Título original: The Potion Diaries

Publicado en Gran Bretaña por Simon & Schuster UK Ltd

© de la obra: Amy Alward Ltd, 2015

© de la traducción: Teresa Lanero, 2016

© de los detalles que acompañan el texto: Lehanan Aida, 2016

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna Ediciones: marzo de 2016

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-945277-2-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Juliet, cuya habilidad mágica consiste en hacerque las cosas ocurran.

POCIONES

Filtro

CORONA

1

PRINCESA EVELYN

Una minúscula gota de sangre le brotó del extremo del dedo, donde se había clavado la punta del cuchillo. Lo sostuvo junto al borde de un vial de cristal y observó cómo caía la gota, que hizo que el líquido del fondo pasara del rosa a un azul profundo y oscuro.

Qué raro.

Siempre pensó que una poción amorosa sería roja, no azul.

POCION

2

SAMANTHA

La mugre pegada al tarro de cristal es tan espesa que ni siquiera se lee la etiqueta. Lo froto ligeramente con el borde de la manga antes de recordar la severa advertencia de mi madre de no volver a estropear la ropa de la tienda. En lugar de eso, cojo el trapo que me metí en el bolsillo esta mañana. Un nuevo restregón desvela la caligrafía estilizada de mi abuelo, pulcra y precisa, excepto allí donde la tinta se ha corrido formando grietas que se extienden por el papel de lino como si fueran dedos.

Berd du Merlyn

—No puede ser. —Las palabras se me escapan mientras un repentino brote de entusiasmo me sube serpenteante por la espina dorsal. Tengo que apoyar el tarro en la estantería y respirar hondo varias veces para tranquilizarme antes de poder seguir.

—¿Qué has encontrado? —Mi mejor amiga, Anita, me mira desde varios estantes más arriba.

Las dos estamos haciendo equilibrios sobre los peldaños de unas escaleras de tres plantas y treinta y seis estantes de altura. Hemos hecho un trato. Anita me está ayudando en la tarea monumental y soporífera de realizar el inventario de los miles de ingredientes, mezclas, pociones, plantas y cachivaches de la tienda de mi familia.
A cambio, voy a ir con ella a ver el concierto del decimoctavo cumpleaños de la princesa en una de las pantallas gigantes que hay junto al castillo, a pesar de que con sólo oír algo sobre su vida siento vergüenza ajena. He metido a escondidas un libro en mi bolso por si acaso.

Sonrío de oreja a oreja mientras Anita arrastra su escalera hacia mí. Los rieles están viejos y obstruidos por el polvo y, a pesar de que suelo lubricarlos con gotas de aceite, los rodillos siguen sin deslizarse con suavidad.

Giro el bote en su dirección y ella emite un leve silbido.

—¿Crees que es auténtico?

—Quién sabe —digo. Mi corazón palpitante me delata. Siempre que registro estas estanterías siento que estoy cavando cada vez más cerca de un tesoro escondido y que algún día encontraré algo fabuloso. Hoy podría ser ese día—. En Naturaleza y poción he leído algo sobre una planta conocida como «barba de mago». Quizá Berd du Merlyn sólo sea un nombre antiguo para referirse a esa planta.

Antes de poder remediarlo, me vienen a la mente los distintos usos de la barba de mago: Ingrediente clave en las pociones relacionadas con la conmoción; una infusión de cinco minutos en agua caliente (no hirviendo) ayuda a suavizar la recepción de malas noticias. Es un ingrediente relativamente común y su hallazgo no sería nada del otro mundo.

Sin embargo, si resultara que es pelo auténtico de la barba de Merlín, del mismísimo Merlín… Bueno, en ese caso ya sé cómo pagaríamos la reparación de la gotera del techo que descubrí ayer —de la manera más desagradable: mojándome la cabeza—, que de momento está sellada con cinta de embalar.

Agarro bien la tapa del bote y la giro con todas mis fuerzas. Se resiste por un momento y luego salta acompañada de una gran nube de polvo que me explota justo en la cara.

Una tos seca y el movimiento frenético de mi brazo hacen que el polvo se disperse, pero se me cae el alma al suelo.

Vacío.

Anita me da una palmadita en el brazo.

—¿Algo más que añadir a la lista de Kirsty?

—Eso parece. —Suspiro, agarro el bolígrafo que llevo en la oreja y apunto «barba de mago (pelo)» en mi lista de cosas que faltan y que hay que encargar a Kirsty, nuestra buscadora, para que nos las consiga. Y parece que voy a tener que encontrar otra forma de arreglar la gotera.

A veces, cuando me siento romántica, pienso en todas las generaciones de Kemi que han estado sobre estos peldaños y en los grandes alquimistas que han examinado estas estanterías.

Pero entonces me topo con la realidad: la tienda se está yendo al traste, nuestros suministros están disminuyendo y no hay perspectivas de negocio que puedan cambiar la situación.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que la Tienda de Pociones Kemi fue una de las apotecas más famosas de Kingstown. Pero ya nadie necesita apotecas cuando existen megafarmacias en el centro de la ciudad que venden versiones sintéticas de pociones tradicionales por la mitad de precio. Ahora somos los vestigios de antaño. Reliquias.

El padre de Anita también tiene una tienda de pociones, especializada en técnicas de mezcla de Bharata. Cuando su aprendiz se marchó para convertirse en ingeniero, el señor Patel decidió no contratar a otro, aunque Anita propuso dejar su plaza en la universidad para sustituirlo. Dentro de un par de años, cuando el padre de Anita se jubile, cerrará la tienda para siempre. Otra apoteca que se irá a pique, mientras que la Tienda de Pociones Kemi se empeña en continuar a toda costa.

El señor Patel es afortunado. Al menos ha elegido cerrar el negocio, así que tiene cierto dominio de la situación. Cuando pienso en lo que me sucederá cuando llegue nuestra hora, se me abre un agujero en el estómago.

Anita se desplaza a lo largo de las estanterías para regresar al lugar donde estaba trabajando. Intento recuperar el entusiasmo por la tarea, pero se ha esfumado en el éter como las motas de polvo del bote vacío.

—¡Dios mío, Sam, mira esto!

—¿Qué? —Me apresuro a llegar hasta ella. ¿Qué habrá encontrado? ¿Aliento de esfinge? ¿Quizás un diente de dragón?

Me planta en la cara su teléfono móvil. En la pantalla está la princesa Evelyn posando en uno de los salones de baile del Gran Palacio.

—¡La princesa va a llevar en su decimoctavo cumpleaños el mismo vestido de Prime Store que yo quería comprarme para el baile estival! Genial, ahora va a estar agotado en todas partes —se lamenta.

—No me puedo creer que vayas a ir al baile estival.

—Sí, bueno, no todas evitamos a los chicos para centrarnos en las pociones…, como una que yo me sé.

—Muy graciosa. Pero no vas con pareja, ¿o sí?

—Estoy haciendo que mis admiradores se sumen a la cola, como la princesa Evelyn, esperando a que aparezca mi pareja ideal. —Anita se da un manotazo en la larga y brillante melena negra y saca la lengua.

Le lanzo el trapo y suelta una risita.

—¿Y quién crees que será su acompañante esta noche? —pregunta.

—¿A qué te refieres?

Anita me mira con cara de resignación.

—Venga ya, si me vas a obligar a que te ayude con el inventario, me tienes que amenizar el rato, por lo menos. Empiezo yo: creo que será Damian.

—Qué va. La familia real nunca permitiría que la princesa se casara con una estrella del pop. Será el príncipe Stefan de Gergon. Diplomáticamente vendría bien.

—Pues qué aburrido. Oh, ya sé: Zain Aster.

—¿Tú crees?

—¿Por qué no? Arjun dice que en la uni sólo se habla de lo buenos amigos que son él y la princesa. —Arjun es el hermano de Anita, dos años mayor que nosotras. Él y Zain estuvieron en el mismo curso en nuestro colegio—. ¿Has visto últimamente a Zain? —Arquea las cejas, insinuante.

—Son imaginaciones tuyas, boba. Zain Aster no tiene ni idea de quién soy.

—Si tú lo dices…

CORONA

3

PRINCESA EVELYN

Su corazón palpitaba mientras Renel, el consejero más antiguo de la casa real, anunciaba la llegada de Zain. Entre los dedos sujetaba con firmeza un guardapelo de plata en forma de corazón que le colgaba del cuello. Pero, en el momento en que lo vio llegar, sintió que sus nervios y su tensión se aliviaban. Incluso se echó a reír cuando Zain se acercó a ella como si estuviera en su propia casa, ignorando al gruñón de su consejero.

—¡Evie! —Fue directo hacia ella y la abrazó. Llevaba una colonia almizclada y moderna, con cierto trasfondo químico de laboratorio.

—Te has vestido para la ocasión —susurró ella, posando suavemente los dedos sobre el hombro acolchado de su esmoquin.

Él se rió.

—Bueno, es la mayor fiesta del año y tengo que estar guapo para las damas. —Se puso a bailar de inmediato y a hacer como si se levantara el cuello de la camisa.

—Parece que le has puesto empeño, sí —dijo Evelyn con un tono que intentó que sonara normal, aunque las palabras de él habían sido como pequeños puñales en su corazón—. Renel, ¿nos disculpas? —preguntó, y aguardó a que el consejero de nariz aguileña abandonara la sala.

—¡Estás increíble! —dijo Zain, dando un paso atrás y agarrándola del brazo para admirarla.

Sí que estaba guapa. Llevaba el largo cabello rubio recogido hacia atrás con una cinta que sujetaba una cascada de rizos sueltos, y su peluquero le había puesto unas ligerísimas mechas doradas entre los mechones de pelo. Su vestido, que llegaba hasta el suelo, estaba confeccionado con purpurina azul lavanda y flotaba alrededor de su grácil figura. Muchos diseñadores habían suplicado vestirla para la fiesta de su decimoctavo cumpleaños, pero ella eligió a un diseñador local de la calle principal, una decisión que los medios de comunicación calificaron de «atrevida» y «valiente». A ella sencillamente le había gustado ese vestido.

El guardapelo era el único accesorio que no hacía juego… Pero tenía una finalidad y había llegado el momento de usarlo.

—¿Quieres beber algo? —preguntó, maldiciendo por dentro el tono chillón de su voz. Atravesó la sala hasta una mesita junto a la ventana.

—¡Claro! —contestó Zain.

Ella sonrió, luego le dio la espalda para verter el vino contenido en una delicada jarra de cristal en dos de las copas más finas de Nova, con hermosas bases de peltre pulidas como espejos. Con un movimiento rápido, abrió el guardapelo. Un polvo añil cayó en el fondo de la copa de él y se disolvió en el líquido rojo oscuro.

Examinó las copas de cerca y suspiró aliviada: parecían idénticas. Esperó cierto recelo, pero él no preguntó ni objetó nada.

—¿Por el enamoramiento? —propuso ella.

Él tomó la copa que le tendió y la entrechocó con la suya, sonriendo.

—Por ti, princesa.

—Por nosotros.

Sus palabras brotaron casi como un suspiro mientras se llevaba la copa a los labios y observaba cómo él hacía lo mismo. Entonces cerró los ojos, echó hacia atrás la cabeza y apuró el vino de un sorbo. El líquido descendió suavemente por su garganta, como si fuera miel. Una sensación cálida irrumpió en su cuerpo y le recorrió las venas, hasta que sintió como si le ardieran las puntas de los dedos de las manos y de los pies y el corazón le fuera a estallar de felicidad.

Pestañeó antes de abrir los ojos de nuevo.

Y, al mirar hacia los fríos ojos azules que se reflejaban en la base plateada de su copa, se sintió loca, profunda e irrevocablemente enamorada.

POCION

4

SAMANTHA

Suena la campanilla amarrada a la puerta de la tienda y, de repente, se desengancha de la bisagra y cae al suelo. Suspiro mientras abro mi cuaderno por otra lista diferente: «Cosas que reparar». Garabateo «Campanilla de la entrada» justo debajo de «Gotera del techo».

Al mirar desde lo alto de la escalera, diviso el vaivén de la falda de mi madre, que ha salido de la trastienda para recibir al cliente. Me obstruye la visión una de las vigas de madera que se entrecruzan en la parte superior del local para sostener la enorme extensión de estanterías.

Desde el suelo de la tienda se elevan fragmentos de conversación cuyo sonido rebota entre los cientos de frascos de cristal.

—No te preocupes, Moira, querida… Ya nos pagarás la próxima semana.

Sin querer, se me escapa un gemido y bajo por las escaleras lo más rápido que puedo. Aun así, no llego al suelo hasta que la puerta se cierra de golpe, dejando atrás el enorme trasero de Moira.

—¡Pero bueno, mamá!

Voy hacia el lugar donde coloqué los preparados pendientes de entregar durante la semana. Cómo no, falta la medicación de Moira para todo el mes. Pulso con fuerza el botón para abrir la caja registradora y lo único que hay dentro es calderilla: el penoso surtido de monedas que dejamos por la noche en el cajón y un polvoriento billete de cinco, tan roto y descolorido que me apuesto algo a que ya no es de curso legal.

—Moira tiene setenta y tres años. Ya sabes que a veces se despista.

—¿Ah, sí? ¿Y por eso siempre se deja el monedero en casa? —mascullo.

Este argumento no sirve de nada con mi madre. Ella ve a todo el mundo con buenos ojos. El problema es que, con sus setenta y tres años, Moira es probablemente una de nuestras clientes más jóvenes. En serio, los únicos que prefieren acudir a nosotros en vez de a las megafarmacias son los viejos que se niegan a confiar en los compuestos sintéticos. Y estoy segura, por la manera en que Moira se detiene al doblar la esquina de la tienda para revisar dos o tres veces sus preparados, que sabe perfectamente lo que hace cada vez que viene a la Tienda de Pociones Kemi.

Esa idea me vuelve a enfadar.

—Se supone que esto es un negocio.

—¡Sam! ¿Cuántas veces tengo que decirte que no le hables así a tu madre?

Mi padre sale a zancadas por la puerta de la estantería que comunica con el laboratorio de mi abuelo y un humo se extiende por el suelo de la tienda antes de que la vuelva a cerrar. Mi abuelo está elaborando los preparados de esta semana para nuestra —reducidísima— clientela. Me invade un ligero sentimiento de culpabilidad: debería estar allí ayudando como una buena aprendiz.

Mi padre abraza a mi madre por la cintura y le da un beso en la mejilla. Sonrío, incapaz de seguir enfadada por lo de Moira. Es bonito verlos tan felices: mamá con su pintalabios chillón, su falda larga y su blusa floreada, y papá mirándola como si siguiera siendo una hermosa jovencita que estuviera a otro nivel. Y, en un sentido estricto, es verdad que está a otro nivel. Mi madre es una dotada: pertenece a un grupo social que posee la habilidad de canalizar magia a través de un objeto. No obstante, su habilidad es de grado bajo y su objeto —una vara de zahorí— está encima del tocador de su dormitorio acumulando polvo. Pero, aun así, es dotada. Podría haberse casado con alguien de una familia de dotados y tener un montón de bebés dotados. Sin embargo, se enamoró de mi padre, que es corriente, es decir, alguien que no tiene acceso a la magia. Como yo.

Ser corrientes es lo que nos convierte en grandes alquimistas. La ausencia de magia nos permite trabajar con ingredientes mágicos sin correr el riesgo de alterarlos o contaminarlos. Pero esa no es la única razón. Lo que hace especial a la familia Kemi es nuestra capacidad inigualable para las artes alquímicas, o sea, para saber intuitivamente la receta de cualquier poción, identificar las propiedades de cada ingrediente y comprender los misterios relacionados con la elaboración de un remedio.

En el caso de mi padre, el don de la alquimia se saltó una generación, por lo que nunca pudo ser aprendiz de mi abuelo. No obstante, si alguna vez se ha sentido frustrado por no tener habilidades alquímicas, nunca lo ha demostrado. Por contra, trabaja como conductor de autobús en el centro. Los corrientes predominan en los trabajos que requieren interacción con la tecnología; los pilotos e ingenieros informáticos son, en su mayor parte, no-mágicos. Mi madre trabaja en la tienda, aunque aceptó un segundo empleo como profesora de música en la escuela de Molly para tener algún ingreso extra. Pero, pese a que ambos saben lo mal que va el negocio, nunca me van a permitir hacer otra cosa que no sea ser la aprendiz de mi abuelo.

Porque, si tienes el don de los Kemi, debes utilizarlo.

Cuando consigo convencerle —a veces sólo después de haber fregado a fondo el laboratorio—, mi abuelo me cuenta historias sobre nuestros antepasados, que fueron los fabricantes oficiales de pociones de la familia real. Ahora es la corporación ZoroAster, la mayor productora de sintéticos de Nova, la que goza de ese honor. Nos lo arrebataron cuando el fundador de ZA, el mismísimo Zoro Aster, ganó la última Expedición Salvaje que aconteció en la historia de Nova. Las Expediciones Salvajes eran unas arduas competiciones entre alquimistas, establecidas por el primer rey novaniano, el rey Auden, para hallar el modo de proteger a un miembro de la familia real que estuviera en peligro de muerte. El rey Auden poseía un legendario cuerno popularmente atribuido a una criatura prehistórica que era, en cierto modo, dotada. El propio cuerno tenía una especie de poder mágico: convocaba a los alquimistas a la Expedición y dictaminaba quién era el ganador volviéndose dorado cuando se presentaba la poción correcta ante él.

El premio por ganar la Expedición Salvaje era una olla llena de co-ronas de oro y algo aún más preciado: una inmensa cantidad de magia real. Para los alquimistas, que eran casi todos corrientes, esa dosis de magia era valiosísima. Aunque eso no significaba que los dotados no intentaran también ganar la competición.

Y Zoro fue el primer dotado en conseguirlo. Utilizó el dinero del premio para montar el primer laboratorio de síntesis de todos los tiempos, produjo pociones sintéticas para cada tipo de enfermedad, dolor o achaque y cambió nuestra industria para siempre. De golpe, no sólo se llevó el contrato de los Kemi al servicio de la casa real, sino que también condenó al fracaso el antiguo arte de la elaboración de pociones en el que éramos expertos.

Ahora las Expediciones Salvajes son cosa del pasado. La familia real está tan bien protegida —cuenta con los mejores médicos, con guardaespaldas de alta cualificación, con el servicio secreto novaniano…— que es muy difícil que alguno llegue a encontrarse en peligro de muerte. Se dejan ver en ciertos acontecimientos, por supuesto, para inaugurar hospitales o entregar distinciones, pero poco más. Cuando quedó claro que sólo iban a tener una hija y la princesa Evelyn se convirtió en la única heredera al trono de Nova, el rey y la reina hicieron todo lo que estuvo en su poder para asegurar que nunca pudiera ocurrirle nada malo.

Anita me toca el brazo. Ella también ha bajado de las estanterías.

—Si no nos damos prisa, vamos a llegar tarde.

—Ay, sí, cielo… ¡No os vayáis a perder el principio! —El amor de mi madre hacia la familia real no es un secreto. En una repisa, bajo la caja registradora, tiene amontonadas varias pilas de revistas del corazón. Las guarda a escondidas de mi abuelo, que las quemaría en el horno del laboratorio si las encontrara—. Cuando vuelvas, me lo cuentas todo.

—Ya sabes que no se me da bien eso de «esta iba vestida de tal diseñador», «este ha aparecido acompañado de aquella» y demás.

—Entonces, saca muchas fotos —dice con una sonrisa—. A Molly le gustará verlas.

—Molly tendrá unas vistas mucho mejores que las mías —replico.

Molly es mi hermana y, aunque sólo tiene doce años, es la esperanza de la familia. Es dotada, por herencia de la familia de nuestra madre. Cuando detectaron su habilidad mágica, le pregunté qué se sentía. A sus ocho años, con su preciosa forma de hablar, me dijo que era como nadar en un torrente de magia. Ahora que tiene doce años, pronto será capaz de canalizar esa magia a través de un objeto, como si abriera un grifo.

Por eso han estado tan contentos mis padres últimamente. La prueba de la habilidad mágica de Molly ha dado un resultado astronómico. Va a ser potente. Puede tener un buen futuro que no dependa de una tienda ruinosa. Pero para garantizar ese futuro necesita ir a una escuela especial para dotados, y eso cuesta dinero. Un montón de dinero que no tenemos y que no vamos a tener si mi madre sigue dando nuestras pociones gratis. Cada penique extra es para la formación de Molly, para que tenga todas las oportunidades. Yo podría estar resentida por ello, pero no es el caso. Ella es una inversión mucho mejor que yo.

Molly ya está en el castillo, de excursión con sus amigos dotados.

—Intenta que Sam se lo pase bien, ¿vale, Anita? —Mi madre sacude la cabeza mientras me mira con los brazos en jarras.

—Haré todo lo posible, señora Kemi.

Antes de que mi madre nos siga entreteniendo, salgo a la calle. El viejo letrero de madera con el blasón descolorido de los Kemi chirría por encima de mi cabeza. Me aparto hacia un lado de forma automática, convencida de que un día de estos se caerá al suelo.

Anita me agarra del brazo y seguimos por la calle Kemi para salir del barrio alquimista. La ciudad de Kingstown está construida sobre los restos de un volcán extinto y en lo más alto se encuentra un imponente castillo. Muchos de los edificios más antiguos y hermosos de Kingstown se sitúan a lo largo de la colina, en una amplia calle principal que empieza en el castillo, conocida como Royal Lane. El resto de la ciudad se extiende por la ladera como una isla de viejos edificios que flotan en un mar de modernidad.

Royal Lane ya está abarrotada de gente que sube para ver la fiesta. Las tiendas que bordean la calle, por lo general muy animadas, han cerrado pronto esta tarde, pero hay grandes pantallas que emiten publicidad sin parar, desde la nueva moda hasta las mejores varitas, pasando por los compuestos sintéticos más avanzados.

Samantha Kemi —dice una voz profunda y extrañamente familiar.

Al darme la vuelta de golpe, se choca conmigo una pareja que venía justo detrás. Es obvio que no son ellos quienes me han llamado y pido disculpas entre dientes. Mientras se marchan a toda prisa, me doy cuenta de que el vestido de la mujer pasa del rosa pálido al carmesí y luego otra vez al negro. Está hechizado. Siento una punzada de celos. Nunca podré permitirme llevar un vestido hechizado. Le hago un gesto a Anita y ambas ponemos la misma cara de resignación, como si estuviéramos sincronizadas.

—Dotados… —murmura.

—¿Has oído que alguien me llamaba? —le pregunto a Anita.

Sacude la cabeza y, como no vuelvo a oír nada, seguimos andando.

Pasamos junto a la parada del autobús, donde una pantalla animada muestra una imagen de la princesa Evelyn envuelta en un vestido de noche blanco centelleante. ¡ESTA NOCHE LA PRINCESA EVELYN CUMPLE DIECIOCHO AÑOS! Sintonice ATC desde las 19.00 h. Todos los que no suban al castillo como nosotras estarán pegados a la tele, incluida mi madre.

La muchedumbre se concentra cada vez más, pese a que el inicio de la fiesta no está previsto hasta dentro de una hora, así que nos vemos obligadas a pararnos junto a una pequeña tropa de policías a caballo.

—Tendríamos que haber salido antes —dice Anita estirando el cuello para ver por encima de la marea de gente—. He oído que casi todos los de nuestra clase han conseguido invitaciones para la fiesta en el palacio.

—En el castillo, querrás decir.

—No, en el palacio. Allí arriba, dondequiera que esté.

Agita la mano ligeramente por encima de nuestras cabezas. El castillo de Kingstown es la única residencia oficial de la familia real. Pero su verdadero hogar es el Gran Palacio, un castillo encantado que se rumorea que está escondido en el cielo, por encima de Kingstown, a pesar de que no se ve, ni siquiera en los días despejados.

—Sólo los dotados de la clase, querrás decir.

—Bueno, eso.

Se produce un gran sonido de mil trompetas tocando a la vez. Me paro en seco y me tapo los oídos. ¿Ya ha empezado el concierto?

—¿Estás bien? —me pregunta Anita. Me agarra de la mano y pienso que le da miedo que salga corriendo de vuelta a casa y rompa así mi parte del trato.

—¿Has sentido eso? —Los oídos todavía me zumban por el estruendo.

—¿El qué?

Samantha Kemi.

—¿Cómo? ¿Quién está diciendo mi nombre? —Me doy la vuelta con frustración, como si alguien estuviera tirándome de la coleta y luego echara a correr.

Anita frunce el ceño.

—No he oído nada, Sam.

Entonces, por el rabillo del ojo, veo el anuncio de la parada de autobús. La princesa con su bonito vestido centelleante ha desaparecido. En su lugar está el rey de Nova.

Y me está mirando.

POCION

5

SAMANTHA

El rey se pone a hablar:

—Samantha Kemi, como aprendiz del alquimista certificado Ostanes Kemi, se te convoca al Gran Palacio inmediatamente.

Parpadeo, ya que ahora mismo me resulta imposible hacer cualquier cosa que requiera más racionalidad. El rey de Nova —al cual sólo he visto por la tele, en los periódicos y una vez, desde muy lejos, en el balcón del castillo— me está convocando al palacio.

Pero ¿de verdad puede llamarme para que acuda al palacio? Tiene que tratarse de alguna clase de truco, porque no hay razón para que la familia real quiera nada con una humilde aprendiz de alquimista…, a menos que yo haya hecho algo malo. Pero entonces sería la policía quien estaría llamando a mi puerta, no la familia real. Aquí tenemos un gobierno, políticos y leyes, como todo el mundo. Los reyes son meros representantes, no dictadores.

No pueden usar su magia para detener a alguien en medio de la calle y convocarlo al palacio.

No es real. Es una broma.

—¿Anita? —digo.

—Sam, tengo que irme.

Aparto la vista por un momento de la cara del rey. Anita está mirando su móvil con los ojos como platos. Parece asustada. Y no da muestras de estar viendo la expresión que pone el rey mientras le hago esperar. Debe de tratarse de un mensaje privado sólo para mí.

—Han convocado a mi padre y mi madre quiere que vuelva a casa ahora mismo —me informa, enseñándome el teléfono para que vea el mensaje de texto.

—Vete —digo, y trago saliva con cara de no entender nada.

—¿Qué está pasando? —susurra.

Supongo que estamos a punto de averiguarlo. Me da un abrazo rápido y desaparece entre la gente en dirección a su casa.

Cuando vuelvo a mirar hacia la pantalla, el rey ha desaparecido y, por un instante, imagino que todo ha sido un sueño. Ahora hay otro hombre allí: un tipo con una barba bifurcada que le sobresale del mentón.

—Samantha Kemi, soy Renel Landry, consejero de la familia real. ¿Puedes confirmar que has oído esta convocatoria y que estás lista para viajar al Gran Palacio inmediatamente?

Me pregunto si tengo elección. ¿Qué demonios puede querer de mí la familia real?

—S-sí —tartamudeo.

No me puedo creer que nadie se haya parado a mirar este extraño espectáculo, pero todo el mundo pasa por delante de la parada de autobús como si la marquesina no existiera. El poder de los reyes. El consejero se mueve hacia un lado y me hace un gesto con la mano para que acuda a través de la pantalla.

—Ya te has transportado otras veces, ¿verdad?

¿Transportado? La idea termina por hacerme perder los nervios y casi me río en su cara. Pero me calmo y sacudo la cabeza.

—No, señor. —Después me fijo y veo tras él una sala opulenta, la mitad de una inmensa lámpara de araña detrás de su cabeza, unos lujosos tapices en la pared y, de pronto, me invade una inmensa curiosidad que se transforma en valentía—. Pero he visto a otros hacerlo y estoy segura de que yo también soy capaz.

Me lanza una mirada fulminante y enseguida soy consciente de que no se fía ni un pelo de mí.

—Tanta seguridad es inapropiada. El viaje al Gran Palacio es largo…

La verdad es que no me siento cómoda con la idea de transportarme. Conozco unas cuantas normas básicas: hay que agarrarse bien, tener la boca cerrada, no perder jamás el contacto visual. Cualquier pantalla —o espejo— puede utilizarse para la transportación, aunque las familias más dotadas tienen una pantalla específica denominada «convocador». Para largas distancias —o para viajar al extranjero—, la mayoría de la gente utiliza la Terminal de Transportación de Kingstown.

Pero transportarme yo sola, desde una marquesina de autobús en medio de la calle, es una historia totalmente distinta.

Oigo que el rey grita una orden:

—¡Tráela ya! Estamos perdiendo tiempo.

Renel hace una mueca y vuelve a mirarme con ojos llenos de determinación, aunque sin perder su pátina de desprecio. Odio los aires de superioridad con que los dotados miran a la gente como yo.

—Muy bien, señorita Kemi. Dices que puedes hacerlo y es urgente que acudas a palacio lo antes posible.

Extiende los brazos y las barreras que había entre nosotros desaparecen. Empuja con la punta de los dedos el cristal de la pantalla, que ondea como un estanque perturbado por una piedra.

—Ya voy —digo con más decisión de la que siento. Estiro los brazos y agarro sus manos extendidas, le miro a los ojos y me dejo arrastrar hacia dentro del cristal.

El suelo se escurre bajo mis pies y la muchedumbre se disipa a mi alrededor, a pesar de que ni siquiera noto que me esté moviendo. La habilidad mágica de Renel es fortísima; me guía con soltura hacia el palacio a través de las corrientes de magia. Me lleva cada vez más arriba y veo de reojo que estamos siguiendo la línea ascendente y abrupta de los tejados. Es una sensación rarísima: no es como volar, puesto que no hay viento ni corriente de aire, sólo los ojos de Renel clavados en los míos y la presión de sus brazos tirando de mis hombros.

Todo sucede muy rápido. De pronto, cuando nos acercamos al castillo, en la parte alta de la ciudad, algo me arrastra directamente hacia arriba, hacia el cielo cada vez más oscuro. Con el corazón en un puño pese a saber que no queda mucho, siento unas ganas irresistibles de mirar abajo para ver la ciudad. Es una locura, hacerlo podría significar mi muerte, pero la tentación es enorme. Bajo la vista.

Renel gesticula, se le empapa la frente de sudor.

—¡No pierdas el contacto visual! —grita, aunque es demasiado tarde.

Estoy cayendo en picado. La magia que me sostenía ha desaparecido. Lo primero que me llama la atención es el frío. Sangre de dragones, ¡hace un frío que pela! Entonces el estómago me da un vuelco y empiezo a gritar mientras el viento me ruge en los oídos.

Unos brazos irrumpen a través del aire, cuatro manos vigorosas me agarran de los hombros. El viento y el frío han cesado de una forma tan brusca como un portazo y, con un último gruñido de esfuerzo, me empujan a través de una pantalla hacia un brillante suelo de mármol.

Aterrizo con un golpe que sin duda me provocará mañana un moratón azul-amarillento en la cadera.

Ungüento de avellana de Ágata: para eliminar los moratones en menos de veinticuatro horas.

Renel espera mientras me pongo de pie. Siento que me entra un ataque de vergüenza y el calor me va subiendo por la nuca hasta las mejillas. Como si no tuviera bastante con ruborizarme frente al rey y su consejero, la sala está, además, llena de gente. Me relajo un poco cuando veo al señor Patel entre la concurrencia. Su rostro es el único que muestra un mínimo de preocupación. Me alejo de la gran pantalla por la que he venido, que está colgada en la pared, e intento mezclarme con los demás.

El rey camina de un lado para otro y su imagen es desconcertante. Presenta un porte autoritario, con traje militar y todos los botones brillantes y lustrosos, obviamente preparado para su aparición televisiva. Esta no es una ocasión para gente como yo, con los vaqueros rotos y la camiseta del grupo de música que quería llevar al concierto. Me cubro el pecho con los brazos mientras pienso que ojalá pudiera escabullirme bajo la hermosa alfombra oriental. O al menos llevar una camiseta más elegante.

—¿Podemos empezar? —dice el rey dirigiendo la vista hacia Renel mientras sigue caminando.

—Estamos esperando a uno más.

—Pues no podemos seguir esperando. Empecemos. —Levanta con impaciencia la mano enguantada. Renel emite un profundo suspiro—. La princesa Evelyn ha sido envenenada.

La conmoción se propaga por la sala y me llevo la mano a la boca. Era lo último que esperaba. La familia real es intocable. El palacio es uno de los edificios más seguros de Nova. ¿Quién podría saltarse las barreras mágicas levantadas por una de las familias más poderosamente dotadas del mundo?

—¿Está bien la princesa? —pregunta alguien.

—No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es esto… —Renel titubea. Se dirige al centro de la habitación, donde se halla una elevada columna de tela de terciopelo carmesí. Cuando retira la tela, aparece un inmenso cuerno de caza curvado, tan largo como mi brazo y negro como el ébano lacado. En el hueso hay grabadas complejas escenas de caza y sus extremos están rodeados por unos delgados aros de oro. Está flotando en el centro de la estancia, envuelto por un haz de luz dorada. Es tan bonito que quita el aliento. Y sólo puede significar una cosa—. El Cuerno de Auden se ha despertado. La vida de la princesa está en peligro y el Cuerno os ha convocado para que participéis en una Expedición Salvaje para encontrar el remedio.

Una sacudida eléctrica me recorre el cuerpo. ¿De verdad puede estar pasando esto? Pero no quiero preguntarlo. Las Expediciones Salvajes proclaman a las «estrellas de rock» de la alquimia. La columna dorsal se me endereza, dejo caer los brazos y levanto un poco más la cabeza.

—Por encima de mi cadáver. —Detrás de mí suena un gruñido que reconozco. Mi abuelo entra en la sala acompañado de dos guardas. La boina que siempre lleva puesta se le ha torcido y parece como si apenas hubiera podido abrocharse el abrigo antes de que lo trajeran aquí, supongo que desde la tienda, pues mi abuelo nunca se transportaría. Se quita a los guardas de encima, se acerca a mí dando grandes zancadas delante de todo el mundo y me da un tirón del brazo.

—Ostanes, detente —dice el rey.

Se produce una parada de respiración colectiva y la sala se queda en silencio. Mi abuelo se muestra reticente, pero se detiene y se gira hacia el monarca.

—Los Kemi no buscamos agujas en los pajares de la realeza —masculla apretando los dientes—. No tenemos por qué estar aquí, ya que no vamos a participar.

En la voz de mi abuelo hay rabia y desafío, e incluso un toque de miedo que me provoca escalofríos.

—Dejen que se vaya —interviene una voz masculina. El vello de los brazos se me eriza cuando Zol se adelanta. Probablemente sea el hombre más rico de Nova, presidente de la corporación ZA y muy cercano a la familia real. Reprimo las ganas de encogerme ante su presencia—. Alteza, con todos mis respetos, ¿por qué no se dirigió directamente a nosotros? Tenemos los mejores remedios del mercado. Podemos curarlo todo, crear cualquier poción. Tengo a cien graduados en prácticas que superarían a cualquiera de los aquí presentes. Pero ¿una Expedición Salvaje? ¿De verdad es necesaria?

—Estoy seguro de que preferirías enviar a la Expedición a uno de tus becarios antes que arriesgarte tú mismo —dice mi abuelo.

—¡Calla, viejo! —espeta Zol.

—¿Estás proponiendo que ignoremos la llamada del Cuerno de Auden y arriesguemos la vida de mi hija? —pregunta el rey.

—No, por supuesto que no, majestad —responde Zol con una reverencia.

El rey se desploma en su trono.

—Creedme, si pudiéramos evitar todo esto, lo haríamos. Pero las Expediciones Salvajes llevan siglos protegiendo a mi familia. Si se ha convocado una Expedición, la única opción que nos queda es obedecer.

POCION

6

SAMANTHA

—¿Podemos verla?

Las palabras salen de mi boca antes de que me acuerde de la compañía en la que me encuentro. Sin embargo, todos se giran ligeramente hacia donde están el rey y Renel como si estuvieran deseando preguntar lo mismo.

Renel se mantiene serio, pero va hacia una ventana opaca que hay en el lado opuesto de la sala, la toca y esta se convierte en un cristal transparente.

—De momento, la princesa está alojada en estos aposentos bajo el cuidado de los médicos de palacio.

Nos acercamos despacio, deseando ver qué demonios le ha pasado a una de las personas más ricas y poderosas del mundo. Mi abuelo farfulla algo para sus adentros, a pesar de que también está intrigado. Pero no hay nada que ver. De hecho, si Renel no nos hubiera contado que algo iba mal, no habría sospechado nada.

La princesa Evelyn está tranquilamente sentada con las manos en el regazo. La habitación está poco amueblada, tan sólo hay un sencillo escritorio, la silla en la que está sentada y un espejo colgado en la pared del fondo.

Es tan guapa como en la tele. Todavía más guapa, de hecho. Lleva el precioso vestido que le encanta a Anita, lleno de brillos celestes y lentejuelas y, aun así, más ligero que el aire. Flota alrededor de su cuerpo como si estuviera suspendido en el agua. Me pregunto si estará hechizado; si es así, es el más natural que he visto jamás.

Ahí sentada, entre las paredes grises de piedra, parece muy vulnerable, como un pájaro exótico encerrado en una jaula. De vez en cuando levanta la vista, pero no nos mira a nosotros. La ventana debe de permitir la visión en un solo sentido, ya que no parece que se dé cuenta de que hay gente observándola al otro lado del cristal.

—Estoy confuso. ¿No dijo que había sido envenenada? —inquiere alguien.

Renel asiente.

—Eso es.

—Entonces, permitan que la corporación ZoroAster sea la primera en aceptar su participación en la Expedición —dice Zol desde el fondo de la sala. Él no se ha acercado para ver a la princesa.

Se produce un chasquido eléctrico y una voz estridente llena la estancia. En el centro de la sala emerge una figura delicada envuelta en un vestido de noche morado. La reina madre.

—¿Por qué habríamos de confiar en ti, cuando es probable que fuera tu hijo quien administró la poción? —suelta, acusadora.

Segunda conmoción general. Y no creo que los más ancianos de la sala soporten más bombazos como este. El hijo de Zol… ¿Zain? Él también está presente, amilanado detrás de su padre, con la cara pálida. Lleva puesto un esmoquin, pero su aspecto es desastroso: la pajarita le cuelga del cuello, los botones superiores de la camisa están desabrochados. Iría camino de la fiesta de la princesa cuando… No quiero ni pensarlo. No conozco bien a Zain, pero, por lo que sé de él, dudo que haya envenenado a la princesa. Es el mejor de la clase en casi todo, el chico más popular de la facultad, capitán del equipo de rugby de los dotados, aprendiz de su padre y claro heredero de la corporación ZoroAster… Por no mencionar que es increíblemente atractivo. No parece alguien que necesite recurrir a pociones para solucionar sus problemas.

Puede que también vivamos en planetas distintos.

Aunque Anita refutaría esta afirmación. Zain tiene la extraña costumbre de aparecer dondequiera que estemos: en la cafetería donde Anita y yo pedimos nuestros frappuccinos empalagosos, en el recital de piano del colegio de Molly y, más recientemente, en nuestro colegio, al que ha regresado para ejercer de jurado en nuestra competición anual de pociones. Yo creo que es todo pura coincidencia, pero Anita está convencida de que, en cierto modo, es por mí. Yo siempre lo niego, aunque una vez, en la cafetería, le pillé observándome y ninguno de los dos apartamos la mirada durante un rato. Él la desvió primero, cuando sus amigos se dieron cuenta y empezaron a señalarme y a reírse. Pero él me miró primero. Estoy segura.

Pero, bueno, eso me dio igual. Lo que sí me molestó fue lo que ocurrió en la exhibición de pociones. Esa competición era mi única oportunidad para demostrar mis habilidades fuera del laboratorio de mi abuelo. Es obvio que lo que había aprendido en clase de pociones en el colegio nunca podría compararse con las prácticas que estaba realizando como aprendiz de mi abuelo, así que yo sabía que jugaba con ventaja. Aunque nunca había visto a las chicas de mi clase esforzarse tanto en una competición de pociones. Pero, claro, como ahora el jurado era él, todo eran «mezclas por aquí» y «pociones por allá».

Lo di todo en mi proyecto, aunque eso lo hago todos los años. Esa vez decidí experimentar con una mezcla de aceite de romero y aliento de esfinge para intentar conseguir una fórmula que aumentara la capacidad de concentración. El problema fue que funcionó incluso mejor de lo que esperaba. Probé una pequeña dosis y, sin darme cuenta, estuve toda la noche despierta con la mente a mil por hora, absorbiendo el contenido de los libros de texto como si fuera agua. Luego esperé la inevitable catástrofe posterior, pero nunca llegó.

Era genial. Sabía que, si tomaba mi poción, sería capaz de estudiar durante horas y horas sin descanso. Probablemente aprobaría los exámenes con matrícula. Se trataba de un rollo de alto nivel, muy por encima de mi curso. Pero también sabía que era peligrosísima. El año anterior salió en las noticias que dos alumnos desesperados por aprobar los exámenes se intoxicaron con una versión sintética de la poción que sirve para contrarrestar el trastorno por hiperactividad.

Necesitaba llevar a cabo más ensayos. Pero antes del gran día me di cuenta de que faltaba una parte de la poción. En el recipiente sólo quedaba la mitad de lo que había preparado. En cuanto me percaté, eché la mezcla por el fregadero e hice añicos el vial. El profesor me castigó durante un mes por estropear el material. Pero eso fue mejor que admitir que había sido tan estúpida como para elaborar una poción tan fuerte y potencialmente adictiva en el laboratorio del colegio. En una dosis elevada podría haber matado a alguien, y bajo ningún concepto iba a presentar esa mezcla en una competición.

Así que mi participación en la competición consistió en un simple bálsamo para curar la irritación de garganta. Nada sofisticado. Expuse el póster de mi presentación y esperé a que otro se llevara la gloria. Con todo, Zain se acercó a mí, con sus brillantes ojos azules, sin mirar el trabajo de nadie más, con una condecoración hortera en la mano. Estaba tan cerca que podía contar los mechones de pelo negro que le caían sobre la frente. Pero entonces vio mi presentación y observé como su rostro mostraba desconcierto… y luego decepción.

—Esperaba algo más de ti, Sam —dijo.

Me sorprendió tanto que supiera mi nombre que casi pasé por alto su tono de superioridad. Al final, le concedió el premio a la chica que estaba a mi lado, que había creado una fórmula que burbujeaba y explotaba como un volcán en miniatura. Hasta un bebé podría haber hecho esa poción.

Estuve analizando con Anita cada detalle de ese encuentro. Arjun nos oyó cuchicheando, hizo una mueca y dijo:

—Seguro que pretendía robar alguna fórmula para llevársela al laboratorio de ZA.

Es probable que Arjun tuviera razón, pero había algo en la forma en que Zain me miró que me hizo avergonzarme de no haber estado a la altura de la reputación de la familia Kemi. Como si hubiera esperado una maravilla y hubiese encontrado mediocridad.

Ahora, al ver a Zain, me acuerdo de aquel día. Sigue teniendo esos ojos más azules que el azul y ese pelo oscuro, casi azabache, como distintivo propio, como actitud ante los demás. Normalmente los chicos populares se caracterizan por su pelo rubio, en un intento de emular a la princesa Evelyn en todo. Pero Zain es tan tan tan popular que no necesita ir como los demás. Mi pelo también es marrón-oscuro-casi-negro, aunque nadie piensa que sea guay. Es un rasgo heredado de los Kemi: un claro indicador de nuestros orígenes continentales que los genes rubios novanianos de mi madre no han conseguido erradicar. A veces me gustaría cambiármelo, pero el coste de un hechizo así es exorbitante.

Además de ser aprendiz en ZoroAster, Zain estudia Síntesis y Pociones en la Universidad de Kingstown. No es que yo le siga la pista ni nada por el estilo. Lo sé porque esa es la carrera que yo querría estudiar… si no estuviera destinada a ser la aprendiz de mi abuelo a tiempo completo cuando acabe el colegio.

A pesar del supuesto odio profundo hacia los sintéticos que corre por mis venas, en ocasiones pienso que sería fabuloso trabajar en un laboratorio pijo, con todos los ingredientes al alcance de la mano, y no preocuparme nunca más por el dinero. Tener el don de los Kemi es algo increíble, o tal vez lo era hace cien años, cuando trabajar con ingredientes naturales era la única opción.

Mi abuelo dice que los sintéticos son una farsa, una abominación. Yo no estoy tan segura. Lo único que sé es que no hay ninguna posibilidad de que un Kemi trabaje con sintéticos, no mientras él viva. Guardo todos esos sueños en una caja con llave dentro de mi cerebro, preocupada por la idea de que, con sólo mirar a Zain, me dé por cambiar el rumbo de mi carrera y destroce a mi familia.

La rabia que destila la reina madre es palpable, tan espesa que puedo sentirla a mi alrededor, incómoda como una manta en una cálida noche de verano. No puedo ni imaginarme cómo será para Zol y Zain, a quienes va dirigido ese calor, tan intenso y concentrado como un láser.

—Ya hemos descartado a Zain como sospechoso —interviene el rey—. Se prestó voluntario para la prueba del suero de la verdad.

—Sigo sin fiarme de su presencia en nuestro palacio —masculla la reina madre.

—Regresa a tus aposentos, madre. Esto no es asunto tuyo.

No me puedo creer que el rey le esté hablando así a su madre. La reina madre apenas hace apariciones públicas, y ahora me pregunto si será por voluntad propia o por una decisión ajena. Ella frunce la cara todavía más, pero sólo rechista con un simple «¡bah!».

Me giro para mirar a la princesa. Lleva mucho tiempo quieta; es como una estatua de cera e igual de perfecta. «¿Qué te sucede, princesa?».

Un dedo huesudo me roza el brazo y salto como si me hubieran aplicado una descarga eléctrica. «La reina madre me está tocando». Tengo dudas acerca del protocolo —¡nunca jamás pensé que conocería a un miembro de la familia real!— y termino haciendo una medio-reverencia-medio-inclinación que estoy segura de que no muestra ningún respeto. Sin embargo, no parece que a la reina madre le importe, o tal vez sea demasiado educada para quejarse por algo así. Dice:

—Ostanes, ¿esta es tu nieta?

Mi abuelo inclina la cabeza.

—Sí, señora.

—Es guapa. ¡Y altísima! En eso no ha salido a tu parte de la familia. —Tiene la boca tan cubierta de arrugas que cuesta un poco ver su sonrisa. Se vuelve hacia mi abuelo—. Me alegro de que estés aquí —añade—. Los Kemi nunca nos fallan.

Me quedo petrificada, me asusta que mi abuelo vaya a explotar. No obstante, sólo dice un simple «su majestad» y hace una reverencia rígida. La reina madre inclina la cabeza hacia mí para despedirse y se marcha atravesando la pared.

Me hormiguea la parte del brazo donde me ha tocado.

Un movimiento de la princesa vuelve a captar mi atención. Es como si no pudiera apartar la vista de ella durante mucho tiempo: su presencia es magnética, cautivadora. Entonces, de un modo tan sutil que casi no me doy cuenta, parpadea mirando hacia el espejo. Se contempla durante unos segundos antes de cerrar los ojos de nuevo. Se lleva las manos a los labios y las desliza con suavidad hacia su cuello mientras se observa con timidez el regazo. Entonces vuelve a levantar la vista.

Sonríe.

Está coqueteando con el espejo y, en este preciso instante, comprendo lo que ocurre:

—Se ha enamorado de sí misma —digo con una voz apenas más alta que un susurro, y luego me tapo la boca con las manos.

POCION

7

SAMANTHA

—¿Cómo? —replica Zol con desdén.

Al instante, todo el mundo estira el cuello para verla mejor. Está claro que mi teoría es correcta, aunque me empujen y me dejen fuera del corrillo. La princesa se ha levantado y ahora se halla de pie frente al espejo, sonriendo y charlando con su reflejo. No parece que esté muy enferma. De hecho, está… radiante.

Renel carraspea para intentar recuperar el control de la gente.

—Sí, sí, buen trabajo, Kemi. —Me mira—. La princesa Evelyn se ha envenenado con una poción amorosa que creemos que elaboró ella misma.

Increíble. Las pociones amorosas son peligrosas —por no decir que también son ilegales—