SUSANNA TAMARO

UN CORAZÓN

PENSANTE

MADRID

Título original: Un cuore pensante

© 2016 by SUSANNA TAMARO

© 2016 de la versión española por ELENA ÁLVAREZ,

by EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63. 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4725-8

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Dejad que yo pueda ser

el corazón que piensa en esta barraca.

ETTY HILLESUM

Cuando buscas a Dios,

Dios es la mirada de tus ojos.

JALAL AL-DIN RUMI

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITAS

PRIMERA PARTE. PRUEBAS DE VUELO

¡UNA NIÑA!

UNA ANTENA CON LOS CABLES AL AIRE

EL NOMBRE DE UNA PISTOLA

LAS PREGUNTAS

RESPLANDORES EN LA NOCHE

EL TIGRE Y EL ACRÓBATA

LAS LÁGRIMAS

MASCULINO, FEMENINO

DESEO, LUEGO EXISTO

DE CINTURA PARA ABAJO

¿QUÉ ES, EN REALIDAD, EL HOMBRE?

EL VIAJE DEL ALMA

NOCHES DE INSOMNIO

NIÑOS SIN MÁS

LOBOS Y CORDEROS

¿UN CAPRICHO DEL DESTINO?

DEMASIADAS TARAS

INDIVIDUOS Y PERSONAS

TRISTES CARNAVALES

COMO TODAS LAS DEMÁS

HIJOS DE LA COMPLEJIDAD

UNA VARIEDAD SIN LÍMITES

NECESIDAD DE ORDEN

EL NÚMERO DE LOS NÚMEROS

DEL VIVIENTE AL NO VIVIENTE

LA MENTE Y EL CORAZÓN

¡NO SOMOS SOLO POLVO!

EL LLANTO DE MI PADRE

SEGUNDA PARTE. LA PARTE NO MEDIBLE

UNA VOZ

LAS RUINAS DEL AMOR

UN MUNDO CONSTRUIDO SOBRE ARENA

¡TIENES QUE SUBIR!

LA DESNUDEZ

LAS RAÍCES DE MI PAZ

¿POR QUÉ CREAR PARA LUEGO DESTRUIR?

EL DON DEL ESTUPOR

EL ENCUENTRO CON LA RELIGIÓN

PADRES QUE MATAN A SUS HIJOS

LAS CUENTAS NO SALEN

UNA DENSIDAD DISTINTA EN EL AIRE

¿HASTA DÓNDE LLEGA UN AGUILUCHO?

UN SUTIL HILO ROJO

¡ALGUIEN TIENE QUE PAGAR!

VAGABUNDEOS

¡HÁBLAME!

EL ADVERSARIO

FE Y RELIGIÓN

NOSTALGIA DE LA ETERNIDAD

BIEN Y BIENESTAR

EL FULGOR DE LA FE

ABRIRSE AL ENCUENTRO

TERCERA PARTE. UN FARO EN LA NOCHE

HERMANO SOL, HERMANA LUNA

UN ALIENTO MAYOR

OJOS FIJOS EN LA CRUZ

UNA VOZ COMO UNA FLECHA

BIEN PRÊT-À-PORTER

PODER VS. AMOR

LA LUZ Y LAS TINIEBLAS

UN CAMINO ANTE NOSOTROS

LOS AÑOS DE OSCURIDAD

UNA HERIDA PERMANENTEMENTE ABIERTA

EL PRIMER COMBATE VERDADERO

LA TARANTELLA Y LA ESPADA

EL MAL ESTÁ DENTRO DE NOSOTROS

LA LLAMA QUE ARDE

BALLENAS Y ZANAHORIAS

HACIA LA SANTIDAD

UN RÍO CÁRSTICO

UN HAZ DE LUZ

LA DISONANCIA PRESTABLECIDA

MONOTONÍA QUE HIERE

VIVIR COMO MUERTOS, MORIR COMO VIVOS

EL DON DE LA VISIÓN

LA NATURALEZA NO AMA EL VACÍO

LA FRAGILIDAD DE DIOS

UN POCO MENOS QUE LOS ÁNGELES

SIN FILTROS NI BARRERAS

REIVINDICO, LUEGO EXISTO

DIOS ES UN NIDO

SUSANNA TAMARO

PRIMERA PARTE

PRUEBAS DE VUELO

¡UNA NIÑA!

APRENDÍ A CALLAR bastante pronto.

Cada vez que abría la boca provocaba un auténtico desconcierto, por lo que era mejor permanecer callada, o decir solo aquellas cosas que los demás esperaban que dijera. Intentaba mimetizarme, aspirar a lo que aspiraban todos a mi alrededor, tratando de transformar el tigre que llevaba dentro en un gato doméstico, o en una muñeca de trapo. Pero era gorda y torpe, y era demasiado fácil que mis imaginaciones se vinieran abajo.

Para mí, la diversidad no era motivo de orgullo. Al contrario, habría estado más que dispuesta a liberarme de ese peso.

Me ponía muy contenta en las raras ocasiones en que lograba hacer creer a todos que era normal. A mí también me encantaba engañarme, durante algunas fracciones de segundo: divertirme con lo que se divertían los demás, o llorar por lo que lloraban. Se trataba de mantener los papeles, dejar que los adultos fueran adultos, mientras yo solo era un niño. Es más, una niña.

¡Una niña!

¿Podía existir algo más radicalmente alejado de mi ser más profundo?

A una niña tenían que encantarle el color rosa y las puntillas, cuidar de las muñecas y divertirse imitando a las mujeres adultas; se esperaba que echara mano, a escondidas, del maquillaje de su madre, que se pusiera sus zapatos e hiciera equilibrios sobre los tacones; tenía que gustarle la charla ligera, y la competición exhibicionista con sus compañeras.

Una niña debía ser, por entonces, bonita y servicial. «La mujercita de casa», decía mi abuelo, con orgullo, cada vez que venía a visitarnos.

¿Será posible, me preguntaba yo, que nadie vea mi cola, larga y suave, moverse con una lentitud amenazadora? ¿Será posible que nadie, al mirarme a los ojos, caiga en la cuenta de las brasas ardientes que llevo en lo más profundo del corazón?

¡El tigre se veía obligado a hacer de muñeca!

UNA ANTENA CON LOS CABLES AL AIRE

HASTA QUE COMENCÉ en la escuela infantil, me llamaba a mí misma no con mi nombre, sino con uno masculino. Después, sentada tras el pupitre, tuve que someterme a la despiadada costumbre de pasar lista. Con vergüenza infinita —acrecentada por un quesito que llevaba mi nombre, de moda en aquella época— empecé a vivir bajo el yugo de quien todo lo resulta extraño.

Si hubiera podido elegir por mí misma me habría llamado Electra, porque siempre he percibido un hormigueo de electricidad correteando por mi cuerpo y por mi mente, y que me convierte en una antena con los cables al aire.

¡Qué gran misterio encierra el momento en que los padres eligen el nombre de ese ser cuyo rostro aún no conocen! Tengo la convicción de que existe un ángel encargado de hacerlo; el mismo que, a lo largo del camino, se inclina y se acerca al oído de la madre para susurrarle esa sucesión de letras, hasta entonces desconocida.

En el fondo, cualquier nacimiento va precedido por una pequeña anunciación. El ángel susurra el nombre, y ese nombre será la puerta que cada uno deberá cruzar para entrar en su propio destino.

Solo con el paso de los años, al crecer, he comprendido que era realmente Susanna desde el mismo instante en que la blástula empezó a aumentar, y que ese nombre sería la cruz y la gracia en mi camino.

Susanna, en hebreo, significa «lirio blanco»: una flor que, en la iconografía cristiana, simboliza la pureza.

El episodio bíblico narrado en el libro de Daniel confirma la historia de una inocencia traicionada. Lo hace aún más el mundo de la naturaleza, que ha creado un simpático coleóptero de uniforme rojo que solo vive en los lirios, pero no para embriagarse de su perfume y su belleza, sino para usarlos como refugio. A no ser que se usen antiparasitarios, es muy difícil encontrar un lirio que no esté marcado por sus persistentes manchas marrones.

En el mundo hay una energía empeñada en ensuciarlo todo, en corromper lo que no está ni sucio ni corrupto. Siguiendo los indicadores de alarma que proporciona la psicología, nos hemos olvidado tal vez demasiado deprisa de la presencia de esta fuerza omnipresente, de su deseo constante de ahogar lo bello y hacer opaco la verdadero.

EL NOMBRE DE UNA PISTOLA

AUNQUE HAN TRANSCURRIDO más de veinte años desde la muerte de mi abuela —y sus últimos seis los pasó en la penumbra de la demencia—, todavía siento que existe entre nosotras un vínculo especialmente fuerte.

Ella fue el faro que iluminó mi infancia y mi adolescencia. Su luz intermitente impidió muchas veces que naufragara en plena tempestad.

Mi abuela ya había leído a Freud cuando en Italia era un desconocido, y dominaba mucho más que la Biblia las moneditas del Ching y el Libro de las mutaciones taoísta, traducido por su tío, Bruno Veneziani. No obstante, la Biblia seguía siendo su libro preferido. Era una mujer muy guapa, de gran carácter, y le encantaba la literatura. A los ochenta años seguía recibiendo ramos de flores de sus admiradores. Culta e inquieta, lo único que lamentaba era no haber podido sacar partido a su gran inteligencia, a causa de la época y del ambiente en que le había tocado nacer. Había sido una pésima madre, pero supo dar lo mejor de sí misma como abuela.

Gracias a su agudeza psicológica, una Navidad encontré bajo el árbol un traje de cowboy igual al de mi hermano.

Todavía recuerdo mi trepidación al ponerme el cinturón, ajustándolo por los lados, y al sujetar al jersey la estrella de hojalata del sheriff. No quería quitármela ni para dormir. Cuando descubrí que la pistola llevaba grabado mi nombre —Susanna— mi corazón quedó inundado por una gran paz.

¡Llevar el nombre en una pistola era bien diferente al de un quesito!

Unos años después mi abuela también me regaló, por carnaval, un traje de policía. Esas fiestas duraron para mí un año entero, porque me ponía el traje en cuanto podía. Solo lo dejé por obligación, cuando la tela de las rodillas llegó a disolverse, literalmente, de tanto uso.

¡Qué contenta estaba de vestir un uniforme!

Con los años me he preguntado a menudo sobre esta tendencia mía a lo marcial, pues nunca me han atraído los puestos de poder, o la violencia. Pero llevar un uniforme significaba incorporarme a un orden —lo necesitaba desesperadamente— y estar dispuesta a mantenerlo a cualquier precio.

¿Acaso no sabía esto desde el principio? ¿Que mi vida, en el fondo, sería un único e incansable combate?

LAS PREGUNTAS

CRECÍ EN LA ciudad, enormes dolores me encorvaron de golpe.

Ni carreras alocadas, ni ligerezas infantiles.

Caminaba y miraba al suelo, observaba los polvorientos mechones de parietaria sobre los muros, las hierbecillas entre las grietas del asfalto, los guijarros, los trozos de vidrio, los chicles, los tapones.

Pensaba en la tierra, y trataba de entender cómo había sido hecha.

¿Cómo podemos estar pegados al suelo, mientras los pájaros vuelan?

Si la tierra se cansara de sostenernos, ¿seríamos dispersados por el espacio?

De vez en cuando echaba a correr moviendo fuertemente los brazos, con el deseo de volar.

«¿Y esta vez?», preguntaba entonces a mi hermano.

«Sí, te has levantado un poco».

Sabía que se trataba de una mentira piadosa.

La tierra reclamaba mi presencia, y exigía también darle un sentido.

RESPLANDORES EN LA NOCHE

LA PRIMERA COLECCIÓN que hice fue de piedras.

Cada vez que iba a la playa volvía a casa con una mezcla de guijarros y trozos de cristal maravillosamente pulidos. Durante las excursiones por el Carso o en el monte, recogía piedras que parecían encerrar en su interior pequeños brillos luminosos. Otras eran transparentes, como trozos de hielo.

La tierra a mis pies era una; pero al mismo tiempo era capaz de manifestarse en una multiplicidad de formas.

«¿De dónde provenía tanta variedad?», me preguntaba. A falta de televisión e Internet, las preguntas permanecían en suspenso dentro de mi mente durante días, durante meses. Sobrevenían por la noche, como resplandores, luego se debilitaban al alba y volvían quizá a estallar al mediodía.

Mi tabla de salvación era el libro de texto del colegio.

Y con él entre mis manos, en un momento dado, surgía la revelación. La tierra no era entonces muy diferente de un bombón, de un praliné relleno de cereza. Por fuera posee una corteza dura de chocolate, y por dentro una fruta blanda rellena de licor.

Nuestro planeta también tenía una corteza, y debajo un manto, como el que oculta a los bandidos y a las hadas. Y bajo ese manto, como prisionero, latía un corazón de fuego incandescente.

Así que el corazón de la tierra era blando, pero de una blandura inquietante. El fuego ilumina, calienta, pero también tiene capacidad de destruir, de devorar.

¿Qué sentido tenía aquella potencia silenciosa y oculta, encerrada allí dentro?

¿Iba a explotar algún día, haciéndonos saltar a todos por los aires?

¿O iba a quedarse ahí agazapada, como esos tigres desesperados que había visto en el circo?

EL TIGRE Y EL ACRÓBATA

EL CIRCO ME hacía llorar.

Todavía hoy, solo con ver los anuncios se me encoge el corazón. Pienso en la solemne majestad de esas criaturas, humillada por la ridícula estupidez humana. Pienso en los tigres haciendo equilibrios sobre taburetes, en sus rugidos y zarpazos controlados por el silbido del látigo. Toda esa energía y esa potencia, toda esa belleza reducida a saltar dentro de un círculo de fuego.

¿Y qué decir de los elefantes?

Su antigua y venerable sabiduría, rebajada a caminar en círculo con un penacho en la cabeza, a poner una pata sobre el domador sin aplastarlo.

Hubiera querido correr al centro de la pista, abrazarlos, regar su piel rugosa con mis lágrimas, implorando: «¡Perdonadnos, hermanos elefantes!».

También me hacían llorar los payasos.

Mientras todos reían, yo sentía que se me retorcía el estómago, a la vez que hacía esfuerzos inmensos para no estallar.

El dolor de los animales y la tristeza de los hombres obligados a hacer reír a los demás me atacaban con la potencia de un tsunami.

Me aliviaba la llegada de los acróbatas, de los malabaristas y equilibristas. Seguía el vuelo de los platos por los aires, los paseos sobre la cuerda, los cuerpos girando entre los trapecios, casi conteniendo la respiración. ¡Qué maravilla encierra la capacidad del hombre para perfeccionarse y alcanzar, mediante el trabajo y el esfuerzo, lo aparentemente inalcanzable!

Ya en casa, y durante los días siguientes, me debatía entre dos sentimientos opuestos.

Sabía que lo que había visto me concernía.

Sentía que dentro de mí se escondía un tigre agazapado, atemorizado temporalmente por el látigo. Y junto al tigre, el acróbata, con su voluntad y su deseo de despegarse de la tierra y girar, sin peso y sin esfuerzo, suspendido en el aire por un instante en la gracia.

LAS LÁGRIMAS

LAS LÁGRIMAS HAN sido mis fieles compañeras durante la infancia.

No me refiero a lágrimas caprichosas —inconcebibles entonces—, ni a las causadas por un rasguño o una caída —también estaban estrictamente prohibidas—.

Eran más bien lágrimas de consternación. Lloraba por cosas que dejaban indiferentes a los demás niños, y también a los adultos.

Después de algunos intentos de diálogo —que fracasaron ya en la guardería—, no tardé en comprender que la dimensión a la que sería relegada buena parte de mi vida sería la soledad.

El mundo real estaba constituido por alegres nadadores y, mientras tanto, en la superficie, yo no lograba divertirme de ningún modo.

Mi propia naturaleza me lo prohibía.

El corazón de fuego de la tierra —esa inestabilidad fluctuante que latía bajo nuestros pies— me invitaba constantemente a descender a sus profundidades.

Un buzo con un traje de amianto.

Debía descender a la oscuridad, cruzar las tinieblas, para descubrir si realmente allí, en el fondo, se encontraba prisionera la potencia arrolladora de la luz.

Mi mente formulaba preguntas sin cesar, y mi corazón hacía lo mismo. Me preguntaba qué era la materia, y qué no era.

No eran preguntas propias de un niño inteligente. Las pocas veces en que me había atrevido a manifestarlas, no habían despertado miradas de admiración u orgullo, sino más bien un embarazoso silencio, seguido de un reproche: «¿Pero cómo se te ocurre? ¡Piensa en las cosas propias de tu edad!».

MASCULINO, FEMENINO

ENTRE LOS MUCHOS dones que el Cielo me ha concedido se encuentra el de haber nacido en una época todavía dominada por el sentido común.

Si hubiera nacido ahora, los bombarderos del género me habrían secuestrado y sometido a varios interrogatorios, y me habrían orientado para que lograra definir con más precisión mi estado interior: si no te encuentras a gusto en tu forma, debes liberarte de ella cuanto antes y revestirte de la que se adapte mejor a ti.

Detestaba educadamente todo aquello que me recordara la feminidad, pero eso no significa que disfrutara exaltando la masculinidad. Jugaba a la guerra y al fútbol a regañadientes, porque tanto en mi familia como en el edificio donde vivía estaba constantemente rodeada de chicos. Pero también me horrorizaba la violencia de los petardos y los balonazos en la cara.

La diversidad que reclamaba se refería a cosas más sencillas: llevar pantalones, tener el pelo corto —ir peinada se convertía en una tortura sádica— y dedicarme a tareas hasta entonces prohibidas a las mujeres.

Soñaba con vivir en Canadá y ser Casaca roja, cabalgar entre los lagos helados y la tundra, teniendo por delante el horizonte como único límite. Me encantaban las cosas neutras: patinar, montar en bicicleta, jugar al escondite, recoger piedras.

Entre las situaciones, la penumbra, el silencio, permanecer quieta observando el mundo.