El precio a pagar. Joseph Fadelle

El precio a pagar

 

 

 

 

 

 

ADVERTENCIA

 

Por razones de seguridad, algunos nombres han sido cambiados.

Índice

 

 

 

 

 

El precio a pagar

Índice

I. Conversión

Massoud

La llamada

Soledad

Fatwa

La prueba

Una fiesta triste

II. Éxodo

«La Iglesia te pide que te marches»

Preparativos secretos

Despedidas

En el exilio

En alerta

Bautismo

«El celo de tu casa me consume»

Estado de gracia

Fratricidio

De huida en huida

Un respiro

Adiós a Oriente

Viático

«El francés, el idioma de Dios»

Epílogo

Créditos

 

 

 

 

 

 

«¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Como dice la Escritura: “Por tu causa somos llevados a la muerte todo el día, somos considerados como ovejas destinadas al matadero”. Pero en todas estas cosas vencemos con creces gracias a aquel que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro».

 

(Rom 8, 35-39)

 

 

 

 

 

 

Amman, 22 de diciembre de 2000

 

—Tu enfermedad se llama Cristo y no tiene remedio. Nunca podrás curarte…

Mi tío Karim saca un revólver y me apunta al pecho. Contengo la respiración. Detrás de él cuatro hermanos míos me desafían con la mirada. Estamos solos en medio de este valle desierto.

Ni siquiera en este momento me lo puedo creer. ¡No! Me niego a creer que los miembros de mi propia familia, incluido este tío mío a quien tanto favorecí en el pasado, puedan tener de verdad la intención de matarme. ¿Cómo es posible que hayan llegado a odiarme hasta ese punto, a mí, que soy de su misma sangre, que he jugado de niño con ellos y me he alimentado con la misma leche? No lo comprendo…

 

Tampoco soy capaz de entender que sea precisamente Karim, mi tío preferido, quien me esté amenazando en este instante. ¡Cuántas veces le he salvado de la intransigencia de mi padre, el jefe del clan familiar…!

¿Por qué? ¿Por qué no se limitan a aceptar mi nueva vida? ¿Por qué quieren obligarme a ser otra vez uno de ellos?

Poco a poco, aterrado, empiezo a comprender: están dispuestos a todo con tal de recuperarme a mí, el heredero de la tribu Moussaoui, el favorito. Me viene a la memoria el principio de esta escena insólita:

—Tu padre está enfermo —ha empezado Karim— e insiste en que vuelvas. Me ha encargado decirte que quiere olvidar el pasado y todo lo ocurrido.

Mis hermanos no escatiman promesas de parte de mi padre: un simple «sí» y recupero casa, coches, dinero… A cambio, yo me olvido de todo lo que me han hecho sufrir.

¿Cómo olvidar…? Y, además, la cuestión no es simplemente olvidar: ¡se trata de mi fe!

—No puedo volver a Irak. Estoy bautizado.

—¿Bautizado? ¿Y eso qué es?

Ahora soy cristiano: mi vida ha cambiado. No puedo dar marcha atrás. Ya no me llamo Mohammed, mi antiguo nombre no significa nada para mí, pero está claro que no lo entienden. Para ellos el problema tiene fácil solución: el dinero; todo depende de la suma que se pacte. No obstante, sus tentativas chocan contra un muro: me niego a ser musulmán. Para ellos soy un apóstata.

 

Ya llevamos tres horas discutiendo aquí, en el arcén de esta carretera desierta, y no hemos avanzado ni un milímetro: todos seguimos anclados en nuestras posiciones. Estoy nervioso y agotado por las preguntas con que me acosan.

De repente sube el tono y la agresividad se hace palpable y amenazante:

—Si no quieres venir con nosotros, te mataremos: tu cadáver será repatriado y tu mujer y tus hijos se morirán de hambre y acabarán volviendo a casa.

Por un instante olvido la angustiosa situación en la que me encuentro y esbozo una leve sonrisa interior velada de tristeza: ¿cómo podría un chiíta iraquí imaginar siquiera que una mujer árabe sea capaz de ganarse la vida por sus propios medios y sin la ayuda de un hombre?

A falta de argumentos, la mirada de mi tío Karim se tiñe de odio y sus rasgos se endurecen.

—Te han debido de lavar el cerebro —asegura con frialdad.

Noto que también él está harto y sin ganas de seguir discutiendo. Llegados a este punto, sólo le queda una solución radical: la ley islámica, la charia.

—Conoces nuestra ley, sabes que se ha dictado una fatwa contra ti que ordena tu muerte si no te conviertes otra vez en un buen musulmán como nosotros, ¡como lo eras antes!

Siento náuseas y mi estómago se cierra aún más. Sé lo que va a ocurrir. Al recordarme mi sentencia de muerte, Karim se ve obligado a llegar hasta el final para evitar que le tengan por infiel o —lo que es peor— por renegado. Mi tabla de salvación se acaba de esfumar. Enfrentado a lo inevitable, estallo:

—¡Si quieres matarme, hazlo! Vosotros habéis venido armados y por la fuerza y yo quiero hablar con la razón. Leed el Corán y luego el Evangelio y entonces podremos discutir… ¡No creo que tengas el valor de pegarme un tiro!

El miedo y la ira me han hecho hablar demasiado deprisa. ¿Qué gano con esta provocación, tan desesperada como ese último desafío que un condenado a muerte lanza ante el pelotón de ejecución? Tal vez haya pensado que, al ser extranjeros en este país, tratarán de evitar que el ruido ponga a nadie sobre aviso, arriesgándose a que los detengan.

 

La detonación es ensordecedora y se extiende por todo el valle. ¿Cuál es el milagro que hace que Karim no acierte? Oigo en mi interior una voz femenina que me susurra: «Ehroub —¡Huye!—». En ese momento no busco explicación a un suceso tan extraño: doy media vuelta y echo a correr como perseguido por las llamas.

Mientras corro oigo las balas silbar a mi alrededor. Son muchos los que apuntan contra mí y, a juzgar por la trayectoria de los proyectiles, que pasan rozándome, están dispuestos a acabar conmigo. Los segundos se convierten en siglos hasta que consigo alejarme lo suficiente para dejar de oír sus voces.

 

En plena carrera y con la cabeza puesta en el último minuto de vida que me queda, no siento el dolor provocado por la bala. Noto cómo mi pie sale disparado hacia arriba, como propulsado por una fuerza extraordinaria. Cuando me doy cuenta de lo que ocurre, me veo tumbado en el suelo cubierto de barro y noto correr por mi pierna un líquido caliente, pero estoy empapado y soy incapaz de distinguir si se trata de lodo o de sangre. Mi último pensamiento es para constatar el silencio que me rodea. Seguramente al verme caer, las armas se han callado. Después pierdo el conocimiento.