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INTRODUCCIÓN

 

«Sentido del sufrimiento», «valor del sufrimiento»: estas expresiones suelen provocar, quizá en la mayoría de la gente, una sensación de desagrado. Si lo que todos buscamos es la felicidad, la felicidad se asocia, de inmediato, con ausencia de dolor y de sufrimiento.

 

Pero también sabemos, por comprobación general y universal, que dolores y sufrimientos son inevitables en cualquier vida humana. Bastaría, para probarlo, evocar las enfermedades, padecimientos y achaques desde la infancia hasta la vejez. El bebé llora por causas múltiples: hambre, sueño, enfermedades, echar los dientes, aburrimiento, sustos, ruidos... Entre alegrías, pero también entre desgracias y sufrimientos continúa la vida humana hasta la muerte, pasando, en el mejor de los casos, por una prolongada vejez en la que el cuerpo empieza a funcionar a medio gas en muchos de sus órganos. Sufrimientos físicos y sufrimientos morales: soledad, desengaños amorosos, traiciones sufridas, pérdida de gente a la que se quiere, pérdida de trabajo, preocupación económica por el futuro...

 

No es extraño que las diferentes sabidurías que se han registrado en la historia humana hayan afrontado seriamente la realidad del sufrimiento y hayan intentando encontrar una solución. El Antiguo Testamento está lleno de una pedagogía del sufrimiento. Un ejemplo, entre miles: «Mi vida se consume en la aflicción y mis años entre gemidos; mi fuerza desfallece entre tanto dolor y mis huesos se deshacen» (Salmo 31, 11).

 

Confucio aconseja, pragmáticamente, aprovechar los momentos de felicidad, porque, tarde o temprano, se presentará el sufrimiento.

 

La esencia del budismo es la supresión del sufrimiento, que empieza por reconocer su inevitabilidad.

 

Para el hinduismo, la raíz del sufrimiento actual del individuo son las malas acciones cometidas en vidas anteriores; sólo se acabará con el sufrimiento saliendo del ciclo de las reencarnaciones.

 

En el Islam, el sufrimiento es una consecuencia de los pecados personales y, a la vez, un camino para purgarlos y mostrarse acorde con los mandatos de Alá.

 

En el mundo clásico griego el sufrimiento está permitido por los dioses pero hay mucho de complicidad humana: recuérdese el mito de la caja de Pandora. Los dioses castigan, sobre todo, la soberbia, la hybris.

 

Hasta hoy han llegado las dos grandes tradiciones éticas de la cultura griega: la epicúrea y la estoica. Epicuro —tan mal entendido casi siempre— no es un defensor a ultranza del placer físico o corporal, sino de una vida equilibrada en la que se aprenda que, sobre los placeres físicos, se alzan los del alma, entre ellos la serenidad. Para los estoicos —dada la inevitabilidad del sufrimiento— se ha de buscar la ataraxía (concepto común a epicúreos y escépticos), la tranquilidad del alma, la lucha contra los miedos, la ausencia de exacerbaciones y de pasiones tumultuosas, siguiendo el sabio consejo del ne nimis, nada en demasía. Pase lo que pase, tranquila el alma. Como en los famosos versos de Horacio: «Si fractus illabatur orbis / impavidum ferient ruinae», si el mundo se cae hecho pedazos, impávido estaré entre las ruinas (Odas, III, 3, 7-8).

 

Es el cristianismo el que más lejos ha llegado en la misteriosa comprensión del sufrimiento, haciendo que el Hijo de Dios, encarnado, soporte, precisamente por ser Hombre y Dios, el mayor de los sufrimientos, en todos los sentidos, en el cuerpo y en el alma: la pasión y la muerte. De ese modo, el sufrimiento se convierte en algo redentor. No es que se vea como algo atractivo; sigue siendo aterrador: «Padre, si es posible, pasa de mí este cáliz»; pero se acepta: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mateo 26, 39).

 

Aprender del valor del sufrimiento, tanto cuando aparece con culpa como sin ella, es quizá la más importante asignatura de una materia que se llama «madurez humana». Sólo cuando se sabe qué es el dolor se pueden experimentar hasta el fondo el valor del gozo, de la felicidad y de la alegría.

 

Sobre el sentido del sufrimiento han tratado siempre los autores cristianos de espiritualidad, pero en este ensayo no se trata de ellos sino de filósofos, poetas y novelistas: algunos, en determinados momentos de su vida, en las antípodas de la sensibilidad cristiana; otros decididamente opuestos al bien del Evangelio hasta el final.

 

Los dos filósofos que aparecen, Schopenhauer y Nietszche, son los que más de lleno han tratado el tema: el primero con un pesimismo luego corregido por una cierta aceptación del budismo; y el segundo con una decidida oposición a la santificación del sufrimiento que es de la esencia del cristianismo.

 

Los doce poetas o escritores son sólo unos pocos, entre los grandes, que han tratado el tema. Los hay esperanzadores, como Wordsworth o Wilde, y también negadores de cualquier esperanza, como Leopardi o Espronceda.

 

El testimonio de filósofos y poetas permite ver que el sentido del sufrimiento no es un asunto confesional, sino que está inserto en la misma estructura del ser humano y, por tanto, de cada persona. Aprender el sentido del sufrimiento es —y más conforme avanzan los años de la vida— la asignatura principal, la que conduce a una compleja pero real felicidad.

 

Puede llamar la atención que —salvo Job para el mundo bíblico—, los demás autores de los que se trata en este ensayo sean del siglo XIX. Hay una explicación plausible. Desde que Occidente se hace cristiano, y durante muchos siglos —del siglo IV hasta el XVIII— se sabe y, en la medida de lo posible, se vive esta realidad: el modelo es Cristo, como había profetizado Isaías en un texto célebre (53, 3-5):

 

Despreciable y desecho de los hombres,

varón de dolores y sabedor de dolencias,

como uno ante quien se oculta el rostro,

despreciable, y no le tuvimos en cuenta.

¡Y con todo eran nuestras dolencias

las que él llevaba,

y nuestros dolores los que soportaba!

Nosotros le tuvimos por azotado,

herido de Dios y humillado.

Él ha sido herido por nuestras rebeldías,

molido por nuestras culpas.

Él soportó el castigo que nos trae la paz

y con sus llagas hemos sido curados.

 

Era lo que cada año se conmemora en la Semana Santa, dando lugar a cofradías que hacen desfilar, para que lo vea el pueblo, pasos de esa pasión y muerte, una realidad que, en muchos países, singularmente en España y en Latinoamérica, llega hasta el día de hoy.

 

Es a partir de finales del XVII y durante todo el siglo XVIII cuando se impone en algunos ambientes minoritarios pero muy influyentes, el racionalismo, la religión solo a la medida del hombre, sin sentido sobrenatural. Si a Voltaire los dramas de Shakespeare le parecían «bárbaros», se puede imaginar el espectáculo del sacrificio de Cristo. Literalmente, algo infame.

 

Como se sabe, el romanticismo fue —al menos en algún aspecto— una reacción en contra de la frialdad falsamente neoclásica, de la suficiencia humana, de la supuesta claridad. Ya dijo Goya que «el sueño de la razón produce monstruos». Son los románticos los que recuperan —porque siempre habían estado ahí— los valores de la emoción, de la fe, de la religión, de la singularidad humana.

 

En ese contexto se plantea de nuevo el sentido del sufrimiento. Algunos autores, se refugian en una reedición del estoicismo. Otros, fueren cuales fueran sus relaciones personales con la práctica de la fe cristiana, acuden a esa fe como dadora del sentido y crean, de un modo casi siempre muy bello, una nueva literatura sobre el sentido del sufrimiento.