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© 2018, Linda Howington

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

No te dejaré atrás, n.º 244 - noviembre 2018

Título original: The Woman Left Behind

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: María Perea Peña

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC,New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imágenes de cubierta: Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-400-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

La congresista Joan Kingsley estaba paseándose por su casa, de noche, en silencio y a oscuras. No quería encender ninguna luz, porque, últimamente, prefería la oscuridad. Detestaba que brillara el sol, que la gente se riera, que pasaran los días. Tenía tanta angustia en el alma que lo único que podía hacer era seguir funcionando para cumplir con sus obligaciones.

Odiaba la casa. Se le había quedado demasiado grande. Sin embargo, no era capaz de marcharse. Dexter y ella se habían enamorado de aquella casa a primera vista, y habían hecho un gran esfuerzo económico para comprarla, porque, desde el principio, les había parecido su hogar. Allí habían criado a su hijo y habían visto cómo sus sueños de riqueza y poder se hacían realidad. Habían tenido que trabajar hasta el agotamiento para conseguirlo, pero era allí donde lo habían planeado casi todo y donde habían visto cómo llegaba a buen término.

Pero, sin Dexter, la casa se había quedado vacía.

Lo había querido tanto… Todavía lo quería. La muerte no acababa con el amor; el amor seguía su camino, pero, en vez de ser una sensación de calor y de brillo, se había convertido en dolor.

Ella tenía la culpa de que Dexter hubiera muerto. Ella, y Axel MacNamara. Odiaba a aquel hijo de perra con una ferocidad que se hacía más y más intensa con el paso del tiempo. Él todavía la tenía vigilada. La seguían, e interceptaban y leían todas sus comunicaciones. En realidad, MacNamara pensaba que interceptaban y leían todas sus comunicaciones, pero, con suerte, lo que él ignoraba era lo que iba a hacerle daño, por supuesto. Ella misma lo estaba planeando así.

MacNamara pensaba que la tenía neutralizada. La había obligado a dimitir de su puesto de poder; su marido había muerto y su cohorte dentro de los GO-Teams había huido del país.

Por el momento, dejaba que él siguiera creyéndolo. Devan Hubbert era más listo que cualquiera de los demás expertos informáticos que MacNamara tuviera en nómina. Mucho más listo. Con tiempo, y con las herramientas necesarias, Devan podía atravesar cualquier barrera de seguridad y entrar en cualquier sistema. Y, si la situación lo demandaba, era lo suficientemente flexible como para recurrir a tecnologías más sencillas. Se había puesto en contacto con ella a la semana de haber salido del país.

Ella no sabía por qué; ya no tenía ningún poder, ni podía acceder a información secreta o privilegiada, ni tenía influencia que vender. Devan estaba allí por el dinero, como había estado ella. Mantenerse en una situación de poder en Washington D.C era muy caro, pero para ganar dinero de verdad había que estar allí. Dexter ya se sentía satisfecho con lo que tenían, pero la había apoyado en su plan de vender información a los rusos y obtener un enorme beneficio. Con el dinero y el poder suficientes, ella podría haber llegado a la Casa Blanca. Qué irónico y qué amargo era que hubiese perdido la vida él, y no ella, por aquel plan. Su marido solo estaba haciendo lo que había hecho siempre: apoyarla.

Fuera cual fuera el motivo, Devan no había roto el contacto con ella, y tenía una idea para vengarse de MacNamara. Tal vez viera en aquello una oportunidad de ganar más dinero, aunque ella no entendía cómo. Por mucho que la noticia de su relación con los rusos estuviera silenciada por el momento, el hecho de matar a MacNamara no iba a servir para borrar lo que había sucedido.

No le importaba. Y el dinero, tampoco. Lo único que quería era vengarse de Axel MacNamara por la muerte de Dexter y, de paso, si podía llevarse por delante sus preciosos GO-Teams, mejor que mejor.

De cualquier forma, él tenía que morir.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

—Todos vosotros vais a ser reasignados —dijo Axel MacNamara, con tirantez.

Había diez empleados de varios departamentos en el despacho de MacNamara, que, para ser el despacho del responsable de una organización, era muy sobrio y pequeño. Jina Modell no había sido de las dos primeras personas en llegar a la reunión, así que las dos sillas que había frente al escritorio ya estaban ocupadas, y había tenido que quedarse de pie, como otros siete empleados.

Lo primero que sintió al oír el anuncio de MacNamara fue alivio. Ninguno sabía cuál era el motivo por el que los habían convocado a aquella reunión, y ella temía que se tratara de un despido, porque los recortes de presupuesto estaban a la orden del día, incluso en los proyectos oscuros costeados con dinero que estaba muy bien oculto y era casi invisible.

Obviamente, no era la única que había pensado que iban a despedirla, porque se oyeron suspiros suaves, casi un murmullo, por toda la habitación.

Entonces, frunció el ceño. Ella trabajaba en el departamento de Comunicaciones, y su trabajo le gustaba de verdad. Le gustaba el sueldo y le gustaba cómo se impresionaban los demás cuando se enteraban de lo que hacía, porque era muy impactante, incluso para Washington, D.C. Además, le gustaba poder patearles el trasero a los terroristas sin tener ni siquiera que abandonar el confort de una sala de control climatizada. Así pues, el hecho de que la reasignaran tal vez no fuera tan bueno.

—¿Adónde? —preguntó, después de unos momentos de silencio, durante los que nadie más hizo aquella pregunta.

MacNamara ni siquiera la miró.

—A los equipos —respondió él. Entonces, tomó una hoja de papel y la leyó con cara de pocos amigos, como si no le gustara lo que había escrito en ella, aunque, seguramente, al ser el responsable de la agencia, lo había escrito él mismo—. Donnelly, tú vas al equipo de Kodak. Ervin, tú, al de Snowman. Modell, Ace.

Siguió leyendo, asignándolos a diferentes equipos, aunque ninguno de ellos sabía cuál iba a ser su función.

«Ace» era el alias de operaciones de Levi Butcher. Ella había oído el nombre, pero no conocía personalmente a ninguno de los jefes de los equipos. Ace tenía la reputación de llevarse algunos de los trabajos más duros y… ¿qué iba a tener que hacer ella en su equipo?

Jina se había acostumbrado a pensar antes de hablar, porque era algo necesario en aquel trabajo. Nadie podía saber lo que hacía de verdad, ni saber con exactitud dónde trabajaba. En aquella ocasión, reflexionó durante un segundo, porque era necesario hacer algunas preguntas y, evidentemente, como todo el mundo estaba intimidado por MacNamara y su desagradable fama, nadie iba a formularlas.

Levantó la mano. MacNamara captó el movimiento y alzó la vista desde el listado.

—¿Qué? —le ladró.

—¿Qué se supone que vamos a hacer en los equipos? —preguntó.

Él se quedó sorprendido al oír de nuevo su voz, al darse cuenta de que era ella la que había hablado antes, en vez de uno de los hombres. Su voz era como era. Estaba acostumbrada a las reacciones. Lo que era mucho más interesante era la situación actual. No tenía información sobre los demás, pero ella estaba en Comunicaciones, y no tenía ningún entrenamiento para hacer lo que hacían los GO-Teams, que era crear el caos a una escala masiva.

—Llegaré más rápidamente a esa parte si dejas de interrumpirme —le espetó MacNamara.

—Solo he interrumpido una vez —dijo ella.

—Con esta, dos.

Tenía razón. Jina se quedó callada y, después de un segundo, él volvió a leer. Cuando todo el mundo supo a qué equipo le habían asignado, aunque no el trabajo que iban a hacer, MacNamara se recostó en el respaldo de la silla.

—Vosotros diez habéis obtenido las máximas puntuaciones en las pruebas de percepción espacial y de acción…

Jina se mordió la lengua para no preguntar. ¿Qué pruebas? Ella no había hecho ninguna prueba. Y, que supiera, los demás, tampoco.

—¿Qué pruebas de percepción espacial y de acción?

MacNamara fijó su mirada de fiera rabiosa en ella y, de nuevo, se hizo el silencio en la pequeña sala. Él comenzó a golpear con el extremo del bolígrafo sobre la mesa, con rapidez. Su expresión daba a entender que estaba en lugares donde podría arrojar su cuerpo. Seguramente, conocía muchos, y había usado unos cuantos.

Sin embargo, él dijo, con sequedad:

—Los videojuegos de la sala de descanso.

Ah. Se oyeron unos murmullos apagados por el despacho. Hacía varios meses les habían instalado unos videojuegos de guerra en la sala, y unos cuantos empleados habían empezado a jugar en todos los descansos y a competir para ver quién obtenía la máxima puntuación. Jina tenía mucha práctica en aquel tipo de juegos. Había participado en la amistosa competición y había ganado con regularidad, y había conseguido fastidiar a los chicos que tanto hablaban de que a las chicas no se les daban bien los juegos. Les había dado una lección. Aquellos videojuegos eran complicados y muy realistas, mucho más avanzados que cualquier otro producto comercial. Eran increíblemente sofisticados y, a la vista de los hechos, increíblemente solapados, también.

Volvió a levantar la mano. Vaya, ¿acaso era la única que sabía hablar? ¿Por qué no hacían preguntas y observaciones los demás?

MacNamara se pellizcó el puente de la nariz y rezongó en voz baja.

—Yo no estoy capacitada para formar parte de un equipo —dijo. Se avergonzaba de decir algo tan obvio, pero era la verdad. Por muy bien que ella hubiera quedado en el ranking de los videojuegos, los miembros de los GO-Team eran superhombres. Podían recorrer kilómetros nadando o corriendo, porque pasaban muchas horas entrenándose. Tenían una puntería muy certera. A veces trabajaban con mujeres que estaban igualmente capacitadas, pero ella no era una de esas mujeres. Sabía nadar y corría de vez en cuando, pero no era la reina del deporte.

—Ninguno de vosotros está capacitado —respondió MacNamara—. Todos vais a recibir entrenamiento. Y, de todos modos, no vais a tomar parte en la parte física de las operaciones.

—Entonces, ¿qué es lo que vamos a… —quiso preguntar Jina.

—Os recuerdo que vuestro contrato incluye una cláusula de confidencialidad. La respuesta es la siguiente: los miembros del equipo tienen una gran capacidad de percepción de las situaciones, pero a un precio muy elevado. Darse cuenta de que se acerca un pastor de cabras y calcular el tiempo que va a tardar en llegar hasta ellos les distrae del objetivo de la misión. No mucho, porque estamos hablando de gente lo suficientemente buena como para formar parte de un GO-Team, pero, aun así, hasta el último segundo cuenta. Hemos hecho miles de análisis y, en todas las ocasiones, el hecho de tener un operador in situ dedicado al movimiento, los tiempos y la percepción espacial ha sido una gran ventaja. El operador utilizará un dron controlado por ordenador para vigilar los alrededores. Con esa visión extra, el porcentaje de posibilidad de éxito de la misión aumenta en un tres por ciento, y el riesgo de muerte de uno de los miembros del equipo disminuye en un dos por ciento. Los cambios son pequeños, pero muy importantes.

«Sobre todo para los miembros que se convierten en bajas», pensó Jina, irónicamente.

Bien, entendía la importancia de lo que les estaba diciendo MacNamara. Lo que no entendía era qué podía hacer ella en una situación de combate. No era atlética, no era intrépida, no era adivina, así que, ¿cómo demonios iba a saber en qué dirección iba a continuar caminando el pastor de cabras? Nunca había tenido la ambición de ser buena en ese tipo de cosas. Se le daba bien jugar a un videojuego de guerra en particular, eso era todo.

No iba a funcionar.

—Esto no va a funcionar —dijo.

MacNamara apoyó la cabeza en las manos y se agarró el pelo como si fuera a arrancárselo, aunque tenía que admitir que tal vez él estuviera pensando en aplastarle el cráneo.

—No, claro —dijo él, con un rugido—. Como si nosotros no supiéramos lo que estamos haciendo, como si no hubiéramos estudiado todas las posibilidades y los posibles obstáculos, como si no os hubiéramos analizado a vosotros diez hasta que hemos llegado a saber más de vosotros de lo que vosotros mismos sabéis. Hemos pensado en lanzaros a esto para reírnos un rato, para ver hasta qué punto podéis echarlo todo a perder.

A ella no le gustaba que la analizaran sin que supiera que la estaban analizando. Por otra parte, sabía que los analistas de la empresa eran de los mejores en su campo, así que, al menos, eso le daba seguridad, aunque no estuviera demasiado convencida.

—¿Y si alguno de nosotros no está interesado? —preguntó, ya que nadie más lo hacía.

—Entonces, recoged vuestras cosas y buscaos otro trabajo —replicó MacNamara, con una mirada fulminante—. No quiero pusilánimes. Ya hemos contratado a gente para que ocupe vuestros puestos anteriores.

Por fin, otro se atrevió a hablar.

—Así que, si no superamos el entrenamiento, o resultamos heridos en una misión, nos hemos quedado sin trabajo.

—Yo me ocupo de mi gente —rugió MacNamara—. Si alguien resulta herido, recibirá el mismo tratamiento que cualquier otro miembro del equipo. Tendrá asistencia médica, una reasignación de puesto, una pensión… lo que sea necesario. Este es un trabajo muy duro. De toda la gente que ha jugado a esos videojuegos, vosotros sois los diez que obtuvisteis la puntuación más alta, y yo no estaría haciendo todo esto si no pensara que merece la pena correr el riesgo por el beneficio que puede aportarnos. No vais a veros inmersos en combate a menos que algo salga mal, pero es necesario que estéis en forma y que vuestras habilidades de campo estén lo más afinadas posible, para que no seáis un estorbo para los operadores de la misión. ¿Hay alguna pregunta más? No. Eso me parecía a mí. Limpiad vuestros antiguos escritorios y presentaos mañana a las siete en punto en el sótano, con pantalones cortos, una camiseta y calzado especial para atletismo. Os llevarán a otra localización y comenzará vuestro entrenamiento físico.

«Entrenamiento físico. Oh, Dios mío», pensó Jina. «Tierra, trágame».

 

 

La furgoneta en la que iban, una Ford Transit de quince plazas, decrépita y oxidada, se detuvo en seco con un chirrido de los frenos. Los asientos estaban desgastados y tenían desgarrones, y en el suelo había un agujero por el que se veía el asfalto pasar por debajo de ellos. El motor tosía como un fumador empedernido. A Jina no le habría sorprendido que hubieran tenido que empujarla hasta su destino.

Sin embargo, la furgoneta llegó, no sin muchos rezos y dedos cruzados. El hombre que iba a su lado abrió la puerta, y ellos diez salieron. El último cerró la puerta y, al instante, el conductor aceleró y se marchó.

Todos miraron a su alrededor.

—¿Dónde demonios estamos? —preguntó uno de los chicos.

«En medio de ninguna parte», pensó Jina. Ella había ido prestando atención al camino y sabía que estaban en alguna parte de Virginia. La furgoneta los había dejado en el extremo de un campo grande y abierto, lleno de pilas de balas de heno, de paredes de madera, de cuerdas gruesas con nudos, hileras de alambre de espino y otros objetos cuyo uso no resultaba tan claro, pero que, seguramente, estaban destinados a la tortura. La suya. Todo el campo estaba rodeado por una pista de tierra que se adentraba en el bosque que había al otro lado; la pista no era una pista normal y corriente, sino que tenía elevaciones de piedras, colinas y tramos de arena y barro. Lo que no había era ni rastro de civilización, ni siquiera una cafetería.

A pesar del poco tiempo que llevaban allí, ya notaba el polvo rojo del terreno en la garganta y en la nariz. En Georgia había visto mucho polvo rojo, y no le tenía miedo, pero tampoco le gustaba. No le gustaba la tierra, no le gustaba sudar y no le gustaba nada de aquello.

Sin embargo, el sudor era mejor que el paro, al menos, por el momento. Ya vería lo que hacía al día siguiente.

Había gente moviéndose a su alrededor en una especie de caos. Unos treinta hombres, dispersos por la zona de entrenamiento, haciendo cosas que parecían imposibles para los seres humanos normales y corrientes. De repente, se oyó una ráfaga de disparos, y ella miró a su alrededor con angustia para ver de dónde procedían. Sin embargo, no había ninguna diana a la vista. El aire se llenó del olor acre de la pólvora quemada, así que quienes disparaban debían de estar cerca. Su pequeño grupo permaneció unido, observando en silencio a los otros hombres, los que estaban haciendo cosas de un peligro mortal que ellos tenían que aprender. Y no podían decir nada: o lo hacían, o tendrían que empezar a buscar otro trabajo.

El sol caía a plomo, y ella ya estaba sudando. El polvo infernal había convertido su garganta en el Valle de la Muerte. Por fin, alguien se fijó en ellos, o decidió que ya les habían hecho esperar lo suficiente, porque era dudoso que algo escapara de la atención de aquellos hombres. Un tipo enorme y forzudo, con la cabeza afeitada, muy moreno por el sol, se les acercó. Llevaba una camiseta de color verde oliva, empapada en sudor, unos pantalones caqui y unas botas especiales para el desierto. Estaba cubierto por una fina capa de polvo, salvo en los lugares donde el sudor lo había convertido en barro. Parecía una muralla de músculos en movimientos. Cuando se acercó, les preguntó:

—Vosotros sois los nuevos, ¿no?

Los diez asintieron en silencio.

—Yo soy Baxter —dijo el tipo, sin molestarse en especificar si era su nombre de pila o su apellido—. Bien, vamos a empezar de la misma manera que si fuerais a entrar al Ejército. Primero, vais a correr. Necesitamos saber quién está en buena forma física y quién no. Seguidme.

Empezó a correr con un trote relajado, moviéndose con una sorprendente facilidad, teniendo en cuenta lo voluminoso que era. Ellos diez se miraron dubitativamente y, después, lo siguieron con buen ánimo. Jina se mantuvo en medio del grupo, intentando no perder de vista la cabeza afeitada de Baxter. No quería llegar la última, pero tampoco quería ser la primera para no llamar la atención. La clave era reservar las fuerzas, porque no sabía lo que iban a tener que hacer después.

Aquella era la teoría, pero, en la práctica, no dejaba de toparse con los que iban por delante. Además, todos eran de mayor estatura que ella y le impedían ver el terreno. Se tambaleó al encontrarse de repente, bajo los pies, una de las elevaciones de piedra de la pista, y estuvo a punto de caerse cuando el terreno descendió con brusquedad, y volvió a tambalearse cuando entraron en un tramo de arena tan blanda que se le hundieron los pies en ella. Claro, por eso todos los hombres que estaban entrenando allí llevaban botas, y no zapatillas de deporte. Los únicos que llevaban zapatillas eran sus nueve compañeros y ella, aunque MacNamara había dicho específicamente que se pusieran calzado especial para atletismo.

Acababa de aprender una lección: preguntarle a la gente que hacía aquel tipo de ejercicio cuál era el mejor calzado.

Eso, suponiendo que no fuera la primera expulsada del entrenamiento.

«Y un cuerno», pensó. No quería que la asignaran a un GO-Team, pero tampoco quería fallar. Ella se había criado en el campo, en el sureste de Georgia, corriendo descalza la mayor parte del año, así que podía estar a la altura de unos tipos que solo habían corrido en una pista de deportes o por las calles de la ciudad.

Después de cinco minutos, empezaron a arderle un poco los músculos, y el corazón le latía con fuerza, y tenía la respiración acelerada. ¡Cinco minutos! Estaba en peor forma física de lo que creía. Entonces, los tipos que iban tras ella ya se habían dado cuenta de que una chica los estaba ganando, y comenzaron a esforzarse más.

Jina también corrió con más fuerza, porque quería mantenerse en la mitad del grupo. Eso era lo único que tenía que hacer. No tenía que ganar ninguna carrera, solo hacer lo necesario para no llamar la atención.

De repente, alguien la adelantó bruscamente y la empujó con un hombro. Ella perdió el paso y, cuando lo recuperó, ya estaba al final del grupo. Entre jadeos, le clavó una mirada asesina al que la había empujado. Era Donnelly; estaba en su departamento, y ella creía que lo habían asignado al equipo de Kodak. Kodak era un tipo afable; ella habría elegido su equipo si le hubieran dado la oportunidad.

Donnelly era un desgraciado. Jina tomó aire y aceleró. Adelantó a unos cuantos de sus compañeros y se colocó justo detrás de Donnelly, a un lado. El terreno era tan irregular que era peligroso desviar la atención de la carrera, pero había cosas que ella no podía dejar pasar. Donnelly debió de sentir su presencia detrás de él. Le echó una mirada rápida, por encima del hombro, y ella aprovechó aquel momento de falta de atención suya para dar una patadita en mitad de su paso. No le puso la zancadilla, porque ella también se hubiera caído, pero la patadita fue suficiente como para que él tropezara y se cayera de bruces, moviendo los brazos aparatosamente.

Baxter debía de tener ojos en el cogote, porque, sin darse la vuelta, gritó:

—¡Levántate y corre!

Donnelly se levantó rápidamente y los siguió, a unos cuantos metros por detrás. No había muchas esperanzas de que los alcanzara, a menos que hubiera reservado fuerzas, cosa que, seguramente, no había hecho. Miró hacia atrás rápidamente y lo vio; estaba rojo y tenía la boca abierta.

¿Por qué demonios la había empujado? Ella nunca le había hecho nada, no había cruzado ni una palabra con él. Era cierto que le había ganado en los videojuegos, pero había ganado a todo el mundo, no solo a él. Bueno, debía de habérselo tomado como algo personal.

Pues lo sentía mucho. Solo era un juego, y ella no habría jugado si hubiera sabido que iba a llevarla a aquella situación. Prefería estar sentada en un edificio con aire acondicionado en vez de tener que correr con aquel calor, con las zapatillas llenas de arena fina que le estaba raspando la piel de los pies y con la boca y los pulmones llenos de polvo. Le dolían las piernas. Tenía ganas de vomitar.

Uno de sus compañeros, a quien ella no conocía, se detuvo, apoyó las manos en las rodillas y vomitó. Ella tomó aire para no hacer lo mismo. No iba a vomitar, no iba a vomitar, no iba a vomitar…

Justo cuando pensaba que iba a tener que vomitar, Baxter alzó un brazo.

—¡Descanso para tomar agua! —gritó.

Oh, Dios. Jina se detuvo y se obligó a sí misma a permanecer erguida, mientras tomaba aire desesperadamente. Todos estaban jadeando del mismo modo. Tenía muchas ganas de inclinarse hacia delante, pero, si lo hacía, podía desplomarse o vomitar, así que miró al cielo y se concentró en tratar de que no se le doblaran las rodillas temblorosas.

—No os quedéis ahí parados, bobos —les ladró Baxter—. ¡Tomad botellas de agua! ¡Hidrataos!

Agua. Había agua. Había una nevera grande sobre un banco de madera. La nevera estaba abierta y, en su interior, había hielo y botellas de agua. Ella se abrió paso entre los cuerpos más grandes de los hombres y tomó una botella. Le temblaban todos los músculos del cuerpo. Mientras intentaba desenroscar el tapón, la botella se le cayó al suelo y rodó entre los pies del grupo. ¡Mierda! En vez de tratar de recuperarla, tomó otra. Agarró algunos pedazos de hielo y se los puso en la nuca. Al instante, sintió tanto alivio que suspiró. Tal vez no vomitara. Tal vez no se desmayara.

—Patético —dijo Baxter, con desagrado—. Seguro que unas cuantas tortugas irían más deprisa que vosotros. La mitad estáis a punto de desmayaros, y solo hemos corrido tres kilómetros y medio. La otra mitad no está mucho mejor. Demonios, hijo, ¿estás vomitando?

Un momento, pensó Jina, ¿tres kilómetros y medio? ¿Solo habían corrido tres kilómetros y medio? En primer lugar, un hurra, porque había corrido tres kilómetros y medio, pero… ¿no deberían haber corrido treinta y cinco? Su corazón y sus pulmones pensaban que sí. Claramente, Baxter tenía mal el podómetro.

Se enjugó el sudor de la cara y tomó más agua. Cuando bajó la botella, vio algo amenazante.

Entrecerró los ojos. A su grupo se estaban acercando siete hombres que daban miedo. Eran muy grandes, estaban llenos de polvo y de sudor, tenían muchos músculos y no sonreían. Se movían de una manera que transmitía poder. Tenían varias armas prendidas al cuerpo, algo que ya daba miedo de por sí. Aunque aquello fuera un entrenamiento, los cuchillos y las armas de fuego eran de verdad.

Además, estaban concentrados en su grupo de nuevos como si fueran leones concentrados en una manada de ñus.

Jina notó un cosquilleo de alarma en la piel. Se quedó mirando a la muralla de músculos que avanzaba hacia ellos, preguntándose con inseguridad qué iba a ocurrir.

—Eh, tíos —les dijo a los demás, para avisarles. Sin embargo, al mirar alrededor, se dio cuenta de que se había quedado sola, de que Baxter se había llevado a sus compañeros sin que ella se diera cuenta.

¡Demonios! Rápidamente, dio un paso hacia su grupo, pero no pudo continuar, porque la muralla de hombres enormes estaba ya rodeándola. Siete tipos que la miraban fijamente, sin una sola sonrisa. De repente, se sintió muy insignificante, y eso no le gustó nada.

Se le aceleró el corazón. Su instinto más primitivo le dijo que estaba a merced de siete depredadores, y que podía suceder cualquier cosa, lo que les había estado ocurriendo a las mujeres desde siempre, desde antes que las cavernas y los taparrabos. Las mujeres inteligentes nunca bajaban la guardia.

Quería un arma, cualquier arma. Como no la tenía, se irguió de hombros, entrecerró los ojos y los miró de manera beligerante, esperando a que alguno de ellos hablara. Hasta el momento, lo único que habían hecho era asfixiarla con su excesiva cercanía y su olor a sudor y testosterona.

Ellos eran siete, y ella, una. Ya estaba agotada por el entrenamiento con Baxter. Aunque hubiera podido salir corriendo, cualquiera de ellos la habría alcanzado.

Pero, no, no iba a salir corriendo. Ellos no iban a amedrentarla.

El más grande de todos habló por fin. Tenía una voz grave y áspera, como si hiciera gárgaras con rocas.

—Nos han dicho que eres nuestra chica.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Jina los miró a todos, aunque estaba demasiado nerviosa como para poder ver de verdad sus caras, o como para poder concentrarse en cualquier cosa, salvo en que eran muy grandes y la tenían rodeada. Sin embargo, sabía que tenía que actuar de una manera calmada y controlada. El instinto también le dijo que no debía enfadarse por el hecho de que la llamaran «chica». Para ganar una batalla era preciso tener sentido de la oportunidad, y aquella no era la ocasión más idónea. Era su primera reunión y todos la estaban rodeando, probablemente se sentían un poco hostiles y dudaban que pudiera hacer el trabajo. Así pues, dijo:

—Entonces, supongo que vosotros sois mis chicos.

El tipo más grande se quedó mirándola fijamente.

—Babe —dijo, en un tono de sorpresa.

Todos se quedaron asombrados con su voz. Era una voz grave, como de humo, y un poco rasgada, mucho más sexy que su propia apariencia física. Ella había tenido que soportar las reacciones a aquella voz suya durante toda la vida. Cuando era niña, incluso, la gente que hablaba con ella por teléfono pensaba que estaba hablando con una mujer adulta.

Otro de los tipos dijo:

—Creo que acabas de ponerle el alias.

¿Cómo? ¡Ni hablar! Ella sabía qué quería decir eso. Todos tenían alias, pero ella no quería ser Babe, ni humana, ni cerdito. Quería un alias sofisticado, un alias de chica mala, para que la gente que lo oyera supiese que no podía meterse en líos con ella.

—Nada de Babe. No me gusta —dijo—. Me gusta Granada, o Asesina, o algo así.

Al oírlo, ellos se rieron.

—Lo siento, pero no puedes elegir —dijo el tipo grande.

—Nadie me va a tomar en serio.

—De todos modos, no te tomamos en serio —respondió él, con frialdad.

—Puede que todavía no, pero lo haréis —replicó ella, y lo miró con cara de pocos amigos.

Ellos se rieron de nuevo. Todos, salvo el tipo grande. No parecía que tuviera mucho sentido del humor. Aunque ella tampoco estaba bromeando.

—Pues será lo mejor, porque nuestras vidas dependen de que hagas bien tu trabajo —dijo él—. Por eso nos vamos a encargar de tu entrenamiento. Ya lo tenemos todo preparado.

Oh, oh. No. Iban a acabar con ella. Estaban muy por encima de sus posibilidades. Ella quería seguir corriendo en medio de un grupo de nuevos, no quería verse humillada por un grupo de tipos con un entrenamiento de élite. Tal vez pudiera entrenarse con ellos al cabo de seis meses. Señaló vagamente en la dirección en la que se habían marchado los otros.

—No, tengo que quedarme con mi grupo —dijo—. Todavía no estoy preparada para vuestro nivel, de verdad.

—Eso ya lo sabemos —dijo el tipo más pequeño de todos, lo cual era algo relativo, porque medía más de un metro ochenta. Tenía la cara tan manchada que, seguramente, no iba a reconocerlo cuando se la lavara, pero sus ojos eran azules y tenía algo que parecían dos cicatrices en medio de la frente—. Pero te vamos a preparar mucho antes que Baxter, porque él tiene que ocuparse de todo el mundo, y nosotros solo vamos a ocuparnos de ti.

Ella tuvo pánico. Tragó saliva, y dijo:

—Estoy perdida.

—No te haces una idea —respondió el tipo grande, y le hizo una seña para que los siguiera—. Vamos a empezar.

Oh, Dios.

 

 

Seis horas después, Jina estaba tendida en el suelo, mirando el cielo azul y pensando que romperse algún hueso sería mejor que aquello. Tal vez pudiera hacer algo así: caerse y romperse las dos piernas, o provocarse una conmoción cerebral, cualquier cosa, con tal de salir de aquel infierno. No le gustaba estar sudorosa y sucia, pero estaba cubierta de suciedad. No le gustaba estar a punto de vomitar, pero ya había vomitado dos veces delante de sus compañeros de equipo. Por desgracia, ni siquiera vomitando había conseguido que sintieran compasión de ella. El de los ojos azules, cuyo alias era Snake, había dicho: «Eso nos ha pasado a todos». Y el tipo grande, que era Ace, el jefe, había dicho: «Levántate y mueve el culo».

Idiota.

Todos eran unos idiotas, pero él era el idiota más grande de todos, literal y figurativamente. También era el jefe, y la había mirado como si estuviera esperando que se rindiera y confirmara la mala opinión que tenía de ella. Por ese motivo, ella se había negado a rendirse. Se había levantado y se había puesto en marcha. En una marcha con la que apenas avanzaba, pero que, al menos, la había hecho moverse.

En aquel momento, Ace le tendió una botella de agua.

—Vamos, bebe —le ordenó, y ella movió un brazo muy dolorido para tomar la botella, aunque no sabía cómo iba a beber agua así, tumbada boca arriba. Tal vez debiera echársela por la cara y succionar un par de gotas.

No, eso no iba a servir. Ya se sentía lo suficientemente mal por haber vomitado delante de ellos. Así que iba a sentarse y beberse el agua.

Con un gruñido, rodó, se colocó de costado, metió el codo izquierdo bajo su cuerpo y se elevó hasta que estuvo casi recta. Con otro doloroso esfuerzo, consiguió sentarse. Abrió la botella de agua y la inclinó para tomar dos sorbitos, porque ya había aprendido que no debía dar tragos grandes. Después de beber un poco, le lanzó una mirada torva a Ace.

—Te odio —le dijo—. Os odio a todos. Sois unos matones y unos sádicos. Seguramente vuestro hobby es asustar a los niños en Navidad, en vez de en Halloween. Todos vosotros —repitió.

Snake se sentó en el suelo, a su lado.

—Vamos, vamos, no seas así —le dijo, alegremente—. Te vamos a poner en forma. Vas a estar más en forma que en toda tu vida. Vas a poder correr y nadar muchos kilómetros…

—Yo no quiero correr ni nadar —respondió ella—. No quiero que me duela al respirar. No quiero tener tierra debajo de las uñas y ¡mira! —exclamó, y le mostró la mano. Tenía las uñas llenas de tierra, y la mayoría de ellas se le habían roto. Normalmente, no llevaba las uñas largas, porque era incómodo para trabajar con el teclado del ordenador, así que no le importaba que se le hubieran roto. Pero, la tierra… no. Eso, no.

Todos los miembros del grupo se sentaron en el suelo, formando un círculo. Durante las últimas seis horas, ella había aprendido sus alias y sus nombres. Ace era Levi Butcher, el jefe del equipo, y un tipo duro. Daba miedo, porque tenía unos ojos oscuros e inexpresivos con los que la miraba fijamente, como si quisiera diseccionarla. Había dejado bien claro que no quería que estuviera allí, pero que, como estaba, iba a ponerla en forma aunque eso acabara con ella. No sabía qué era lo que prefería él, si matarla o ponerla en forma, pero estaba casi segura de que era lo primero.

Snake era el médico del equipo y, por lo general, era el más alegre. Por ese motivo, ella había pensado bien de él al principio, pero después había tenido que preguntarse qué clase de sádico se ponía de tan buen humor haciendo sufrir a otra persona. Casi tenía ganas de darle una bofetada por hacer que desconfiara de la alegría de los demás.

Crutch era rubio y callado, pero, por lo que ella había visto, era el más proclive a hacer bromas en la práctica. Su silencio era engañoso y, por eso, ella se había mantenido alejada de él. No quería ser víctima de una de sus bromitas. No podía soportar esas gamberradas en aquel momento. Casi no podía soportar ni el hecho de caminar.

También estaba Boom, que parecía el mayor de todos ellos. Debía de tener cerca de cuarenta años. Era muy grande y voluminoso, pero rápido y muy ágil.

Trapper parecía tan afable como Snake, pero, una vez más, aquella era una impresión engañosa, porque era el francotirador del equipo, lo cual significaba que se le daba muy bien matar a gente. Jina no quería pensar en eso. Ella sabía lo que hacían los GO-Team, pero no esperaba que sus miembros parecieran personas tan normales, aparte de su condición física de superhombres. Trapper contaba chistes, se reía de las bromas y tenía la misma actitud competitiva que los demás, con la que se enfrentaban a todo.

Jelly, por el contrario, era tan joven que no debía de afeitarse todavía. También era el más dado a enfrentar a unos con otros, y se quedaba aparte, con una sonrisa de satisfacción, si conseguía que empezara alguna discusión. Daba miedo mirarlo. ¿Qué tenían aquellos tipos, que conseguía que ella sospechara de la alegría, de la sonrisa y del buen humor? Aquello estaba mal. Toda la situación era extraña.

El último era Voodoo. Aparentemente, él estaba aún más descontento de su presencia que el propio Levi. No tenía nada que decirle, no le había dado ningún consejo ni ningún ánimo, no había interactuado con ella de ningún modo. Era como si fuese invisible para él. Una pena no haber sido invisible también para los demás.

—Bebe toda el agua que puedas —le recomendó Snake—. Así no tendrás tantos dolores.

—No servirá de nada —respondió ella—. Mañana no me voy a poder mover.

—Pues tendrás que hacerlo —le dijo Levi—. Sea como sea. Cuando estamos en una misión, hacemos lo que tenemos que hacer, por mucho que nos duela o por muy mal que estemos.

Estupendo. Eso quería decir que no iba a tener un día libre para recuperarse.

—Date un baño de agua caliente —continuó Snake—. Y, después, de agua fría, con hielo, si puedes soportarlo.

Su mirada de espanto les dio a entender lo que sentía con respecto a eso, porque algunos se echaron a reír. Levi y Voodoo, no. Ellos se pusieron más serios aún.

Ella bebió más agua, tapó la botella y se puso de pie con esfuerzo.

—Bueno, chicos, ha sido genial —mentira—, pero, a no ser que queráis seguir matándome después de que oscurezca, tengo que volver con mi grupo para ir a casa.

—Pues buena suerte —dijo Levi—. Se marcharon hace una hora.

¿Cómo? Jina se giró y comprobó, con horror, que el campo de entrenamiento estaba desierto. Incluso Baxter se había ido. Todavía quedaban algunos coches en el aparcamiento. Eran siete, así que eran los coches de los miembros de su equipo.

—Yo te llevo a casa —se ofreció Jelly.

—No te fíes de él —dijo Trapper, rápidamente—. Conduce peor que un adolescente borracho. Yo te llevo.

Snake soltó un resoplido.

—Olvídalo. Tú la llevarías pasando por Nueva York porque te parecería algo muy gracioso. Yo la llevo.

—La llevo yo —dijo Levi, mientras se ponía de pie. Su voz profunda silenció las risas y detuvo al instante la discusión—. De todos modos, tengo que ponerla al corriente de algunas cosas.

No hubo más ofrecimientos ni más bromas. El jefe había hablado, y nadie se atrevió a contradecirlo.

—Vamos —le dijo a ella, y se encaminó hacia el aparcamiento.

Jina lo siguió con resignación.

Se fijó en que había dos tipos de vehículos: tres coches deportivos y cuatro todoterrenos. Ella esperaba que el de Levi fuese uno de los deportivos, para poder dejarse caer en el asiento sin más, pero, por supuesto, se trataba de uno de los todoterrenos, uno que podría haber sido de Darth Vader. Negro, mate, sin brillo. De hecho, no había nada brillante en todo el vehículo. No había nada cromado, ni en las ruedas, ni en el espejo retrovisor, ni siquiera en los abridores de las puertas.

—¿Cómo lo encuentras en la oscuridad? —preguntó ella—. ¿Le atas un globo?

—Se me da bien encontrar cosas en la oscuridad —dijo él, sin atisbo de sonrisa—. Las puertas están abiertas. Sube.

«Sube». Sí, claro. Jina abrió la puerta del pasajero y miró al interior. El suelo del coche era unos treinta centímetros más alto que el de un todoterreno normal. Cualquier otro día, ella hubiera subido a esa altura sin problemas, pero aquel no era cualquier otro día. Todos los músculos del cuerpo le temblaban de fatiga hasta el punto de que incluso caminar requería un esfuerzo supremo.

Levi se sentó detrás del volante y la observó con una expresión pétrea.

¿Acaso era una especie de examen? ¿Estaba esperando él que le pidiera ayuda? ¿Acaso creía que no podía subir a su asqueroso Vadermóvil?

Empezó a hacer exactamente eso. Tal vez, si pedía ayuda, el jefe la rechazara porque no estaba capacitada para formar parte del equipo. MacNamara había dicho que, si alguno no conseguía soportar las exigencias físicas del trabajo, no sería despedido. Si el hecho de no subir al todoterreno de Levi la libraba de aquella tortura física, lo más inteligente por su parte sería aprovechar la oportunidad.

Pero no podía. Rendirse no estaba en su ADN. Por muy tentadora que fuese aquella vía de escape, tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano, o debería asumir que era de las que abandonaba algo importante cuando la situación se ponía difícil.

—Debían de habérseles acabado los tanques cuando fuiste a comprarte el coche, y tuviste que conformarte con esto —rezongó, mientras se agarraba al reposabrazos con la mano derecha y se estiraba para asir el abridor de la puerta. Levantó un pie mientras le temblaban los brazos para intentar subir. No pudo. Los bíceps no soportaron el esfuerzo, y ella volvió al suelo.

Darth Vader no dijo ni una sola palabra. Esperó, mirándola fijamente con sus ojos impenetrables.

Ella miró por encima de su hombro, hacia atrás. Los otros seis estaban allí, observándola. Aunque le ofrecieran su ayuda, no podría aceptarla. Sin embargo, no parecía que tuvieran la intención de hacerlo. No eran sus amigos, y tenía que recordarlo siempre. Ella estaba allí porque la habían obligado, y a ellos les habían obligado a aceptarla en el equipo. Sospechaba que habían hecho un sorteo y Levi había tenido la peor suerte.

La peor suerte, ¡ja! Se impulsó hacia arriba.

Dios Santo, iba a subir a aquel todoterreno. Sin embargo, aún no pudo subir el pie lo suficiente como para tocar el suelo.

Entonces, miró a su alrededor, en busca de un cubo, o un bloque, o una… roca. Había una piedra del tamaño de su puño justo al lado del neumático delantero, como si Dios la hubiera puesto allí para ver si resistía la tentación de arrojársela a sus torturadores.

—Un momento —dijo, y arrastró la piedra hacia sí con un pie.

—¿Qué estás haciendo?

—Tomar una piedra. La necesito.

—No tires…

—Voy a subirme en ella —le espetó Jina, con tirantez—. No seas tonto.

Ooh. Vaya, seguramente, no debería llamarle «tonto» a su jefe.

—Disculpa, lo siento —añadió, mientras pensaba: «No lo siento en absoluto».

Él repiqueteó con los dedos en el volante, mientras esperaba.

Estaba claro que, si no conseguía subir con ayuda de la piedra, no iba a esperarla mientras buscaba otra cosa para ayudarse a subir. Podría pedirle a algún otro que la llevara, pero, demonios, aquello era un examen. Si suspendía, no iba a ser porque no se esforzara en intentar aprobar. Puso el pie izquierdo sobre la piedra y se elevó unos cinco centímetros muy valiosos. Volvió a agarrarse al coche y, por fin, consiguió subir el pie lo suficiente como para enganchar la punta de la zapatilla en el borde del suelo. Aunque le temblaban los músculos de las piernas y los brazos, él desgraciado de Butcher siguió allí, mirándola, como si no le importara en absoluto si se caía del todoterreno y se mataba contra el suelo, donde, seguramente, él atropellaría su cadáver al salir. Jina apretó los dientes para no decir nada de lo que pudiera arrepentirse y se concentró en poner todas sus energías en el último impulso hacia arriba.

Bueno, tal vez la palabra «impulso» fuera demasiado optimista. En realidad, pudo subir solo hasta la mitad; en ese momento, se le resbaló el pie, pero aterrizó sobre una rodilla, y eso era mejor, más seguro. Se agarró al extremo más alejado del asiento con la mano izquierda, se arrastró por el suelo del coche y, desde allí, pudo moverse laboriosamente hasta que se sentó en el asiento.

Los seis hombres que estaban en formación de animadoras, observándola, empezaron a vitorear y aplaudir. Ella les mostró el dedo corazón bien estirado y cerró la puerta de golpe. Se puso el cinturón y miró hacia delante, en silencio. Eso fue lo único que pudo hacer para reprimirse y no hacerle un gesto obsceno también al hombre que estaba detrás del volante.

Él arrancó el motor y metió la marcha. El sonido suave del motor llamó la atención de Jina. Ningún motor de coche comercial sonaba así. Teniendo en cuenta el aspecto del todoterreno y el sonido del motor, las modificaciones que le había hecho al vehículo seguramente habían invalidado el seguro.

Ella arrugó la nariz. El coche apestaba. O, más bien, el que apestaba era Levi Butcher, a sudor, a polvo y a testosterona. Después de olfatear un poco más, tuvo que admitir que ella también contribuía al mal olor. ¡Necesitaba darse una ducha tanto como tumbarse!