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El Sacrificio

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Un nuevo calendario

La Melancolía

Mi propia Artforum

[Y un día la Artforum dejó…]

[Adán fue el más sabio…]

 

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El Sacrificio

 

 

 

 

 

 

Me desperté tarde, bendecido por el rumor de la lluvia, misericordiosa en este verano agobiante; el descenso de la temperatura me había permitido dormir bien, y casi podría haber seguido haciéndolo… Miré el reloj pulsera, que dejaba al acostarme en el ángulo de la mesa de luz, y eran las ocho, una hora más de la habitual para levantarme. Me desperecé voluptuosamente, Liliana murmuró algo sin despertarse. El susurro de la lluvia era constante; los neumáticos de los autos que pasaban, en el empedrado azul de la calle Bonifacio, producían ese chasquido húmedo que los habitantes de las ciudades aprendemos a reconocer. Era sábado, no había compromisos ni horarios ni apuros. Los chicos dormían.

No obstante, había una ligera señal de alarma en un rincón de mi cerebro, tan ligera que tardó en hacerse consciente, y aun entonces no me preocupó demasiado; ni siquiera me hizo acelerar el proceso de levantarme, que realicé según la tranquila rutina de siempre, desplazándome en cámara lenta, con largas pausas entre un movimiento y otro, en la penumbra verdosa del dormitorio. Esa módica alarma era la que sentía siempre con las lluvias de verano: se me había vuelto un reflejo condicionado. Sucedía que por el calor teníamos todas las ventanas abiertas, día y noche, y cerca de las ventanas había mesas, sillas, sillones, y sobre éstos, libros y revistas; en la casa había una cantidad enorme de papel; todos en la familia éramos lectores, las bibliotecas estaban colmadas, los libros y revistas se acumulaban por todas partes. Era inevitable que algunos quedaran al alcance de la lluvia que pudiera entrar por las ventanas abiertas. Ya se sabe lo destructiva que puede ser el agua con el papel. Una vez, muchos años atrás, había tenido una experiencia desdichada en ese sentido. Estaba solo en casa, un día de calor asfixiante. Salí y durante mi ausencia se largó a llover, un chaparrón muy violento que me obligó a esperar un rato en un café; al volver descubrí que había entrado agua por una ventana y había mojado un libro, un precioso librito ilustrado sobre insectos que yo apreciaba sobremanera y quedó definitivamente estropeado, aun cuando me tomé todo el trabajo del mundo para secarlo; quedó ondulado y rugoso, y me lo reproché con amargura. Aunque no soy coleccionista bibliófilo ni me dejo llevar por el perfeccionismo, soy muy cuidadoso con los libros.

En realidad, ese lejano accidente fue el único que tuve que lamentar, pero bastó para provocarme una prudencia que como todas las cosas en mí tomó con el tiempo un vago tono de manía. O lo confirmó, porque ya venía de antes. No bien se largaba la primera gota de lluvia, recorría todo el departamento, ventana por ventana, casi siempre sin cerrarlas, porque podía llover y no entrar agua; eso dependía del viento, y como nuestro departamento estaba en una esquina lo que pasara en las ventanas que daban a una calle no era indicación segura de lo que sucedía en las que daban a la otra. Cuando salía y amenazaba tormenta le preguntaba a Liliana si se quedaría, y en caso afirmativo le recomendaba que si se largaba la lluvia cerrara las ventanas, o las tuviera vigiladas; si ella tenía intenciones de salir, las cerraba yo antes de irme, preventivamente. El objeto principal de mi preocupación era la ventana del living que daba a la calle Bonorino; esa ventana estaba a espaldas de mi sillón favorito, al lado del cual, justo debajo de la ventana, había una mesita de vidrio en la que tenía siempre a mano las revistas que estaba leyendo.

Tantos años habían pasado sin que hubiera sufrido ninguna pérdida que esa mañana no me apuré a confirmar nada, aunque sabía que nos habíamos ido a dormir con todas las ventanas abiertas. Las lluvias de verano, tan bienvenidas después de una racha de calor, suelen ser verticales, corteses, inofensivas. El rumor que había venido escuchando en el sueño y al despertar no encendía señales de peligro. Además, hay un mecanismo psicológico por el que cuando uno ha pasado mucho tiempo preocupándose por una eventualidad dada, termina por crearse un optimismo compensatorio que expulsa a ese hecho temido de la realidad. No obstante, hice mi ronda como siempre, antes de ocuparme de nada más.

A la mitad de este recorrido mi tranquilidad se alteró de pronto. Por una ventana vi el follaje de los árboles sacudirse con violencia. Vivíamos en un segundo piso, a la altura de las copas de los árboles, que en la calle Bonifacio son frondosas y se tocan unas con otras. Me sobresaltó verlas agitarse de modo tan perceptible, porque no había oído el viento. Me di cuenta de que no lo había oído hasta ese momento porque no había pensado en él. Había concentrado la atención en el murmullo de la lluvia, descartando el silbido sordo que lo acompañaba. De pronto lo oía, como si hubiera abierto otro canal del estéreo. Y lo oía retrospectivamente porque lo había estado oyendo todo el tiempo. La masa verde de hojas se inclinaba hacia mi izquierda, en dirección de Camacuá, y eso, noté por debajo del umbral del pensamiento, significaba que el viento estaba soplando para el lado más peligroso, el que afectaba a la ventana de atrás de mi sillón. Como sucede en los momentos de gran alarma, me pasaron miles de imágenes por la cabeza, incluyendo un inventario de las revistas que había estado leyendo esos últimos días y tenía al lado del sillón.

Corrí al living. En cierto modo ya había adivinado lo peor, pero nunca podría haberlo adivinado todo. Eso se debió a la simultaneidad. La mente se adelantaba a la vista, la vista se adelantaba a la mente, las dos se esperaban una a la otra para efectuar una coincidencia que hiciera retroceder el tiempo. Pero el tiempo ya había pasado, y lo que yo más temía había sucedido. La ventana estaba abierta, el agua había entrado. Corrí a cerrarla, y unas gotas me mojaron los brazos.

Sobre la mesita de vidrio que había quedado expuesta a la lluvia había una pila de revistas, tres o cuatro. En la simultaneidad, recordé que la semana anterior había comprado varias revistas, y había estado leyéndolas salteadas, un artículo de una, uno de otra. Eran una Artforum, dos Art in America y una Burlington Magazine. Yo tenía una verdadera pasión por estas revistas de arte, que me hacían soñar, me estimulaban, me inspiraban. No eran fáciles de conseguir en Buenos Aires. Precisamente esta última compra había resultado de un hallazgo casual, después de una larga temporada de carencia, y había sido una bocanada de oxígeno para mis pulmones de snob. Mi preferida era Artforum, a la que le soy fiel desde hace años, y contar mis aventuras para conseguirla llenaría un libro. Era mi lujo, mi fantasía. Una zozobra desproporcionada me embargó cuando bajaba la vista para evaluar los daños. Estaba seguro, con esa certeza de las fatalidades que rara vez se desmiente, que la Artforum había quedado arriba de la pila: inconscientemente siempre la ponía ahí, porque la mera visión de su tapa me levantaba el ánimo.

Para mi inmenso desconcierto, lo que había sobre las revistas era una pelota, una esfera del tamaño de una pelota de fútbol y de colores brillantes cuya disposición yo reconocía sin reconocer. Esa pelota no existía en mi casa el día anterior. Era nueva. No podía haber entrado por la ventana, que tenía un protector de alambre. Se había formado adentro. Esta cadena de razones desfiló por mi cerebro en unas décimas de segundo, durante las cuales yo ya sabía qué era lo que estaba viendo, lo había sabido desde el comienzo pero me resistía a creerlo. La pelota era la Artforum, su superficie era la tapa, que en ese número tenía una obra de Robert Mangold. La misma visión subliminar que durante una semana había venido reconfortándome cada vez que estaba en el living, daba una cruel voltereta en mi percepción.