ALASTAIR SOOKE

MATISSE

Una segunda vida

EDICIONES RIALP, S. A.

Título original: Matisse: A Second Life.

© 2015 by SOPHIA INSTITUTE

© 2016 de la versión española realizada por ELENA ÁLVAREZ,

by EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63. 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4651-0

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ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

1. RESURRECCIÓN

2. JAZZ

3. OCEANÍA

4. VENCE

5. NIZA

6. 1952

EPÍLOGO

NOTA DEL AUTOR

BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

ALASTAIR SOOKE

1.

RESURRECCIÓN

Una mañana de enero de 1941, el artista francés Henri Matisse, como siempre barbudo y con lentes, yacía en una cama de hospital, preparándose para morir. Acababa de cumplir, unos quince días antes, 71 años. A lo largo de todo el año precedente había seguido su ritmo habitual, aunque sufría unos persistentes dolores abdominales, los mismos que le habían acompañado, por temporadas, durante toda su vida. A pesar del reciente descubrimiento del tumor, y desoyendo el consejo de sus médicos, se había decidido a emprender un viaje de doce horas en tren, desde un hospital de Niza, en la Costa Azul, hasta la Clinique du Parc de Lyon. A las inclemencias de un invierno a medio camino se sumaba, para hacer más peligroso su viaje, el hecho de dirigirse hacia el Norte, por entonces ocupado por las tropas alemanas. A pesar de todo, Matisse se había embarcado en el viaje por insistencia de su decidida hija, Marguerite. Necesitaba que un buen cirujano le operase el colon, y uno de los mejores amigos de Marguerite había recomendado al profesor Wertheimer, de Lyon. Después de un rápido examen, en presencia de dos colegas, el doctor diagnosticó un posible cáncer de duodeno, agravado por el frágil corazón del paciente. Ingresó a este inmediatamente, en estado débil, y fijó la operación para el 16 de enero, una semana después de su llegada al hospital.

Poco antes de la intervención, el pintor escribió una carta a su segundo hijo, Pierre, que trabajaba como marchante de arte en Nueva York. Le decía: «En breve voy a someterme a una pequeña operación. No tengo miedo, en absoluto. De hecho, me siento como si el asunto no fuera conmigo. Pienso que la operación no supone peligro alguno». En realidad, minimizaba los riesgos, para evitar que Pierre se asustara. Solo hacia cinco días que había redactado un rápido testamento, que no ocupaba más que una hoja de papel, en el que repartía equitativamente sus posesiones entre sus tres hijos: Pierre, su hermano mayor, Jean, y la primogénita de Matisse, Marguerite. Matisse no tenía la menor duda de que su vida estaba amenazada. Aunque había viajado mucho, a Moscú, Marruecos, América y Tahití, más adelante definiría su operación de 1941 como «el viaje más largo que he hecho nunca». No estaba seguro de que podría volver de él. «Estaba preparado para morir», declararía después.

En una colostomía realizada en dos partes, distanciando cuatro días la segunda de la primera, los cirujanos extrajeron 35 centímetros de intestino enfermo, lo cual dejó a Matisse debilitado casi hasta el extremo de la fatalidad. Permaneció convaleciente en la clínica durante los tres meses siguientes, «en aislamiento», según sus propias palabras. «Solamente he recibido diez visitas, y no había pedido ninguna de ellas», recordaría poco después, en una entrevista con el crítico de arte suizo Pierre Courthion. Todos los días, uno de los cirujanos que le habían salvado la vida, René Leriche, se dejaba caer por la habitación, entre una y otra operación, para contar a Matisse historietas que le animasen y llevarle ciruelas de la cocina de la clínica. Si no fuera por él, Matisse se hubiera perdido en “una especie de delirio lúcido”, atormentado por “los dolores más atroces”, que iba a seguir padeciendo «durante mucho tiempo, noche y día».

Las complicaciones que siguieron a las operaciones no aliviaron su situación. El 22 de enero sufrió una embolia pulmonar que estuvo a punto de matarle. A principios de marzo, casi lo hizo un coágulo de sangre en el pulmón. Cuando el dolor se hacía especialmente intenso, Matisse se volvía hacia alguna de las monjas que llevaban la clínica y decía: «Según usted, ¿aún hay infierno, incluso después de esto?». En ciertos momentos, confesó a Courthion, «me preguntaba si no sería mejor morir que sufrir de esa manera».

A pesar de todas las contrariedades, Matisse se negó a rendirse. «En los breves momentos de calma entre dos punzadas —recordaría—, me imaginaba cómo sería el interior de una tumba: un espacio pequeño, completamente cerrado, sin puertas. Allí dentro, me decía: “¡No, prefiero seguir por ahí afuera, aunque tenga que sufrir!”». Siempre a su lado estaba su perseverante hija, Marguerite, que por entonces tenía cuarenta y seis años. Ella había apoyado a su padre en todo momento, este la adoraba y con cierta frecuencia solía pedir su valoración de cada pintura que hacía. Todo había empezado con un suceso ocurrido cuando ella era una niña en edad escolar, en París, y cuando la familia Matisse todavía era pobre. Corría el verano de 1901. Un día de esos años lejanos y difíciles, Matisse había sujetado a Marguerite a la mesa de la cocina mientras un médico le practicaba una traqueotomía de emergencia, para lograr que respirara tras sufrir los efectos de la difteria. La niña solo tenía seis años. La intervención le dejó una cicatriz de más de 7 centímetros de longitud, que Marguerite disimulaba llevando siempre un lazo negro atado al cuello. Cuatro décadas después, le llegaba el turno de acompañar a su padre en los momentos de tensión posteriores a otra operación traumática, y peligrosa. Permaneció junto a su cama en Lyon los tres meses de convalecencia.

Junto a Marguerite, una segunda mujer contemplaba a Matisse: Lydia Delectorskaya, su modelo, secretaria, representante y ama de casa. Nacida en Siberia, Madame Lydia, como la llamaba Matisse, era rubia, extraordinariamente inteligente, y antes de conocer al pintor había trabajado como extra de varias películas. Pierre la describiría más adelante como «el dragón de los ojos verdes». Su presencia en la vida de Matisse, a partir de los primeros años treinta, había precipitado la desintegración del matrimonio de Matisse con Amélie, madrastra de Marguerite, de quien Matisse se había separado dos años antes, en marzo de 1939. Al parecer, en cierto momento Amélie dijo a su marido: «O ella o yo»; y Matisse eligió a Lydia, por considerarla “indispensable”.

Poco a poco, Matisse se fue alejando de la muerte, pero el esfuerzo que eso le suponía se reflejó en un genio irritable permanente. Él mismo se lo contó a Pierre: «Soy tan terrible con ellas [Marguerite y Lydia] que cada una tiene que irse a una esquina, por separado, a secarse las lágrimas». Ellas se decían una a otra: «Es porque está tan enfermo. Antes nunca había sido así». Alguna vez Matisse tuvo fuerzas suficientes para ir al parque más cercano, la Tête d’Or, quizá enfundado en su mejor traje, uno de tweed rojo, lo bastante grueso como para mantenerle en calor. Tal vez diera algunos pasos junto a un hermoso lago, y se entusiasmarse contemplando el magnífico espesor de un grupo de magnolios en plena floración, la cual no solo parecía anunciar el cambio de estación, sino también la primavera de la recuperación. De vuelta a la clínica, Matisse dijo a una de las religiosas que «esa masa de árboles, todos sin hojas pero en floración, se parecía al manto de la Virgen. Ella me miraba, sorprendida y complacida». Contentas de que Matisse fuera capaz de volver a captar la belleza del mundo que le rodeaba, las monjas de la clínica le pusieron un nuevo apodo: el Ressuscité, el hombre que ha resucitado de entre los muertos.

El 1 de abril, Matisse se trasladó al Grand Nouvel Hôtel de Lyon, donde permaneció hasta finales de mayo. «Ha sido una prueba terrible, mi querido Pierre», decía el 2 de mayo, casi cuatro meses después de haber pasado por el bisturí, cambiando ya su falsa seguridad por la sinceridad de una última carta a su hijo. «Ha sido inmensamente doloroso; yo me había resignado a la idea de que podía no salir vivo de la mesa de operaciones. Así que ahora me siento como si hubiera resucitado de entre los muertos. Esto lo cambia todo. El presente y el futuro son un regalo inesperado».

Como es natural, las operaciones trajeron consigo algunas privaciones. Matisse se quedó inválido, porque las operaciones debilitaron para siempre los músculos de su abdomen. Como consecuencia, ya no aguantaba largos ratos en pie, y se vio obligado a usar silla de ruedas. También tuvo que empezar a llevar algo que él llamaba «cinturón especial»: una humillante faja de metal y goma. Era frecuente que se viera postrado por una combinación de infecciones de vesícula y de insomnio crónico. «Soy un mutilado», confesó a Pierre.

No obstante, en sus cartas a amigos de siempre, como Charles Camoin, con quien había estudiado en París en la década de 1890, Matisse decía que volvía a sentirse joven: «Estos días me siento tan sano que me asusta». En el aniversario de su gran prueba en Lyon, Matisse dijo al pintor Albert Marquet, otro amigo de su época estudiantil, que le había sido dada «una segunda vida». Dos meses después, repitió lo mismo a Pierre: «Es como haber recibido una segunda vida, que desgraciadamente no puede ser larga». Matisse estaba encantado de haber sobrevivido, pero al mismo tiempo era bien consciente de que cada día podía ser el último.

También le preocupaba que tal vez no pudiera volver a pintar. «Me haría muy feliz poder realizar solamente una obra buena más», confió a Pierre. Por el momento, tenía garantizado un estatus entre los maestros del Modernismo. Una década antes, en 1931, el Museum of Modern Art de Nueva York le había honrado con una retrospectiva, con casi ochenta cuadros y once esculturas suyas. Gozaba de fama internacional, y había sido aclamado como líder de la pintura del siglo XX, junto a su amigo y rival Pablo Picasso, casi doce años más joven. Se decía que cuando Matisse y Picasso se conocieron, más o menos en el verano de 1913, durante el que salieron mucho a cabalgar por el bosque de Clamart, al suroeste de París, parecían dos gobernantes de reinos rivales, reunidos en una cumbre diplomática. Después de las operaciones, a Matisse le angustiaba que su dolencia pudiera conceder la victoria a Picasso.

Matisse había pedido a sus médicos de Lyon tres años de margen «para llevar a término mi obra». Al final, su resurrección duró mucho más. El 23 de mayo de 1941, volvió a su doble apartamento del séptimo piso del antiguo Hôtel Régina, que ahora es un gran bloque de apartamentos situado en Cimiez, un suburbio de Niza, en lo alto de una colina que domina la ciudad y la Bahía de los Ángeles. Allí había vivido desde el otoño de 1938. Y allí siguió viviendo otros trece años más. Cada año que pasaba, enviaba al doctor Leriche, su cirujano, un libro o un dibujo, como expresión de agradecimiento por haber prolongado su vida milagrosamente. Con todo, la extensión de la segunda vida de Matisse fue menos sorprendente que la apasionante transformación que se produjo en su arte de esos años.

Se puede decir con fundamento que su última década fue más poderosa que cualquier otro momento de su ya grandiosa carrera. Esta, en su conjunto, abarcó más de seis décadas, en las que produjo incontables obras maestras, a partir de sus revolucionarios cuadros fauvistas, como Mujer con sombrero (1905) y La alegría de vivir (1905-06). En sus últimos años, desafiando a su deteriorada condición física, Matisse desarrolló un nuevo y asombroso método de producción artística, hecho con tijeras y hojas de papel pintadas, que le permitió trabajar con colores brillantes incluso cuando estaba obligado a guardar cama. Se convertiría en una de las invenciones más radicales e innovadoras para un artista del siglo XX. En una asombrosa explosión de creatividad, produjo cientos de obras en este estilo tardío y aparentemente poco trabajoso, que llegaría a conocerse como recortables o collage. Muchos de ellos fueron coloridos modelos para creaciones con otros medios, como revistas, catálogos y portadas de libros, adornos de pared, telas, alfombras, vidrieras, y también bufandas o vestimentas litúrgicas. Gracias a ella, salió a la luz en Matisse un amplio florecimiento creativo, digno de antiguos maestros como Tiziano, que también encontró una gran libertad de expresión hacia el final de su vida. Matisse era consciente de ello. En una carta escrita en abril de 1952, describía su gran composición La tristeza del rey, que acababa de terminar, como «equiparable a mis mejores cuadros». Tenía por entonces ochenta y dos años.

Este libro reconstruye la historia extraordinaria de cómo Matisse volvió de la tumba, cambió sus pinceles por tijeras y se embarcó en su “segunda vida” artística. Convencido de que «los creadores de un lenguaje nuevo van siempre cincuenta años por delante de su tiempo», supo inmediatamente que la forma de arte que estaba haciendo no tenía precedentes. «La importancia de un artista debe medirse por la cantidad de signos nuevos que ha introducido en el lenguaje artístico». Matisse escribió estas palabras a otro de sus amigos, el poeta y escritor francés Louis Aragon, en 1942. La profusión de nuevos signos que salían del filo de sus tijeras, al final de su vida, confirma que Matisse era, en efecto, un artista de gran talla.