1 ¿Quién me mandaría a mí?

Lista de razones por las que la gente imagina que alguien quiere ser maestra de primaria:

Lista de razones por las que empecé a enseñar y por las que sigo enseñando:

¿Están locos los docentes?

¿Por qué elige la gente una profesión como esta? ¿Tan interiorizada tenemos esa primera lista de ahí arriba? ¿Piensa la gente en la educación como un trabajo fácil que poder hacer los próximos cuarenta años?

Dudo mucho que la gente se meta en esto (solo) por las vacaciones. Aunque me cuesta encontrar una definición de «vocación» que me guste, estoy convencida de que esta es una profesión vocacional. La mayoría de las personas que se lanzan a trabajar en educación lo hacen por razones que tienen poco o nada que ver con las condiciones de trabajo. Esa gente que aguanta en la brecha hasta la jubilación lo hace porque realmente cree en lo que hace; cree, como leí hace poco, que las tizas pueden cambiar el mundo (bueno, ahora las pizarras digitales) y que su trabajo importa.

Por supuesto, siempre se cuela alguien a quien la primera lista atrae mucho, cómo no. Recuerdan a aquellos y aquellas que les dieron clase y piensan: «Por favor, si ella pudo, cómo no voy a poder yo, este tiene que ser el trabajo más fácil del mundo, yo también quiero». Y lo cierto es que esas personas no están del todo equivocadas. Este trabajo no tiene por qué ser difícil. Puede ser muy sencillo, tanto como sentarse tras una mesa, abrir el libro de texto y poner a trabajar a veinticinco niños y niñas en absoluto silencio mientras lees un periódico deportivo. Todo el mundo conoce a un profesor así. De hecho, creo que, en la fauna de los docentes, esta es la especie que ha conseguido que el resto nos llevemos la mala imagen que últimamente tiene la sociedad del gremio.

Este tipo de profesores son los que tienen la respuesta para todo. De su boca nunca salen preguntas (a no ser que sea para preguntar cuándo es el próximo puente o por qué tiene que hacer él la sustitución), solo soluciones. En su clase nadie protesta, nunca hay problemas de comportamiento, las notas son más bien altas… Quizás todos los docentes deberíamos ser como los de este subgrupo. No se le puede reprochar nada.

Nada… A excepción de los problemas que saldrán en el patio, ya que en su clase no se trabaja la tutoría ni se les deja dar su opinión sobre nada. A excepción de que, con toda probabilidad, sus reuniones de evaluación con las familias dejarán mucho que desear, porque más allá de las notas no podrá decirles mucho sobre su hijo o hija. A excepción de que será de esas personas que se queja de todo, que no acepta cambios y que esgrime el «aquí siempre se ha hecho así» para no moverse de su poltrona y evitar a toda costa que alguien le haga aprender a usar una pizarra digital.

Pero, aparte de eso, todo bien. Dar clase es muy fácil.

¿Por qué seguimos en el aula?

Cuántas veces nos habremos hecho esta pregunta…

No quiero idealizar el trabajo docente, porque ni es tan fácil como lo pintan algunos ni tan lleno de lucha y romanticismo como lo pintan otros (y es verdad que esta versión de la educación solemos darla los propios docentes, sobre todo los que han salido del aula a dar charlas). Trabajar en el aula es eso, un trabajo, y como pasa en cualquier trabajo, tenemos nuestros días buenos y nuestros días malos. Sí, es verdad que a veces me he ido a casa con agujetas en las mejillas por sonreír, que ha habido momentos en los que no podía creerme que me pagaran por hacer esto, en los que he llegado a decir en voz alta que yo haría esto gratis (era muy joven, inexperta, soñadora y no tenía hipoteca). Pero también he salido de clase llorando más de una vez, me he ido a casa con una migraña provocada por la tensión del trabajo, he estado de baja por ansiedad y hasta he pillado piojos. (No puedo expresar en palabras la angustia de tener piojos siendo adulta. El picor. El asco. La impotencia. Las liendres.) Y en esos días se me ha pasado por la cabeza, como se le pasa por la cabeza a todo el mundo de vez en cuando, mandarlo todo a freír espárragos y cambiar de profesión.

¿Por qué seguir en algo que me hace sentir tan mal? ¿En qué momento se me ocurrió meterme en esta profesión? ¿Quién me mandaría a mí, con lo a gusto que estaría en una oficina de nueve a cinco, sentada frente a un ordenador que me haga caso sin tener que repetir la misma cosa ocho veces, sin broncas, sin llorar, sin tener que aguantar que me llamen vaga cuando salgo del trabajo?

Pero, por más que lo pienso, no se me ocurre ninguna otra profesión en la que quiera estar. Podría estar en una cadena de montaje, claro, en una librería, de secretaria en alguna oficina, pero no creo que aguantara mucho tiempo. Simplemente, porque nunca me he planteado hacer otra cosa que no sea enseñar.

¿Cómo es, realmente, dar clase?

Echemos un vistazo a una clase de primaria «normal». Vamos a hacer un agujero en la pared (en varias paredes, de hecho) y observar a un grupo de segundo o tercero en su día a día.

Nueve de la mañana. La profesora está preparada para la llegada de los niños y las niñas. Hoy no solo ha preparado las clases con mimo, sino que tiene ganas de verlos porque ha traído una caja con gusanos de seda y sabe que les van a encantar. Los pobres bichos van a ser el centro de su clase de ciencias; van a observarlos en su proceso de convertirse en mariposas, escribirán un diario, grabarán vídeos, harán presentaciones… Todo. (El mayor miedo de la profesora es que los gusanos se mueran antes de completar el proceso, porque no sabe cómo va a explicar los cadáveres pegados a la caja de cartón a criaturas de siete y ocho años.)

Llegan los niños y las niñas, pero no lo hacen solos. Aunque las normas del centro dicen bien claro que no se puede subir a clase si no es con cita previa, dos madres han llegado hasta el aula para decirle a la profesora que la niña tiene dolor de tripa, «por favor, llámame si se siente mal», y el niño no ha traído la camiseta para gimnasia, «pero voy a casa y se la traigo, ¿a qué hora tienen?». Mientras ellas hablan, la clase se va sentando, a excepción de tres chicos que corretean entre las mesas y tiran, sin querer, la caja donde están los gusanos de seda. Al ver los bichos, la mayoría de los pequeños grita; la profesora olvida a las madres, pone a salvo a los gusanos y calma los ánimos de la clase en tiempo récord, explicándoles qué son esos bichitos y por qué los ha traído. Una de las madres le susurra su preocupación por lo higiénico del experimento, y ella le asegura que se lavarán bien las manos antes de ir a casa. Las madres se van. La clase se calma.

La hora y media antes del recreo suelen usarla para trabajar la lectura, porque a esa hora están más tranquilos. El texto está pensado para el nivel medio de la clase, pero hay un grupo que se aburre porque es muy fácil y otro que se aburre porque es muy difícil (además de los tres niños que acaban de llegar del extranjero y que no entienden nada, pero que sonríen, felices). La profesora se pasea entre las mesas mientras leen en voz alta y aclaran el vocabulario, ayudando en persona a quien lo necesita. Cuando llega el momento de trabajar en parejas para hacer los ejercicios de comprensión, se sienta con el grupo que más la necesita sin dejar de controlar la clase con su vista de largo alcance y sus rayos láser, que ven lo que ocurre también debajo de las mesas, ya sean patadas o pellizcos. El grupo más rápido le lleva la tarea hecha cuando el grupo más lento aún no ha entendido qué hay que hacer. Ella les saca puzles, libros sobre mariposas y fichas extra que pueden hacer sin ayuda. Cuando llega el recreo, su pequeño grupo de rezagados termina el trabajo. Una de las niñas tiene una sonrisa de oreja a oreja porque por fin ha conseguido leer un texto ella sola. Otro se va casi llorando, porque no ha podido.

En el recreo, la profesora corre a por un café y aprovecha para pasar por el baño antes de reunirse con la logopeda para hablar sobre una niña que no termina de pronunciar ciertos fonemas. Después del recreo tienen Inglés y quiere sacar unas fotocopias para la clase de Matemáticas, pero justo cuando suena el timbre la jefa de estudios le dice que tiene guardia en sexto. Sin fotocopias, con el café atragantado y unas ganas terribles de pasar por el baño otra vez, la profesora acude a la clase de sexto y lidia, mal que bien, con el proyecto de las civilizaciones antiguas que están llevando a cabo. Como no los conoce, la clase intenta tomarle el pelo y se portan mucho peor de lo que suelen portarse con su tutora; ella termina poniendo un parte y mandando a dos a dirección y así consigue que el resto de la clase mantenga cierto orden hasta el final de la hora.

No tiene fotocopias para Matemáticas, así que improvisa y escribe las sumas y las restas en la pizarra. En lugar de hacérselas copiar en el cuaderno, los saca a la pizarra, algo que les encanta. Por una vez, el plan B ha funcionado mejor que el original. Suena el timbre que señala el final de la mañana y ella aprovecha para volver al baño y preparar cuatro cosas que necesita para la clase de la tarde antes de ir a comer a la sala de profesores. Como siempre, se lía trabajando y su hora y media para comer se convierte en media. Hoy no saldrá a tomar un café con el resto de las profesoras que comen en el centro. Le da el tiempo justo de lavarse los dientes antes de volver a clase

Por la tarde toca Conocimiento del Medio: «La ciudad». No es un tema tan divertido como «El espacio», «Los animales» o «El ciclo del agua», pero tampoco es tan aburrido como «El barrio». Están haciendo una maqueta de su ciudad favorita, y para ayudarles la profesora ha preparado material sobre las ciudades más bonitas del mundo (San Francisco, Ámsterdam, Cuenca). El suelo se llena de trozos de cartón, alguien derrama un bote de pintura y una niña aparece con la cara bañada en purpurina (por más que la profesora no recuerde haber traído purpurina ni entienda qué parte de la ciudad pueden representar con ella), pero toda la clase está trabajando con un nivel de ruido moderado y sin más peleas de las necesarias. Diez minutos antes de que suene el timbre, la profesora organiza una brigada de limpieza y consigue dejar la clase más o menos ordenada, más o menos limpia. Cuando los peques se marchan, ella termina de limpiar la pintura que se ha quedado en el suelo, apaga el ordenador, cierra las ventanas, baja las persianas, recoge sus cosas y recuerda que no ha preparado la presentación de los gusanos de seda. Mañana tienen gimnasia a primera hora (la madre de la mañana pensaba que era miércoles, pero no, todavía es martes), mucha mala suerte será que falte la profesora y le toque quedarse en clase. Tendrá tiempo mañana.

Se mete una hora en el coche de vuelta a casa. Si tiene familia, la acuesta para las ocho y media (marido o esposa incluidos). Si vive sola, se tira en el sofá y recuerda que antes tenía una vida, que solía ir a tomar algo cuando volvía del trabajo, que hace mil años que no se bebe una cerveza. Cree recordar que tiene alguna en el frigorífico, pero está demasiado cansada para ir hasta la cocina y, además, es muy probable que esté caducada. Se plantea seriamente si cenar merece el esfuerzo de levantarse del sofá. Decide que no. Se queda dormida en un ángulo extraño. A ver quién conduce mañana con semejante tortícolis.