portada

Virgilio Andrade Martínez (Ciudad de México, 1967) es maestro en administración y políticas públicas por la Universidad de Columbia, en Nueva York. Cuenta con una extensa experiencia en la administración pública federal mexicana. Entre 2002 y 2003 se desempeñó como secretario técnico de Banrural y Financiera Rural. A partir de 2003 ocupó el puesto de consejero electoral del IFE (INE) hasta 2010. En 2015 fue nombrado secretario de la Función Pública y actualmente ocupa el cargo de director general del Banco del Ahorro Nacional y Servicios Financieros.

SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO


LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA EN LA CONSTITUCIÓN MEXICANA

VIRGILIO ANDRADE MARTÍNEZ

La administración pública en la Constitución mexicana

DEL ANHELO A LA LEY

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018

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contraportada

ÍNDICE

Presentación de la serie. José Ramón Cossío Díaz

Agradecimientos

Introducción

La administración pública en la Constitución Política de 1857

El texto original de la Constitución de 1917

Los episodios principales de reforma de la administración pública en el ámbito constitucional

La construcción de políticas públicas como principios fundamentales del nuevo Estado mexicano

Álvaro Obregón: la necesidad de educar en todo el territorio nacional

Las reformas constitucionales con Plutarco Elías Calles

Los cambios constitucionales bajo la presidencia de Emilio Portes Gil: leyes del trabajo

Reformas constitucionales durante el periodo del presidente Pascual Ortiz Rubio

Las reformas constitucionales durante la presidencia de Abelardo L. Rodríguez

Reformas constitucionales administrativas durante el sexenio de Lázaro Cárdenas

Reformas constitucionales durante el periodo de gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho

Las reformas promulgadas en la época del presidente Miguel Alemán Valdés

El periodo del presidente Adolfo Ruiz Cortines: receso en las reformas constitucionales de carácter administrativo. La trascendental reforma que concedió el voto a la mujer

Las reformas bajo el periodo presidencial de Adolfo López Mateos

Las reformas constitucionales durante el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz

Las reformas constitucionales durante el periodo del presidente Luis Echeverría Álvarez

Las reformas constitucionales durante el gobierno del presidente José López Portillo

Las reformas constitucionales durante el periodo presidencial de Miguel de la Madrid Hurtado

Las reformas constitucionales durante el periodo del presidente Carlos Salinas de Gortari

Las reformas constitucionales durante el periodo del presidente Ernesto Zedillo Ponce de León

Las reformas constitucionales durante el periodo del presidente Vicente Fox

Las reformas constitucionales durante el periodo del presidente Felipe Calderón

Las reformas constitucionales durante el periodo del presidente Enrique Peña Nieto

Conclusiones

Bibliografía

PRESENTACIÓN DE LA SERIE

A las dos de la tarde del miércoles 31 de enero de 1917 comenzó la ceremonia de firma de la Constitución acabada de aprobar. A las cuatro de la tarde los diputados constituyentes protestaron cumplirla y hacerla cumplir. Inmediatamente después arribó don Venustiano Carranza, quien dio un breve discurso, seguido de otro de don Hilario Medina, un poco más extenso y emotivo. Enseguida, don Luis Manuel Rojas declaró clausurado el periodo único de sesiones del Congreso Constituyente. Los diputados, Carranza y otros altos funcionarios civiles y militares se dirigieron al banquete organizado por los propios constituyentes. Cinco días después, en su carácter de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, encargado del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos Mexicanos, Carranza emitió el decreto promulgatorio de la nueva Constitución. Conforme al artículo 1º transitorio, el texto constitucional entró en vigor el 1º de mayo. A partir de ese momento, la Constitución reformada, adicionada y mutada, se ha venido aplicando de manera regular entre nosotros, determinando, en parte, algunas de nuestras principales prácticas políticas, económicas y sociales.

Hoy, a cien años de los acontecimientos acabados de narrar, la Constitución ordena una parte de nuestro actuar individual y colectivo, y determina, en demasía, la producción formal de las normas que componen nuestro orden jurídico. Lo primero acontece porque la Constitución, y con ella el resto del orden jurídico nacional, tienen una eficacia media en la dirección de las conductas. Basta observar la realidad cotidiana. El modo en el que individuos de diversos estratos socioeconómicos, empresas, autoridades, organizaciones y otros colectivos y personas que se quieran identificar e incluir en el listado, actúan conforme a derecho, es escaso. No llevan a cabo sus conductas conforme a lo previsto por las normas. La segunda distinción es, paradójicamente, existente a pesar de lo dicho antes. En el espacio en el que las personas han decidido observar lo dispuesto por el derecho, la conducta sí suele normarse de conformidad con lo que éste prevé. En ese campo, los mecanismos de producción y control de la regularidad jurídica suelen acatarse de maneras más bien consistentes. Ello provoca que la Constitución en vigor tenga una situación doble: la de ser desconocida en una parte de la dinámica social nacional y ser reconocida en otra. Estas dimensiones no provienen de ella misma, sea por su origen, evolución o contenidos. Provienen de ser la Constitución una parte, así sea suprema, de un orden jurídico por el que no se acaba de ordenar todo aquello que él mismo postula, mediante sus normas, como ordenable.

Condiciones de eficacia aparte, la Constitución aprobada el 31 de enero de 1917 y la actual es y no es la misma. Lo es si la entendemos a partir de sus funciones en el orden jurídico, o la autorreferencia en los procesos de reforma o adición a sus preceptos originarios. Desde esos dos valores estrictamente normativos, podemos aceptar que la Constitución de entonces y la de ahora son la misma. Desde un punto de vista histórico-político, también tendríamos que aceptar tal continuidad. En los últimos cien años no se ha producido un movimiento de tal magnitud que haya quebrado la línea de continuidad política que generó y mantiene al texto originario. Levantamientos ha habido; desconocimientos parciales también; momentos de duda legitimista pueden agregarse. Sin embargo, ninguno de ellos pretendió o ha estado en posibilidad de sustituir el texto del 17 por otro distinto. En los planos apuntados, la Constitución sigue siendo la misma. Cosa distinta es su texto, su entendimiento general y la función de sus preceptos. Vayamos por partes.

La más evidente diferencia entre el texto actual y el originario es la gran cantidad de nuevos preceptos, provenientes de sucesivas e incrementales reformas y adiciones. Numéricamente la Constitución no ha cambiado. Siguen existiendo únicamente 136 artículos, sólo que cada uno de ellos ha incrementado sus contenidos propios: apartados, párrafos, fracciones o incisos son hoy considerablemente más numerosos que en enero de 1917. Lo que se dice en cada uno de ellos es más complejo y detallado. En ocasiones, de una pasmosa especificidad. Tenemos un texto recargado de pequeñas reglas y soluciones ad hoc, complementado con una larga y novedosa utilización de los artículos transitorios como formas de expresión de elementos que, con cierta ortodoxia, bien pudieran haber quedado reservados a la legislación secundaria. Una doble columna de comparación entre el texto original y el actual mostraría lo que aquí sostengo.

Al ser tantas las reformas y adiciones acabadas de referir, existe la posibilidad de agruparlas, inclusive por ciclos. Lo relevante está en identificar el criterio de clasificación de éstos. ¿Lo reformado proviene de una condición material común, es decir, partiendo de lo incorporado? O, por el contrario, ¿es mejor agrupar por tiempos o personajes? Dadas las condiciones temporales y personales prevalecientes en el país por razones de nuestro sistema caudillista-presidencial, la mayor parte de los cambios se han agrupado en razón del titular del Ejecutivo federal, con lo cual queda fácilmente incorporada la dimensión temporal-sexenal de su mandato. Al seguir este criterio, resulta posible entender que algo hicieron los generales Obregón o Cárdenas con el texto constitucional, distinto de lo que con éste quisieron hacer De la Madrid o Zedillo. Las narrativas que resultan de ese criterio son interesantes, en tanto son fácilmente incluibles en una narración mayor, normalmente más importante o, al menos, más valorada y más fácilmente entendible: el derecho, Constitución incluida, no es sino parte de un fenómeno de poder más amplio, ordenado en torno a una figura individual, delimitada y excluyente.

El problema con esta forma de entendimiento es que el derecho, nuevamente en lo general y la Constitución en particular, pierden todo tipo de especificidad. Dejan de ser un fenómeno que si bien nadie pretende que sea autónomo frente a otros fenómenos sociales, incluidos los políticos, sí tiene un modo propio de crearse y ordenarse, además de generar sus propios entendimientos y consecuencias, más allá de lo querido o pensado por sus autores originarios o participantes históricos concretos. Al entenderse los ciclos constitucionales fuera de la personificación corriente, surge de nuevo la pregunta: ¿qué determina un ciclo? La respuesta es la materialidad de los cambios producidos. Con el tiempo y más allá del funcionario concreto, hay una serie de ajustes que pueden suponerse con la facilidad que da el conocimiento ex post, que tienen o el mismo origen o la misma finalidad. No es éste el lugar para dar cuenta de todos y cada uno de los ciclos, pero sí podemos identificar tres para considerar no sólo lo que cambió entre 1917 y 2017, asunto que por lo demás puede hacerse mediante un sencillo cuadro comparativo, sino adicionalmente, identificar algunos de los elementos genéticos que, así sea por vía ejemplificativa, puedan denotar algo de lo que pasó en estos años.

Un primer ciclo por considerar es el político-electoral. Hasta antes de la reforma electoral de 1977, poco se había modificado en la materia. Los derechos y las obligaciones electorales se mantuvieron prácticamente iguales, los medios de elección fueron los mismos, la organización electoral estaba en manos de las autoridades e imperó la autocalificación. Luego de esa fecha todo ha sido un constante modificar cada uno de esos aspectos. Los derechos se han ampliado, los partidos tienen un estatus competente y central, las elecciones son organizadas entre autoridades y partidos, y los tribunales califican no sólo la validez de aquéllas, sino mucho de lo que acontece en el devenir electoral. Estamos ante un ciclo que, si bien no ha sido breve ni estrictamente continuado, sí se ha mantenido para irlo ajustando y ampliando en torno a lo que pudiera considerarse un diseño o, al menos, una concepción originaria.

Otro ciclo que puede ejemplificar lo que aquí quiero demostrar es el que, con cierta amplitud, llamaré federal. Teniendo como antecedente lejano la famosa reforma promovida por el presidente Cárdenas para darle facultades al Congreso de la Unión a fin de distribuir las competencias educativas entre la Federación, las entidades federativas y los municipios, no fue mucho más lo que se hizo para ajustar la ordenación inicial de las competencias entre esos tres órdenes de gobierno. Sin embargo, de comienzos de los años setenta para acá ha habido un constante ejercicio de centralización de funciones en las autoridades federales y asignación en las municipales. Ello ha servido para ir dejando a los estados con ámbitos de acción crecientemente menores en tanto y, como se sabe, su condición de competencia es residual. Analizadas las reformas con visión de conjunto y cierta liberalidad, lo que ha sucedido es que las competencias organizadoras de la Federación se han incrementado, sea esto por medio de coordinaciones o concurrencias. Para muestra véase la actual fracción XXIX del artículo 73 constitucional, relativo a las facultades del Congreso de la Unión, para comprender las maneras en que este órgano ordena o interviene en cuestiones tan variadas como el deporte, los asentamientos humanos, la ecología o el crimen organizado, por ejemplo.

El tercer ciclo es el relativo a los derechos humanos. No se trata sólo del cambio de denominación que se ha dado desde las llamadas garantías individuales y lo que implica en términos culturales y, por lo mismo, jurídicos sino también todo aquello que materialmente existe en la actualidad. El ciclo comenzó con algunas adiciones en el ámbito de los llamados derechos sociales a principios de la década de los setenta. Éstas no fueron consideradas relevantes jurídicamente, pero sí simbólicamente, debido a que a todas ellas se les asignó el estatus de normas programáticas. Con el pasar de los años se fueron adicionando otros contenidos tanto de carácter liberal como social, es decir, aquellos que, respectivamente, exigen de meras limitaciones al actuar público o la satisfacción mediante el otorgamiento de prestaciones materiales. Al incorporarse a la Constitución en junio de 2011 el nuevo artículo 1º, las cosas han tomado un carácter completamente distinto. Este precepto no sólo dispone la protección de derechos, sino que amplía la materia a los contenidos en la Constitución y a cualquiera de los tratados internacionales celebrados por el Estado mexicano, además de generar, por decirlo así, las instrucciones de uso para que todas las autoridades nacionales los garanticen y preserven.

En cualquiera de los tres ciclos mencionados, así como en cualquier otro del que podamos echar mano, es importante observar que la mera participación individual de los presidentes de la República o de ciertas legislaturas no termina por explicar lo que tenemos enfrente. Ello es así porque un presidente en lo individual no es capaz de generar y concluir un ciclo. En el mejor de los casos, su papel se reduce a ser su iniciador o su continuador. Vistas así las cosas, la comprensión y explicación de lo que hoy es la Constitución no puede reducirse al ámbito anecdótico de señalar lo que tal o cual titular del Ejecutivo hubiera hecho, sino a agrupar las modificaciones para darle sentido a su incidencia y sus efectos jurídicos.

Del texto del 17 al actual, ¿qué ha cambiado y qué ha permanecido en la Constitución? Ya sin entrar en las génesis particulares, podemos decir que prácticamente todo. Los derechos humanos, como vimos, obedecen a otra concepción y tienen muy diversos y ampliados contenidos; la manera de regular la economía por parte del Estado, tanto por actividades como por posibilidades, es muy distinta de la que fue concebida por los constituyentes; el sistema de suspensión de derechos es más rígido y acotado; las condiciones de nacionalidad son diversas; los derechos político-electorales han cambiado; el territorio nacional se compone ahora de partes no enunciadas o de plano diferentes a las previstas en el texto originario; la composición de las Cámaras de Diputados y de Senadores, sus competencias y el modo de elegir a sus integrantes, es muy diferente; las atribuciones del presidente de la República, los modos de sustituir sus faltas y sus relaciones con su administración, han cambiado; la composición de los órganos jurisdiccionales, las condiciones de sus miembros y sus competencias, son también diversas; el modo de regular las responsabilidades, las causas de ello, los procedimientos y las sanciones, se han ido ajustando con el tiempo; los municipios son hoy órdenes jurídicos más complejos y autónomos; el estatus actual de la Ciudad de México difiere considerablemente del que se previó para el Distrito Federal; las competencias estatales no son las mismas de antaño y el patrimonio público cuenta con garantías novedosas para protegerlo.

Los cambios en el texto son tales que si hoy la leyeran Múgica, Palavicini, Jara, Macías o Carranza, difícilmente pensarían que es el resultado de lo que ellos y otros crearon hace cien años. Pero no sólo por lo que el texto dispone, sino también por lo que como conjunto significa actualmente. Si nos preguntamos qué significaba la Constitución en 1917 y qué significa ahora, obtendremos respuestas muy distintas. Antes y durante buena parte del siglo XX, era entendida como el conjunto de las reglas mediante las cuales se ordenaba el ejercicio del poder público, tanto en su modo de funcionamiento como en sus relaciones con los particulares. Salvo los casos de las entonces garantías individuales y su relación con el juicio de amparo, la Constitución difícilmente se conceptualizaba como norma jurídica y menos se le asignaba una jerarquía superior respecto de la totalidad del orden jurídico. Hoy en día, por el contrario y como parte de un esfuerzo reflexivo iniciado apenas en la década de 1990, el entendimiento constitucional se ha invertido: se concibe más como la norma o el conjunto de normas ordenadoras de la totalidad del orden jurídico dada su posición de suprema jerarquía, entre lo que se encuentra la ordenación de los poderes públicos, sus relaciones con los particulares y sus competencias y modos de actuar. La Constitución, entonces, no es nueva sólo por sus novedosos contenidos normativos, sino también porque cada uno de éstos en lo particular y todos en lo general, pueden cumplir funciones diversas a las que entonces había o, inclusive, pudieron imaginar tan insignes personajes.

Lo que verían los constituyentes o el Primer Jefe al enfrentarse con la Constitución actual sería, en su mayoría, la gran cantidad de órganos jurídicos que estarían concurriendo a su aplicación y a la determinación de sus sentidos posibles. Hacia 1917, el principal productor de normas constitucionales era, desde luego, el órgano complejo previsto en el artículo 135 para reformarlo o adicionarlo. Hoy en día sigue siendo el mismo, más allá de las modificaciones marginales que ha sufrido. Hasta aquí nadie se vería sorprendido. La gran diferencia es que actualmente la Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene una importancia capital en la fijación del sentido de los preceptos constitucionales, al igual que la tienen el resto de los órganos que ejercen la función jurisdiccional en el país. En unos casos y por su pertenencia al Poder Judicial de la Federación, pueden determinar sentidos más o menos acabados y permanentes respecto de ámbitos normativos particulares (materias y territorios, primordialmente); en otros, es decir, en todos los casos en que esos órganos no pertenezcan a ese Poder Federal, podrán definir sentidos constitucionales con menos generalidad y permanencia, pero aun así podrán hacerlo. La suma de estas posibilidades diferenciadas ha producido lo que suele denominarse mutaciones constitucionales. Esto es, cambios en el sentido normativo extraíble de un enunciado jurídico que no ha variado. Así, ahí donde antes tal o cual expresión o enunciado significaban tal o cual cosa, hoy pueden querer decir algo distinto. Más allá de los tribunales de cualquier jerarquía y tipo, existen otros muchos órganos que, así sea limitada y provisionalmente, están en posibilidad de darles sentido a los preceptos constitucionales. Pienso destacadamente en los llamados órganos constitucionales autónomos y en entidades parecidas a ellos. Al momento de actuar y hasta en tanto sus decisiones no sean controvertidas y revocadas por los órganos jurisdiccionales, lo que aquéllos determinen respecto del sentido de los preceptos de la Constitución puede tener un valor determinante. Apreciar el modo en que la Constitución se crea y recrea por parte de ciertos órganos es algo que está pasando. Por lo mismo hay que dar cuenta también de ello para comprender lo que es y puede ser la Constitución.

Entre 1917 y 2017 han pasado otras cosas con la Constitución: desde 1917 hasta prácticamente la década de los noventa, el orden jurídico nacional era pensado y operado bajo la concepción de los compartimentos estancos. El derecho civil, el mercantil o el penal, por ejemplo, tenían su propia delimitación, exclusiva o excluyente con respecto a todas las demás. Un civilista bien podía mantenerse ajeno al resto de las llamadas “ramas del derecho”. Lo interesante de este proceder era que el derecho constitucional era considerado bien una disciplina académica, bien una cuestión que tenía que ver con el gobierno o bien un tema que incidía sólo en los juicios de amparo por vía de las garantías individuales. La misma insularidad del derecho mercantil o del laboral se daba en el constitucional. Sin embargo, al concebirse a la Constitución como norma jurídica general, ésta comenzó a permear, por decirlo así, al resto de las ramas del derecho, no sólo como un modo de fijar una jerarquía sobre ellas, sino de manera más determinante como un modo de definir concretamente los contenidos materiales de sus normas. Para ponerlo en claro, hoy en día quien haga, como se dice, derecho administrativo o familiar, tendrá necesariamente que considerar lo que la Constitución dispone para su materia, a riesgo de encontrar que las normas que pretende crear puedan declararse inválidas.

Otro efecto de la Constitución en la actualidad está relacionado con una amplia y disputada determinación de los sentidos posibles. No es que tal cuestión no estuviera en germen desde el texto originario, sino que por las crecientes condiciones de pluralidad y su relación con la multicitada normatividad, hoy una variedad de actores compiten entre sí para lograr que los operadores jurídicos (judiciales y no judiciales) formalicen el sentido constitucional que acoja su pretensión. De este modo, existe una mayor disputa por los textos de la que había en 1917, siempre en el segmento de quienes sí adoptan el derecho como manera de ordenar sus conductas o se ven forzados por otros a hacerlo ahí donde lo hubieren desconocido. Insisto: lo que estamos viendo no es algo nuevo en sustancia, si se quiere llamarlo así, pero sí en cantidad y diversidad, lo cual, desde luego, termina por imponer un cambio de magnitud que afecta a la totalidad del sistema.

Este sentido de pluralidad interpretativa se ha hecho posible gracias a la existencia de un texto canónico y de una manera más o menos definida de entenderlo. Con independencia de lo que cada actor sostenga que dice el texto, siempre se refiere a un cuerpo compuesto de 136 artículos vigentes en un determinado momento, de una multiplicidad de artículos transitorios y de una serie de interpretaciones válidas sostenidas por diversos y autorizados órganos. En procesos específicos de diversa índole, distintas personas (políticos, burócratas, empresarios, padres de familia, procesados y un larguísimo etcétera) disputarán entre sí el sentido de los preceptos con distintos enfoques a fin de tratar de demostrar que su causa está debidamente recogida en la Constitución y excluye a las restantes. Lo importante es ver que ese segmento de la población que busca resolver sus temas y problemas mediante el derecho considerará a la Constitución como un elemento central de sus estrategias, procederes y argumentaciones, lo cual no pasaba ni de lejos en 1917.

Me detengo en un elemento más para ir cerrando lo que ya es un largo recuento. Al momento en que la Constitución de 1917 se publicó, la idea jurídico-política dominante con respecto a este texto era que con él y con las interpretaciones realizadas por las autoridades nacionales se cerraba el orden jurídico mexicano. Dejando de lado la expedición punitiva que acababa de retirarse, los mal llamados Tratados de Bucareli u otros ejercicios intervencionistas semejantes, lo cierto es que, de un modo formal, lo establecido en la Constitución de 1917 en efecto cerraba nuestro orden jurídico. Hoy en día, y en gran parte debido a la idea de aceptar la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (así como de otros mecanismos con funciones semejantes), nuestra Constitución no corona más, por decirlo así, a nuestro orden jurídico. Al menos en esta materia, lo que diga la Corte Interamericana tiene la posibilidad de sobreponerse a lo decidido por los órganos nacionales, la Suprema Corte incluida. La Convención Americana, a veces y para ciertos y pocos casos, puede determinar lo que la Constitución debiera decir.

Si ponemos en conjunto las piezas que por separado he relatado, podemos concluir que la Constitución de ahora y la de entonces no son la misma. No lo son normativamente hablando, debido a la variedad de preceptos existentes ahora, su complejidad y sofisticación. No lo son interpretativamente hablando, pues hoy existen muchas y más competidas interpretaciones. No lo son operativamente consideradas, en tanto son más las cosas que hoy se hacen con la Constitución, tanto como determinante de contenidos supraconstitucionales, como criterio de regularidad de las normas creadas. No lo son en cuanto a su posición de cierre del sistema, al menos y destacadamente para los derechos humanos. No lo son, finalmente, en cuanto a las condiciones simbólicas que el texto de hoy tiene para el fenómeno social, con respecto a las que tenía en 1917.

Sin entrar a discutir las peculiaridades del concepto que voy a utilizar, supongo que el conjunto de cambios puede considerarse una evolución. Al menos, por estar en sintonía con lo que en el mundo moderno se identifica con el constitucionalismo. Siendo así, surge entonces una pregunta importante: ¿cómo se debe dar cuenta de la Constitución en la actualidad? Es decir, ¿cuál es el mejor modo de explicar, a cien años de su aprobación, el texto que nos rige? Como en todo ejercicio académico, la respuesta depende mucho de lo que quiera mostrarse. Si, por poner un par de posibilidades, lo único que se desea es registrar cambios, pues a ello debiera dedicarse el ejercicio a realizar; si lo que se quiere es definir lo que la Suprema Corte ha hecho en diversos momentos con los preceptos constitucionales, pues a eso debiera ponerse atención. En dado caso, es el contexto lo que ha definido en mucho lo que aquí se pretende hacer y, por lo mismo, el modo de hacerlo. En este sentido, el Fondo de Cultura Económica quiere celebrar los primeros cien años de vigencia de la Constitución de 1917, para lo cual ha generado varios proyectos, unos con mayor sentido histórico y otros con mayor énfasis normativo. Dentro de la gama de posibilidades que la ocasión admite, una de ellas consiste en considerar que la Constitución no es y nunca fue un texto rígido e invariable, sino un texto abierto a diferentes circunstancias, actores y tiempos. Como lo decía el título del famoso libro del profesor Allen, al Fondo le pareció importante generar una obra para entender the law in the making (“la ley en formación”),1 o más puntualmente dicho en el contexto del Centenario, a la Constitution in the making. ¿Cómo, a partir del texto aprobado en Querétaro, se fue construyendo a lo largo de cien años y por qué? Esta opción implicó entender que tal evolución no podía limitarse a señalar, una vez más, las sucesivas reformas habidas, así fuera organizándolas con criterios distintos a los convencionalmente utilizados. Tampoco se trataba, como menos frecuentemente se hace, al menos entre nosotros, de relacionar las reformas con sus sentidos jurisprudenciales, o en una mezcla de reforma o adición textual con criterios judiciales. En fin, tampoco se intentaba encontrar las relaciones entre la evolución constitucional y la historia general o política del país, como han pretendido hacer algunos autores más allá de su éxito. Haber procedido así hubiera sido interesante por los materiales utilizados, por los puntos de vista de nuevos analistas, o por las conclusiones novedosas extraídas de andar sobre lo ya andado, como si las rutas de exploración fueran únicas, y cambiantes sólo los enfoques o visiones de los caminantes.

Para comprender el sentido de lo que se había hecho con la Constitución, el Fondo convocó a un conjunto de personas con base en su conocimiento de ciertos temas puntuales en materia constitucional: derechos humanos, sistema federal, división de poderes, ordenación económica, función legislativa, poder ejecutivo, función jurisdiccional, administración pública, relaciones exteriores, responsabilidad de servidores públicos y relaciones Estado y sociedad.

Los convocados y el Fondo decidimos que lo acabado de señalar era justo lo que no queríamos producir. Con ese acotamiento, discutimos lo que podría ser la óptima y más completa opción explicativa. Al irse emitiendo los puntos de vista sobre la Constitución y su contexto, resultó algo semejante a un listado de los temas, cambios y problemas que precisé en la primera parte de esta presentación. Si la Constitución del 17, en efecto, había cambiado en sí misma del modo descrito y si, adicionalmente, otros fenómenos de la dinámica y la cultura jurídica se habían modificado también, ¿cuál era el mejor modo de dar cuenta de ello? ¿Cómo, además, narrar lo que de la Constitución no había funcionado en el sentido previsto y las razones de que esto ocurriera? ¿Cómo, finalmente, señalar lo que faltaría por hacer para adecuar nuestros textos y nuestra Constitución a algún tipo de criterio más evolucionado?

Partiendo de la tradición del Fondo de permitir a sus autores una total libertad de investigación, como no podía ser de distinta manera, cada uno de los convocados buscó la forma de tratar el tema particular asignado de modo que pudiera explicar las reformas principales y la variedad de preceptos en vigor, las principales interpretaciones, las muchas “cosas” que hoy se hacen con la Constitución, su condición de ordenamiento inmerso en el ámbito internacional y sus principales condiciones simbólicas. También aquello que no había sido posible hacer con el modelo ideal de Constitución que a lo largo de los años se había ido construyendo. A nadie escapa que, como suele decirse, entre la letra y la realidad constitucionales las distancias son inmensas. Asimismo, entre lo existente y lo que se podría hacer, desde luego dentro o en la propia Constitución y sus prácticas, hay espacios que deben ser señalados. El resultado de los esfuerzos individuales y la suma de todos ellos es la colección que ahora presento en mi carácter de coordinador.

En los próximos meses iremos viendo la aparición de los 11 títulos que componen esta serie. Los temas ya quedaron apuntados; sus objetivos y condiciones de realización, también. Los autores esperamos que su publicación, lectura y discusión contribuya no sólo a recordar de dónde venimos y cómo y por qué estamos aquí, sino, más destacadamente, hacia dónde debemos dirigirnos. Nadie pasa por alto que dentro del agotamiento de modelos y paradigmas que en nuestra época estamos viviendo, algunos de ellos afectan a la Constitución y otros tienen que ver con el constitucionalismo. Apreciar esta doble dimensión del problema es importante. Por una parte, hay afectaciones a los modos en que se ha instaurado la división de poderes, o el sistema federal o la representación política. De ello se habla algo, aun cuando se propone poco. Sin embargo y simultáneamente, hay una crisis diferente que tiene que ver con las maneras que hemos de considerar aceptables para ordenar la convivencia social, tanto a partir de la definición de los ámbitos colectivos como de los individuales. Qué vaya a aceptarse en los próximos años como una humanidad mínima, es una cuestión; cómo vayan a relacionarse entre sí las personas, es otra; cómo vayamos a ordenar la vida social, es una más. Todo lo anterior impone cargas enormes a diversos campos de reflexión. Desde luego, a la ciencia jurídica en tanto a su objeto de estudio, el derecho, le corresponde formalizar algunas de las principales formas de convivencia.

Si en el futuro, como supongo acontecerá, las constituciones seguirán estando en la parte superior de los órdenes jurídicos y determinando la validez de sus normas, más allá de crecientes o disminuidas presencias internacionales, es preciso discutir las propias constituciones no sólo como textos, sino como conjuntos de posibilidades sociales. En la colección que tan generosamente ha animado el Fondo, los autores hemos querido contribuir con algo a esa discusión. Esperamos que nuestros esfuerzos sirvan para alentar o abrir debates importantes sobre lo que debiera ser el derecho en general. Por trilladas que suenen las palabras, en esta construcción social descansa la posibilidad de generar y garantizar humanidad y convivencia social. Es, sin duda y con todos sus problemas, el mejor invento que como seres humanos hemos creado para ordenar algunos aspectos relevantes de nuestras vidas. Pensarlo, criticarlo, repensarlo y construirlo es una gran inversión y, tal vez, nuestra única manera de preservarnos como especie.

Para finalizar esta presentación, quiero agradecer en primer lugar a cada uno de los autores por haberse comprometido de manera decidida a colaborar con un texto riguroso, completo y útil para la discusión nacional que se avecina. Asimismo, agradezco a Julio Martínez Rivas y a Santiago Oñate Yáñez por el apoyo prestado en la coordinación de los trabajos. Por último, al Fondo de Cultura Económica, en particular a José Carreño Carlón, a Karla López y a Rocío Martínez Velázquez, por su generosidad y guía para la realización de los trabajos, y para su publicación como colección en esta prestigiada editorial.

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
Ministro de la Suprema Corte de Justicia
Miembro de El Colegio Nacional

AGRADECIMIENTOS

Dedico este texto, en primer lugar, a la memoria de mi papá Virgilio Andrade Palacios, quien, además de toda su entrega y amor, compartió siempre conmigo sus amplios conocimientos históricos de la vida política nacional y sus experiencias como espectador cercano de diversos episodios en este ámbito.

Quiero dedicar también este libro a Beatriz, mi esposa, a mi hija Inés y a mi hijo Cristóbal, con quienes disfruto mucho y de forma permanente mi vida en familia, motivándome siempre a entregarme por ellos. Dedico asimismo este texto a mi mamá y mis hermanos, Víctor, Leonor, Justiniano y Enrique, y por supuesto a mi familia entera y a la de mi esposa también.

Dedico también este texto a todos mis amigos que han mostrado siempre su cercanía conmigo, compartiéndome siempre su energía y vitalidad.

Expreso mi especial gratitud al ministro José Ramón Cossío, quien me invitó a escribir este texto. A José Ramón le tengo también gratitud y afecto por las oportunidades que siempre me ha brindado en mi vida profesional, tomando en cuenta también esta muy significativa oportunidad. Mi gratitud al grupo de académicos expertos en materia constitucional que han participado con sus muy valiosas aportaciones en esta serie de libros, y a quienes les reitero mi reconocimiento a su talento, además de mi afecto.

Agradezco a todas las personas que desde 1989 a la fecha me han invitado a trabajar en el sector público en diversas áreas del Poder Ejecutivo, del otrora IFE, del Poder Legislativo y de gobiernos de los estados. En todos ellos he encontrado una invaluable oportunidad de desarrollo y, particularmente, la oportunidad de observar desde ventanas cercanas episodios de la vida pública que constituyen parte del contenido de este texto.

Externo mi enorme gratitud a Saúl Morales, a Guillermo Valdés y a Anayansi Zozaya por haberme ayudado en la construcción de este texto. En particular le doy las gracias a María de Jesús Lozano, quien de manera intensa y dedicada permitió con su trabajo y apoyo dar cauce final al presente escrito.

Expreso mi gratitud especial a José Carreño Carlón, quien con su experiencia en la comunicación y prolífica vocación pública da vigor al Fondo de Cultura Económica y oportunidad de divulgación de pensamiento a muchos académicos y ciudadanos en temas que por su peso histórico gozan de vigor y contemporaneidad, tal como lo ha sido la celebración de los 100 años de nuestra Constitución.

INTRODUCCIÓN

Hablar de la Constitución de 1917 es adentrarse en las múltiples dimensiones que encierra el Estado mexicano. Desde luego que la primera radica en la propia riqueza que conlleva la técnica jurídica de un texto constitucional en su estructura, en su orden y en su lógica para tratar ciertos asuntos relevantes en la distribución del poder público. Asimismo, cuando se viven aniversarios significativos, en este caso de la vigencia de nuestra Constitución en su centenario, es la oportunidad para repasar episodios históricos relevantes que van dando lugar a la evolución continua de los contenidos originales de la Carta Magna mexicana.

Una de las dimensiones que más riqueza tiene para el análisis de la transformación de la vida de nuestra Constitución es la de carácter administrativo. La razón es que conlleva la oportunidad de conocer materias, relaciones y equilibrios de poder, así como principios y valores que van distinguiendo no solamente las materias específicas, sino también los que se van compartiendo de manera recurrente en sus reformas. En el caso de México es también de riqueza para su estudio la forma en que evolucionan las disyuntivas del pacto federal frente a problemas específicos de política pública.

El fácil acceso que hoy día es posible tener a las reformas constitucionales permite concentrar el desarrollo de textos como el del presente libro en elaborar breves contextos y comentarios que sirvieron de marco para los cambios constitucionales de la materia administrativa a lo largo de la historia centenaria. El conocimiento de las reformas se encuentra estupendamente descrito en la pestaña sobre reformas constitucionales que tiene el portal vigente de la Cámara de Diputados (www.diputados.gob.mx). En ese sentido el presente texto está sustentado, principalmente, en dicha fuente de información.

La descripción de la evolución de la dimensión administrativa en la Constitución puede tener distintas formas de abordaje. Una de ellas pudiera ser el tratamiento desde la perspectiva temática y material, es decir, tomando en cuenta el orden abordando por capítulos tales como la educación, el desarrollo económico y la propiedad, entre otros. Un camino alternativo puede ser también abordar las reformas de manera ordinal según la ubicación de las materias en el marco constitucional.

En el caso del presente texto se ha optado por abordar las reformas constitucionales con un esquema histórico y cronológico, tomando en cuenta algunos de los principales referentes básicos de la administración como es el de los regímenes presidenciales. Es por ello que el texto contenido en este ejemplar tiene como base las reformas constitucionales de cada periodo presidencial. La principal ventaja de un método de esta naturaleza es que hace posible ir describiendo los contextos generales y episodios de carácter político, económico o global que fueron factor de cambio del marco constitucional en asuntos específicos. Además, permite entender razones que impulsan alcances y frecuencias de las reformas constitucionales en términos de circunstancias temporales específicas.

El texto ha sido dividido en cuatro capítulos. En el capítulo I se esbozan dimensiones administrativas públicas y conceptuales que constituyen la estructura constitucional en esta materia. En el capítulo II se pretende describir aspectos específicos de los puntos de partida que tuvo la regulación de los asuntos administrativos de la Constitución, tomando en cuenta básicamente el texto original de 1917 y su precedente de 1857, en su misma categoría de texto original. El capítulo III es el cuerpo central del texto al describir con contextos y comentarios las reformas constitucionales vividas en cada periodo presidencial desde 1917 a la fecha. Finalmente, el capítulo IV plantea algunas conclusiones que se pueden deducir respecto de evoluciones, materias que permanecen y cambios radicales durante los 100 años de la dimensión de la administración pública en la Constitución.

Los contextos y comentarios aquí descritos tienen como fuente principal referencias y narrativas que desde cierta perspectiva son comúnmente conocidas, así como algunas experiencias personales en la vida profesional. En todo caso, se pretende hacer un entrelazamiento lógico entre dichas historias y su relación con las modificaciones constitucionales.

En resumen, el presente texto es un repaso de la vida administrativa, política e histórica de México.

I. DIMENSIONES BÁSICAS DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA EN SU REFLEJO CONSTITUCIONAL

HABLAR de administración pública implica referirse, en primer término, a la estructura que soporta el ejercicio del gobierno. Históricamente, la referencia más común de gobierno había sido el Poder Ejecutivo. Sin embargo, la complejidad, tanto de la multiplicidad de funciones que clama el dinamismo social actual como de las situaciones de carácter político del mundo en general, que exige equilibrios de poder propios del mismo ejercicio de la función pública, ha propiciado que, en la referencia a la administración, no sólo se hable del Poder Ejecutivo, sino también de estructuras separadas del mismo.

En una segunda dimensión, mencionar la administración pública implica referirse también al conjunto de decisiones que orientan la provisión de la pluralidad de servicios que requiere la sociedad, así como a la forma de obtener y de disponer de los recursos con los que se cuenta para satisfacer las necesidades diversas o los servicios mismos, ya sea con la provisión material directa que realice el gobierno a través de las estructuras correspondientes, o bien estableciendo las reglas y recorridos para que los actores de la sociedad interesados sean los que provean dichos servicios. En este sentido, hablar de administración es referirse a modelos específicos de políticas públicas.

Al ser la Constitución el primer soporte del orden jurídico, también constituye el punto de partida para diseñar la estructura vertebral de la administración pública, su ubicación en el universo de poderes tradicionales del Estado, la distribución y descripción de sus funciones, e incluso la descripción genérica del modelo de políticas públicas de que se trate.

En una primera construcción tradicional de la Constitución, el ámbito orgánico de la administración pública nace con la descripción de las funciones del Poder Ejecutivo o de sus facultades. El punto de partida de la dimensión administrativa de este poder, en la Constitución, radica en las facultades que se le otorgan para proveer a toda su esfera de acción y estructura orgánica de las normas a fin de dar orden a dicho cuerpo orgánico.

Respecto del Poder Legislativo, un modelo constitucional básico contempla sus atribuciones para emitir leyes en materias específicas de administración; es decir, leyes sobre políticas públicas o servicios específicos. En la dinámica del equilibrio de poderes, todo congreso o parlamento termina por revisar el ejercicio de las funciones que llevan a cabo las estructuras de administración ubicadas principalmente en la esfera del Poder Ejecutivo, no solamente a nivel de las estructuras, sino también de las personas que ejercen las tareas encomendadas. También el Poder Legislativo es el filtro vertebral para la definición de los orígenes de los recursos financieros del Estado mexicano, así como su destino reflejado en el presupuesto. El Poder Legislativo equilibra también al Ejecutivo con ratificaciones de nombramientos de cargos inmersos en la esfera de la administración; ello conlleva a que el Poder Legislativo incida en algún sentido en el ámbito administrativo, a la vez que propicia mayor equilibrio.

En lo que se refiere al Poder Judicial y su papel respecto del ámbito administrativo, los textos constitucionales suelen introducir derechos de impugnación por la vía individual o colectiva frente a actos de autoridad, así como recursos jurisdiccionales más complejos para impugnar decisiones normativas de poderes públicos o de tomadores de decisión, que por lo general tienen por contenido asuntos administrativos. Asimismo, el Poder Judicial conlleva su propia organización administrativa en la distribución de sus estructuras de tribunales y jueces tanto a nivel territorial como por materia, conformando así la Judicatura Federal.

La esfera administrativa está también sujeta en óptimo modelo constitucional a un amplio abanico de rendición de cuentas como parte del equilibrio de poderes y del cuidado en el uso de los recursos públicos. En ese sentido, la Constitución establece obligaciones para la administración pública de transparentar sus decisiones, de facilitar el acceso a la información, de ser fiscalizado por otro poder público en el manejo de los recursos, en que sus servidores públicos superiores rindan cuentas sobre el estado de su administración de manera recurrente ante el Congreso, además de estar sujetos a un régimen de conductas específicas y responsabilidades en el ejercicio de sus respectivos cargos.

Es así como en el dinamismo conceptual derivado de definiciones sobre estructuras, funciones, descripción de procesos, equilibrios y distribución de facultades se ha desarrollado el marco constitucional de la administración pública mexicana en 100 años de vigencia de nuestra Constitución Política de 1917.