hasta que, al final, me empecé a hacer cada vez mayor.

Verás, llevo estudiando los mercados financieros la mitad de mi vida, es mi trabajo y sé cómo va la cosa: mi moneda sexual estaba a la baja, a punto de hacer frente al colapso total a no ser que hiciera algo para fortalecerla. Kate Reddy, S. A., en el pasado, orgullosa y bastante atractiva, estaba luchando contra una absorción hostil de su «chispa». Para empeorar las cosas, cada día, el mercado emergente procedente de la habitación más desordenada de la casa me restregaba este hecho por la cara. Las acciones femeninas de mi hija adolescente estaban en alza mientras que las mías entraban en declive. Esto es exactamente lo que la madre naturaleza tenía previsto desde el principio, y me sentía orgullosa de mi preciosa niña, de verdad. Pero a veces dichas pérdidas pueden resultar terriblemente dolorosas, y tanto que sí. Como aquella mañana en la que, mientras viajaba en la línea circular, me fijé en un tío de pelo exuberante y despeinado a lo Roger Federer (¿acaso hay algún otro estilismo mejor?) y juro que entonces noté un parpadeo o algo así entre nosotros, una especie de chisporroteo de energía estática, como el estremecimiento que produce el flirteo justo antes de que me ofreciera su asiento. No su número, su asiento.

«Vaya palo», como habría dicho Emily. El mero hecho de que ni siquiera me considerara digna de interés me sentó como una patada en el estómago. Por desgracia, la apasionada joven que vive en mi interior, la que creía de verdad que Roger estaba flirteando con ella, todavía no lo ha pillado. Ella ve a su antiguo yo en el espejo de su imaginación mientras observa el mundo exterior, y da por hecho que el mundo ve lo mismo que ella cuando le devuelve la mirada. Alberga una esperanza descabellada e irracional ante la posibilidad de resultarle atractiva a Roger (edad aproximada: treinta y uno), porque no se da cuenta de que ahora ella/nosotras tenemos una cintura más ancha, paredes vaginales más finas (quién se lo iba a imaginar) y estamos empezando a pensar en las semillas para plantar en primavera y zapatos cómodos con un entusiasmo considerable, mayor incluso, digamos, que el que podemos sentir por el último modelo de tanga áspero al tacto de Agent Provocateur. Es posible que el radar erótico de Roger haya detectado la presencia de las braguitas color carne tan prácticas que llevo puestas.

Mira, lo estaba llevando bien. De verdad que sí. Logré adentrarme sin problema en esa carretera resbaladiza que es cumplir los cuarenta. Perdí un poco el control, pero fui capaz de manejar la situación sin derrapar demasiado, tal y como te enseñan en la autoescuela a conducir en los días de lluvia, y después todo volvió a ser como siempre; bueno, no, como siempre no, mejor. La santísima trinidad de la mediana edad (un buen marido, una bonita casa e hijos estupendos) era mía.

Luego, en orden irrelevante, mi marido perdió su trabajo y se concentró en su dalái lama interior: no iba a tener ningún ingreso en dos años, ya que decidió volver a formarse, esta vez como terapeuta (¡aleluya!). Los niños se adentraron en el tornado de la adolescencia casi al mismo tiempo que sus abuelos hacían lo propio en lo que con benevolencia se denomina la «segunda infancia». Mi suegra compró una motosierra con una tarjeta de crédito robada (no resultó tan divertido como parece), y después de recuperarse de un ataque al corazón, mi propia madre dio un traspié y se rompió la cadera. Me preocupaba estar perdiendo la cabeza, pero es posible que estuviera escondida en el mismo lugar que las llaves del coche, las gafas de leer y ese pendiente del que no hay ni rastro. ¡Ah! Y que las entradas del concierto.

En marzo cumplo cincuenta. No, no pienso celebrarlo dando una fiesta, y sí, puede que me dé miedo admitir que me siento aterrorizada, o aprensiva (no estoy muy segura de cómo me siento, pero lo que sí tengo claro es que no me gusta ni un pelo). Si soy realmente sincera, prefiero no pensar en absoluto en mi edad, pero los cumpleaños importantes, esos que con toda la buena intención del mundo ponen en números gigantes y en relieve en la parte de delante de las tarjetas para señalizar La Carretera hacia la Muerte, no hacen más que obligarte a darle vueltas al asunto. Dicen que los cincuenta son los nuevos cuarenta, pero en el mundo laboral, mi tipo de mundo en cualquier caso, quien dice cincuenta dice sesenta, setenta u ochenta. Ahora mismo necesito hacerme más joven, no más vieja. Es una cuestión de supervivencia: conseguir un trabajo, aferrarme a mi lugar en el mundo, seguir estando potable sin llegar a exceder mi fecha de caducidad. Para mantener el barco a flote, había que ponerse manos a la obra. Para cubrir las necesidades de aquellos que parecían necesitarme más que nunca, no me quedaba otra que retroceder en el tiempo, o al menos lograr que el muy cabrón se estuviera quietecito.

Con este objetivo en mente, mi llegada al medio siglo sería silenciosa y supertranquila. No dejaría entrever ni una pizca del pánico que siento. Me deslizaría hacia ese momento con serenidad, sin volantazos imprevistos ni obstáculos en el camino.

Bueno, ese era el plan hasta que Emily me despertó.