César Aira nació en Coronel Pringles, provincia de Buenos Aires, en 1949. Es traductor, ensayista y escritor. En ficción, se ha dedicado casi exclusivamente a la novela. La luz argentina y El vestido rosa en los 80, Cómo me hice monja y La prueba en los 90, Un episodio en la vida del pintor viajero y Parménides en los 00, El divorcio en 2010 son algunas de las casi setenta novelas editadas, reeditadas o traducidas por sellos tan diversos como Achával Solo, Ada Korn, Ceal, Grupo Editor Latinoamericano, Emecé, Beatriz Viterbo, Mate, Belleza y Felicidad, Eloísa Cartonera, Mansalva, Era (México), Lom (Chile), Estruendomudo (Perú), Mondadori (España), Fundarte (Venezuela), Brevedad (Colombia), Anagrama (España), André Dimanché Editeur (Francia), Droschl Graz (Austria), Claassen Verlag (Alemania), Bollati Berlingeri (Italia), Serpent’s Tail (Inglaterra), Nova Fronteira (Brasil) y New Directions (Estados Unidos), entre muchos otros. Las ediciones póstumas de las obras de su amigo Osvaldo Lamborghini están a su cuidado.

Yo era una mujer casada forma serie con Yo era una chica moderna y Yo era una niña de siete años, las dos publicadas por Interzona Editora.

I

Yo era una mujer casada, y sufría por serlo. Como tantas otras antes y después que yo, tuve mala suerte en el matrimonio. Me había casado con un verdadero monstruo. A lo largo de los años mi marido me había hecho objeto de vejaciones y ofensas sin fin. No porque yo le diera motivos, ni porque hubiera circunstancias que lo excitaran especialmente: el maltrato más violento era natural en él, siempre había sido así, no cambiaría nunca. Las pocas amigas a las que les confesaba mi calvario me decían que debía dejarlo, que debería haberlo dejado muchos años atrás pero que todavía estaba a tiempo. No había hijos de por medio, así que no era un punto a tomar en cuenta; no lo habría sido de cualquier modo, porque si hubiéramos tenido hijos ya habrían sido adultos y habrían estado haciendo sus vidas lejos de nosotros. Claro que la separación siempre estuvo en el aire como posibilidad; lo está en todo matrimonio, del que es algo así como la esencia. Pero nunca me acerqué siquiera a pensarlo en serio. Quizás porque no tuve tiempo.

Mis amigas debían de pensar que era un caso de Amor. Hasta creía oírlas, en una inofensiva alucinación, hablando de mí cuando yo no estaba presente: “pobrecita, está enamorada, por eso no puede dejarlo. ¡Enamorada! ¡De ese canalla, de ese monstruo! No puede evitarlo...”. Todo eso basándose en el mito del Amor. Qué equivocadas estaban. Yo no sabía siquiera lo que era el Amor. Si hubiera debido usar alguna de las grandes palabras, habría dicho más bien que era La Vida.

Es curioso, ahora que lo pienso: tanta gente como hay en el mundo, y todos se aferran a los pocos a los que han logrado echar mano, insisten con ellos, más allá de disensos y decepciones, y aun más allá de las peores traiciones y perfidias. Del conocimiento (en cierto modo abstracto, matemático) de que hay tanta gente en el mundo proviene esa decisión tan repetida y formulada tan en serio: “rompo para siempre con él (o ella)”, o “se ha muerto para mí”, o “a otra cosa”. Pero al estar basada en lo general y estadístico, esa decisión casi nunca resiste al tiempo, que es particular y específico, y la relación se reanuda, si es que se ha interrumpido, aunque los términos de hostilidad y sufrimiento sigan siendo los mismos.

Lo particular vence y se impone, aunque lo general sigue siendo cierto: hay muchísima gente en el mundo, y no sólo en el mundo sino en la ciudad en la que vivimos, en el barrio, muy cerca, rodeándonos. Y gente disponible, hombres y mujeres con los que iniciar una nueva relación más feliz, o por lo menos probar... ¿Entonces por qué seguimos fijados en las relaciones que establecimos una vez? ¿Acaso entonces, aquella vez, no tuvimos la oportunidad de elegir a alguien, de entre el océano innumerable de la humanidad? ¿Qué nos impide hacerlo otra vez?

Quizás la respuesta a este enigma está en la historia o las historias que se han vivido. No en ésta o aquella historia sino en el hecho mismo de que haya habido una historia. En la fuerza encadenante de las historias.

Por increíble que suene, el infierno sin atenuantes de mi matrimonio... podría haber sido peor. No puedo explicarlo bien, y menos podría describir qué sería eso “peor”, pero era algo que sentía cuando contemplaba la clase de violencia que él ejercía sobre mí. Era una violencia puramente física; no quiero decir que me pegara, aunque no creo que se hubiera resistido al impulso, en caso de tenerlo. Era física en el sentido de que era... cómo decirlo, exterior, visible, objetiva. En cierto modo, un modo muy retorcido, lo reconozco, se la podría haber tomado como un espectáculo. Oscuramente yo suponía que una crueldad psíquica, fuera esto lo que fuera, sería peor.

Aunque algo de psíquico había, era inevitable. Pero psíquico-exótico. Ese costado espectacular en el trato que me infligía, era como si proviniera de una mente distinta, extranjera. Todo en sus arrebatos y maquinaciones hacía pensar en lo absurdo, lo incomprensible, en los sueños. Salvo que de los sueños una se despierta. Era más bien como si hubiera desembarcado junto a mí un hombre proveniente de una civilización lejana en el tiempo y el espacio, una civilización con otras costumbres, otros paradigmas, otra lógica, que transplantados se volvían incomprensibles. ¡Y ese hombre era mi marido! Me consta que muchas mujeres dicen que al casarse entran a un país desconocido.

Yo respondía con el dolor y el llanto del nativo: lo mío sí era comprensible. Para mayor humillación, era inmediatamente comprensible, obvio. En esa distancia insalvable estaba lo peor de la crueldad. El núcleo de la cual era la justificación latente que tenía él: “mi mujer no me entiende”. Y era cierto.

Es por eso que no quiero hacer la historia de mis penas. Demostraría con excesiva claridad mi incomprensión, y a él lo pondrían en un lugar parecido al del artista genial cuyas innovaciones son ignoradas por sus contemporáneos... Qué detalle maligno el de la Providencia, hacer contemporáneos al marido y la mujer.

Doy sólo un ejemplo, el más banal. Cuando encendía un cigarrillo frente a mí, a sabiendas de lo mal que me hacía el humo del tabaco, usaba unos fósforos con cabeza de átomos de uranio. Al rasparlos producían una llamita de setecientos mil grados de temperatura. Ese calor extremo se expandía en círculos que me alcanzaban no obstante los veloces movimientos de retroceso que yo intentaba. Me sofocaba, creía perder el conocimiento, lo veía a él a través del aire ondulante que había tomado una coloración violácea, veía su figura como si fuera lo último que iba a ver en mi vida, su rostro velado por la primera bocanada de humo expelido, pero no tan velado como para no distinguir su sonrisa burlona, el gesto de divertida curiosidad con que observaba mi agonía. Y en los dedos, fingiendo distracción, el fósforo todavía sin apagar, hasta que casi le quemaba los dedos, y sólo entonces, displicente y ya pensando en otra cosa, sacudía una sola vez la mano, y el suplicio cesaba, no sin dejar secuelas. Por suerte los palillos de cera de esos fósforos se consumían muy rápido, más que los de los fósforos comunes. Si alguien me veía después y me notaba la piel arrebatada, yo decía que me había expuesto al Sol, aunque muchas veces debía ver en mi interlocutor una mueca de extrañeza, por ejemplo si había estado nublado y lloviendo durante toda la semana. ¿Me tomarían por loca? Es probable.

Me di cuenta al escribir el párrafo anterior que alguien podría decir: “por lo menos, no se aburría”. Sobre todo al pensar que elegí este ejemplo de la desconsideración de mi marido entre mil otros, a cuál más extremo. Sería un comentario tan frívolo como cruel. No merece respuesta. Pero me hace ver que en la conducta de mi marido había algo del actor, o del prestidigitador. Ya dije que sus canalladas tenían un lado vistoso; en él había un amor al espectáculo, y una veta de actor, sin la cual sus hazañas no habrían sido posibles. A veces, cuando se emborrachaba más de lo habitual, yo me envalentonaba. Creía tenerlo a mi merced. Lo veía catatónico, exangüe, sin poder tenerse en pie y sin saber dónde estaba, y creía llegada mi hora de dejar brotar la ira contenida; profería un insulto, o lo esbozaba, mi cara y mi tono de voz no dejaban dudas sobre la intención, y nadie me habría negado el derecho a estar furiosa. Pero al instante el rostro se le transformaba, un brillo implacable le iluminaba los ojos, la expresión de pronto lúcida, el cuerpo, pese a la inmovilidad, se adivinaba ágil, felino. Era una transformación. Me constaba que antes no había estado simulando, yo misma lo había visto vaciar una botella tras otra. Pero todo en él parecía decirme “te lo creíste. Caíste en la trampa”. Y yo, que había supuesto llegada al fin la hora de una escena normal, volvía a encontrarme ante una de efectos sin causa, como eran las de él, su especialidad. Volvía a estar en sus manos.

Me sacaba el sueldo íntegro, para gastárselo en bebida y drogas, y era impermeable a las razones de mis súplicas. Y eso que razones había, perentorias, indiscutibles. Mi sueldo era el único ingreso de la casa, por lo tanto necesario para pagar el alquiler, las cuentas, la comida. Su única respuesta era una mirada vacía. Yo lloraba, no para conmoverlo, segura como estaba de antemano de que era inútil, sino por la repetida magnitud de mi desgracia. ¿Quería que nos quedáramos en la calle? ¿No se daba cuenta de que terminaríamos durmiendo bajo un puente? Seguía sin responder, no parecía siquiera oírme, los ojos en blanco, la boca entreabierta, un hilo de baba cayendo de la comisura de los labios y encharcándose en la solapa de su traje Príncipe de Gales. Otra vez se había pasado con las pastillas de dopar caballos que compraba en el haras. Yo conocía esos estados embrutecidos. Se había dado un atracón. Y sin embargo había tenido la fuerza y la agilidad, durante un segundo, de esperarme atrás de la puerta para arrebatarme la cartera, para caer de inmediato, aferrándola, en el sillón. Allí afectaba una inmovilidad de piedra, indiferente a mí y al mundo. Pero los tendones lo traicionaban. Con un movimiento convulsivo involuntario estiraba una pierna y hacía entrechocar las botellas vacías en el piso, que yo todavía no había visto a través de las lágrimas. Botellas de vino y ginebra, vacías. Tenía los pies hundidos en el vidrio, a través del cual se veían deformados, demasiado largos, demasiado negros. ¿Pero de dónde había sacado la plata para financiar un día entero de intoxicaciones masivas, si apenas ahora, ya casi de noche, se hacía de mi cartera? Era como si invirtiera el tiempo. Yo estaba segura de que nadie le fiaba, pero era consciente de que podía estar engañándome a mí misma. Nadie me fiaba a mí, porque conocían a mi marido. No quería pensar que a él sí le fiaban. Era demasiado. No podía ni quería pensar que el tiempo fuera tan flexible, ni que le obedeciera a tal punto. Tenía que reservarme, así fuera en la ilusión, un mínimo de esperanza y autoestima, o estaba frita.

Como todo monstruo, sorprendía. De sus estados de embrutecimiento podía salir durante un instante para efectuar una proeza, como el sapo que desenrosca la lengua y atrapa a la mosca en vuelo. Así, más veloz que la vista, se había apoderado de lo que yo traía colgado. Cuando terminaba de convencerme de que era inútil tratar de hacerlo entrar en razón, o proponerle una división del botín, le pedía que sacara la plata y me devolviera la cartera. ¿Para qué la quería? Era de mujer, no tenía valor material. Y yo tenía en ella el dispositivo para destaparme los oídos, sin el cual, literalmente, no podía vivir, porque me atacaban los mareos más atroces.