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Violeta

mara... mara... maravilla

1.ª edición: Septiembre 2018

2.ª edición: Septiembre 2018

Copyright

© Felicitas Rebaque 2018

© Editorial LxL 2018

© Sello Upbook

www.editoriallxl.com

dirección@lxleditorial.com

ISBN: 978-84-17516-30-7

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del CÓDIGO PENAL).

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Diseño cubierta – LxL Editorial

Maquetación – LxL Editorial

A María José, por haberme dejado entrar en su vida y

enseñarme el mundo a través de sus ojos.

Por esos días de mar, gaviotas y secretos.

A todos los «Niños Bonitos».

Agradecimientos

Es justo que mencione a algunas personas que con su aportación hicieron posible este libro.

En primer lugar, debo agradecer a Palma G. Aparicio, que me habló de María José y me puso en contacto con su familia para que pudiera dar forma y vida a Violeta.

A Gonzalo Moure que, una vez más, siguió paso a paso la construcción de la historia ayudándome con sus consejos y correcciones.

A Mónica Rodríguez y a María G. Vicent, amigas y escritoras, por sus sugerencias críticas y constructivas. A Severino Fernández Díez por su aliento y por su fe en mí y en Violeta.

No puedo dejar de mencionar a mis primeros lectores: Inmaculada, mi hermana, Teresa, Carmen, Goyo, Javier Abelardo, amigos de vida y letras. Y por supuesto, a José Ignacio, mi marido, que me facilita todo para que yo pueda seguir escribiendo.

Gracias a Noelia Ortega, mi editora, y a todo el equipo de la editorial LxL por su apoyo y entusiasmo.

Y para terminar, es justo que mencione a Joaquín Sabina, de quien, sin pedirle permiso, tomé la frase «La vida no es un blog cuadriculado» de su canción Jugar por jugar.

Contemplo a mi hijo recién nacido y los recuerdos me llegan en cascada, oliendo a talco y a jabón, a la suavidad caliente que emana de toda criatura recién nacida. El alumbramiento los liberó del polvo acumulado en el cuarto oscuro en el que estuvieron relegados, y ahora regresan brillantes y vivos, como mi hijo. Desde el momento en que lo sostuve en mis brazos no he dejado de pensar en Violeta. Y la emoción me ha golpeado en el pecho, igual que entonces.

Conocí a Violeta cuando me encontraba inmerso en un enorme socavón en el que no había espacio para los sentimientos. Por entonces, mi mundo era gris y yo una piedra. Violeta fue el arcoíris tras la tormenta.

El niño duerme tranquilo sobre mi pecho y lo observo con detenimiento. Repaso uno por uno los rasgos de su cara. Ajeno a mi examen, bosteza. Después frunce sus labios mostrándome sus puños de pequeño boxeador. Acaricio su cabeza cubierta de pelusilla suave. Regresa la ternura, inmensa, y con ella Violeta. Sonrío al recordarla, puedo escuchar su voz, su peculiar manera de hablar arrastrando las palabras sobre sus labios.

—¿Qué escondes ahí?

—Un pollito.

—Lo vas a ahogar.

—¡Que no, que no!… Mira.

Un polluelo recién nacido se acoplaba en el cuenco que formaban sus manos.

—¿Lo quieres coger? Te lo dejo un rato.

Hice un gesto de rechazo.

—¿Te da miedo? Toma, está suave.

—Vale. Anda, trae.

—¿Qué notas?

—Cosquillas.

—Pero ¿tú estás tonto o qué?

—Es que me hace cosquillas.

—Cierra los ojos, así notas que es suave.

Cerré los ojos y sentí el viento marino rozando mi cara, el olor a hierba húmeda que había dejado el chaparrón de hacía un rato, y algo blando y caliente en mi mano. Me concentré en ella. El polluelo se movía. La suavidad del plumón me produjo un estremecimiento.

Una corriente cálida me subió desde la mano por el brazo hasta el pecho y se extendió en oleadas, como piedra que cae en agua quieta. Abrí los ojos: Violeta esperaba impaciente.

—¿Y qué tal? ¿Qué has sentido?

—Algo caliente. Un río caliente por dentro.

—Es porque es suave. Trae, que lo llevo con los demás. Mira, tiembla.

Y se alejó sonriendo con esa sonrisa conejil que transformaba en dos rayas de verde horizonte sus ojos.

He echado las cortinas para tamizar la luz y la habitación ha quedado en la penumbra quieta y rosada de una capilla de iglesia. El bebé duerme tranquilo, Paula también. Debe recuperar fuerzas y reponerse del parto. Nuestro hijo se resistía a dejar el útero materno como si conociera el dolor que produce estrenar la vida y atrapar esa primera bocanada de aire. Pero ahora respira tranquilo y confiado. Y yo me limito a disfrutar de su presencia y recordar a Violeta, porque el pasado se ha hecho presente o quizás es el presente el que se ha convertido en pasado, o todo esté sucediendo en un único instante…, no lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que mi hijo me ha devuelto a Violeta y me ha hecho sentir culpable por todos estos años en los que no le dediqué un solo pensamiento debiéndole tanto.

La emoción regresa acompasada al ritmo de la respiración del bebé. Y con ella las vivencias me asaltan de nuevo. Me obligo a recordar, no quiero que nada se vuelva a perder en el silencio. Me lo debo a mí, se lo debo a ella.

El miedo y la ansiedad. Pero todo a su tiempo.

Primero fue el miedo. Y ahora me doy cuenta de que él lo desencadenó todo. Lo percibía como un enorme dragón que agazapado esperaba cualquier descuido mío para abalanzarse sobre mí y tragarme. Por las noches, con la medicación, se adormecía y aflojaba su garra. Y su sueño propiciaba el mío. Pero por las mañanas, en cuanto abría los ojos… ahí estaba, sentado sobre mi pecho, asfixiándome. No lo podía soportar, no había forma de defenderme de él ni de la angustia que me producía. Entonces pensaba en los protagonistas de mis primeros cuentos que se enfrentaban a monstruos y dragones con la única defensa de su armadura y una pequeña espada. Pero yo no tenía espada ni peto protector con el que cubrirme, ni tampoco era un héroe de cuento. Era un pobre chico perdido.

Hacía una hora que había salido del hospital y viajaba en el coche con Teresa, acomodado en el asiento de atrás. De esa manera, creía poner un muro invisible y protector de mi espacio y, a la vez, hacerle notar que no deseaba su roce. Iba enfrascado en mis pensamientos. Tenía decidido volver a intentarlo en cuanto dejaran de vigilarme. La próxima vez tendría mucho más cuidado. Esperaría a que mi madre se confiara. Le haría pensar que estaba curado. Les engañaría a todos como engañé al doctor Baranda, mi psiquiatra. Nunca olvidaré su nombre. Me resultó más fácil de lo que pensaba.

«¿Entonces te encuentras bien? ¿Fuerte para salir del hospital e intentarlo fuera?».

¡Claro que quería salir! Dentro no tenía ninguna posibilidad. Asentí con la cabeza mirándole a los ojos. Sabía que tenía que hacerlo así: sostenerle la mirada, sin pestañear, el tiempo necesario para que creyera que era sincero. Y lo hice muy bien, porque dos días después me despedía de mis compañeros de la sala de psiquiatría juvenil y de las cuatro paredes a las que se había reducido mi mundo durante tres meses, veinticuatro días y diecisiete horas. Dejé el hospital con el mismo alivio que debe de sentir el que es liberado de una camisa de fuerza y vuelve a mover los brazos.

Teresa rodaba sin prisas a través de una lluvia persistente y cansina que nos obligó a encender las luces del coche a pesar de ser las cinco de la tarde. Teresa es mi madre. Dejé de llamarla mamá cuando descubrí que había en su vida alguien más importante que mi padre.

Conducía despacio y en silencio, tensa, porque la mandíbula quedaba marcada en su rostro afilado. Todavía me parecía guapa. En los últimos meses había adelgazado mucho y los ojos eran dos enormes pozos azules bordeados de unas ojeras oscuras que ella trataba de disimular con maquillaje.

Pensaba que volvía a casa, pero ella, sin salirse de la autopista, circulaba por la A-6 hacia el norte. Entonces me di cuenta de que mi destino era otro. Le pregunté, alarmado. Me miró un segundo a través del espejo retrovisor y luego volvió a la carretera.

—Tu médico no cree conveniente que regreses a tu entorno familiar por el momento y aconsejó que pases una temporada en otro lugar hasta que te recuperes del todo. No te va a ser fácil enfrentarte a tus amigos, a la gente, después de lo que pasó. Mejor que lo hagas cuando estés más fuerte.

Me revolví, me pareció una agresión que todos decidieran sobre mí sin consultarme. Ella esperaba mi reacción e intentó aplacarme.

—Vamos, no te enfades, es lo mejor para ti.

Pero yo no estaba dispuesto a pasar por alto que me ignoraran.

—¿Y se puede saber dónde cojones habéis decidido encerrarme esta vez? —le grité.

—Jacobo, no vas a estar encerrado. Nos quedaremos una temporada con Manuela y Sebastián en Caxaelecha. Puede que no te acuerdes, pero cuando eras pequeño solíamos pasar unos días de vacaciones con ellos.

Estaba furioso y no iba perder la oportunidad de hacérselo pagar.

—¿Y saben el regalito que les llega?

—Sí, Sebastián y Manuela están informados de todo y encantados de acogernos en su casa.

—¿De todo, de todo? ¿De tu amiguito también?

Me fijé cómo Teresa cerraba con fuerza las manos sobre el volante. La mandíbula se le tensó aún más, parecía que le iba a romper la piel. Siguió hablando, omitiendo mi comentario.

—Tu padre y yo nos turnaremos con tu hermana. Nora tiene que continuar haciendo su vida normal y tu padre no puede dejar el trabajo.

En otro tiempo, Teresa, ante mi impertinencia cruel, me hubiera reprendido con dureza, pero hacía mucho que ya no respondía a mis provocaciones. Quizá, eso es lo que le había dicho que tenía que hacer el doctor Baranda. En las tres horas que duró el viaje no volvimos a cruzar palabra.

Manuela es la hermana de Pilar, la mejor amiga de Teresa. Se hicieron amigas en la universidad y desde entonces siempre han estado muy unidas, como hermanas. Es restauradora de arte. Teresa también, pero solo acepta pequeños encargos y siempre que pueda trabajar en casa.

Aunque a Pilar el derrumbe familiar la pilló en Florencia trabajando en el museo del Bargello, tenía la certeza de que estaba al tanto de los últimos acontecimientos familiares y de que había hablado con mi madre casi a diario. Era su confidente, mucho más que las tías. Se lo contaba todo.

Llegamos a nuestro destino a punto de anochecer, apenas sin luz y con la misma lluvia que nos acompañó durante el viaje. El lugar me pareció tétrico y triste. ¡Menudo panorama se me presentaba! Después de atravesar el pueblo, ascendimos por un camino de grava hasta una casa de piedra que se alzaba como una atalaya. Nos estaban esperando. En la puerta, un hombre levantó una mano en señal de saludo. Antes de bajar del coche, Teresa me advirtió:

—Han sido muy amables ofreciéndonos su casa, te ruego que seas educado.

—Nadie necesita su amabilidad. Yo solo quiero que me dejéis todos en paz.

Salí del coche dando un portazo. Un viento frío me lo devolvió en la cara, se coló por mi anorak y me puso la piel de gallina. Soplaba fuerte y mojado. La casa se veía siniestra entre las sombras. El hombre avanzó hacia nosotros: era Sebastián.

Entré sin saludar, y ellos nos recibieron como si nos hubieran visto anteayer. No les miré a la cara. Me concentré en las losetas del suelo que eran de esas antiguas, de color marrón brillante. Me metí en la cama nada más llegar. Bebí un vaso de leche para tomar las pastillas bajo la vigilante mirada de Teresa y, con la excusa de que estaba cansado, desaparecí de escena. Nadie me lo impidió. Mejor así. Ellos querrían saber y Teresa estaría deseando contar.

Mientras esperaba que la medicación me hiciera efecto y me entrara sueño, percibí el murmullo de las conversaciones. Hablaban bajito, como confesándose secretos. La voz de Manuela me llegaba entrecortada: «Todo se arreglará… Es muy joven… Con el tiempo… Tu niño bonito...». Los susurros se apagaron con el llanto de Teresa; subía y bajaba, bajaba y subía, a golpetazos, como una noria. El llanto no cesaba. Podía imaginar cómo resbalaban las lágrimas por su cara. ¡Que llore, eso, que llore! ¡Me alegré! Pero un pinchazo fuerte me atravesó el pecho. Era el miedo que hincaba más sus garras. Me arrebujé entre las sábanas frías y me tapé la cara con la almohada. Cerré los ojos. Yo no iba a llorar.

Soy un adulto. Y tengo un hijo. Se me supone la madurez suficiente como para interpretar y comprender, para encontrar las respuestas a lo acontecido. Pero ahora sé que no todas las preguntas tienen respuestas y que hay acontecimientos que no se pueden analizar bajo la lógica de la razón. Siempre hay algo que se escapa, que no encaja en el puzle. Quizá porque la vida no es lógica.

Hoy, por primera vez, puedo examinar mis vivencias infantiles sin angustia. Se presentan tranquilas, como la respiración de mi hijo. Y me deslizo por ellas dejándome llevar.

—Mami, si Jacobo es tu niño bonito…, ¿yo quién soy?

—Pues… no sé, no sé. Déjame pensarlo. Mmmmm… ¡Mi niña bonita, tontorrona! Noto que hoy no se ha barrido debajo de la cama. ¡Uf, cuánta pelusilla hay por aquí!

Entonces venían las cosquillas: a ver quién aguantaba más. Nora solía ser la primera que gritaba: «¡Me rindo, me rindo!» y terminábamos los tres hechos un ovillo sobre el sofá.

Examino la escena desde arriba, como la cámara que capta un plano cenital para después terminar en picado y sumergirse en la acción: «Teresa leyendo cuentos a sus hijos».

Yo sabía leer, pero mi hermana, Nora, comenzaba a reconocer las letras. Esa diferencia propiciaba que yo pudiera seguir disfrutando de los cuentos de mi madre. Nos reuníamos en la habitación de Nora y, sentados en la cama, esperábamos a que mamá comenzara: «Érase una vez…».

También leeré cuentos a mi hijo, pero no los de hadas y ogros, los de colorín colorado ni los de final feliz. Algún día le contaré la historia de «El Niño Bonito».

Érase una vez un niño bonito que dejó de ver el mundo en colores el día que llovió ceniza. Antes de que lloviera ceniza, Niño Bonito vivía feliz con su padre, su madre y su hermana pequeña. Los quería muchísimo. Ellos formaban su mundo de colores. En él había crecido caliente, seguro, como en un nido. Pero un día ese nido se resquebrajó. Una mano invisible lo estrelló contra el suelo y todo se hizo pedazos. A Niño Bonito algo se le rompió por dentro.

A la mañana siguiente, apareció la ceniza.

Era muy fina, casi invisible, pero al caer iba borrando los colores del mundo de Niño Bonito. Desesperado, buscó un enorme cubo y trató de recogerla como había visto hacer cuando llueve mucho y hay goteras. Pero la ceniza se deshacía antes de caer al suelo y se iba extendiendo manchándolo todo. Y se le metió por los ojos, por la nariz y le llegó al corazón. Ya no fue un niño de colores; la ceniza lo convirtió en gris, en un niño de ceniza.

Las cosas a veces se presentan de puntillas y sin avisar para dar una sorpresa, pero en este caso no era una sorpresa buena, sino una mala malísima. Si Niño Bonito se hubiera dado cuenta antes habría buscado un remedio. ¡Menudo era él! Pero en esa ocasión lo pilló un poco distraído, ocupado en crecer y en hacerse mayor. Esa fue la razón por la que no identificó las señales que anunciaban la ceniza, ni se dio cuenta de que los colores de su mundo se estaban apagando. Por eso ya no pudo hacer nada, era demasiado tarde, aunque eso lo supo mucho después.

Todo comenzó una mañana cuando al dar el beso de buenos días a su madre la encontró distinta. La miró y requetemiró. A simple vista, todos los rasgos de su cara estaban en su sitio: los ojos, la nariz, la boca..., hasta la pequeña cicatriz encima de la ceja. Pero Niño Bonito estaba convencido de que a su madre la faltaba algo.

Otro día fue a su padre al que le encontró un «no sé qué» en el rostro. Pero ese lo que fuera aparecía y desaparecía. Niño Bonito, como no pudo averiguar de qué se trataba, se empezó a inquietar, también porque, al parecer, era el único que veía cosas raras. Comenzó a observar a sus padres con mucha atención, pero nada, ningún cambio aparente, todo parecía estar en su lugar y todos seguían con sus rutinas habituales: Nora con sus cosas, sus padres con las suyas… Incluso estos seguían jugando por las noches al ogro y al hada llorona.

La primera vez que les oyó jugar era muy pequeño y tuvo mucho miedo porque su padre lo hacía tan bien, que hablaba como un ogro, gritaba como un ogro y hasta daba golpetazos como un auténtico ogro. Cuando se lo contó a su madre, esta lo tranquilizó explicándole que jugaban al cuento del ogro y el hada llorona. Un hada que tenía alergia a los ogros y cuando se encontraba con uno se deshacía en lágrimas hasta convertirse casi, casi en agua. Las lágrimas del hada eran mágicas y aplacaban la furia del ogro. Cuando se lavaba con ellas volvía a ser amable y bueno.

Entonces él quiso jugar también. Sería… ¡Pulgarcito!, el del otro ogro. Pero su madre, con cara de mucho susto, le dijo que él no podía, y lo hizo prometer que nunca nunca se levantaría de la cama oyera lo que oyese. Si desobedecía, ellos quedarían convertidos en ogro y en hada para siempre y no volverían a ser papá y mamá.

Niño Bonito aceptó a regañadientes. Le gustaba mucho jugar con sus padres, pero lo pensó mejor y obedeció. Los cuentos estaban muy bien, pero no el tener a un ogro y a un hada por padres para siempre. ¿Cómo se lo iban a tomar sus amigos?

Así fue hasta que la edad de los cuentos pasó en un suspiro y Niño Bonito empezó a hacerse mayor. Sucedió la noche antes de que lloviera ceniza. A pesar de que sus padres solían jugar cerrando bien la puerta de su habitación, esa noche el ogro chillaba mucho más fuerte. «Van a despertar a Nora», pensó. Entonces, rompiendo su promesa, se dirigió hacia donde salían las voces: la habitación de sus padres. Eran mayores para andar con esas tonterías de niños pequeños. Ni siquiera él ya jugaba así con Nora.

Al abrir la puerta del dormitorio, Niño Bonito vio lo que nunca hubiera querido ver: no era un ogro de cuento ni de juego el que vociferaba, era su padre fuera de sí. Arrojaba objetos al suelo y gritaba moviendo mucho los brazos. Decía cosas horribles. Su madre tampoco era el hada de las lágrimas, aunque lloraba y gritaba también. Estaban tan exaltados, riñendo, que ni siquiera se dieron cuenta de que él estaba allí.

A Niño Bonito se le quedaron los pies clavados en el suelo y su corazón comenzó a correr deprisa deprisa. Cuando pudo moverse retrocedió asustado y se refugió en su habitación. Se tumbó en la cama y se tapó la cabeza con la almohada para no escuchar.

Poco a poco llegó el silencio… Y después el frío. Un frío de tumba que congelaba el aliento. De nuevo escuchó el llanto de su madre, y sus palabras mojadas y con hipo: «No puedo más, no puedo más...».

Esa noche, Niño Bonito no durmió buscando un remedio a ese caos en el que de repente se había convertido su pequeña vida. Tampoco las siguientes pudo conciliar el sueño hasta que, por fin, decidió que la única solución era hacer que regresaran los colores para que todo volviera a ser como antes. Su madre no podía más, pero él sí podía, ¡claro que sí! Él se encargaría de ello.

No contaba con la ceniza.

En lo malo siempre hay algo bueno. La ceniza todo lo volvió gris pero, al mismo tiempo, abrió una ventana que mostró a Niño Bonito la realidad. Y así pudo descubrir que lo que le faltaba a su madre era la sonrisa. Y que un rictus de amargura le cruzaba a su padre la cara, le fruncía el entrecejo y le juntaba las cejas, dibujándole una expresión de enfado permanente.

Cayó en la cuenta de que sus padres hacía mucho tiempo que no reían juntos, ni comían juntos, ni salían juntos ni hacían nada juntos. En casa, si uno leía en el despacho el otro lo hacía en el dormitorio. Si uno veía la televisión en la cocina el otro escuchaba la radio en el salón. Solo él y su hermana propiciaban algún punto de encuentro, pero pocos, poquísimos, la verdad.

Niño Bonito, pasado el primer susto, hasta se alegró de que hubiera llovido ceniza, porque así él había podido ver las cosas tal y como eran. Se puso a trabajar con ahínco para que todo volviera a ser como antes. Pero la tarea era demasiado grande y él muy pequeño.

Un día se lo contó a Ramiro, su mejor amigo del colegio. Con él compartía todos sus secretos, cromos de coches, partidos de fútbol y las golosinas del quiosco del parque. Al principio pensó no decirle nada; el secreto era demasiado feo, pero también demasiado grande para un niño de diez años. Le pesaba en la espalda igual que cuando llevaba la mochila cargada de libros y le producía una picazón extraña, como si una mano le resacara por dentro. Así que se armó de valor y le habló en el parque, tomando un helado de chocolate. Ramiro lo escuchó muy serio, tan serio que se olvidó de seguir chupando y el chocolate se deshizo, le resbaló por la mano y le goteó en el pantalón. Cuando Niño Bonito terminó, Ramiro tenía el pantalón moteado de gotas marrones. Tiró los restos y dijo: «Tus padres se han dejado de querer, no es más que eso. Suele pasar a veces con algunos padres. Los de Marga y Carmen están divorciados y no pasa nada».

¿Que no pasaba nada? ¿Cómo que no pasaba nada? ¿Es que Ramiro se había vuelto loco o qué? ¡Claro que pasaba! Niño Bonito no podía admitir eso. ¿Cómo que se habían dejado de querer? No, no se puede dejar de querer así, sin más. Él no podía dejar de querer a sus padres, a su hermana, a la abuela, a Ramiro. No, su amigo estaba equivocado. Pero Ramiro seguía afirmando que sí, que era lo más normal del mundo. Entonces, furioso se abalanzó sobre él y le pegó. Era la primera vez que se peleaban. Se separaron evitando mirarse a la cara.

Días más tarde hizo las paces con Ramiro y le contó que él se encargaría de hacer que sus padres se volvieran a querer. Ramiro resopló y el silbido le levantó el flequillo de la cara. «¡Suerte, amigo!», le deseó.

Niño Bonito pensaba: «¿qué es lo que les hace más felices a mis padres? Sobre todo que él se portara bien. ¡Pues se iban a enterar! ¡Se portaría como los ángeles! Estudiaría como nunca y sacaría las mejores notas. Eso haría muy feliz a su padre. Por las noches recogería su cuarto sin rechistar, y así su madre tendría más tiempo para ella y estaría más contenta. ¡Hasta ayudaría a su hermana con sus deberes!

Se convirtió en el guardián de la alegría de su casa. Vigilaba las conversaciones de sus padres, sus gestos… Cuando parecía que iba a saltar una chispa, él intervenía, llamaba su atención con un comentario, pedía algo, cualquier cosa servía para evitar que el ogro despertara y que apareciera el hada de las lágrimas.

Y así pasaron dos largos años. Niño Bonito estaba muy cansado, pero seguía pintando y repintado los colores de su casa, tratando de ganar espacio al gris de la ceniza. En algún momento le parecía que los colores volvían a brillar, un poco más pálidos, pero colores al fin. Creía que la ceniza amainaba, y hasta imaginaba que podía salir el sol. Pero no, solo era su deseo que le engañaba. No sabía que las reglas por las que se mueven los mayores son confusas. Al crecer se pierde la capacidad de pintar colores y, aunque no llueva ceniza, todo se vuelve un poco gris.

Cuando volvió a dar otro estirón y se descubrió una pelusilla sobre el labio superior, también se dio cuenta de que las cosas en su casa estaban igual que antes, igual o peor, porque sin haberse puesto de acuerdo ni haber establecido norma alguna todos jugaban a un nuevo juego: el de los colores ciegos.

No existe lo que no se ve. Esa era la regla. No queremos ver la ceniza, entonces no hay ceniza. No queremos ver el desamor, entonces es que hay amor. No queremos ver que somos infelices, entonces somos felices. No queremos ver el gris, entonces vemos los colores ciegos. Sí, el Niño Bonito y su familia vivían en dos realidades: ignoraban la de dentro, la que no querían apreciar, y se inventaban la de fuera. Todas las mañanas se colocaban la sonrisa en la cara al tiempo que se lavaban los dientes. Se ponían la etiqueta de «familia feliz», como el que se pone un chubasquero cuando va a llover, y salían a la luz a representar su papel. Engañaban a los de fuera pero, por dentro, seguían ahogándose en ceniza. Su vida era una auténtica farsa y a Niño Bonito eso lo molestó tanto como su incipiente bigote.

Hasta que un día estalló. Eso que le arañaba por dentro ya no le dejaba vivir, le impedía dormir por las noches y le sumergía en un profundo pozo de aguas turbias y malolientes.

Niño Bonito no sabía qué le ocurría, estaba de verdad asustado. Y como un caballo furioso comenzó a dar coces a todo aquel que se acercaba a él. Y conoció la furia. La furia que le dejaba después agotado y triste. «Son cosas del cambio», habían dicho los médicos a los que le habían llevado sus padres, preocupados. «Está entrando en una edad difícil en la que todo se descoloca. Pronto volverá a reubicarse». Nada se reubicaba. Las voces y los reproches entre sus padres volvieron a sucederse a cualquier hora, pero el motivo de sus broncas era él. Se echaban la culpa el uno al otro de lo que le estaba sucediendo. Su hermana, para no escuchar, se encerraba en su cuarto, ponía música y cantaba alto, muy alto. Él seguía tratando de mediar, de consolar a su madre cuando lloraba, de frenar a su padre cuando gritaba, de distraer a su hermana.

Hasta el día que escuchó a su padre reprochar a su madre las horas que pasaba fuera de casa, que ese tiempo se lo robaba a sus hijos y que se veía con alguien, y pronunció una palabra que el cerebro de Niño Bonito se negó a procesar aunque sabía lo que significaba. «¡Eso es mentira!», gritó y se revolvió contra su padre. Este le sujetó los puños que alzaba contra su cara y le dijo: «Si no me crees, pregúntaselo».

Así, preguntó. Su madre se echó a llorar, pero no negó nada. Iba a comenzar a hablar, a explicarle, cuando él salió corriendo. Y corrió y corrió, como perseguido por toda una jauría de perros rabiosos. Iban tras su corazón. Cuando se le agotaron las fuerza estuvo deambulando por las calles hasta que se hizo de noche. Luego regresó a su casa y se encerró en su habitación. Entonces, algo se desconectó en su cabeza. Alguien había apagado la luz, le dejó a oscuras, sin nada. La lluvia caía con más fuerza. Se mezclaba con sus lágrimas tragándose todo. Se sintió perdido, fracasado, sin fuerzas, y le pesó la vida, su pequeña y corta vida.

Abrió la caja donde guardaba sus tesoros y recuerdos infantiles y las pastillas que había robado de la caja de medicinas de su madre. Los miró por última vez y se le emborronaron en los ojos. Los fue rompiendo uno a uno, incluso las fotos. Su mundo quedó convertido en una montañita de papeles diminutos; si los soplaba desaparecerían con la ceniza. Se dejó caer sobre ellos y esperó a que llegará el silencio, después el sueño y tras él, el frío.

De lejos unas voces le llamaban por su nombre y gente de blanco se movía a su alrededor. Ruidos. El sonido estridente de una sirena. Los rostros de sus padres distorsionados.

Después, se hundió en el negro.

El cuento quedó incompleto a falta de escribir un buen final. Ahora podré hacerlo desde la mirada inocente de mi hijo.

Paula me reclama al niño, tiene que mamar. Lo he dejado con su madre y de nuevo me sumerjo en los recuerdos. Suspiro, y el aire me huele a mar y a brea, a monte y a eucalipto: los olores de Caxaelecha del Mar.