portada
Peligro de suerte / A la Orilla del Viento
Peligro de suerte

NORMA MUÑOZ LEDO

ilustrado por
ALBERTO MONTT

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en alemán, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

contraportada

Para Alicia, Irlanda y Nick,
por lo que se reconstruye.

Índice

Parte I. NutriJuice

Mala suerte

NutriJuice, S.A. de C.V.

Dinero llama dinero

24 de octubre

Volcán activo

Parte II. El Edificio Duquesa

La alfombra naranja

Botas para la nieve

Lulita

El Instituto para el Crecimiento Infantil Integral

Mascotitas

Auxilio… (socorro, mayday, SOS)

Café pooper

Galleto y Cocol

Los recaudadores

Calzones limpios… de mala vibra

Parte III. El Wisconsin

Bienvenidos al circo

Mofeto

El señor más rico

¡Ora, ora!

Un auténtico hot-dog

Visitas

Todo tiempo pasado…

Los niños son bien brutos

Después de muchísimos días nublados

Es que no tenía zapatos

Parte IV. Negocios

Plan de negocios

Martín, Dolfo & Lady Bug

¡¡¡¿Pensión para perros?!!!

La cachorrita

El 15 de septiembre

La inteligencia de un perro

Chamba es chamba

No puedo controlar por más tiempo mis esfínteres

La ley del sacrificio

Los gatos alemanes se portan mejor

Domingo negro

La muerte de las muertes

¡Casi me hago!

¡Rorro pedorro!

Algo horrible está pasando

Parte V. La Nonna Rossi

A poner gorro

Te veo muy chiruda

Sacudirse como un perro

Voces en la escalera

¡Qué pelli!

Ed ora come faccio?

El suspiro de una mariposa

Un momento en sus zapatos

No se tienen problemas, hasta que sí

Adiós a las palabras raras

Parte VI. Gil

Vaya que lo reconocieron

Operación lavado de cerebro

La seriedad de los doce años

Laberintos

Le cayó mal el desayuno

“Otra vez te vas a sabotear”

La filosa honestidad

Peligro de suerte

Cosas que pasan, cosas que no

Con una sonrisa en la boca

Se acabó tu mala suerte

Un domingo inusual

Ese olor empalagoso y verde

Una gota cálida

La herida en el statu quo

Horas terribles

Suerte Pachona

Agradecimientos

PARTE I
NutriJuice

Mala suerte

La cosa era, simplemente, que Rodolfo tenía pésima suerte. A veces, incluso, le daba por pensar que una especie de maldición pesaba sobre él. Y en sus momentos más oscuros, llegaba a creer que la mala suerte era una bacteria contagiosa que él había traído a su familia y por ello su vida, que no estaba nada mal, se había ido como el jabón en la regadera: justo al caño.

La mala suerte de Rodolfo era legendaria, era tan parte de su ADN como el color de su pelo. Su hermana Catarina solía decirle que, en esta vida, unos nacen con estrella y otros nacen estrellados. Su mamá lo miraba seria y luego explicaba que, en la rueda de Fortuna —la diosa romana de la suerte— su canastilla sufría penurias para subir. Su papá, por otro lado, tenía la idea de que la suerte no existía, ni la buena ni la mala. Sin embargo, la evidencia de su mala ventura era apabullante: en su corta vida, se había roto cuatro veces el brazo derecho. En una de ellas, tuvieron que operarlo y lo tuvo enyesado ocho semanas. Por supuesto, Rodolfo no era zurdo —en su caso, eso hubiera sido buena suerte—, así que tooodo le costaba muchísimo trabajo. Además de eso, le había dado rubeola, roseola, varicela y un brote de sarampión: cada vez, justo cuando la familia se disponía a salir de vacaciones. En su antigua escuela, todos los años revolvían a los grupos, supuestamente para conocer amistades nuevas. Algunos se quedaban con uno o dos amigos, pero a Rodolfo no le fallaba: siempre lo separaban de todos. En materia de mascotas, tuvo un gato que murió atropellado por el repartidor de la farmacia con su bicicleta; luego le compraron un par de pericos que doblaron los barrotes de la jaula y escaparon hacia la libertad. La adquisición más reciente fue un perro: cuando era pequeño, Rodolfo llegó a pensar que, al menos en ese asunto, su suerte había mejorado, pero el can, un beagle llamado Wasabi, creció para convertirse en un ladrador profesional marca monserga, un can incontinente, rebelde ante la autoridad y con un sentido de la territorialidad más allá de todo lo imaginable. Todos los días, varias veces al día, al perro le daba por personalizar todos los objetos de la casa que estuvieran a su altura: camas, sillas, sillones, cajas, baúles, lámparas, cajoneras, juguetes… Lo peor era cuando llegaba alguien que era de su agrado y el animal expresaba su felicidad con descontrolados chisguetes que, a veces, mojaban los zapatos.

Pero para Rodolfo, la demostración más contundente de su falta de buena fortuna, era su nombre: Rodolfo Pachón. Aquello era un designio del destino, sin duda. Ni sus papás podían explicar por qué le habían puesto Rodolfo si ya con el Pachón tenía. Lo peor fue que la pubertad abrió el paso a algunos kilitos extra que lo hacían verse un tanto gordito. Nada muy grave, sólo un poco rechoncho. O, como le decía su tío Luis: “Rodolfo, estás echando barriga”. Y también trasero y cachete. Eso, combinado con su nombre, le desagradaba mucho. Lo peor fue cuando un día, una niña que había sido su amiga cuando eran chicos, antes de que ella se volviera popular, le cantó: “Rueda, Rodo, rueda, estás bien pachón”. Su papá le dijo que él también había sido regordete a su edad, pero que luego se le había quitado. Eso se llama tener la autoestima en alto, pues su papá no era esbelto desde ningún ángulo que se le viera. En fin, la lista de infortunios sería demasiado larga como para mencionarla toda. Basta con decir que Rodolfo tenía sólo una certeza en esta vida: si se aventaba a un pajar, se picaba con la aguja.

Lo único bueno, dentro de todo, era que tenía un amuleto que no le fallaba (y por supuesto, lo usaría si tuviera que aventarse al pajar). Era algo inusual pero súper efectivo y Rodolfo lo usaba pese a las críticas de su familia: unos calzones. Ya estaban reviejos, el dibujo de dinosaurios que originalmente tenían estaba casi borrado y le quedaban muy apretados, pues eran talla seis. Sin embargo, cuando una ocasión era realmente importante —y en su caso, de alto riesgo, como subirse a un avión—, los usaba sin dudar. Una vez, su mamá había querido tirarlos a la basura, pero Rodolfo los defendió heroicamente: le dijo que hacerlo sería como firmar su sentencia de muerte. Deshacerse de esos calzones sería como perder su seguro de vida. Entonces su mamá sugirió recortar los dinosaurios y coserlos en otros calzones de su talla, antes de que la prenda le cortara la circulación. Rodolfo sabía que, algún día, tendría que someter los calzones a esa tortura; pero mientras llegaba el momento, los usaba sólo cuando la situación lo ameritaba. Y si no fueran tan incómodos, en los últimos meses se los hubiera puesto a diario. Quizás así no hubiera pasado nada de lo que pasó.

NutriJuice, S.A. de C.V.

Fernando, el papá de Rodolfo, decía ser una persona de ideas. Solía agregar que las personas con ideas no son empleados de nadie, porque entonces o los jefes les roban las ideas o las ignoran, pues no les gusta que alguien más tenga ocurrencias mejores que las suyas. Con ese pensamiento en su cabeza y en la de su amigo, Federico de la Parra, ambos empezaron a hacer negocios desde que eran jóvenes en Monterrey, México, su ciudad natal. Vendían de todo: desde limonadas heladas en los veranos —cuando hace tanto calor que un pollo puede rostizarse en la banqueta—, chocolate caliente en el invierno —cuando un frío seco congela lo inimaginable—, bufandas tejidas por las hermanas de Federico para los bazares navideños, galletas hechas por su mamá para los días del maestro, hasta unos rosarios muy originales, hechos con canicas, que vendían afuera de las iglesias después de misa. De ahí fueron pasando a otras cosas. Cuando iban en la universidad, viajaban a las baratas de McAllen y traían ropa del otro lado a vender a la Ciudad de México. Claro, no al precio de la barata. Después los dos se casaron y como sus esposas eran de la capital, se fueron a vivir allá y sus negocios fueron creciendo: florerías, bienes raíces, una agencia de viajes y una comercializadora de productos gastronómicos importados.

Fue para esta empresa que Fernando visitó una feria de alimentos novedosos en Francia: para ver qué podía importar. Lo que trajo de allá fueron ideas, muchas ideas que estuvo platicando durante semanas. Algo comenzó a germinarle en la cabeza y una buena mañana de miércoles, dijo con mirada decidida: “¡Ya se qué quiero hacer de verdad!” Sus hijos y Lucía, su esposa, lo miraron extrañados. Les parecía raro que, a su edad, todavía no supiera lo que quería hacer de verdad.

—Voy a poner una fábrica de jugos cien por ciento naturales, buenos para la salud y además, gourmet. Voy a venderlos en todas las tiendas del país, luego los voy a exportar y van a ser tan buenos que se van a vender como pan caliente —anunció.

—¿Jugos gourmet? —preguntó Lucía.

—¡Claro! De sabores increíbles y muy nutritivos. La gente hoy en día no tiene tiempo para prepararse jugos y mira nada más las porquerías que se venden, son agua pintada de naranja y morado.

—Saben muy bien —comentó Catarina.

—Pero no son buenos. Puro saborizante, colorante y azúcar. Yo quiero hacer comida del futuro, la que van a comer los que vivan en las estaciones espaciales.

Durante todo el desayuno, se la pasó hablando de las bondades de sus jugos con una emoción tan contagiosa que todos acabaron entusiasmados. Sus ideas salían muy bien y él veía el negocio tan novedoso y futurista que sería auténticamente jugoso. Fernando era de los que decían y luego hacían, así que el siguiente sábado invitó a Federico y, como buen regio, preparó una carne asada para plantearle la idea. Su socio, sin embargo, no mostró ninguna emoción por los jugos.

—Vato, tú nunca has fabricado nada —comentó, con el acentote norteño que no había perdido en la ciudad—. Has sido distribuidor y comercializador, pero no tienes experiencia como fabricante.

—Todo se puede aprender, compadre, no debe ser tan difícil, tengo suficiente experiencia en los negocios —contestó Fernando, que cuando estaba con Federico también le salía el acento.

—Sí, pero este no es nuestro campo, vato —insistió Federico—. A mí no me gusta entrarle a lo que no sé hacer. A ver: ¿qué sabemos de jugos?

—Lo que no sabemos lo aprendemos, compadre. Tengo idea de contratar a un chef, a un ingeniero en alim…

—Poner una fábrica es mucha lana, yo digo.

—Creo que podemos reunirla.

—Es mucho riesgo, ¡qué necio eres! —objetó Federico—. Las jugueras y refresqueras chicas han tronado todas. Las grandes nunca las dejan crecer, luego te compran con pérdida o te bloquean, acabas quebrando.

—No es tanto el riesgo. La gente busca lo sano, ¡velo tú mismo, vato! Está por todos lados. No vamos a competir con los refrescos ni con los demás jugos. Es otro nicho de mercado.

—Si somos sólo tú y yo, no le entro. Busquemos más socios, alguien con experiencia en alimentos… dile a tu hermano.

—Hagamos un plan de negocios, compadre —sugirió Fernando, ignorando la mención de su hermano Blas.

Fernando dedicó semanas al plan de negocios, pero Federico no se dejaba convencer. Al final, aceptó ser socio minoritario. A Fernando no le alcanzaba con lo que tenía, pero no quería meter a muchos socios, decía que poner de acuerdo a varias cabezas no le importaba, pero a varios monederos, no le gustaba. Durante muchos días estuvo ensimismado, o sea que estaba en sí mismo y en ningún otro lado. Andaba ido, hablaba poco, de pronto fijaba la mirada en cualquier cosa y entrecerraba los ojos, piense y piense. Además, se pasaba todo el tiempo la mano por la cara y la cabeza, de manera que también andaba con los pelos todos parados.

Un jueves, a la hora de la comida, se sentó a la mesa con un aspecto diferente. Estaba sonriente, contento, peinado y platicador. Su esposa lo miró arqueando una ceja. En pocos minutos Fernando explicó su plan de acción: para poner la fábrica de jugos, vendería su coche y sus acciones en las varias empresas que tenía; sacaría todos sus ahorros e inversiones, pediría un préstamo e hipotecaría la casa.

—¿Tan seguro estás de tus jugos? —preguntó Lucía con los ojos muy abiertos.

—¡Totalmente! —contestó Fernando con una sonrisa de anuncio de pasta dental.

—¿Y es absolutamente necesario… hipotecar la casa? —insistió ella.

—¡No hay de otra! Ya tomando en cuenta todos los gastos de inicio, sin ese dinero, no me alcanza.

Catarina y Rodolfo seguían comiendo fideos. Durante unos cuantos cucharazos nadie habló y la mamá revolvió su sopa en el plato sin comérsela.

—¿Qué es una hipoteca? —preguntó de pronto Catarina que, aunque casi siempre parecía estar en la luna, en realidad solía tener los dos pies en la tierra.

Fernando y Lucía se miraron. La mamá iba a contestar pero el papá se adelantó.

—Pues es un préstamo: el banco te presta un dinero y lo garantizas con tu casa. Mientras lo pagas, tu casa es del banco.

—¿Por qué mamá no quiere? —siguió dándole Catarina.

—Porque si no la pagas, el banco te quita tu casa —contestó su mamá con tono poco amigable.

—Pues sí, pero yo estoy seguro de que los jugos van a ser un negociazo, me va a ir muy bien y voy a pagar la hipoteca sin problemas.

Más cucharazos.

—Confíe en mí, huerca —dijo Fernando con su mejor acento regio y su más encantadora sonrisa, ya sabía que con eso siempre convencía a Lucía.

Y Lucía confió.

A partir de ese día, comenzó un tiempo un poco raro, sobre todo para Rodolfo y Catarina. A su papá, sus jugos le emocionaban más que nada en el mundo. Como no sabía nada del asunto, contrató a un chef y a un ingeniero en alimentos para que dieran con las recetas tipo fórmula de cada mezcla y adaptó lo que era la sala de juegos de su casa como laboratorio. Luego se la pasó busque y busque el lugar adecuado para instalar la fábrica. Cuando lo encontró, compró la maquinaria. Todos los días y a todas horas estaba metido en eso. Para ellos fue un tiempo sin fines de semana y sin vacaciones, pero más que nada, fue un tiempo muy largo sin papá.

Fernando hizo un estudio de mercado y averiguó que la gente buscaba remedios para diferentes enfermedades, así que se puso a leer sobre las propiedades de cuanta fruta, verdura y hierba comestible se le ocurrió, después tuvo que convencer al chef y al ingeniero: ellos alegaban que algunos ingredientes tenían sabores fuertes y combinarlos era difícil. Además de que algunos presentaban otras complicaciones, como la baba de las cactáceas. Hicieron cientos de pruebas.

—Todos deben tener extracto de amaranto y aceite esencial de diferentes tipos de cactus —dijo una noche, mientras servía un líquido verdeamarillo y viscoso en tres vasos: uno para su esposa, otro para Rodolfo y el tercero para Emilio, el mejor amigo de su hijo.

Los tres miraban sus vasos con desconfianza, sin atreverse a dar el trago.

—Todavía no lo sabe mucha gente, pero con el amaranto y los cactus, México le dará salud al mundo —explicó Fernando—, por favor, no anden contando esto por todos lados, ya saben, las buenas ideas…

—… todo el mundo se las roba —Lucía terminó la frase.

—¡Pruébenlo! —dijo Fernando entusiasta, dándole un buen trago—. ¡Aaaahhh! ¡Poción mágica!

En eso, Catarina entró a la cocina y su papá le sirvió una ración de pócima.

—¿Qué porquería es esto? —preguntó con cara de asco.

—Concentrado de acelga, amaranto, berro, flor de calabaza, papaya, tuna, nopal, col de Bruselas, zanahoria, xoconostle, verdolaga, albahaca y miel de colmena.

—¡¡¡Guuuáaacala!!! —gritó Catarina, tapándose la nariz y poniendo cara de vómito.

—¡Está buenísimo! —lo alabó su papá.

—El nopal es baboso —observó Rodolfo.

—Ya le quitaron lo baboso —explicó Fernando.

—Es que las coles de Bruselas…

—¡Tómenselo, huercos! —ordenó el papá, que cuando se enojaba también le salía lo regio.

Todos suspiraron y le dieron un pequeño sorbo. Lo que son las cosas y es para no creerse, pero aquello sabía bien. Era ligeramente dulce y el saborcito de las coles y la baba del nopal, no se sentían. Se lo acabaron.

—¡Muy bueno! —exclamó su esposa—. De verdad que Román y Juan, el chef y el ingeniero, hacen milagros.

—Le voy a poner CatEye, para mejorar la visión de noche y de día. La mejor mezcla de vitamina A y betacaroteno que hay en el mercado —comentó el papá.

—¿Y por qué el nombre en inglés? —preguntó Rodolfo.

—Porque así es la mercadotecnia: si está en inglés, vende, ¿a poco comprarías una bebida que se llamara Ojo de Gato?

—Venden uña de gato —intervino Catarina.

—¿Y quién la compra? Si le pusieran CatNail, vendería el triple, te lo aseguro. La marca de mis jugos será NutriJuice.

Fernando no le dio vueltas al asunto de los nombres en inglés. Hasta a los julepes —que no eran jugos, sino unos revoltijos medicinales con efectos bastante salvajes— los bautizó en inglés como: juleps. Catarina, Rodolfo y toda su pandilla fueron auténticos “humanillos” de indias: probaron cuanto sabor se les ocurría a su papá, al chef y al ingeniero. Lo único que todo el mundo se negaba a probar eran los julepes, porque las reacciones eran extremas. Como el Moon WormBeater Julep, desparasitador natural: se trataba un mega concentrado de epazote con extracto de papaína y zanahoria que debía tomarse durante una semana, de la luna menguante a la luna nueva. Había que tener mucho cuidado con el asunto de la luna o, en lugar de lograr el exterminio de las lombrices, ocurría el efecto contrario y se ponían rozagantes, además de multiplicarse por miles.

En el intento por lograr los sabores espectaculares que Fernando buscaba y luego observar los efectos de sus jugos en los humanillos, pasó de todo. Un día Rodolfo y Catarina estaban con Adriana, una buena amiga de ella en esos tiempos, cuando su papá les dio a probar el SuperCruciferax, el combinado antioxidante de crucíferas más potente del mercado, hecho con concentrado de coliflor, col, brócoli, coles de Bruselas, nabos y hojas de mostaza. Había pasado como media hora desde la toma cuando Lucía llegó con cara de preocupación a preguntarle a los niños cómo se sentían. A los tres les dolía la panza, pero eso no era lo peor.

—Este juguito produce meteorismo —le dijo a su esposo, hablando en su clave secreta.

—Ya me di cuenta —contestó el papá, que había tenido que desabrocharse el botón del pantalón.

Fernando y Lucía tenían un lenguaje secreto: cuando sus hijos eran chicos y no querían que entendieran una conversación, hablaban en inglés. Luego metieron a los niños a una escuela de ésas muy bilingües y llegó un momento en que les entendían. La mamá hablaba francés, pero el papá no, así que les dio por usar las palabras más raras que existen en el español. Hay que decir que Lucía había estudiado filosofía y a veces, ni su esposo entendía las palabras que usaba, entonces él se hacía el que entendía y luego iba al diccionario. Cuando Catarina y Rodolfo tenían mucha curiosidad por enterarse de lo que decían, también recurrían al diccionario. Por eso a veces ellos también usaban palabras domingueras.

—¿Qué es meteorismo? —preguntó Adriana con cara de horror.

—Que se te hace un meteoro en la panza y luego… —comenzó a explicar Catarina.

—¡Ya cállate, Catarina! —chilleteó Adriana—. ¡Me voy a morir! ¡Y tu papá va a tener la culpa!

—Mejor vemos el diccionario —sugirió Rodolfo.

Los tres fueron a buscar, Adriana con cara de pugido y abrazando su estómago como si se le fuera a ir volando. Los tres leyeron: “meteorismo: abultamiento del vientre por gases acumulados en el tubo digestivo”.

—O sea que ese jugo te pone pedorro —sonrió Catarina.

A Adriana le dio un ataque de risa tan fuerte que los gases acumulados en el tubo digestivo se le salieron todos de manera explosiva, eso les dio risa a los otros dos y pasó lo mismo. Seguramente Fernando y Lucía experimentaron algo similar, el caso es que a ese jugo le pusieron una advertencia en el envase:

“PRECAUCION. PRODUCE METEORISMO”.

Después de meses de pruebas, el papá tuvo todos los jugos que quería y entonces hizo un folleto. Además del CatEye, el Moon WormBeater Julep y el SuperCruciferax, había: Gripmix para aliviar gripa, sinusitis, catarro, bronquitis y faringitis; Antiflat para reducir gases y ayudar a la liberación expedita de los mismos; Slim&Lean para entrar en esos nuevos jeans; BreastMilkBooster, especial para madres lactantes; SleepyHead, para dormir como un lirón; Happy 40’s & 50’s para mitigar sofocos y bochornos; Stop it!!, el mejor antidiarréico del mercado; Pooper, ideal para las tareas difíciles; PixMix, ¡mejor diurético que el agua de jamaica!; ForeverYoung, para recuperar años en unos días; y ForeverBlissful, para ser feliz como una lombriz.

Todos estaban endulzados con miel de agave y, aunque cualquiera pensaría que sabían a rayos, lo cierto es que su sabor era muy bueno. Lo mejor era que los efectos en el cuerpo eran los que prometía la etiqueta. Tal como había pronosticado el papá, los jugos se vendieron como pan caliente. En unos cuantos meses, las principales cadenas de supermercados hicieron grandes pedidos. Varios periódicos entrevistaron a Fernando, e incluso su foto apareció en la portada de algunas revistas de negocios. Se tuvo que poner una línea telefónica de atención a clientes donde todos los días hablaban personas agradecidas porque habían encontrado el remedio a sus males. En menos de un año, ya tenía pedidos para exportación.

En ese tiempo, los jugos se volvieron el tema de conversación del papá con todo el mundo, todo el tiempo. Era como si le hubieran cambiado el disco duro de la cabeza y se la hubieran llenado de frutas y verduras.

La mamá, Catarina y Rodolfo hubieran querido ser las frutas y verduras más fabulosas de la Tierra, para que se fijara en ellos.

Dinero llama dinero

Federico fue un sábado a comer carne asada con su familia un año después de haber comenzado el negocio, en mayo. Rodolfo estaba encantado, porque le gustaba su hija Diana. Aunque Federico era socio minoritario, estaba feliz de que el negocio fuera tan bien y anunció que en diciembre aumentaría su participación en la sociedad. En la noche, la mamá estaba algo callada y Fernando le preguntó qué le pasaba. Lucía mandó a los niños a ver la tele, como hacía cuando no quería hablar frente a ellos. Catarina no se dio cuenta de nada, pero Rodolfó paró la oreja.

—A mí no me habías dicho lo que le dijiste hoy a Federico —soltó ella.

—¿Qué? —preguntó el papá distraído.

—Que no habías recuperado tu inversión tan rápido como esperabas. Yo pensé que te estaba yendo muy bien.

—¡Me está yendo de perlas! Pero los precios de los ingredientes son carísimos. Los extractos, los concentrados, los aceites esenciales, todo eso es muy, muy caro. Se necesitan cien biznagas de producción controlada para obtener tres onzas de aceite esencial… ¿sabes cuánto cuesta una biznaga de buen tamaño?

Lucía lo miró seria y antes de contestarle, le echó una miradita a sus hijos. Rodolfo se hizo el disimulado.

—A mí me preocupa que tienes muchos pasivos: la morada, las bigas y el plástico. Y además, claro, los artefactos de la factoría.

—Pues sí, estoy muy apalancado, lo sé, pero todo va de maravilla. Si el negocio sigue así, todo va a salir bien en menos de dos años —dijo Fernando optimista.

Su mamá suspiró y Rodolfo fue al diccionario antes de que se le olvidaran las palabras: “pasivo: valor monetario total de las deudas y compromisos que gravan a una empresa o individuo; morada: lugar donde se habita; biga: carro de dos caballos; artefacto: máquina, aparato; factoría: fábrica o complejo industrial”. O sea: el papá estaba endeudado, debía la casa, el coche, las tarjetas —eso lo supo porque su mamá les decía “dinero de plástico”— y la maquinaria de la fábrica (“apalancado” no venía en el diccionario, aunque sospechó que tenía que ver con endeudado).

En junio Fernando fue a China, pues hasta los chinos estaban interesados en comprar los jugos. En vacaciones prometió llevarlos a Disneylandia y lo cumplió. Lo mejor fue que en esa ocasión no llevó con él ningún libro de verduras. Por unos días volvió a ser el mismo de siempre, se olvidó del reino vegetal y lo pasó muy bien con su familia. Hasta habló de otros temas. Después vino el regreso a clases y, en septiembre, Fernando y Lucía fueron a la misma feria de alimentos novedosos en Francia, de donde había traído la idea tres años atrás. Ahora, estarían en un “stand” con los jugos. En esa feria, NutriJuice fue todo un éxito y ganó el premio a la innovación más saludable. Ahí mismo, cadenas de supermercados gringas, alemanas, francesas y japonesas levantaron pedidos para el siguiente año. Regresaron felices, Fernando no paraba de hablar de cuánto crecería la empresa y que tendría que buscar un lugar más grande para la fábrica. Puso el premio, una manzana de vidrio verde, en la mesa de la sala.

Esa mañana de viernes, 24 de octubre, Rodolfo despertó con una sensación extraña en el pecho. Miraba el maniquí de Darth Vader, con todo y traje, que había llegado apenas el fin de semana anterior, pedido por Amazon. Sí, había sido un capricho bastante caro, pero lo valía. En realidad, él quería más bien el traje, pero lo vendían con todo y el maniquí para que uno pudiera verlo y admirarlo todo el tiempo. Tendría que decirle a Mari, la muchacha que ayudaba con la limpieza de la casa, que lo tuviera bien sacudido y reluciente; con eso de que era negro, la menor mota de polvo se distinguía desde lejos. Rodolfo suspiró satisfecho: su vida era buena. Pensó que su mala suerte era cosa del pasado y que más bien tenía que irle abriendo espacio a la buena fortuna.

24 de octubre

Ese viernes no tenían clases. En la escuela a donde iban Rodolfo y Catarina, un viernes cada dos meses se aprovechaba para darle capacitación a los maestros y ese día tocaba. Lucía tomaba un curso de fotografía por las mañanas y le pidió a Fernando que se llevara a los niños con él. Carolina y Rodolfo iban encantados a la fábrica, porque Román y Juan, que ahora tenían un laboratorio bastante grande, les dejaban hacer batidillos y mezclas incomibles que su mamá nunca les hubiera dejado experimentar en su cocina. Juan se acordó que debía enseñarle a Fernando unas muestras y le pidió a Rodolfo que las llevara a su oficina. Rodolfo tomó la charola con varios recipientes y fue con su papá. Fernando estaba probando los jugos cuando entró su secretaria, una señora muy chaparrita que se llamaba Tere.

—Licenciado, acaba de llegar un señor que quiere verlo.

—¿Tiene cita? —preguntó Fernando, que tenía mucho trabajo y estaba un poco impaciente.

—No —contestó Tere con cara de preocupación.

—Entonces, que se vaya el huerco ese, que regrese con cita, ahorita estoy muy ocupado.

—Yo creo que mejor lo recibe, licenciado. Viene de una empresa muy importante —recomendó Tere.

La mirada de la secretaria dejaba ver la magnitud del asunto. Y no era para menos: se trataba de una enorme refresquera. Fernando se rascó la sien derecha. Sí, no le gustaba que llegaran de improviso, imponiéndole una cita que no tenía programada; pero sabía, con una poderosa certeza, que no podía desairar a esa persona.

—¡Ay! ¡Bueno!, pues que pase —dijo resoplando y luego bajó la voz—: pero en cinco minutos entras y dices que se me va a hacer tarde para mi otra cita.

—Pero si usted no tiene citas hoy.

—Ya lo sé, Teresita, pero no quiero que el vato éste se me instale aquí una hora, tengo mucho trabajo y él no tiene cita.

Tere puso cara de comprender y salió. Segundos después, la puerta se abrió y entró a la oficina un señor muy alto, bigotón y bien peinado, que dijo llamarse Nicolás Garza.

—En qué puedo servirle, señor Garza —dijo Fernando, invitándolo a sentarse.

—Ingeniero Garza —corrigió mientras tomaba asiento.

—Bueno pues, ingeniero Garza, ¿usted también es regio? Ese apellido es de allá.

—No, no, yo soy de la Ciudad de México.

—Ah, pues.

—Mire, licenciado…

—A mí dígame Fernando.

—Bueno… Fernando. Mire, sé que usted está ocupado y el motivo de mi visita es sencillo. No le quitaré su tiempo.

—¿Qué es, pues? Ya tengo curiosidad —dijo el papá.

—Yo represento a esta empresa —dijo, mientras abría su portafolios y sacaba un fólder blanco con un logotipo rojiazul y circular estampado en el centro—. Y queremos felicitarlo. Estamos realmente sorprendidos de la respuesta de los clientes frente a su producto, ¡es asombroso!

Fernando volteó a ver sonriente a Rodolfo, todavía de pie junto al escritorio.

—Yo siempre dije que iba a ser un negocio jugoso, ¡la gente está encantada! —exclamó.

—¡Claro que sí! —afirmó Nicolás Garza con una sonrisa enorme bajo su negro bigote.

—Pues gracias por las felicitaciones —dijo Fernando contento.

—Bueno, usted se imagina que no lo vine a interrumpir sólo para felicitarlo. Hay algo más.

Usté dirá, señor Garza.

—Ingeniero —volvió a corregir Nicolás.

—Perdone, huerco, es que a mí no se me dan esas formalidades de los títulos nobiliarios, pero lo escucho.

Algo en la mirada del ingenero Garza se puso turbio y su gesto cambió. Su sonrisa comenzó a desvanecerse y en su lugar apareció una expresión diferente que hizo que el ombligo de Rodolfo se apretara.

—La empresa para la que trabajo está sumamente interesada en comprar su fábrica.

—¿Mi fábrica?

—Sí, su fábrica, su marca, la idea: todo. Si abre ese fólder que le di, verá nuestra oferta. Creemos que para usted, que está tan endeudado, es un excelente negocio.

—¿Y usté como sabe que yo estoy endeudado?

—Esas cosas se saben —contestó, sonriendo con aspecto siniestro.

A Fernando se le pusieron las orejas rojas. Suspirando, abrió el fólder que le había dado el ingeniero bigotes y lo cerró de golpe.

—¡Esta empresa no está en venta! —dijo, devolviéndole a Nicolás los papeles con la oferta.

—¿Está seguro?

—¡Totalmente!

—¿No lo quiere pensar un poco?

—¡No! —contestó Fernando muy serio.

El ingeniero cerró los ojos y asintió quedito con la cabeza, como afirmando algo para sí mismo.

—Ya sabíamos que usted se iba a poner así —dijo, con tono de abuelito regañando a su nieto más latoso.

—Pero… ¡¿a usté qué le pasa?! —gritó Fernando, completamente colorado—. ¡Es mi empresa y no quiero venderla! ¡Fue mi idea! ¡Arriesgué mi patrimonio! ¡Yo desarrollé e impulsé el producto! ¡¡Y ahora ustedes vienen a decirme que se los entregue!! ¿Están locos, o qué?

—Le estamos ofreciendo un precio más que justo. Usted podría cubrir sus deudas y aún le quedaría algo para iniciar otro negocio o…

—¡No es por el precio! ¡Tampoco por mis deudas! ¡Esto es lo que me gusta hacer! ¡Este es mi sueño! ¿Entiende de sueños, señor, o no sabe ni lo que es eso? —vociferó Fernando, poniéndose de pie.

Rodolfo pensó que Nicolás iba a decir que no era señor, sino ingeniero, pero ya no dijo nada. Entrecerró los ojos y miró a su papá con cara de buitre.

Fernando estaba que echaba humo. En eso, se oyeron tres toquidos en la puerta y entró Tere con ojos de plato y cara de susto.

—Eh… li… don Fernando… tiene una cita, ¿se acuerda? —musitó Tere con un hilo de voz.

—Gracias Tere, el señor ya se iba. Por favor acompáñelo a la puerta —dijo el papá, extendiendo la mano con el fólder blanco—. Llévese esto.

—Eso se lo dejo. Quizás más tarde usted sea razonable y lo piense mejor.

—Mi respuesta será la misma —contestó muy resuelto.

El bigotón se paró y caminó hacia la puerta. Al llegar, se dio la vuelta para mirar una vez más a Fernando.

—Debo decirle, y espero ser claro, que el nicho de mercado que ha descubierto, y sus clientes, nos interesan mucho. Nuestra oferta es justa. Si no la acepta, seguramente comprenderá que nosotros también podemos fabricar lo mismo.

Fernando iba a contestar algo, pero sólo suspiró y negó con la cabeza. Nicolás Garza miró a Tere.

—No hace falta que me acompañe. Pensé que este sitio era más grande, pero es muy pequeño, puedo encontrar la salida fácilmente.

El bigotón salió dando unos pasos que resonaron por todos lados, con Tere tras él, caminando aprisa. Fernando se quedó quieto, viendo el fólder. Tenía una expresión rara.

—¿Qué les pasa a estos huercos? —exclamó al fin—. ¡Como si ellos no tuvieran suficiente negocio!

Luego volteó a ver a Rodolfo, que tenía los ojos redondos como yema de huevo.

—¡Quita esa cara, vato! —dijo su papá, queriendo sonreír—. ¡No va a pasar nada!

El regreso a casa, más tarde, fue muy silencioso. Fernando iba callado y pensativo. A la hora de la comida, le contó a su esposa lo que había pasado y ella lo miraba con cara de preocupación.

—Que intenten hacer lo mismo, nomás —exclamó Fernando—. ¡Como si fuera tan fácil! ¡Mira el tiempo que me llevó obtener las fórmulas! ¡Y además, están registradas y patentadas! No pueden copiarme así como así, estarían muy locos.

—Bueno, a mí me queda claro que esos tipos sí están muy locos. Imagínate los laboratorios que tienen, pueden sacar sus propias fórmulas cuando quieran —observó Lucía.

—Pues yo soy todavía más loco y sigo adelante.

—Fernando… —empezó su esposa. Era claro que iba a decirle algo gordo, porque sólo le decía Fernando cuando las cosas se ponían fuertes—: ya sabíamos que esto podía pasar. Federico te lo dijo.

—Ese es ave de mal agüero, y de todas formas, no les vendo.

Su esposa suspiró.

—¿Lo vas a pensar, al menos?

Fernando también suspiró.

—¿Tú venderías tus sueños? —reviró.

Lucía no dijo más y se llevó su plato a la cocina.

El papá estuvo enfurruñado y otra vez ensimismado durante unos días. La mamá también andaba algo seria. La escena entre su papá y el ingeniero bigotón se reproducía en la mente de Rodolfo una y otra vez. Sentía que una nube había tapado el sol y no dejaba de pensar en que ese 24 de octubre no se había puesto sus calzones de la suerte.

Los días pasaron y se convirtieron en semanas. El papá tuvo mucho trabajo y no volvió a saber nada del ingeniero bigotes. Luego vino la Navidad y el asunto parecía haberse olvidado, aunque de cuando en cuando Rodolfo lo cachaba frunciendo las cejas.

El principio del siguiente año iba a ser muy importante. Fernando tenía que comprar enormes cantidades de materia prima para preparar todos los jugos que tenía que exportar. Una tarde no fue a la fábrica, dijo que tenía que hacer unas llamadas. Los niños fueron al club con su mamá, Catarina tenía clases de gimnasia y Rodolfo de tenis. Cuando regresaron, el papá estaba con el pelo todo revuelto, se veía algo pálido y con cara de que algo andaba francamente mal. Su esposa le preguntó qué le pasaba.

—¡No sé qué les pasa a mis proveedores! —tronó—. Al de los aceites esenciales le hice una compra muy grande, le di el anticipo desde octubre y quedamos que en enero los entregaba y ahora me sale con que no los tiene listos, que hasta febrero. Los de los concentrados me vienen diciendo que los precios subieron, ¡de por sí ya estaban en las nubes! Y los extractos igual, que tienen pocas existencias y tengo que esperar. ¿Pero qué les pasa? Antes de que existiera NutriJuice ni siquiera hacían nada, soy su principal cliente y me hacen esto.

—¿Y no crees que…?

—¡No! Lo que creo es que estos huercos son muy flojos y no saben lo que es cumplir.

Por más que Fernando pataleó, la materia prima no estuvo lista y los clientes extranjeros se enojaron un poco. Bueno, los alemanes se molestaron bastante y cancelaron el pedido. Fernando apenas pudo fabricar lo necesario para abastecer al mercado nacional. Hasta marzo pudo tener todas las cosas necesarias, pero sus pedidos se habían retrasado mucho. Cuando ya tenía listos los envases con etiquetas traducidas al japonés, los japoneses también cancelaron. Y la cosa con los proveedores se ponía cada día más difícil: le vendían las esencias, los concentrados y extractos a cuentagotas y cada vez más caros. El señor Pachón, que de por sí tenía poco pelo, estaba cada día más pelón. Un día Rodolfo lo sorprendió en la sala de tele: revisaba sus cuentas con los pies subidos en la mesita, mientras se pasaba la mano por el cabello y la cara.

—Imposible endeudarme más —suspiró con tristeza.

Pero lo más grave todavía estaba por pasar. A principios de abril, un día llegó a comer y se sentó a la mesa con una cara parecida a la que tienen los pescados que reposan en el hielo de la pescadería.

—¿Qué tienes? —preguntó su esposa.

—Hoy vino a verme el tipo que fabrica el extracto de hojas de amaranto —contestó mirando fijamente al salero.

—¿Y?

—Y me lo dijo.

—¿Qué te dijo?

—Que como me estima mucho porque yo le ayudé a levantar su negocio, me iba a contar lo que estaba pasando. Resulta que los huercos estos del refresco de cola son los que están comprándoles todo. Por eso nadie me quiere vender a mí. Ellos les pagan luego luego, yo les pido dos meses para pagarles y de hecho, ahorita les debo a todos y no sé ni cómo les voy a pagar.

Los tres se le quedaron viendo con los ojos redondos, sin saber qué decir.

—¿Y por qué no haces tú los extractos? —preguntó Catarina.

—¡Hacer los extractos! ¿Cómo se te ocurre? —el papá casi relincha—. ¿Cuándo has visto mis huertas de manzanas? ¿Mis sembradíos de biznaga y amaranto? ¿Mis máquinas de extracción de esencias?

—Ella no sabe nada de eso, Fernando —intervino la mamá con la cara roja— y además, en la mesa no vamos a hablar del piscolabis.

Por un momento, hubo un silencio de esos que pueden tocarse. Fernando se tapó la cara con la mano y resopló.

—Perdón, Catarina. Es que eso no es lo que yo hago —masculló, mientras se levantaba de la mesa—. Sigan comiendo, yo la verdad no tengo hambre.

Los demás se quedaron en la mesa bastante aplastados y terminaron de comer sin hablar. En cuanto acabaron, Rodolfo fue corriendo al diccionario, a ver el significado de piscolabis: “dinero, moneda corriente”.

No habían pasado ni quince minutos cuando tocaron el timbre. Era Federico. Nunca iba de visita por las tardes entre semana, así que luego luego se imaginaron que su presencia tenía que ver con lo mismo. Federico entró a la sala, Lucía les dijo a Catarina y a Rodolfo que se fueran a cambiar para ir al club, pero los dos morían de curiosidad por enterarse del chisme, así que subieron las escaleras y se quedaron hasta arriba, agazapados. Desde ahí podían escuchar la conversación de los adultos.

—Con esa cara que traes, vato, me imagino que ya sabes la noticia —comenzó Federico.

—Sí, ya sé. Me lo dijo el del extracto de amaranto. ¿Tú cómo sabes?

—Mi cuñado tiene un compadre que trabaja con los refresqueros. Tienen programado el lanzamiento de sus jugos para la próxima semana, en todo el país.

Se oyó un suspiro.

—¿Y sabes cómo se van a llamar? —preguntó Federico.

—Ni idea —contestó Fernando.

—Nutritive Juices. Casi como los tuyos. Los nombres de cada jugo también se parecen. Van a ser un poco más baratos.

Esta vez se oyeron muchos suspiros. Catarina y Rodolfo se miraron y también suspiraron. Durante unos minutos, nadie dijo nada.

—Vato, qué puedo decirte. Posiblemente se caigan todos los pedidos y tengamos que cerrar.

—¡¿Tengamos?! —arremetió Fernando.

—Bueno, soy tu socio, ¿no?

—Sí, con una participación del 10%. El 90% de la responsabilidad de lo que le pase a esa empresa, es mío. El que está a punto de perderlo todo, soy yo.

Federico carraspeó.

—Siempre fui claro contigo, vato. Siempre te dije que ese negocio no me daba buena espina y siempre vi la posibilidad de que esto pasara, pero tú te empeñaste.

El papá gruñó algo ininteligible.

—Cálmate, Fernando —intervino su esposa.

—Bueno, Federico —era la primera vez que Rodolfo escuchaba a su papá llamar a su amigo por su nombre—: si ese era el motivo de tu visita, pues ya estoy enterado.

En cuanto oyeron que se levantaban de los sillones, los niños se fueron sigilosamente a sus cuartos. El de Rodolfo daba al jardín del frente, donde estaba el garage y la puerta de la calle. Su papá se quedó en la sala mientras su mamá acompañaba a Federico a la puerta.

Rodolfo se asomó discretamente a la ventana para a ver si escuchaba algo más.

—Oye, Lucía —dijo Federico—, las cosas se les van a poner color de hormiga. Fernando está hasta el tope de deudas. Ya no se lo dije porque está muy enojado, pero si necesitan que les preste lana, nomás me dices.

La mamá asintió con la cara seria al tiempo que le abría la puerta. En cuanto Federico se fue, la cerró despacito y se quedó un momento recargada en ella, meneando la cabeza. Desde su ventana, Rodolfo pudo oír otro suspiro, más profundo, más desconsolado. De pronto recordó sus calzones de dinosaurios: esa tarde tampoco los traía puestos.

Rodolfo se acostó en su cama y se puso la almohada sobre la cabeza, tapándose la cara. Sentía que algo estaba pasando, algo enorme, pero tenía la sensación de no poder tocarlo, por más que alargaba el brazo. Se acordó de un caleidoscopio que tenía por ahí, guardado en un cajón. Siempre le había llamado la atención cómo, con un movimiento delicado, casi imperceptible, podía cambiar todo el acomodo de las cuentas de vidrio, y lo que veía a través de ese pequeño y redondo visor era completamente distinto. En ese momento, sentía que algo había golpeado el caleidoscopio de su vida, cambiándola para siempre.