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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Jessica Hart

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hacia el altar, n.º 2178 - octubre 2018

Título original: Appointment at the Altar

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-067-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Lucy se apoyó en la valla y observó a Kevin, que, sentado sobre la barandilla al otro lado del corral, esperaba su turno para montar. Con el típico sombrero Akubra, una camisa de cuadros y unas botas cubiertas de polvo, era el arquetipo del hombre del Outback australiano: las desérticas y despobladas zonas del interior de Australia. Fuerte, taciturno, con rostro anguloso, mirada tranquila… Hacía que todos sus antiguos novios parecieran unos críos a su lado.

De todos modos, y muy a su pesar, ella no podía decir que fuera exactamente su novio. No obstante, estaba locamente enamorada de él y él la había besado la noche antes. Con un panorama así, las cosas no podían más que mejorar.

Suspiró de alegría. En Londres haría frío y el cielo estaría gris, pero ella se encontraba en el corazón de Australia, en una zona prácticamente deshabitada, con su brillante luz dorada, sus tonalidades rojas y su intenso calor. Cerró los ojos, levantó la cabeza hacia el sol y respiró el aroma del polvo y de los caballos. Podía oír a los hombres metiendo a los animales en el corral mientras sentía el sol sobre el sombrero que le habían prestado.

«Soy feliz», pensó.

–¡Pero si es Cenicienta!

Esa voz junto a su oído la dejó petrificada. No necesitó volver la cabeza para saber a quién pertenecía. Por allí sólo había una persona con ese particular acento.

Ese acento inglés fruto de una educación extremadamente cara y privilegiada.

Guy Dangerfield.

Aquella mañana, cuando habían dejado Wirrindago, se había sentido encantada al verse en un camión acompañada por Kevin y otros ganaderos. Ni su intimidante jefe, Hal Granger, ni su molesto primo inglés habían aparecido por allí y eso significaba que podrían relajarse y divertirse en el rodeo. Sin embargo, parecía que no sería así porque el guapísimo y sofisticado Guy parecía haber decidido unirse a ellos.

–Vaya –dijo ella, sin molestarse en ocultar su falta de entusiasmo–. Eres tú.

–El mismo –asintió Guy.

Lucy odiaba su habilidad para decir algo con total normalidad y hacer que pareciera que se estaba riendo de ella. Debía de conseguirlo gracias a ese jocoso tono de voz y a sus ojos azules, escondidos tras unas ridículas gafas de espejo, que siempre parecían dejar asomar una sonrisa.

«¿Qué te hace tanta gracia?», deseó gritarle, pero prefirió no hacerlo al temer que la respuesta fuera: «Tú». Al parecer, no le caía mal a nadie más. Allí todo el mundo pensaba que era un tipo fantástico.

Lucy no podía entenderlo. Guy tenía esa clase de seguridad en sí mismo tan propia en los hijos de familias ricas y, en ningún momento, se fiaba de ese encanto que él solía mostrar, ni de su cautivadora sonrisa.

–¿Por qué siempre me llamas Cenicienta? –le preguntó irritada.

–Porque eres muy guapa y parece que nunca te dejan salir de la cocina –respondió Guy.

–Soy cocinera –le recordó–. Preparar tres comidas al día para ocho hombres, además de para invitados ocasionales, como tú, implica que tienes que pasar mucho tiempo en la cocina.

Se sentía orgullosa de que se le hubiera ocurrido llamarlo «invitado ocasional». Le hacía sentirse mejor recordar que él sólo estaba allí de paso, mientras que ella tenía la intención de quedarse en aquel lugar para siempre.

–Es verdad que trabajas mucho. Creo que lo mínimo que te mereces es un día libre. Es gracioso que en lugar de asistir al baile en el castillo, vengas a su equivalente rústico, a un rodeo –le dijo con una de sus sonrisas–. Hal es como el hada madrina que te dice que puedes ir, el viejo camión de los ganaderos es la carroza que te trae aquí… ¡y ahora sólo te falta el Príncipe Encantador!

Comenzó a buscar en sus bolsillos.

–Vaya, estaba seguro de que llevaba un zapatito de cristal por algún lado…

–Ya he encontrado a mi Príncipe Encantador –respondió Lucy con tono aplastante y miró hacia Kevin, que estaba observando cómo tiraban de un semental salvaje para meterlo en el brete–. Tú, como mucho, podrías ser una de las hermanas feas del cuento.

Desafortunadamente, su comentario no hizo mella en el buen humor de Guy, que se rió a carcajadas mientras ella apretaba los dientes indignada. ¡El Príncipe Encantador! Seguro que él se pensaba que ése era su papel. Ese hombre era increíblemente engreído. Sí, era guapísimo, pero no se sentía atraída por ese chico rubio, de ojos azules. Prefería un hombre más rudo.

Un hombre como Kevin.

–No sabía que vendrías hoy –dijo fríamente mientras volvía la mirada hacia la pista.

–Ya sabes que las hermanas feas siempre se salían con la suya y conseguían llegar al baile –le recordó–. Y los rodeos siempre son divertidos… si sólo eres un espectador –añadió al ver a uno de los sementales zarandear al jinete antes de tirarlo al suelo. Guy hizo un gesto de dolor cuando lo vio golpearse contra la arena–. ¡Ay! –exclamó–. En casa no tenemos estas cosas, ¿verdad?

A Lucy no le gustó nada el modo en que dijo «tenemos», como si ellos dos tuvieran algo en común. Él siempre hacía lo mismo, siempre le recordaba que ella también era inglesa y que Australia no era su lugar.

¡Lucy lo había estado pasando tan bien en Wirrindago! Estaba contratada como cocinera y ama de llaves y le apasionaban las costumbres de allí. Le gustaba su nueva vida, aislada del resto del mundo y tan distinta de la vida que había llevado en Inglaterra.

Pero entonces había aparecido Guy.

Desde que había visto a Guy entrar en la cocina unos días atrás y presentarse a sí mismo con aquella sonrisa, con la que seguramente él pensaba que todas las mujeres caerían rendidas a sus pies, su carácter alegre y risueño la había abandonado. Había algo en él que la irritaba y le ponía los nervios de punta.

Sí. Guy era el primo de Hal Granger, pero era la persona menos adecuada para estar allí. Estaba completamente fuera de lugar en aquellas tierras. Él era tan… tan… inglés. Aquél no era su sitio y lo que Lucy más deseaba era que volviera a Londres y dejara de molestarla.

Como lo estaba haciendo en ese preciso instante.

–Jamás habría imaginado que te gustaran los rodeos –dijo ella.

–Bueno, no sé… –Guy se apoyó contra una baranda que había al lado de ella. Se subió las mangas de su impecable camisa blanca revelando unos antebrazos sorprendentemente fuertes, cubiertos por un vello fino color dorado que, inevitablemente, llamaron la atención de Lucy.

Le resultaba abrumador tenerlo tan cerca y decidió apartarse un poco de él.

–Cuando era niño, pasé muchas vacaciones en Wirrindago –comentó sin darse cuenta de la inquietud de Lucy–. Recuerdo haber venido con Hal a ver los rodeos –sonrió al recordarlo y ella pudo ver una perfecta fila de dientes blancos que resaltaban sobre su piel morena–. Lo pasábamos muy bien. Me gustaba esto. Tanto que les dije a mis padres que cuando acabara la escuela quería ser jinete de rodeos.

Lucy lo miró.

–¿Jinete de rodeos? –podía ver a los jinetes reflejados en sus gafas de sol. Él tenía un glamour que lo situaba en un yate por Saint Tropez, pero no en un rodeo en el que se podían ver desde toros a cerdos grasientos–. ¿Tú?

Guy la observó con otra de esas miradas de cine.

–¡Qué gracia! ¡Mi padre dijo exactamente lo mismo… y con el mismo tono de voz!

Lucy deseó que dejara de sonreír de ese modo. Era demasiado. Él era demasiado. Demasiado guapo. Demasiado encantador. Todo en él era demasiado. Miró a otro lado, enfadada por el hecho de que esa sonrisa se hubiera quedado impresa en su mente y en sus ojos, a pesar de haber dejado de mirarlo.

–¿Y qué dijo tu madre?

–Que no fuera tonto.

Muy a su pesar, Lucy no pudo evitar reírse al oír la imitación que Guy hizo de la voz de su madre. Se rió, pero intentó ocultarlo cubriéndose con el viejo sombrero de uno de los ganaderos. Lo había tomado prestado esa misma mañana y era un poco grande, pero la hacía sentirse auténtica, a diferencia de Guy Dangerfield. Tal vez él conociera esas tierras del interior mucho antes que ella, pero al menos Lucy intentaba encajar en ellas. Él, por el contrario, desentonaba en exceso.

–Pues entonces me sorprende que, si te gusta tanto, no vayas a montar hoy –dijo ella.

–Ahora lo veo de otro modo y prefiero dejárselo a los expertos, como ese Príncipe Encantador que tenemos allí.

Asintió hacia Kevin, que se mostraba impaciente por que llegara su turno.

–Hay que ser un tipo duro para subirse a lomos de un potro salvaje.

–Lo sé –dijo Lucy, decidida a ignorar la burla–. Kevin dice que es todo un desafío.

–¿Que Kevin ha dicho algo? –preguntó, fingiendo asombro de manera exagerada–. ¿Cuándo? ¡Ni siquiera sabía que pudiera hablar!

–Muy gracioso –comentó Lucy fríamente.

–Tienes que admitir que el chico no es muy hablador. Desde que llegué apenas le he oído decir una palabra. Ya sé que hay gente que es muy callada y discreta, ¡pero lo suyo resulta ridículo!

–Kevin no tiene nada de ridículo –Lucy enfureció–. Él prefiere no decir nada a menos que merezca la pena. Y ésa es precisamente una de las cosas que lo hacen un hombre de verdad… no como otros –añadió lanzándole una clara indirecta.

Guy se cruzó de brazos, se mostraba muy tranquilo, pero Lucy estaba segura de que detrás de esas estúpidas gafas sus ojos se movían nerviosos.

–¿Así que crees que un hombre de verdad es aquél incapaz de entablar conversación?

–No. ¡Él simplemente no malgasta su tiempo diciendo tonterías, ni poniéndole a la gente unos apodos ridículos!

–Cenicienta, ¿acaso estás queriendo decir que yo no soy un hombre de verdad? ¡Eso me duele!

Si Lucy hubiera creído por un momento que lo había ofendido, se habría sentido avergonzada, pero como no había sido así, se limitó a alzar la barbilla en gesto desafiante.

–Tú no eres como Kevin –le dijo.

–Aparte del hecho de que puedo decir más de tres palabras seguidas, ¿cuál es la auténtica diferencia entre nosotros?

–Kevin es fuerte. Es un hombre formal, serio, sensato y muy trabajador.

Guy sonrió.

–¿Y cómo sabes que no podrías decir lo mismo de mí?

Lo miró indignada. Él debería saber lo frívolo y superficial que resultaba al lado de una persona como Kevin.

–No parece que te tomes nada en serio. ¿Acaso tienes trabajo?

–¡Por supuesto que lo tengo! Me dedico a la banca.

–Oh… banca –dijo ella en tono desdeñoso–. Eso no es un trabajo de verdad.

–¡Ey! ¡Que no todo son almuerzos y fiestas con los clientes!

–¿Y cómo entraste en el mundo de la banca?

Guy sonrió.

–He de admitir que trabajo en la empresa de mi familia.

Tal y como se había imaginado. No había duda de que le habían dado un empleo simbólico con un lujoso despacho en el que sentarse mientras los demás hacían el trabajo. Seguro que aparecía por la oficina a las diez y se pasaba gran parte del día de comida con los amigos del colegio.

–No creo que puedas comparar el trabajo de un banco con lo que hace Kevin. No se requieren la misma clase de habilidades.

–Tal vez –dijo Guy–. Pero, ¿qué puede hacer Kevin que yo no pueda?

–Bueno… Él es un jinete espléndido –aunque lo cierto era que Lucy jamás lo había visto sobre un caballo. Como Guy ya había señalado, ella siempre estaba en la cocina, pero había oído a los demás decir lo bueno que era.

–Yo también sé montar.

–No me refiero a la equitación inglesa.

–¿Equitación inglesa? –Guy enarcó las cejas y sonrió, provocando, una vez más, la ira de Lucy.

–Ya sabes a qué me refiero. Sentarse a lomos del caballo y cabalgar por un sendero. Yo estoy hablando de una auténtica habilidad en el manejo del caballo… estoy hablando de trabajar con él, de ser capaz de controlarlo, de domar a un potro salvaje… como hace Kevin a diario.

–Admito que en el banco no paso mucho tiempo a caballo, pero eso no significa que yo no pudiera ser ganadero, si quisiera. En cambio, ¿crees que Kevin podría dirigir un banco de inversiones?

Lucy lo miró con recelo.

–¿De verdad me estás diciendo que puedes montar a caballo como lo hace Kevin?

–No estoy diciendo que sea bueno; sólo digo que podría ser un «hombre de verdad», como tú dices, si quisiera.

Como de costumbre, su rostro se mostraba totalmente inexpresivo mientras que su voz escondía ese tono de burla y diversión que tanto la irritaba. No se creía nada de lo que había dicho. Se estaba riendo de ella, le estaba tomando el pelo.

–Pues demuéstralo –dijo ella.

–¿Demostrarte que puedo montar a caballo? –Guy se rascó la barbilla con una media sonrisa–. Pues no sé cómo podría hacer eso aquí; todos los caballos están ocupados.

–Estamos en un rodeo. Hay muchos más caballos.

–¿Pero has visto a esos caballos? –le preguntó él con gesto de comicidad–. ¡La mitad de ellos están completamente locos!

–Dijiste que podías hacerlo –le recordó Lucy.

–Pero es que hay distintas formas de montar a caballo, no sé si me entiendes…

–Eres tú el que ha dicho que podía montar como Kevin. No creo que sea fácil, pero a todo hombre que se precie le gustan los desafíos. A ti, está claro que no –concluyó con tono desdeñoso.

Guy se acercó a ella, se quitó las gafas de sol y la miró directamente a los ojos.

–Yo no diría eso, Cenicienta –le dijo con tono suave y sonriendo.

Los ojos azules de uno parecieron quedarse prendidos a los del otro. Y fue en ese momento cuando Lucy entendió que sentía algo por ese hombre.

Desde que había llegado, ella lo había visto como un joven demasiado guapo y con demasiado encanto como para ser real, pero ahora, de pronto, lo veía como a un hombre. Un hombre con una cálida piel bronceada, una barba de tres días con brillos dorados, una nariz ligeramente encorvada y unas pequeñas arrugas alrededor de sus ojos azules. Algo se despertó en su interior al darse cuenta de que él sí que era un hombre de verdad.

–De hecho –prosiguió Guy–, yo diría que puede que me gusten los desafíos más que a cualquier otro hombre.

Lucy consiguió burlar el magnetismo de los ojos de Guy y pudo apartar la vista de ellos antes de dar un paso atrás.

–Entonces, ¿lo harás? –se sentía extraña, como si la tierra se estuviera abriendo bajo sus pies.

Guy volvió a sonreír y, al hacerlo, aceleró el pulso de Lucy.

–Pero sabes que sería más sencillo si directamente me creyeras, sin tener que demostrártelo.

–Te creeré cuando participes en la siguiente ronda. Tienes que echarle el lazo a un ternero

–¿Echarle el lazo? ¿Es que no había nada más complicado? –comentó Guy divertido–. Así que además de intentar mantenerme sobre el caballo tengo que atrapar a un ternero con una cuerda.

–Será todo un desafío. Y, como tú mismo has dicho, ¡eso te gusta!

–Vale, de acuerdo, si para convencerte hay que llegar hasta ese punto… –se detuvo cuando el público exclamó un «¡ooooooh!»–. ¿No es ése Kevin?

–¿Kevin? –Lucy se volvió bruscamente y se encontró a Kevin rodando por el suelo para esquivar las pezuñas de los caballos mientras lo envolvía una pequeña nube de polvo; sin embargo, estaba sonriendo cuando se levantó y la gente aplaudía, así que probablemente habría aguantado sobre el caballo más tiempo que los demás participantes.

¡Y ella se había perdido su momento de gloria! Lucy se sentía furiosa con Guy por haberla distraído. Cuando Kevin comenzó a dirigirse hacia ella, Lucy le mostró una brillante sonrisa que excluía intencionadamente a Guy.

–Has estado espléndido –dijo, con la esperanza de que hubiera estado tan concentrado intentando no caer del caballo como para no darse cuenta de que ella había estado hablando con Guy en lugar de estar mirándolo a él.

–No ha estado mal –añadió Kevin, como quitándole importancia.

–Felicidades –dijo Guy, una vez más, metiéndose en lo que no le llamaban. Cualquiera con un poco de sensibilidad habría puesto una excusa para marcharse y dejarla a solas con Kevin, pero ¡no! Él se quedó allí mismo, estrechándole la mano a Kevin, mostrándose simpático e interesado y preguntándole trucos para mantenerse sobre el caballo el máximo tiempo posible. ¡Incluso consiguió que Kevin se mostrara locuaz!

–¿No crees que deberías irte y prepararte para la prueba del lazo, Guy? –lo interrumpió Lucy–. ¿No querrás perder la oportunidad de intentarlo, verdad?

–Guy, ¿vas a participar? –le preguntó Kevin, interesado.

–Eso parece –y sonrió–. Lucy me ha propuesto un desafío que no puedo rechazar, aunque no estoy seguro de que pueda hacerlo. No me extrañaría que los organizadores se negaran a dejar participar a aficionados.

Pero Lucy no iba a dejar que se librara tan fácilmente.

–Al menos puedes ir y probar.

Kevin se quedó perplejo cuando vio a Guy alejarse.

–No sabía que supiera usar el lazo –dijo él.

–Y no sabe –respondió ella con desdén–. Se está marcando un farol. Volverá de un momento a otro poniendo cualquier excusa para no hacerlo.

Pero Guy no volvió. Y Lucy debería haberse sentido completamente feliz de estar, por fin, a solas con Kevin, pero algo volvió a distraerla: las risas que provenían del grupo de participantes. Cada vez que miraba hacia allí, podía ver a Guy, haciendo payasadas, fingiendo que se confundía al montar sobre el caballo del revés, pidiendo prestado un sombrero y, en general, haciendo reír a todo el mundo.

¡Ese hombre era un auténtico espectáculo! Lucy volvió la mirada hacia el rudo y guapo Kevin, pero era difícil concentrarse con Guy dirigiéndose al público y bromeando con ellos.