Los Evangelios

 

Bajando con los Doce del monte se detuvo en un rellano, y con Él la numerosa muchedumbre de sus discípulos, y una gran multitud del pueblo de toda la Judea, de Jerusalén y del litoral de Tiro y de Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades; y los que eran molestados de los espíritus impuros eran curados. Toda la multitud buscaba tocarle, porque salía de Él una virtud que sanaba a todos.

Él, levantando sus ojos sobre los discípulos, decía:

BIENAVENTURADOS LOS POBRES, PORQUE VUESTRO ES EL REINO DE DIOS.

BIENAVENTURADOS LOS QUE AHORA PADECÉIS HAMBRE, PORQUE SERÉIS HARTOS.

BIENAVENTURADOS LOS QUE AHORA LLORÁIS, PORQUE REIRÉIS.

BIENAVENTURADOS SERÉIS CUANDO, ABORRECIÉNDOOS LOS HOMBRES, OS EXCOMULGUEN Y MALDIGAN, Y PROSCRIBAN VUESTRO NOMBRE COMO MALO, POR AMOR DEL HIJO DEL HOMBRE. ALEGRAOS EN AQUEL DÍA Y REGOCIJAOS, PUES VUESTRA RECOMPENSA SERÁ GRANDE EN EL CIELO. ASÍ HICIERON SUS PADRES CON LOS PROFETAS.

PERO, ¡AY DE VOSOTROS, RICOS, PORQUE HABÉIS RECIBIDO VUESTRO CONSUELO!

¡AY DE VOSOTROS LOS QUE AHORA ESTÁIS HARTOS, PORQUE TENDRÉIS HAMBRE!

¡AY DE VOSOTROS LOS QUE AHORA REÍS, PORQUE GEMIRÉIS Y LLORARÉIS!

¡AY CUANDO TODOS LOS HOMBRES DIJEREN BIEN DE VOSOTROS, PORQUE ASÍ HICIERON SUS PADRES CON LOS FALSOS PROFETAS!

(Evangelio según San Lucas, VI, 17-26)

* * *

Grandes muchedumbres le seguían de Galilea y de la Decápolis, y de Jerusalén y de Judea, y del otro lado del Jordán.

Viendo a la muchedumbre, subió a un monte, y cuando se hubo sentado se le acercaron los discípulos; y abriendo Él su boca les enseñaba, diciendo:

BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU, PORQUE SUYO ES EL REINO DE LOS CIELOS.

BIENAVENTURADOS LOS MANSOS, PORQUE ELLOS POSEERÁN LA TIERRA.

BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN, PORQUE ELLOS SERÁN CONSOLADOS.

BIENAVENTURADOS LOS QUE TIENEN HAMBRE Y SED DE JUSTICIA, PORQUE ELLOS SERÁN HARTOS.

BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS, PORQUE ELLOS ALCANZARÁN MISERICORDIA.

BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN, PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS.

BIENAVENTURADOS LOS PACÍFICOS, PORQUE ELLOS SERÁN LLAMADOS HIJOS DE DIOS.

BIENAVENTURADOS LOS QUE PADECEN PERSECUCIÓN POR LA JUSTICIA, PORQUE SUYO ES EL REINO DE LOS CIELOS.

BIENAVENTURADOS SERÉIS CUANDO OS INSULTEN Y OS PERSIGAN, Y CON MENTIRA DIGAN MAL CONTRA VOSOTROS, TODO GÉNERO DE MAL POR MÍ. ALEGRAOS Y REGOCIJAOS, PORQUE GRANDE SERÁ EN LOS CIELOS VUESTRA RECOMPENSA, PUES ASÍ PERSIGUIERON A LOS PROFETAS QUE HUBO ANTES DE VOSOTROS.

(Evangelio según San Mateo, IV, 25; V, 12) [1]

 


Las Bienaventuranzas

 

Georges Chevrot

 


Introducción

 

I
El Evangelio nos precede

 

Las “Bienaventuranzas” constituyen el prólogo del “Sermón de la Montaña”, que tiene en el Evangelio una importancia capital.

Una multitud inmensa, venida no sólo de las aldeas de Galilea, sino de las provincias limítrofes e incluso de Judea, rodeó a Jesús en una meseta situada en la cadena de colinas que dominaba el lago de Genezaret. Hacía unos seis meses que el nuevo Profeta había iniciado su predicación. La autoridad de su palabra y las numerosas curaciones que realizaba le habían atraído el favor popular. Muchos se preguntaban si no sería el Mesías anunciado por los profetas de Israel para dar cumplimiento a las antiguas promesas que Dios había hecho a Abraham, el padre de su raza. Y parecía que Él mismo lo daba a entender así cuando iba por todas partes repitiendo: El reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed en la Buena Nueva (Mc., I, 15).

Jesús iba a aprovechar precisamente aquella afluencia de oyentes para exponer con amplitud la constitución del reino de Dios. Esta expresión “reino de Dios”, empleada frecuentemente por el Salvador, se os hará más familiar cuando, tras haber visto lo que significaba para sus contemporáneos, conozcáis el sentido que tiene para nosotros, los hombres del siglo XX.

Observad ante todo una particularidad de vocabulario. En los textos evangélicos, la fórmula ofrece algunas variantes. San Mateo suele escribir “reino de los cielos”. Pero no penséis que quiere designar con eso la mansión que los santos tienen en el más allá. En este caso la palabra cielos es la transcripción de un término hebreo carente de singular: es un mero sustitutivo de la palabra “Dios”, el nombre inefable que los judíos se abstenían de pronunciar por temor a proferirlo en vano. En cambio, San Lucas, que compone su Evangelio para unos cristianos que, por venir del paganismo, no tenían tal escrúpulo, dice habitualmente, como San Marcos, “el reino de Dios”, o bien el reinado de Dios, lo cual es más inteligible para los cerebros modernos. Cierto que la patria celestial es eminentemente el reino de Dios, pero la misión de Jesús consistía en llevar a todos los hombres a que desde ahora mismo reconociesen la soberanía de su Padre, en implantar el reinado de Dios sobre la tierra.

El reino de Dios se acerca (Mt., X, 7). Esta declaración no permitía equívocos para oídos de judíos piadosos. Quería decir que Dios no había olvidado a su pueblo y que la aparición del Mesías iba a cambiar las condiciones de existencia de la humanidad. Durante largos siglos el pueblo elegido había tenido el privilegio de servir al único verdadero Dios; pero sabía que su destino era darlo a conocer al mundo entero. Sus profetas le habían asegurado que cuando todos los pueblos adorasen al Dios de sus padres, la virtud regiría las relaciones mutuas de los hombres. “No se llamará ya noble al loco, ni magnánimo al bellaco”, había escrito Isaías (XXXII, 5). La paz se extendería sobre la tierra: no habría ya rivalidades, ni guerras entre las naciones; Isaías lo había predicho también: “De sus espadas harán los pueblos rejas de arado, y de sus lanzas, hoces. No alzarán la espada gente contra gente, ni se ejercitarán para la guerra” (II, 4).

Por tanto, en los cuatro siglos transcurridos sin que ningún profeta hubiera surgido en la nación judía, la imaginación popular se había complacido en subrayar sobre todo la felicidad temporal del reinado mesiánico. Y a nadie puede extrañar que la esperanza de un desquite nacional se hubiera superpuesto a la fe religiosa de aquel desdichado pueblo, doblegado bajo el yugo extranjero. Se representaba así al Rey-Mesías con los rasgos de un invencible conquistador que sometería a todas las demás naciones a la hegemonía de Israel y las pondría al mismo tiempo bajo la ley de Dios.

Jesús, evidentemente, no podía suscribir semejante deformación de la persona y de la función mesiánicas. Disipó el entusiasmo de sus partidarios de los primeros momentos cuando rechazó la monarquía temporal que le ofrecían; y tampoco aceptó públicamente el título de Mesías sino pocos días antes de morir. Hasta entonces se esforzó por corregir los prejuicios de quienes le escuchaban. Siempre que anunciaba: “El reino de Dios está cercano”, añadía inmediatamente: “Arrepentíos”, es decir: “Cambiad de mentalidad, transformad vuestros corazones, convertíos”. Y muy pocos comprendían el alcance de esta advertencia, por estar persuadidos en su mayoría de que los hijos de Abraham entrarían de pleno derecho en el reino de Dios. Envanecidos por su fidelidad a la ley de Moisés, creían que no necesitaban convertirse. La “Buena Nueva” (pues ésta es la traducción de la palabra Evangelio) no tardó así en decepcionar la casi general expectación. A unos hombres que soñaban con la guerra santa y con el dominio del mundo, Jesús predicaba la lucha contra el pecado y el dominio de uno mismo como las condiciones precisas para la reforma del mundo. El aspecto dramático de su misión estuvo, pues, en que cuanto más concretó el Salvador su carácter espiritual, fue viendo apartarse más de Él al conjunto de aquel pueblo encargado providencialmente de preparar su venida a la tierra.

Sin embargo, los contemporáneos de Jesús no desconocían los designios de Dios cuando pensaban que el Mesías tendría que transformar las condiciones terrenales de los hombres. Pues el reino de Dios, inaugurado por Nuestro Señor, implica una doble perspectiva: el porvenir eterno que Él anunciaba no debía hacer olvidar el porvenir temporal, cuyo escenario iba a ser la tierra. La misión del Salvador se inserta en la historia de la humanidad tanto para señalar sus etapas como su término. Su Evangelio iba a poseer una doble eficacia: procuraría el cielo a los habitantes de la tierra; pero aclimataría ya el cielo sobre la tierra mediante la transformación de la vida presente de los hombres. Para hablar como San Pablo, debía “revestir a todos del hombre nuevo creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Eph., IV, 24).

En la época en que el Hijo de Dios ocupó su puesto en nuestra raza, la condición humana era ya diferente de la que nos presentan las primeras páginas de la Biblia. Se había realizado un gran progreso en los espíritus y en los corazones. Pero Jesús tendrá que volver a la tierra para introducir a todos los hijos de su reino en la gloria eterna de Dios. Este regreso de Cristo se realizará “cuando le queden sometidas todas las cosas” (I Cor., XV, 28), lo que implica que la humanidad habrá de realizar nuevos progresos, a medida que el reinado de Dios se vaya desarrollando sobre la tierra.

Creed en la Buena Nueva, decía el Maestro. La sumisión al Evangelio es para cada creyente la certidumbre de su salvación eterna; pero al mismo tiempo es, para la humanidad tomada en su conjunto, un principio de regeneración y de progreso. Los discípulos de Cristo no deben inmovilizarse en espera del cielo, como si nada tuvieran que hacer, no digo ya en la tierra, sino de la tierra. Por voluntad de Jesús, tienen que orientar hacia Dios el avance de la humanidad. Estos perfeccionamientos terrenos son conformes al plan del Creador. Sólo queda –y esto es lo esencial– que en este avance los hombres eviten las desviaciones por las que se extraviarían fatalmente, si desdeñasen o transgredieran las leyes de Dios.

A nosotros los cristianos, que conocemos el magnífico término de la evolución de la humanidad, destinada a convertirse en familia divina, nos corresponde evitar tales desviaciones a nuestros semejantes. No sólo debemos creer en el perfeccionamiento terrenal de nuestra especie, asegurado por los progresos científicos; no sólo debemos creer en un porvenir humano terrestre, que una mayor elevación de la cultura y un sentido más agudo de la justicia entre los hombres harán posible e inevitable, sino que nuestro papel es el de dirigir ese progreso humano hacia su verdadero fin, que es Dios. Y eso es lo que, para los cristianos de nuestro tiempo, significa el reinado de Dios sobre la tierra.

Hagamos más eco que nunca a la exhortación que Jesús nos hizo: Creed en el Evangelio. Su doctrina no es anacronismo. El Evangelio no pertenece a un pasado caduco. Por más que lo pretendan quienes, por no conocerlo bien, lo han repudiado, ellos no lo han superado por haberse apartado de él. Con su alejamiento del Evangelio, comprometen gravemente el progreso humano, que siempre será solidario de nuestra vocación divina. No hace mucho que hemos visto, y todavía vemos ahora, a qué abismos de miseria y a qué envilecimiento del hombre lleva una civilización que cree haber dejado atrás al cristianismo.

El Evangelio nos precede. El Evangelio es el porvenir que sale al encuentro de los hombres de nuestro tiempo. Jamás ha sido todavía plenamente realizado por las sociedades humanas. Por otra parte, cuanto más se acerca un hombre a él, más se percata de que el Evangelio lo llama todavía más lejos, todavía más alto. No se trata, pues, de retroceder, de retrogradarnos para volver a Cristo, sino de avanzar y de apresurarnos para alcanzarlo. Cristo nos precede siempre: es la humanidad la que se estanca o la que retrocede cuando no le sigue.

Al proponernos meditar y vivir las enseñanzas del “Sermón de la Montaña”, no nos entregaremos, pues, a un estudio de interés retrospectivo, sino a una tarea muy actual, a la auténtica tarea de todo cristiano. Tomemos en serio la oración que Jesús quiso que dirigiésemos a Dios: ¡Venga a nos el tu reino! Y aunque éste no ha de venir definitivamente sino con el término de la historia de los hombres, desde ahora hasta entonces, día tras día, supliquemos a Dios que nos ayude a ser los artífices activos de su reinado sobre la tierra. No va en ello tan solo nuestra propia felicidad, sino la dicha presente y futura, temporal y eterna, de toda la humanidad.

II
La gran aventura del Reino de Dios

 

Aun antes de que Nuestro Señor haya tomado la palabra, el aspecto exterior de la asamblea que se apiñaba a su alrededor en la montaña nos permitirá observar varios rasgos característicos del cristianismo. Consideración que no será inútil para quienes aspiren a contarse entre sus discípulos.

El Salvador no quiso pronunciar su discurso inaugural en el interior de una sinagoga o bajo los soportales del templo. Para hacer oír un mensaje, destinado a todos los hombres de todos los tiempos, le hacía falta el aire libre, la altura, los ilimitados horizontes de la naturaleza.

Jesús, en efecto, iba a convocar a los que consintieran para que intentasen con Él la más grande aventura que jamás se hubiera propuesto a los hombres: implantar sobre la tierra el reinado de Dios. Convenía que su empresa no apareciese como una organización acabada que hubiese de reformar automáticamente al mundo, sino, según diríamos hoy, como un movimiento que ya no cesaría de propagarse y de agrandarse. La corriente que deseaba promover en su país exigía el ministerio itinerante por Él adoptado: aquel día habló así desde la ladera de una colina, para seguir luego hablando a lo largo de los caminos. Pues mientras las raposas tenían sus cuevas y los pájaros sus nidos, Él no tenía un sitio donde descansar su cabeza, ni poseía un techo que lo guareciese; había de estar continuamente en marcha. Cuando uno de sus oyentes se decidía a trabajar por el reinado de Dios, le respondía: “Sígueme”, y se lo llevaba por los caminos. Sus discípulos se consagraban a una acción sin descanso, a un esfuerzo incesante sobre sí mismos, a las conquistas constantes del apostolado: jamás habrían “llegado”. El pacífico ejército que Jesús reclutaba para el reino de Dios estaría sin duda provisto de jefes que Él mismo designó y a los que instruiría; pero sería un ejército regular que carecería de cuarteles: sería una columna en marcha.

La verdad es que a los más abnegados de sus discípulos les costó trabajo comprender aquella ley primordial del Reino. Hubieran preferido funciones menos vagabundas, un empleo del tiempo mejor regulado y, ¿por qué no?, una casa.

Después de la resurrección del Salvador, algunos siguieron esperando que Jesús restablecería el antiguo reino de Israel (Act., I, 6). Soñaban con una Iglesia calcada sobre la vigorosa administración del rey Salomón, con un organismo poderoso y respetado que uniese a todos los pueblos en una serena sumisión a las leyes de Dios; en resumen, soñaban con un reino bien constituido y sólidamente implantado. Jesús los desengañó por última vez. ¿Estar sentados unos conquistadores? Ellos pensaban en una restauración, cuando Dios les encargaba de una creación; se hubiesen contentado con reparar, cuando era preciso construir. Cuando volvían sus ojos hacia el pasado, el Maestro les obligaba a mirar hacia delante, hasta los últimos confines de la tierra. La última consigna que les dejó se resume en una palabra, que es una orden de marcha: ¡Id! (Mt., XXVIII, 19; Mc., XVI, 15). El cristianismo es un movimiento.

Claro que una sociedad no dura sino a condición de estar organizada: y por eso la Iglesia se nos presenta como una institución. Pero el Espíritu Santo que la guía le impide anquilosarse en las facilidades del descanso. Cada vez que en el transcurso de su historia estuvo a punto de afincarse en los cuadros sociales o políticos de una época, aquellos soportes se desplomaron repentinamente, o bien la Iglesia fue perseguida, y se vio obligada en ambos casos a recuperar, con la inseguridad, su ardor misionero. La Iglesia no es un establecimiento, es un movimiento: su función es la de “renovar la faz de la tierra”.

Nosotros, los cristianos de este tiempo, no tenemos derecho a detenernos en una tranquilidad engañosa. No existe un cristianismo confortable. Tenemos que volver a partir siempre y que avanzar en pos de Jesús. Nuestro Evangelio es un fuego, el fuego encendido por Jesucristo (Lc., XII, 49), y progresivamente tiene que abrasar al mundo. “No apaguéis al Espíritu” (I Thes., V, 19).

Observad ahora la composición del auditorio del “Sermón de la Montaña”. En la primera fila está un grupito de hombres que han abandonado su oficio y su familia para compartir la vida del Profeta y que han declarado ya ser sus discípulos. Entre ellos el Maestro ha escogido a doce, a los cuales asociará más estrechamente a su obra: mirará hacia ellos (Lc., VI, 20) cuando entone el himno de las Bienaventuranzas. Todos son jóvenes.

Al empezar su vida pública, Jesús tenía poco más de treinta años. Sus primeros compañeros tenían menos edad que Él: ¿no solía llamarles “hijos míos”? Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, estaban en todo el ímpetu de la juventud, hasta el punto de que Jesús les apodaba “hijos del trueno”. Los demás apóstoles apenas si eran mayores que ellos. La prueba está en que algunos vivían todavía en el último tercio del siglo primero. San Policarpo, martirizado en Esmirna en el año 155, a la edad de ochenta y seis años, nos dice que fue instruido en el cristianismo “por Juan y por algunos otros que habían visto al Señor”.

A una empresa tan audaz como es la reconstrucción del mundo, Jesús invitó primero a unos jóvenes. Lo explicó con una de aquellas mordaces frases que le eran habituales: “No se echa el vino nuevo en cueros viejos..., sino que se echa el vino nuevo en cueros nuevos” (Mt., IX, 17). Pues igual que la fermentación del vino hace estallar los recipientes envejecidos y usados, así también el nuevo espíritu del Evangelio tenía que quebrar –los quebraría siempre– los prejuicios y los conformismos. La doctrina de Cristo no persuade más que a los espíritus nuevos, cándidos y que todavía no se han decantado. Y para difundirla, Jesús necesitaba de mensajeros atrevidos y en pleno vigor físico. Una vez en marcha los jóvenes, los mayores vendrían tras ellos y volverían así a encontrar una nueva juventud del alma. Pues cuando se une a Jesucristo –Él mismo lo dijo–, todo hombre, por viejo que sea, renace (Io., III, 3-8).

También en nuestros días el Evangelio inflama, sobre todo, el corazón de los jóvenes, de los que pueden decirse jóvenes porque el egoísmo no los ha marchitado todavía. Pero ha conservado su poder de rejuvenecimiento y comunica una inalterable juventud de espíritu a cuantos le someten su vida.

Mantengámonos en guardia contra el envejecimiento de esos estragados que, poco a poco, pierden confianza en el valor del cristianismo. No depende esto de la edad, sino del corazón. Tanto la rutina como el abandono de la oración llevan a ese estado. En cambio, todo el que se mantiene fiel a la meditación del Evangelio comprueba la exactitud de estas líneas del P. Faber: “Yo no puedo deciros lo que sucede en mí: amo a Jesús cada vez más; cada día siento como si nunca le hubiese conocido, de tan nuevo, tan dulce y tan lleno de lozanía y de vida como cada mañana me parece” (Lettres, t. II, pág. 39). Gracias a esta familiaridad con Jesucristo, el cristiano puede conservarse joven. San Pablo lo decía ya: “Mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día” (II Cor., IV, 16).

Una última observación. El cristianismo, movimiento de jóvenes, es también un movimiento de masa. Es una religión del pueblo, de todo el pueblo, de ningún modo reservada para un pequeño círculo de iniciados.

Apiñada en la montaña, detrás de los discípulos, se extendía hasta perderse de vista toda una multitud. Inevitablemente se habrían deslizado en ella algunos curiosos, y quizá también algunos censores dispuestos a la crítica: pero aquel vasto auditorio estaba formado en su mayor parte por aquel buen pueblo de los campos, compuesto de pequeños propietarios y de obreros, de artesanos de las aldeas y de pescadores del lago. Los sumos sacerdotes y los fariseos sólo desprecio sentían por este populacho, a cuyos miembros llamaban “malditos e ignorantes de la ley” (Io., VII, 49). Cristo iba a decirles, en cambio, inmediatamente que eran ellos los “benditos”, los bienaventurados.

El Salvador dejó escapar en dos ocasiones este grito de compasión: “Tengo compasión de la muchedumbre” (Mc., VII, 2). Se enterneció por la angustia moral de los hijos de su pueblo, porque estaban cansados y maltrechos “como ovejas sin pastor” (Mc., VI, 34). El Mesías tenía que anunciarles la Buena Nueva precisamente a ellos. Y con gran escándalo de los satisfechos se inclinó sobre todos aquellos para quienes la vida había sido dura; acogió a los pecadores, para los cuales había estado llena de peligros; llamó a los decepcionados, a los desalentados, a los desechados: “Venid a Mí todos los que estéis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (ego reficiam vos = yo os reharé) (Mt., XI, 28). Yo os reharé una vida digna de vosotros y del Dios que os la ha dado.

Por su parte, las clases populares no tardaron en descubrir en el nuevo rabbi a alguien que no pretendía servirse de ellas, sino servirlas. Aquella buena gente le otorgó inmediatamente su confianza, y hubiera deseado que permaneciese siempre a su lado. “Las muchedumbres –leemos en San Lucas– le buscaban, y viniendo hasta Él le retenían para que no se partiese de ellos. Pero Él les dijo: Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades” (IV, 43). El mismo evangelista observa más lejos: “Todo el pueblo estaba pendiente de Él escuchándole” (XIX, 48). Sin embargo, Jesús no buscó la popularidad: respetaba demasiado a los humildes para adularlos. Aunque la justicia le mandó estigmatizar a unos doctos hipócritas “en presencia de todo el pueblo”, tampoco le ocultó a éste ninguno de sus deberes, ni le disimuló jamás su rigor. Los preceptos más severos del Evangelio, aquellos que elevan a la más alta virtud, Jesús los consideró accesibles a todas las buenas voluntades, y estas suelen encontrarse entre los más humildes.

Jesús hizo así que en la montaña le escuchase aquella muchedumbre desamparada, a menudo engañada, pero dispuesta a unirse a quien le amase de veras. Su auditorio fue, por tanto, un auditorio popular.

Recordemos, para terminar, que la cristiandad que actualmente se necesita para la salvación del mundo no podrá forjarse de ningún otro modo que conforme a los métodos empleados por Nuestro Señor. Hoy las clases populares se han desviado de Él. Cristo las echa en falta y a ellas les hace falta Cristo. Sí, Cristo las echa en falta. Nuestro cristianismo sería infiel a sus orígenes si fuese privilegio de una clase acomodada o culta, y nuestra única esperanza de verlo triunfar del ateísmo contemporáneo –digo, en efecto, nuestra única esperanza– es que llegue a ser la religión del pueblo. Cristo le hace falta también al mundo del trabajo, pues el ideal de justicia y de progreso que este persigue sobre la tierra no lo alcanzará más que descubriendo al Creador que concibió el destino del hombre, y a Cristo que nos permite alcanzarlo.

No nos demos, pues, descanso hasta que el foso que separa a Cristo y a las masas haya sido colmado.

III
Paradojas sobre la felicidad

 

Jesús va a realizar su primer gran acto mesiánico indicando a quiénes llama Dios a participar del Reino. El auditorio contiene la respiración para no perder ninguna de sus palabras. Las primeras frases del Salvador parecen una oración: acaba de empezar el oficio divino. Sin embargo, Jesús no se dirige a Dios: es Dios quien, por su boca, arenga a su pueblo. Los versículos del cántico se suceden con el ritmo de los viejos salmos de Israel y todos anuncian la bendición de Dios: Beati! “¡Bienaventurados!”. El carillón de las Bienaventuranzas resuena en la montaña, y una nueva era empieza para el mundo.

Antes de comentar el texto de cada una de las Bienaventuranzas, y para mejor deducir su sentido, es indispensable que expongamos algunas generalidades con relación a todas ellas. Dirigiremos primero nuestra atención hacia el tono paradójico de estas fórmulas evangélicas.

En el lenguaje corriente la palabra bienaventuranza expresa una felicidad perfecta y, aunque en el vocabulario bíblico tenga un significado más extenso (como diremos pronto), implica también la seguridad de la dicha.

El ser humano aspira a ser dichoso, y a serlo cada vez más. Esta necesidad no estaría grabada tan profundamente en nuestra naturaleza si no pudiéramos satisfacerla. Dios, al crearnos dotados de inteligencia, de conciencia y de libertad, ha querido que nosotros fuésemos con Él los autores de la felicidad a la que tiene destinada a nuestra especie. Con Él y, por consiguiente, sin apartarnos de su plan. Conformémonos a sus voluntades y contribuiremos a terminar su creación, daremos su perfección a nuestra naturaleza, su pleno desarrollo a nuestra vida, y a la tierra su belleza: cosas todas ellas que son otros tantos elementos de nuestra felicidad. Por el contrario, si el hombre no respeta el orden establecido por Dios, sino que rompe la armonía de su plan, provoca desórdenes que arrastran tras de sí su propio sufrimiento, detiene su desarrollo, contraría su progreso e incluso llega a no saber ya dónde está su bien. Tal fue, ¡ay!, la lamentable historia del hombre pecador.

Dios, sin embargo, no nos dejó ir a la deriva. Su Hijo se convirtió en uno de nosotros para reparar nuestros errores. Extraviados por unos inextricables senderos, nosotros habíamos perdido el camino de nuestro destino bienaventurado. Las Bienaventuranzas del Evangelio nos harán encontrar, bajo la arena movediza de las alegrías intermitentes y de los placeres engañosos, el camino de nuestra verdadera felicidad. Y, no obstante, nos reservan algunas sorpresas:

1.ª Todos los reformadores que prometen a los hombres una mejoría de su suerte la hacen depender de subversiones políticas o de transformaciones sociales. Destruirán para mejor reconstruir, tras de lo cual el mundo será más dichoso.

Jesús procede exactamente a la inversa. Sus discípulos no serán dichosos... más tarde: lo son desde ahora mismo. “Bienaventurados sois –dijo– vosotros los pobres, los limpios de corazón, los misericordiosos”. Ninguno de ellos tiene que esperar su felicidad del cambio de las instituciones, sino que en la medida en que los hombres se den cuenta de que la felicidad va unida a la práctica de los preceptos evangélicos y se reformen a sí mismos, su conducta moral, al mejorarse, perfeccionará las instituciones. Jesús no es un charlatán, no hace promesas en el aire. No vacila en disipar las ilusiones de sus contemporáneos, que veían el reino mesiánico bajo los colores de un segundo paraíso terrenal. Sobre la tierra se derramarán lágrimas durante tanto tiempo como siga azotándola el pecado; y el Salvador no teme afirmar: “¡Bienaventurados los que lloráis ahora!”.

–Entonces –cabe pensar– ¿nada ha cambiado?

–No lo creáis; atravesad más bien la corteza de esa primera paradoja y admiraréis la verdad que expresa. El Maestro nos enseña que la felicidad del hombre no depende de lo que posee, de lo que tiene, sino de lo que es. Así como esta dicha no está condicionada por los bienes exteriores y accidentales (fortuna, salud y satisfacciones de la existencia), tampoco lo está por la actitud ajena para con nosotros. No está subordinada al curso que toman los acontecimientos, sino a la manera como reaccionamos frente a ellos. La felicidad depende de nosotros; su fuente reside en nosotros. Si vivimos como discípulos de Cristo, poseemos dentro de nosotros mismos los medios de ser dichosos.

2.ª ¿Sobre qué se basa esta felicidad? Sobre la certidumbre de que Dios nos ama infinitamente. Nosotros somos los hijos del Padre celestial que nos llama a compartir su eterna beatitud. Los afligidos son ahora felices porque están seguros de ser consolados; los hambrientos de justicia, porque su hambre será saciada; los corazones rectos, porque verán a Dios. En otros términos, el Evangelio nos asesta esta nueva paradoja: “Buscad la dicha del cielo y encontraréis la felicidad en la tierra”.

Pero tenemos que evitar aquí el equivocarnos, pues esta proposición escandaliza a ciertos espíritus que reprochan al cristianismo el que pague a sus seguidores en una moneda que aquí abajo no tiene curso. “Seréis dichosos... después de esta vida”. Y contra la promesa de una compensación que no podemos comprobar, se le pide al cristiano que se resigne pacientemente con su miserable suerte.

Pero existe ahí una lamentable alteración de la doctrina cristiana. Dios quiere la felicidad de los hombres así en la tierra como en el cielo. Es falso que nos haga comprar la dicha futura a costa de nuestros males presentes. Abrid el Evangelio. ¿Permaneció indiferente Jesús a los sufrimientos de los hombres? ¿No se compadeció del dolor de las hermanas de Lázaro ante la tumba de su hermano hasta llegar a llorar también Él? Si nuestros males actuales fueran la condición de nuestra dicha futura, ¿hubiera curado Jesús a tantos lisiados y a tantos enfermos, privándolos en esta hipótesis de su más segura posibilidad de ser dichosos? El Salvador consideró al sufrimiento, que vino al mundo tras el pecado, como un mal y como lo que en realidad es: como una mancha que desluce la obra del Creador.

El comentario nos dará, sin duda, ocasión para observar el aprovechamiento del dolor y la fecundidad del sacrificio, pero también para subrayar la valerosa lucha que el discípulo de Cristo debe promover contra la injusticia y en alivio de las penas ajenas. Por el momento sólo me proponía demostrar que la esperanza de la felicidad del más allá, lejos de oponerse a la dicha actual del cristiano, la garantiza con mayor seguridad.

En efecto: nadie espera de esta vida una felicidad completa. “La felicidad de los hombres –decía Bossuet– se compone de tantas piezas que siempre falta alguna”. Nuestra condición presente es la de ser limitados e inacabados. Así como nuestra ciencia no es total, tampoco nuestra felicidad puede ser absoluta. Sólo en el cielo nos concederá Dios esa plena perfección a la cual aspiramos y que tenemos que preparar en la tierra.

Pero decir que Dios colmaría nuestra felicidad equivale a proclamar que esta ha comenzado ya y que se adquiere en la misma línea de nuestra condición futura. Entre los goces parciales de la tierra y el gozo total del cielo, no puede existir oposición: tiene que haber continuidad. Tomemos un ejemplo: En el cielo los elegidos vivirán en paz; por consiguiente, la dicha terrena no puede consistir en el odio ni en la violencia. La paz, prometida para la eternidad, es ya uno de los elementos de la dicha presente. Nuestra felicidad es de una misma calidad en las condiciones presentes de nuestra vida y en su estado futuro.

En realidad, y esta precisión es importante, el Evangelio no nos obliga a escoger entre los bienes presentes y los bienes futuros, sino entre los bienes verdaderos y los falsos bienes, que son tan verdaderos o tan falsos ahora como eternamente.

3.ª De las reflexiones anteriores se deduce una conclusión –última paradoja, y no la menos sorprendente a primera vista–, y es que si buscamos la felicidad nos condenamos a no encontrarla.

¿Acaso no nos da la razón la experiencia? Los hombres que sólo buscan ser felices no llegan a satisfacer todos sus deseos, pues estos aumentan o varían sin cesar. De repente aquellos placeres con que más gozaban se les esfuman. Tienen que contar con factores (hombres, cosas o acontecimientos) que suelen atravesarse en sus proyectos y los hacen fracasar. Mencionemos también el caso en que una satisfacción no puede ser conseguida sino con daño de otro, precio muy costoso con el que repugna cargarse una conciencia delicada.

Lo cierto es que el hombre, cuya condición normal es la de ser dichoso, no está hecho para buscar la felicidad. Debe buscar el ser justo.

Incluso cuando, fuera de un clima religioso, el estoico o el sabio se dicen felices, es porque no han perseguido la felicidad, sino que se han sometido a un ideal de virtud, a la obediencia a las leyes, a lo que consideran como un deber o denominan el bien.

Pero nosotros, que vemos por encima de la sabiduría humana, conocemos los nombres auténticos del deber y del bien, sabemos cuál es el primer autor de las leyes que regulan la vida del hombre y el equilibrio de las sociedades, y nos esforzamos por cumplir la voluntad de Dios. La felicidad es un don que Dios nos hace y que deriva de nuestra fidelidad a sus leyes. La dicha es una consecuencia, no un fin. Nosotros no tenemos otro fin que el mismo Dios. Aquellos a quienes falta Dios ignoran la cantidad de dicha que aquí abajo puede poseerse.

Jesús nos ha enseñado a los cristianos que la dicha toca en suerte a los que no la buscan, a los que no se buscan a sí mismos, sino que buscan a Dios y saben encontrarlo en la persona de sus hermanos humanos. No, nuestro Maestro no nos ha engañado.

IV
Liberación del hombre