© 1986 by Scriptor, S. A. (Madrid).
EDICIONES RIALP, S.A.,
Alcalá, 290.
28027 MADRID (España).
ISBN: 978-84-321-3934-5
El Autor
Presentación
Prólogo del Autor
Generosidad
Respetos humanos
Alegría
Audacia
Luchas
Pescadores de hombres
Sufrimiento
Humildad
Ciudadanía
Sinceridad
Lealtad
Disciplina
Personalidad
Oración
Trabajo
Frivolidad
Naturalidad
Veracidad
Ambición
Hipocresía
Vida interior
Soberbia
Amistad
Voluntad
Corazón
Pureza
Paz
Mas allá
La lengua
Propaganda
Responsabilidad
Penitencia
Índice analítico
Índice de textos de la Sagrada Escritura
San Josemaría Escrivá de Balaguer nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de enero de 1902. A la edad de 15 ó 16 años comenzó a sentir los primeros presagios de una llamada divina, y decidió hacerse sacerdote. En 1918 inició los estudios eclesiásticos en el Seminario de Logroño, y los prosiguió a partir de 1920 en el de S. Francisco de Paula de Zaragoza, donde ejerció desde 1922 el cargo de Superior. En 1923 comenzó los estudios de Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza, con permiso de la Autoridad eclesiástica, y sin hacerlos simultáneos con sus estudios teológicos. Ordenado de diácono el 20 de diciembre de 1924, recibió el presbiterado el 28 de marzo de 1925.
Inició su ministerio sacerdotal en la parroquia de Perdiguera —diócesis de Zaragoza—, y lo continuó luego en Zaragoza. En la primavera de 1927, siempre con permiso del Arzobispo, se trasladó a Madrid, donde desarrolló una incansable labor sacerdotal en todos los ambientes, dedicando también su atención a pobres y desvalidos de los barrios extremos, y en especial a los incurables y moribundos de los hospitales. Se hizo cargo de la capellanía del Patronato de Enfermos, labor asistencial de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, y fue profesor en una Academia universitaria, a la vez que continuaba los estudios de los cursos de doctorado en Derecho Civil, que en aquella época solo se tenían en la Universidad de Madrid.
El 2 de octubre de 1928, el Señor le hizo ver con claridad lo que hasta ese momento había solo presagiado; y san Josemaría Escrivá fundó el Opus Dei. Movido siempre por el Señor, el 14 de febrero de 1930 comprendió que debía extender el apostolado del Opus Dei también entre las mujeres. Se abría así en la Iglesia un nuevo camino, dirigido a promover, entre personas de todas las clases sociales, la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado, mediante la santificación del trabajo ordinario, en medio del mundo y sin cambiar de estado.
Desde el 2 de octubre de 1928, el Fundador del Opus Dei se dedicó a cumplir, con gran celo apostólico por todas las almas, la misión que Dios le había confiado. En 1934 fue nombrado Rector del Patronato de Santa Isabel. Durante la guerra civil española ejerció su ministerio sacerdotal —en ocasiones, con grave riesgo de su vida— en Madrid y, más tarde, en Burgos. Ya desde entonces, san Josemaría Escrivá tuvo que sufrir durante largo tiempo duras contradicciones, que sobrellevó con serenidad y con espíritu sobrenatural.
El 14 de febrero de 1943 fundó la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, inseparablemente unida al Opus Dei, que, además de permitir la ordenación sacerdotal de miembros laicos del Opus Dei y su incardinación al servicio de la Obra, más adelante consentiría también a los sacerdotes incardinados en las diócesis compartir la espiritualidad y la ascética del Opus Dei, buscando la santidad en el ejercicio de los deberes ministeriales, y dependiendo exclusivamente del respectivo Ordinario.
En 1946 fijó su residencia en Roma, donde permaneció hasta el final de su vida. Desde allí, estimuló y guió la difusión del Opus Dei en todo el mundo, prodigando todas sus energías para dar a los hombres y mujeres de la Obra una sólida formación doctrinal, ascética y apostólica. A la muerte de su Fundador, el Opus Dei contaba con más de 60.000 miembros de 80 nacionalidades.
San Josemaría Escrivá de Balaguer fue Consultor de la Comisión Pontificia para la interpretación auténtica del Código de Derecho Canónico, y de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades; Prelado de Honor de Su Santidad, y Académico «ad honorem» de la Pontificia Academia Romana de Teología. Fue también Gran Canciller de las Universidades de Navarra (Pamplona, España) y de Piura (Perú).
San Josemaría Escrivá falleció el 26 de junio de 1975. Desde hacía años, ofrecía a Dios su vida por la Iglesia y por el Papa. Fue sepultado en la cripta de la iglesia de Santa María de la Paz, en Roma. Para sucederle en el gobierno del Opus Dei, el 15 de septiembre de 1975 fue elegido por unanimidad monseñor Álvaro del Portillo (1914-1994), que durante largos años había sido su más próximo colaborador. El actual Prelado del Opus Dei es monseñor Javier Echevarría, que también trabajó durante varios decenios con san Josemaría Escrivá y con su primer sucesor, monseñor del Portillo. El Opus Dei, que desde el principio había contado con la aprobación de la Autoridad diocesana y, desde 1943, también con la «appositio manuum» y después con la aprobación de la Santa Sede, fue erigido en Prelatura personal por el Santo Padre Juan Pablo II el 28 de noviembre de 1982: era la forma jurídica prevista y deseada por san Josemaría Escrivá.
La fama de santidad de que el Fundador del Opus Dei ya gozó en vida se ha ido extendiendo, después de su muerte, por todos los rincones de la tierra, como ponen de manifiesto los abundantes testimonios de favores espirituales y materiales que se atribuyen a su intercesión; entre ellos, algunas curaciones médicamente inexplicables. Han sido también numerosísimas las cartas provenientes de los cinco continentes, entre las que se cuentan las de 69 Cardenales y cerca de mil trescientos Obispos —más de un tercio del episcopado mundial—, en las que se pidió al Papa la apertura de la Causa de Beatificación y Canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer. La Congregación para las Causas de los Santos concedió el 30 de enero de 1981 el «nihil obstat» para la apertura de la Causa, y Juan Pablo II lo ratificó el día 5 de febrero de 1981.
Entre 1981 y 1986 tuvieron lugar dos procesos cognicionales, en Roma y en Madrid, sobre la vida y virtudes de Josemaría Escrivá. A la vista de los resultados de ambos procesos, y acogiendo los pareceres favorables del Congreso de los Consultores Teólogos y de la Comisión de Cardenales y Obispos miembros de la Congregación para las Causas de los Santos, el 9 de abril de 1990 el Santo Padre declaró la heroicidad de las virtudes de Josemaría Escrivá, que recibió así el título de Venerable. El 6 de julio de 1991 el Papa ordenó la promulgación del Decreto que declara el carácter milagroso de una curación debida a la intercesión del Venerable Josemaría Escrivá, acto con el que concluyeron los trámites previos a la beatificación, celebrada en Roma el 17 de mayo de 1992, en una solemne ceremonia presidida por el Santo Padre, Juan Pablo II, en la Plaza de San Pedro. Desde el 21 de mayo de 1992 su cuerpo reposa en el altar de la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, en la sede central de la Prelatura del Opus Dei, continuamente acompañado por la oración y el agradecimiento de numerosas personas de todo el mundo que se han acercado a Dios atraídas por su ejemplo y sus enseñanzas.
Después de aprobar, el 20 de diciembre de 2001, un decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre un milagro atribuido a su intercesión y de oír a los Cardenales, Arzobispos y Obispos reunidos en Consistorio el 26 de febrero de 2002, el Santo Padre Juan Pablo II canonizó a Josemaría Escrivá el 6 de octubre de 2002.
Entre sus escritos publicados se cuentan, además del estudio teológico jurídico La Abadesa de las Huelgas, libros de espiritualidad que han sido traducidos a numerosos idiomas: Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios, Via Crucis, Amar a la Iglesia, Surco y Forja, los cinco últimos publicados póstumamente. Recogiendo algunas de las entrevistas concedidas a la prensa se ha publicado el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer.
Una amplia documentación sobre san Josemaría puede encontrarse en www.escrivaobras.org y en www.josemariaescriva.info.
Ya en 1950 el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer prometía al lector, en el prólogo de la 7.ª edición castellana de Camino, un nuevo encuentro en otro libro —Surco— que pienso entregarte dentro de pocos meses1. Este deseo del Fundador del Opus Dei se hace realidad ahora, cuando se cumple el undécimo aniversario de su tránsito al Cielo.
Realmente, Surco podía haber visto la luz hace muchos años. En varias ocasiones Mons. Escrivá de Balaguer estuvo a punto de enviarlo a la imprenta, pero sucedió lo que solía decir con palabras de un viejo refrán castellano: no se puede repicar y andar en la procesión. Su intenso trabajo fundacional, la labor de gobierno al frente del Opus Dei, su amplísima labor pastoral con tantas almas y otras mil tareas al servicio de la Iglesia, le impidieron dar un último repaso sosegado al manuscrito. Sin embargo, Surco estaba terminado —a falta de ordenar numéricamente las papeletas y de la postrera revisión estilística, no llevada a cabo— desde hacía tiempo, incluso con los títulos de los diversos capítulos que lo integran.
Al igual que Camino —libro que ha alcanzado ya una tirada superior a los tres millones de ejemplares, y que ha sido traducido a más de treinta lenguas—, Surco es fruto de la vida interior y de la experiencia de almas de Mons. Escrivá de Balaguer. Está escrito con la intención de fomentar y facilitar la oración personal. Su género y su estilo no es, pues, el de los tratados teológicos sistemáticos, aunque su rica y profunda espiritualidad encierra una subida teología.
Surco quiere alcanzar la persona entera del cristiano —cuerpo y alma, naturaleza y gracia—, y no sólo la inteligencia. Por esto, no es su fuente la sola reflexión, sino la misma vida cristiana: refleja las oleadas de movimiento y de quietud, de energía espiritual y de paz, que la acción del Espíritu Santo fue imprimiendo en el alma del Siervo de Dios y en las de quienes le rodeaban. Spiritus, ubi vult, spirat, el Espíritu sopla donde quiere2, y trae consigo una hondura y armonía de vida inigualables, que no se pueden —ni se deben— aherrojar en los estrechos límites de un esquema hecho a lo humano.
Ahí está el porqué de la metodología de este libro. Mons. Escrivá de Balaguer nunca quiso en ningún campo —y menos aún en las cosas de Dios— hacer primero el traje para después meter, por la fuerza, a la criatura. Prefería, por su respeto a la libertad de Dios y a la de los hombres, ser un observador atento, capaz de reconocer los dones de Dios, para aprender y, sólo después, enseñar. Tantas veces le he oído decir, cuando llegaba a un nuevo país o se reunía con un nuevo grupo de personas, yo aquí he venido a aprender, y aprendía: aprendía de Dios y de las almas, y su aprendizaje se convertía, para los que le rodeábamos, en una continua enseñanza.
Entresacadas de su amplia experiencia de almas, las consideraciones del Fundador del Opus Dei hacen desfilar en este libro un conjunto de cualidades que deben relucir en la vida de los cristianos: generosidad, audacia, alegría, sinceridad, naturalidad, lealtad, amistad, pureza, responsabilidad... La simple lectura de los títulos del sumario permite descubrir el amplio panorama de perfección humana —virtudes de hombre (Prólogo)— que Mons. Escrivá de Balaguer descubre en Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre3.
Jesús es el Modelo acabado del ideal humano del cristiano, pues Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre4. Valgan como resumen de todas estas virtudes las palabras con que el autor de Surco da gracias a Nuestro Señor por haber querido hacerse perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... (n. 813).
Lo que en estas páginas aparece es la vida misma del cristiano, en la que —al paso de Cristo— lo divino y lo humano se entrelazan sin confusión, pero sin solución de continuidad. No olvides que mis consideraciones, por muy humanas que te parezcan, como las he escrito —y aun vivido— para ti y para mí cara a Dios, por fuerza han de ser sacerdotales (Prólogo). Son virtudes humanas de un cristiano, y precisamente por eso se muestran en toda su sazón, dibujando el perfil del hombre y de la mujer maduros, con la madurez propia de un hijo de Dios, que sabe a su Padre cercano: Vamos a no engañarnos... —Dios no es una sombra, un ser lejano, que nos crea y luego nos abandona; no es un amo que se va y ya no vuelve (...). Dios está aquí, con nosotros, presente, vivo: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras acciones, nuestras intenciones más escondidas (n. 658).
Monseñor Escrivá de Balaguer presenta así las virtudes a la luz del destino divino del hombre. El capítulo Más allá sitúa al lector en esta perspectiva, sacándole de una lógica exclusivamente terrena para anclarle en la lógica eterna (cfr. n. 879).
De este modo, las virtudes humanas del cristiano se colocan muy por encima de las virtudes meramente naturales: son virtudes de los hijos de Dios. La conciencia de su filiación divina ha de informar el entero vivir del hombre cristiano, que encuentra en Dios la razón y la fuerza de su empeño por mejorar, también humanamente: Antes eras pesimista, indeciso y apático. Ahora te has transformado totalmente: te sientes audaz, optimista, seguro de ti mismo..., porque al fin te has decidido a buscar tu apoyo sólo en Dios (n. 426).
Otro ejemplo de cómo las virtudes humanas del cristiano echan raíces divinas es el del sufrimiento. Ante las penas de esta vida, la reciedumbre cristiana no se confunde con un aguantar estoicamente la adversidad, sino que —con la mirada puesta en la Cruz de Cristo— se convierte en fuente de vida sobrenatural, porque ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien (n. 887). Mons. Escrivá de Balaguer sabe ver la acción de Dios detrás del dolor, tanto en esta vida —déjate tallar, con agradecimiento, porque Dios te ha tomado en sus manos como un diamante (n. 235)—, como después de la muerte: El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con El (n. 889).
Las virtudes humanas no aparecen nunca a modo de un añadido a la existencia cristiana: forman, con las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo, el entramado de la vida diaria de los hijos de Dios. La gracia penetra desde lo más íntimo la naturaleza, para sanarla y divinizarla. Si, como consecuencia del pecado original, lo humano no llega a su plenitud sin la gracia, no es menos cierto que ésta no aparece yuxtapuesta y como obrando al margen de la naturaleza; al contrario, le hace alumbrar sus mejores perfecciones, para poder divinizarla. Mons. Escrivá de Balaguer no concibe que se pueda vivir a lo divino sin ser muy humanos, siendo este paso la primera victoria de la gracia. Por eso, concede tanta importancia a las virtudes humanas, cuya ausencia determina el fracaso de la misma vida cristiana: muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales —a pesar de todo el armatoste externo de piedad—, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas (n. 652). Este sentido entrañablemente humano de la vida cristiana ha estado siempre presente en la predicación y en los escritos del Fundador del Opus Dei. No le gustaban los espiritualismos desencarnados, porque —así solía repetir— el Señor nos ha hecho hombres, no ángeles, y como seres humanos hemos de conducirnos.
La doctrina de Mons. Escrivá de Balaguer aúna los aspectos humanos y divinos de la perfección cristiana, como no puede dejar de suceder cuando se conoce con hondura y se ama y vive apasionadamente la doctrina católica sobre el Verbo encarnado. En Surco quedan firmemente trazadas las consecuencias prácticas y vitales de esa gozosa verdad. Su autor va delineando el perfil del cristiano que vive y trabaja en medio del mundo, comprometido en los afanes nobles que mueven a los demás hombres y, al mismo tiempo, totalmente proyectado hacia Dios. El retrato que resulta es sumamente atractivo. El hombre cristiano es sereno y equilibrado de carácter (n. 417), y por eso sabe dar las notas de la vida corriente, las que habitualmente escuchan los demás (n. 440). Está dotado de inflexible voluntad, fe profunda y piedad ardiente (n. 417), y pone al servicio de los demás hombres las cualidades de que está adornado (cfr. n. 422). Su mentalidad, universal, tiene las siguientes características: amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica; afán recto y sano —nunca frivolidad— de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...; una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida (n. 428).
En abierto contraste con este retrato, Mons. Escrivá de Balaguer dibuja también las características del hombre frívolo, privado de verdaderas virtudes, que es como una caña movida por el viento5 del capricho o de la comodidad. Su excusa típica es ésta: no me gusta comprometerme en nada (n. 539); y su existencia transcurre en el más desolador de los vacíos. Frivolidad que, desde un punto de vista cristiano, tiene también otros nombres: cuquería, tibieza, frescura, falta de ideales, adocenamiento (n. 541).
Al diagnóstico de la enfermedad sigue la indicación del remedio. Nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia (n. 443), y brinda después al lector un consejo concreto bien seguro: procura imitar a la Virgen, y serás hombre —o mujer— de una pieza (n. 443). Junto a Jesús, el cristiano descubre siempre a su Madre, Santa María, y a Ella acude en todas sus necesidades: para imitarla, para tratarla, para acogerse a su intercesión poderosa. Cargado de sentido está el hecho de que todos los capítulos de Surco terminen con un pensamiento relativo a la Santísima Virgen: cualquier esfuerzo cristiano por crecer en virtud conduce a la identificación con Jesucristo, y no hay para esto camino más seguro y directo que la devoción a María; todavía me parece oír la voz del Siervo de Dios, en uno de mis primeros encuentros, explicándome gozoso que a Jesús siempre se va y se vuelve por María.
Roma, 26 de junio de 1986
Álvaro del Portillo
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1 Camino, 7.ª ed., Rialp, Madrid 1950.
2 Ioann. III, 8.
3 Símbolo Quicumque.
4 Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptor hominis, 4–III–1979, n. 10.
5 Cfr. Matth. XI, 7.
Déjame, lector amigo,
que tome tu alma
y le haga contemplar virtudes de hombre:
la gracia obra sobre la naturaleza.
Pero no olvides
que mis consideraciones,
por muy humanas que te parezcan,
como las he escrito —y aun vivido—
para ti y para mí cara a Dios,
por fuerza han de ser sacerdotales.
Ojalá que estas páginas
hasta tal punto sirvan de provecho
—así lo pido a Nuestro Señor—
que nos mejoren
y nos muevan a dejar en esta vida,
con nuestras obras,
un surco fecundo.
1Son muchos los cristianos persuadidos de que la Redención se realizará en todos los ambientes del mundo, y de que debe haber algunas almas —no saben quiénes— que con Cristo contribuyen a realizarla. Pero la ven a un plazo de siglos, de muchos siglos…: serían una eternidad, si se llevara a cabo al paso de su entrega.
Así pensabas tú, hasta que vinieron a “despertarte”.
2La entrega es el primer paso de una carrera de sacrificio, de alegría, de amor, de unión con Dios. —Y así, toda la vida se llena de una bendita locura, que hace encontrar felicidad donde la lógica humana no ve más que negación, padecimiento, dolor.
3“Pida por mí —decías—: que sea generoso, que adelante, que llegue a transformarme de tal modo que algún día pueda ser útil en algo”.
Bien. —Pero, ¿qué medios pones para que esos propósitos resulten eficaces?
4Muchas veces te preguntas por qué almas, que han tenido la dicha de conocer al verdadero Jesús desde niños, vacilan tanto en corresponder con lo mejor que poseen: su vida, su familia, sus ilusiones.
Mira: tú, precisamente porque has recibido “todo” de golpe, estás obligado a mostrarte muy agradecido al Señor; como reaccionaría un ciego que recobrara la vista de repente, mientras a los demás ni siquiera se les ocurre que han de dar gracias porque ven.
Pero… no es suficiente. A diario, has de ayudar a los que te rodean, para que se comporten con gratitud por su condición de hijos de Dios. Si no, no me digas que eres agradecido.
5Medítalo despacio: es muy poco lo que se me pide, para lo mucho que se me da.
6Para ti, que no acabas de arrancar, considera lo que me escribía un hermano tuyo: “cuesta, pero una vez tomada la «decisión», ¡qué respiro de felicidad, al encontrarse seguro en el camino!”
7Estos días —me comentabas— han transcurrido más felices que nunca. —Y te contesté sin vacilar: porque “has vivido” un poco más entregado que de ordinario.
8La llamada del Señor —la vocación— se presenta siempre así: “si alguno quiere venir detrás de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.
Sí: la vocación exige renuncia, sacrificio. Pero ¡qué gustoso resulta el sacrificio —«gaudium cum pace», alegría y paz—, si la renuncia es completa!
9Cuando le hablaron de comprometerse personalmente, su reacción fue razonar así: “en ese caso, podría hacer esto…, tendría que hacer lo otro…”
—Le contestaron: “aquí no chalaneamos con el Señor. La ley de Dios, la invitación del Señor se toma o se deja, tal como es. Es preciso decidirse: adelante, sin ninguna reserva y con mucho ánimo, o marcharse. «Qui non est mecum…» —el que no está Conmigo, contra Mí está”.
10De la falta de generosidad a la tibieza no hay más que un paso.
11Para que no lo imites, copio de una carta este ejemplo de cobardía: “desde luego, le agradezco mucho que se acuerde de mí, porque necesito muchas oraciones. Pero también le agradecería que, al suplicarle al Señor que me haga «apóstol», no se esfuerce en pedirle que me exija la entrega de mi libertad”.
12Aquel conocido tuyo, muy inteligente, buen burgués, buena persona, decía: “cumplir la ley, pero con tasa, sin pasarse de la raya, lo más escuetamente posible”.
Y añadía: “¿pecar?, no; pero darse, tampoco”.
Causan verdadera pena esos hombres mezquinos, calculadores, incapaces de sacrificarse, de entregarse por un ideal noble.
13Hay que pedirte más: porque puedes dar más, y debes dar más. Piénsalo.
14“¡Es muy difícil!”, exclamas desalentado.
Oye, si luchas, con la gracia de Dios basta: prescindirás de los intereses personales, servirás a los demás por Dios, y ayudarás a la Iglesia en el campo donde se libra hoy la batalla: en la calle, en la fábrica, en el taller, en la universidad, en la oficina, en tu ambiente, en medio de los tuyos.
15Me has escrito: “en el fondo, lo de siempre, mucha falta de generosidad. ¡Qué lástima y qué vergüenza, descubrir el camino y permitir que unas nubecillas de polvo —inevitables— enturbien el final!”
No te enfades si te digo que eres tú el único culpable: arremete valientemente contra ti mismo. Tienes medios más que suficientes.
16Cuando tu egoísmo te aparta del común afán por el bienestar sano y santo de los hombres, cuando te haces calculador y no te conmueves ante las miserias materiales o morales de tus prójimos, me obligas a echarte en cara algo muy fuerte, para que reacciones: si no sientes la bendita fraternidad con tus hermanos los hombres, y vives al margen de la gran familia cristiana, eres un pobre inclusero.
17¿La cima? Para un alma entregada, todo se convierte en cima que alcanzar: cada día descubre nuevas metas, porque ni sabe ni quiere poner límites al Amor de Dios.
18Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz.
19Con frecuencia viene la tentación de querer reservarse un poco de tiempo para uno mismo…
Aprende de una vez a poner remedio a tanta pequeñez, rectificando enseguida.
20Eras de los de “todo o nada”. Y como nada podías…, ¡qué desgracia!
Empieza a luchar con humildad, para encender esa pobre entrega tuya, tan cicatera, hasta hacerla “totalmente” efectiva.
21Los que nos hemos dedicado a Dios, nada hemos perdido.
22Me gustaría gritar al oído de tantas y de tantos: no es sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios: es honor y alegría.
23Le ha llegado el momento de la dura prueba, y ha venido a buscarte desconsolado.
—¿Te acuerdas? Para él —el amigo que te daba consejos “prudentes”—, tu modo de proceder no era más que utopía, fruto de una deformación de ideas, captación de voluntades, y… “agudezas” por el estilo.
—“Este entregarse al Señor —sentenciaba— es una exacerbación anormal del sentimiento religioso”. Y, con su pobre lógica, pensaba que entre tu familia y tú se había interpuesto un extraño: Cristo.
Ahora ha entendido lo que tantas veces le repetías: Cristo no separa jamás a las almas.
24He aquí una tarea urgente: remover la conciencia de creyentes y no creyentes —hacer una leva de hombres de buena voluntad—, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales necesarios para trabajar con las almas.
25Mucho entusiasmo y comprensión demuestra. Pero cuando ve que se trata de “él”, que “él” ha de contribuir en serio, se retira cobardemente.
Me recuerda a aquéllos que, en momentos de grave peligro, gritaban con falsa valentía: ¡guerra, guerra!, pero ni querían dar dinero, ni alistarse para defender a su patria.
26Produce lástima comprobar cómo algunos entienden la limosna: unas perras gordas o algo de ropa vieja. Parece que no han leído el Evangelio.
No os andéis con reparos: ayudad a las gentes a formarse con la suficiente fe y fortaleza como para desprenderse generosamente, en vida, de lo que necesitan.
—A los remolones, explicadles que es poco noble y poco elegante, también desde el punto de vista terreno, esperar al final, cuando por fuerza ya no pueden llevarse nada consigo.
27“Quien presta, no cobra; si cobra, no todo; si todo, no tal; si tal, enemigo mortal”.
¿Entonces?… ¡Da!, sin cálculo, y siempre por Dios. Así vivirás, también humanamente, más cerca de los hombres y contribuirás a que haya menos ingratos.
28Vi rubor en el rostro de aquel hombre sencillo, y casi lágrimas en sus ojos: prestaba generosamente su colaboración en buenas obras, con el dinero honrado que él mismo ganaba, y supo que “los buenos” motejaban de bastardas sus acciones.
Con ingenuidad de neófito en estas peleas de Dios, musitaba: “¡ven que me sacrifico… y aún me sacrifican!”
—Le hablé despacio: besó mi Crucifijo, y su natural indignación se trocó en paz y gozo.
29¿No sientes unas ganas locas de hacer más completa, más “irremediable” tu entrega?
30¡Qué ridícula actitud la de los pobrecitos hombres, cuando negamos una y otra vez pequeñeces al Señor! Pasa el tiempo, las cosas se van viendo con su verdadero relieve,… y nacen la vergüenza y el dolor.
31«Aure audietis, et non intelligetis: et videntes videbitis, et non perspicietis». Palabras claras del Espíritu Santo: oyen con sus propios oídos, y no entienden; miran con sus ojos, pero no perciben.
¿Por qué te inquietas si algunos, “viendo” el apostolado y conociendo su grandeza, no se entregan? Reza tranquilo, y persevera en tu camino: si ésos no se lanzan, ¡otros vendrán!
32Desde que le dijiste “sí”, el tiempo va cambiando el color del horizonte —cada día, más bello—, que brilla más amplio y luminoso. Pero has de continuar diciendo “sí”.
33La Virgen Santa María, Maestra de entrega sin límites. —¿Te acuerdas?: con alabanza dirigida a Ella, afirma Jesucristo: “¡el que cumple la Voluntad de mi Padre, ése —ésa— es mi madre!…”
Pídele a esta Madre buena que en tu alma cobre fuerza —fuerza de amor y de liberación— su respuesta de generosidad ejemplar: «ecce ancilla Domini!» —he aquí la esclava del Señor.
34Cuando está en juego la defensa de la verdad, ¿cómo se puede desear no desagradar a Dios y, al mismo tiempo, no chocar con el ambiente? Son cosas antagónicas: ¡o lo uno o lo otro! Es preciso que el sacrificio sea holocausto: hay que quemarlo todo…, hasta el “qué dirán”, hasta eso que llaman reputación.
35¡Qué claramente veo ahora que la “santa desvergüenza” tiene su raíz, muy honda, en el Evangelio! Cumple la Voluntad de Dios…, acordándote de Jesús difamado, de Jesús escupido y abofeteado, de Jesús llevado ante los tribunales de hombrecillos…, ¡¡y de Jesús callado!! —Propósito: abajar la frente a los ultrajes y —contando también con las humillaciones que, sin duda, vendrán— proseguir la tarea divina, que el Amor Misericordioso de Nuestro Señor ha querido encomendarnos.
36Asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria.
37Hay algunos que, cuando hablan de Dios, o del apostolado, parece como si sintieran la necesidad de defenderse. Quizá porque no han descubierto el valor de las virtudes humanas y, en cambio, les sobra deformación espiritual y cobardía.
38Es inútil pretender agradar a todos. Descontentos, gente que proteste, siempre habrá. Mira cómo lo resume la sabiduría popular: “cuando va bien a los corderos, va mal a los lobos”.
39No te conduzcas como ésos que se asustan ante un enemigo que sólo tiene la fuerza de su “voz agresiva”.
40Comprendes la labor que se hace…, te parece bien (!). Pero pones mucho cuidado en no colaborar, y más aun en conseguir que los demás no vean o no piensen que colaboras.
—¡Tienes miedo de que te crean mejor de lo que eres!, me has dicho. —¿No será que tienes miedo de que Dios y los hombres te exijan más coherencia?
41Parecía plenamente determinado…; pero, al tomar la pluma para romper con su novia, pudo más la indecisión y le faltó valentía: muy humano y comprensible, comentaban otros. Por lo visto, según algunos, los amores terrenos no están entre lo que se ha de dejar para seguir plenamente a Jesucristo, cuando El lo pide.
42Hay quienes yerran por flaqueza —por la fragilidad del barro con que estamos hechos—, pero se mantienen íntegros en la doctrina.
Son los mismos que, con la gracia de Dios, demuestran la valentía y la humildad heroicas de confesar su yerro, y de defender —con ahínco— la verdad.
43Algunos llaman imprudencia y atrevimiento a la fe y a la confianza en Dios.
44¡Es una locura confiar en Dios…!, dicen. —¿Y no es más locura confiar en sí mismo, o en los demás hombres?
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