Puré de pollo con patatas

Primera patata pelada. ¡Quién lo iba a decir! A mí, que lo máximo que había cocinado en el pasado era un huevo frito. Ahora mis hijos me llaman «el rey de los purés». «Dieta túrmix para prevenir la disfagia», dijo el médico, como si yo supiese qué rábanos significaba eso. Paradojas de la vida, todo empezó con una comida. Han pasado casi seis años de ese plato de bacalao al pilpil, una de las recetas estrella de María, cocinera que no tenía nada que envidiar a esos chefs de pacotilla que salen por la tele. Aquel pilpil no llevaba ajo, ni aceite, ni casi bacalao. Allí estallaron las alarmas y las quejas de mis hijos: «Papá, hay que llevar a mamá al médico», me decía Marta. «Cada vez se le olvidan más las cosas», proseguía Rosa. «No puedes mirar para otro lado», sentenciaba Alberto.

Lo peor es que tenían razón. Llevaba meses engañándolos o, mejor dicho, intentando engañar a mis hijos, a los vecinos, a los amigos…, y a mí mismo. Creyendo que los olvidos de María eran cosas de la edad, sin importancia. Que a quién no se le olvidaba alguna vez dónde había dejado las llaves o que el mejor escribano echa un borrón. Aunque en esa noche de desvelo (qué dura, qué larga, qué triste fue esa madrugada) saliera a flote el resto del iceberg que no había querido ver.

Solo un mes antes había negado con firmeza en la consulta rutinaria con nuestro médico que María tuviese ningún problema. Contesté que controlaba debidamente el dinero, la compra o la medicación cuando nos lo preguntó. Pero también era verdad que era yo quien le colocaba las medicinas en el pastillero y le recordaba cuándo tomarlas, que íbamos al mercado siempre juntos y que cada vez que ella pagaba, el dinero se lo ponía yo en la mano, aunque no se enteraba muy bien de las vueltas. ¡Menudos líos se hacía con los euros creyendo que eran pesetas! Pero ¿cómo no iba a intentar protegerla? ¿Cómo no iba a intentar disimular sus errores?

¿Dónde habré puesto las zanahorias? Ah, ahí están. Las había dejado en la mesa del salón a saber en qué momento de la mañana. María era la ordenada de la casa. Era capaz de decirte en qué cajón se hallaba cualquier cachivache que hubiera guardado diez meses antes (habíamos acumulado unos cuantos a lo largo de todos estos años). Y eso que vinimos del pueblo con apenas una maleta, con una mano delante y otra detrás, aparte de muchas ilusiones. Trabajamos duro, muy duro, para sacar a nuestra familia de la miseria. Ahora veo a mis nietos con la Play, la tableta, la bicicleta, el patinete, la equipación oficial del Atleti, sus botas de fútbol con tacos, el balón de reglamento… Lo tienen todo. Uno no sabe qué regalarles por su cumpleaños. Aunque tengo dudas de que sean más felices y se lo pasen mejor que cuando en el pueblo los chavales jugábamos descalzos al fútbol con un balón de trapo. Pero esa es otra época, otro mundo y otra historia. Lo que quería recordar es lo orgullosos que estábamos de haberles podido dar estudios a nuestros tres hijos. Hombre, ellos respondieron bien. Bueno, a Alberto le costó un poco más porque le gustaban demasiado las fiestas, pero al final todos lo consiguieron, y bien colocados que están. Siempre que echábamos la vista atrás, María decía que el esfuerzo había merecido la pena. Y tenía toda la razón.

Sigo pelando zanahorias, que el tiempo se me echa encima. Ese mismo que avanzaba cada vez más rápido cuanto más se acercaba la consulta con el geriatra. Y que yo había intentado retrasar al máximo. Habían entrado antes mis hijos para contarle lo que pasaba, y luego nosotros dos. Estuvo amable, profesional, nos preguntó un montón de cosas, la exploró, y ya luego pidió un análisis y un escáner de la cabeza. No dijo gran cosa. «Bueno, no ha estado mal», pensé, tanta preocupación para nada. Me fui convencido de que se trataba de una falsa alarma y de un exceso de preocupación por parte de todos.

La peor fue la segunda visita. Allí sola, a María (me invitaron a salir para que no la ayudara con las respuestas, era incapaz de no hacerlo) la acribillaron a preguntas: de memoria, de orientación, de sumas y restas…, qué sé yo. Se me hizo interminable el rato transcurrido en la sala de espera. Cuando nos hizo pasar a la consulta, me temblaba un poco el cuerpo y tenía las manos empapadas en sudor. Aún recuerdo, como si fuera hoy, el momento en el que el geriatra, rellenando las frases con esos circunloquios y palabras técnicas que usan los médicos cuando van a darte una mala noticia, nos dijo: «El cuadro clínico sugiere un déficit cognitivo degenerativo primario compatible con una demencia, probablemente de tipo alzhéimer». El médico siguió hablando, pero yo ya no escuché más. Demencia, demencia, demencia. La dichosa palabra que nunca habría querido oír rebotaba de un lado a otro de mi cerebro. La cabeza me daba vueltas. Demencia. Pero ¿qué se creía ese medicucho? Alzhéimer. ¡Que le den morcilla! Anda que esos «sabios» doctores no se equivocaban ni nada.

Fueron días complicados. Estaba enfadado con el geriatra, con mis hijos, que le hacían caso, con los olvidos de María, con los nietos por seguir jugando y riéndose… Y encima María, que se daba cuenta de sus problemas de memoria, parecía tristona. Ella, que era la alegría de la huerta, la que animaba a todas sus amigas. La primera que se apuntaba a un viaje o al grupo de gimnasia del centro de mayores que hay cerca de casa. Ahora tenía pocas ganas de pasear, de tomarse un café con su grupo de amigas, incluso de ver a sus nietos. Pero, bueno, por fortuna su caso se arregló pronto. Ya he dicho que su carácter ayudaba, y las pastillas «de la felicidad» que le recetaron durante unos meses, también. Lo mío, en cambio, no fue tan fácil.

A por los calabacines. Esos me gusta pelarlos, casi diría que me relaja hacerlo. Sale la piel bien fácil, «de un solo», como dicen en Nicaragua. Por entonces relajado, lo que se dice relajado, no estaba. Seguía hecho una furia y enfadado con el mundo, pensando en todas las cosas que María y yo no íbamos a poder hacer. Envidiaba a todos los amigos, a los conocidos, a los vecinos que no convivían con esta maldita enfermedad. Los evitaba.

El paso del tiempo, alguna charla sobre el alzhéimer y unos cuantos artículos que leía me ayudaban a entender y a aceptar, poco a poco, a esta nueva amiga que nadie había invitado, pero que se había instalado en nuestra casa. También ayudó, cómo no, comprobar que María no estaba tan mal, que, aunque cada vez necesitara más supervisión y ayuda, seguíamos haciendo nuestra vida de antes.

Y así fueron transcurriendo los días, sin grandes sobresaltos. O eso al menos me parecía a mí. De un día para otro las cosas no cambiaban, pero poquito a poquito las limitaciones de María se hicieron más evidentes. Las comidas que cocinaba eran cada vez más sencillas, olvidaba los nombres de algunos amigos, confundía a veces el de los nietos…, poca cosa. No la dejamos salir sola a la calle desde el día en que se perdió yendo a la peluquería (que está a menos de dos manzanas de casa y a la que había ido antes unas doscientas milveces). Menudo susto nos dio. Dos horas de pura angustia hasta que la encontramos sentada en un banco del parque en la otra punta del barrio. Desde entonces era yo quien la llevaba y la recogía del centro de mayores, de la panadería, del supermercado, del quiosco… «¿Eres mi guardaespaldas o qué te pasa?», me decía con guasa. Aunque otras veces la cosa tenía muy poca gracia, como cuando se empeñaba en salir sin atender a razones.

–Si lo he hecho toda la vida y nunca me ha pasado nada, ¿por qué vas a tenerme que acompañar ahora a la compra? –decía.

–María, hace dos semanas te perdiste y nos costó Dios y ayuda encontrarte –le contestaba.

–Menudas tonterías dices. Llevo viviendo en este barrio cuarenta años y me lo conozco al dedillo.

Imposible razonar. Gritos, quejas, lloros…, hasta que se apaciguaba. A mí se me encogía el corazón a cada discusión, lo pasaba fatal, tardaba horas en superar el berrinche. Pero ella, a los pocos minutos, se había olvidado de todo.

–Es lo único bueno de la demencia –me decía el doctor–. Que se les olvidan también los momentos malos.

Sí, pero a mí no. Ni tampoco cuando tuvimos que salir rapidito de la fiesta de cumpleaños de nuestro nieto Andrés porque se ponía nerviosa con tanto niño. O cuando en la zapatería se empeñó en pagar con la tarjeta de crédito, hasta que terminó bloqueándola de tanto poner mal el pin.

De modo que, aunque todo el mundo dijera que estaba bien, que María tenía un aspecto estupendo –así era–, aun cuando el geriatra afirmara que «sigue el curso normal de la enfermedad», María no estaba igual.

Y todavía lo estaría menos en los meses venideros. Hubo que empezar a ayudarla a vestirse porque confundía la ropa. Nunca quería bañarse, por lo que convencerla para que se metiera en la ducha suponía un esfuerzo titánico. Dejó de ir al centro porque no entendía cómo hacer los ejercicios de gimnasia y dejó de salir con las amigas porque se ponía nerviosa con solo ver el bar donde se reunían.

Y encima la presión de mis hijos: «Necesitas ayuda, no puedes con todo».

–¡Que nos dejéis en paz! –les gritaba–. Llevamos cincuenta y tres años juntos y no necesitamos a nadie.

No me apartaba de su lado ni un minuto. Ni ella del mío. Casi ni podía ir al baño sin que ella me siguiese. Estaba tan insegura, tan frágil, tan dependiente de mí que cómo iba a separarme de ella.

Dejé de ir a echar la partida de cartas. De dar el paseo que me habían recomendado por mis problemas de corazón. El cine y el teatro, que tanto me gustaban, se convirtieron en recuerdos del pasado. Y eso que mis hijos y algún sobrino hacían turnos para que yo pudiese salir. Les decía que no y que no. Que si querían venir a vernos que viniesen, pero que yo no dejaba a su madre.

–Quien me preocupa no es María, sino usted –me dijo el geriatra mientras me taladraba literalmente con la mirada. Mi hija Rosa, sentada a mi lado en la consulta, asentía.

Me dio igual. Con quien mejor estaba María era conmigo; eso nadie lo negaba. Y cuando me iba, se ponía más nerviosa. Un día lo intenté. María se quedó con Alberto, que ha sido siempre el niño de sus ojos, y me fui al cine con Nacho, mi nieto mayor. La peli era de vaqueros posmodernos o algo así, pero no lo pasé nada bien. Estuve todo el tiempo pensando en cómo estaría María, con el móvil en la mano por si Alberto llamaba pidiendo ayuda, deseando que aquello acabase cuanto antes para poder volver a casa. No me enteré de la película (aunque creo que era un bodrio de cuidado). Cuando terminó, Nacho propuso tomarnos algo, pero le dije que no me encontraba muy bien y que mejor cogiéramos un taxi para volver corriendo a casa. Me estaba empezando a hundir en un lodazal y no me daba cuenta.

Luego vinieron las noches, ¡y qué noches! Ya he dicho antes que María era ordenada, pero ponerse a organizar (de aquella manera) los armarios a las tres de la mañana me sacaba de quicio. Y esa manía de doblarlo todo: paños de cocina, la ropa interior…, me agotaba. El barro ya me llegaba a las rodillas mientras seguía hundiéndome.

Y todos empeñados en que necesitaba ayuda. «Si usted no está bien, no va a poder atender bien a María», me recordaba la enfermera.

Cada vez comía menos, las ojeras no me cabían en la cara, me había encerrado en mí mismo, con la mente y el cuerpo ocupados por entero en atender a María, pero aquello hacía aguas por todos lados. Ponía una mano para intentar tapar un boquete y se abría un agujero al otro lado. Y luego otro, y otro más. Hasta que aquello se desbordó. Había tocado fondo. El barro me llegaba al cuello. Pero amenazaba con hundirme del todo.

Verduras peladas. Ahora a encender la olla exprés. Que será fácil, pero aprender a usarla me parecía un mundo. Yo sabía que la utilizaban los etarras para fabricar bombas y que emitía un sonido estridente que me hacía levantar de golpe para apagarla antes de que aquello explotase y la casa saltara por los aires. ¡Lo que se reía María cada vez que corría como un loco para apagar el fuego! Pero ahora me tocaba utilizarla a mí. Y si no es por mis hijos (bueno, por Marta y Alberto, porque Rosa en esto de la cocina ha salido a su padre), que, con paciencia infinita, me explicaron cómo funcionaba el aparatito, nunca lo habría conseguido. Como tampoco habría logrado sin ellos salir de la pena y de la angustia que gobernaban (sin darme cuenta) mi vida.

Contrataron a un ángel, Sofía, para que me ayudase con la casa y el cuidado de María. Me llevaron (obligado al principio, encantado al final) a unas reuniones que había en la Asociación del Alzheimer junto con otros familiares de pacientes con demencia. Allí otras personas contaban lo que ellos vivían y cómo se sentían. ¡Se parecía tanto a lo que a mí me pasaba! Expresaban cuanto yo sentía y había sido incapaz de verbalizar, incluso de pensar.

También fui (una vez más, obligado por mis hijos) a una psicóloga, que me fue ayudando a salir del lodazal. No fue sencillo ni rápido, pero poco a poco volvía a salir a flote. Retomé mis paseos, mis charletas con amigos y vecinos, alguna comida fuera de casa con mis hijos. Y se convirtió en norma ir al cine con Nacho casi todas las semanas. Fui consciente al fin de que no estaba solo, de que mucha gente (los primeros y más importantes, mi familia) me apoyaba y alentaba.

María no había cambiado, la enfermedad seguía su curso. El que lo había hecho era yo. Y más descansado, más relajado y de buen humor, la atendía y acompañaba mucho mejor que antes.

Solo me queda el pollo. Lo meto todo en la olla con un poco de aceite, otro poco de sal (algo más de la que me dice el médico, porque, si no, no hay quien se lo coma) y a esperar. Han pasado seis años. Ahora María casi no habla y, si lo hace, no hay quien la entienda con su lenguaje «farfullante. (otra palabra que he aprendido durante este tiempo). Tampoco camina, aunque todavía con la ayuda de Sofía sea capaz de mantenerse en pie. Hay que hacérselo todo. A veces, solo a veces, coge la cuchara y come sola. Pasa mucho tiempo dormida o, por lo menos, con los ojos cerrados. Mis amigos se preguntan cómo aguanto, si compensa tanto esfuerzo.

Ha acabado la cocción. Batidora a punto: ¡prrrrrr, prrrrrr, prrrrrr! Hecho. Puré Master Chef. No es por nada, pero me sale buenísimo. El de pescado no tanto, pero el de pollo y verdura no desmerece un ápice del que cocinaba María.

Allá voy con el cuenco bien lleno. Me espera sentada en el comedor. Hoy está muy espabilada. Yo creo que ha olido el puré y se le tiene que estar haciendo la boca agua. Me mira fijamente. Dice, y esta vez se la entiende perfectamente: «Miguel». Y sonríe. Y esa sonrisa lo explica y lo compensa todo.

JOAQUÍN SOLÍS JIMÉNEZ