Agradecimientos

Quiero agradecer a todos los estudiantes que han escuchado mis charlas y planteado estas preguntas tan importantes. Las preguntas son más importantes que las respuestas. Solo al hacer preguntas se puede comprender de qué se trata.

Nunca obtendremos una respuesta inequívoca a por qué ocurrió el Holocausto. Pero a través de la compilación de todos estos qués, cómos y cuándos podremos dibujar una imagen del pasado, de las fuerzas visibles y ocultas que llevaron hasta aquello.

Después de una conferencia, levantarse y hacer preguntas no es fácil. A menudo uno piensa que lo que quiere preguntar es estúpido y se abstiene de hacerlo. Pero esa misma pregunta puede llegar a ser la que conduzca a la comprensión.

«¿Qué es lo peor que le ha pasado?»

Si me preguntas qué es lo peor que me ha pasado, puedo responder con una frase: el momento en que me separaron de mis padres.

Pero quiero dar una respuesta más larga. Te contaré acerca del camino que nos llevó hasta ese momento. El programa del plan de exterminio de los judíos por parte de los alemanes era un proceso muy lento, muy hábilmente calculado. Del mismo modo en que el ojo no puede ver la metamorfosis gradual de un capullo a una rosa en plena floración, tampoco notamos los pasos pequeños, casi imperceptibles, que conducirían, al final, a la ejecución completa de su plan, algo que no podíamos imaginar ni en nuestros sueños más salvajes. De repente, se introducía un cambio a peor, pero se podía vivir con él. Pasaría, pensamos. Pero no pasó. En cambio, hubo otro cambio más. De nuevo, reaccionamos con la esperanza de que también pasara pronto. Nunca sabíamos cuál sería el siguiente cambio o cuándo llegaría.

A pesar de todo lo que he pasado, tuve suerte. Lo peor que podría pasarle a una persona no me sucedió a mí. Para empezar, no fui atrapada por la red alemana hasta los últimos momentos de la guerra, en la primavera de 1944, cuando la mayor parte de los judíos de Europa ya habían sido hechos prisioneros.

Nací en Sighet, una pequeña ciudad de Rumanía, en la parte norte de Transilvania, un área por la cual los húngaros y los rumanos han estado luchando durante muchos siglos. Incluso hoy en día, ambos países consideran que tienen un derecho sobre la región. Antes de la Primera Guerra Mundial, el área era húngara y pertenecía a la monarquía austrohúngara. Después del Tratado de Trianón en 1920, pasó a pertenecer a Rumanía, y cuando estalló la Segunda Guerra Mundial hubo mucha presión de Alemania para devolver el área a Hungría. En septiembre de 1940, los húngaros marcharon hacia el norte de Transilvania y nuestro destino quedó sellado.

Algunas de las leyes de Núremberg se implementaron de inmediato, lo que significó que la situación financiera de los judíos se volvió cada vez más grave. Los funcionarios públicos judíos fueron despedidos. A los médicos y abogados judíos solo se les permitía tratar y representar a otros judíos. A los no judíos no se les permitía comprar en las tiendas judías. Las escuelas y las universidades estaban cerradas a los niños judíos. Era malo, pero nuestras vidas no estaban amenazadas. Y puedes acostumbrarte a cualquier cosa.

Una de las lecciones del Holocausto es esta: nunca te acostumbres a la injusticia. Una injusticia es como un grano de arena en la mano: por sí solo, su peso puede parecer insignificante, pero las injusticias tienden a multiplicarse, pronto se vuelven tan pesadas que ya no puedes soportarlas. Y aún pasaría algún tiempo antes de que sucediera la siguiente injusticia.

Usábamos nuestro poco dinero como mejor podíamos y, considerando lo que estaba sucediendo en Alemania y en el resto del mundo, nos alegramos de que aún viviéramos sin un peligro inminente para nuestras vidas.

A Hitler le fue difícil aceptar que los ochocientos mil judíos de Hungría todavía vivieran con razonable comodidad y exigió su extradición. Al principio, el jefe de Estado de Hungría, Miklós Horthy, se negó, pero fue arrestado y los alemanes nombraron primer ministro a Ferenc Szálasi, líder del movimiento nazi Partido de la Cruz Flechada. Szálasi también quería deshacerse de los judíos, y el 19 de marzo de 1944 abrió las fronteras a las tropas alemanas.

A partir de ese día, las cosas empezaron a suceder muy rápidamente. De inmediato, se ordenó a los judíos húngaros que dibujaran en tela una estrella amarilla y se la cosieran a la ropa que utilizarían en público. A los judíos no se les permitía estar en las calles, excepto cuando hacían recados urgentes: no debían detenerse y hablar entre sí, no debían ir al cine ni comer en restaurantes ni quedarse en los parques. Simplemente teníamos que aceptar todo aquello. La desobediencia era castigada con la muerte. Una vez más, fue solo otro paso más, y todos esperábamos que no hubiera más. Pero los hubo.

Apenas cuatro semanas más tarde, se nos informó que al día siguiente empezaría el traslado de los judíos de la ciudad. Todos los judíos serían trasladados, calle por calle, al gueto recientemente designado en la parte norte de la ciudad. Nuestra calle fue la primera. Se nos permitía llevarnos lo que pudiéramos cargar; las carretillas estaban permitidas.

Cuando comenzamos a empaquetar, me despedí de las cosas que me costaba dejar atrás. Primero, escondí mis diarios en una viga del techo, luego toqué una última vez el piano y acaricié la tapa mientras la cerraba. Paseé la mirada por la estantería, acaricié los lomos de mis libros y salí al patio para abrazar a Bodri, nuestro leal perro guardián. Traté de calmarlo y de calmarme a mí misma con la idea de que el vecino seguramente no se olvidaría de cuidarlo. De vuelta en la casa, me detuve frente a las fotografías de mis abuelos y les pedí que vigilaran nuestro hogar mientras estábamos fuera.

Estaba convencida de que regresar era solo cuestión de tiempo. La guerra ya no pintaba bien para los alemanes. Rusia había resultado ser un hueso más difícil de roer de lo que habían pensado. En mi ingenuidad, pensé que los alemanes perderían pronto, Rumanía recuperaría la posesión de sus territorios, todo volvería a la normalidad y podría regresar a la universidad.

A la mañana siguiente me desperté a la realidad. Vinieron los gendarmes (los policías del Ayuntamiento), papá cerró la casa con llave, se la guardó en el bolsillo y nos llevaron al gueto. En ese momento empezó una época aún más difícil. Pero, una vez más, tenías que acostumbrarte. Y todavía teníamos la esperanza de que la guerra acabaría muy pronto.

Nuevamente, apenas habían pasado cuatro semanas (solo dos meses desde la invasión de los alemanes), cuando escuchamos al tamborilero en la esquina de la calle redoblando el tambor y gritando: «¡Atención, atención! Los judíos deben salir del gueto. Deberán empaquetar un máximo de veinte kilos de enseres cada uno y esperar frente a su puerta mañana, listos para el Abtransport, para ser transportados».

¿Adónde? Nadie lo sabía. Mi madre estaba desesperada. «Nos van a matar», dijo llorando.

No podía aceptar su derrotismo y respondí: «No, ¿por qué iban a hacerlo, no hemos hecho nada. Ya verás como nos mandan al interior de Hungría para trabajar en los campos. Todos los hombres están en el frente, necesitan que trabajemos en la siembra de primavera».

Y mi madre se dejó consolar.

¿Qué eliges cuando solo te permiten veinte kilos? Mamá empaquetó mayormente comida, alimentos que no se echaran a perder. Nos pusimos varias capas de ropa y zapatos resistentes. Yo misma llené una pequeña bolsa con un conjunto de ropa interior, mi diario y un libro de poemas de mi poeta favorito, Attila József. No podríamos anticipar que incluso aquello, nuestras últimas posesiones, nos sería arrebatado.

A la mañana siguiente esperamos en la puerta con nuestro equipaje. Nos obligaron a ponernos en filas de a cinco y nos llevaron por las calles de la ciudad hacia la estación de tren, donde nos esperaba un tren de ganado.

«Para ocho caballos», ponía en los costados de los vagones, y nos empujaron adentro, cien personas en cada uno. Estaba repleto y oscuro. Solo un pequeño agujero que dejaba pasar algo de luz y de aire. Nos amontonamos lo mejor que pudimos, pero no había suficiente espacio para que todos se sentaran. Pusieron dos cubos para aliviar nuestras necesidades y dos cubos de agua, cerraron las puertas correderas con candados y el tren arrancó. El viaje duró tres días y tres noches en las circunstancias más abominables. Fue interrumpido por paradas intermitentes, mientras el hedor y la sed se hacían insoportables. Pedimos ayuda en vano. Nada sucedió hasta la noche del 17 de mayo. Fue entonces cuando llegamos a Auschwitz.

«¿Por qué Hitler odiaba a los judíos?»

Recuerdo un chiste macabro que se contaba durante la guerra. Jacob le pregunta a Daniel: «¿Quién comenzó la guerra?». Y Daniel le responde: «Los judíos y los ciclistas». «¿Por qué los ciclistas?», le pregunta Jacob. «¿Por qué los judíos?», le responde Daniel.

Mientras crecía, poco a poco empecé a saber cosas del mundo que había más allá de mi pequeña habitación, el gran mundo: que los otros niños vivían en condiciones diferentes, que no todos hablaban el mismo idioma, que no todos iban a la sinagoga como yo. A medida que crecía, entendía más detalles de las conversaciones de mis padres, y empecé a sentir miedo. ¿Qué estaba pasando? Mis padres hablaban de política, de las siguientes elecciones y del riesgo de que nosotros, los judíos, tuviéramos problemas si ganaba el partido de los agricultores antisemitas. Los liberales todavía estaban en el poder y yo estaba muy orgullosa de que el hermano mayor de papá fuera un miembro del Parlamento. Al mismo tiempo, escuchaba las discusiones sobre Alemania, ese país lejano, donde un partido que perseguía a los judíos estaba en el poder. «¿Por qué?», pregunté.

Mi padre me contó la historia del antisemitismo. Cómo, muy atrás en el tiempo, la gente creía en muchos dioses diferentes. En Ur, en Mesopotamia, había una pequeña tribu gobernada por un hombre llamado Terah, un fabricante de ídolos. Su hijo, Abraham, dudaba de que unos pocos terrones de barro sin vida pudieran gobernar el mundo. Llegó a la convicción de que tenía que haber un poder superior invisible. Nació una nueva religión: el monoteísmo, la creencia en un solo Dios verdadero, y Abraham se convirtió en su padre fundador. La religión recibió el nombre de judaísmo y se extendió. Pero al resto del mundo le costó mucho aceptarla.

Después del nacimiento de Cristo, una nueva clase de monoteísmo comenzó a extenderse. Fue conocida como cristianismo. Jesús mismo era judío, un rabino de una de las varias facciones judías. Pronto, más personas siguieron la doctrina de Jesús y sus discípulos salieron al mundo a convertir paganos. Los profetas cristianos trataron de convencer a los judíos para que adoptaran el cristianismo, pero, cuando los judíos se negaron con firmeza, fueron acusados de haber asesinado a Cristo. La persecución de los judíos tomó formas cada vez más odiosas.

Varias acusaciones infundadas comenzaron a extenderse y la caza al judío se convirtió en algo común a lo largo de los siglos. Dos de estas acusaciones en particular han sobrevivido hasta hoy, a pesar del hecho de que su falta de fundamento se ha demostrado una y otra vez.

Una de ellas es que los judíos asesinaban a niños pequeños y usaban su sangre para hornear pan para la Pascua. La primera vez que se difundió este rumor fue en la Edad Media, en un pueblo de Europa del Este. Un día, a principios de la primavera, un joven cristiano desapareció y el panadero judío de la aldea fue acusado de haber matado al niño para usar su sangre para el pan de Pascua. Fueron interrogados falsos testigos, quienes afirmaron haber visto el incidente. Eso fue suficiente para que los aldeanos iniciaran un pogromo: se armaron con garrotes y marcharon contra los judíos, listos para asesinarlos a todos.

Más tarde, cuando la capa de hielo del lago cercano se derritió, el cadáver del niño flotó a la superficie. Pero eso no ayudó. Pronto, la siguiente aldea haría la misma acusación cuando un niño surgiera del hielo. El último juicio basado en tal alegación se celebró en 1883 en Hungría.

La otra acusación infundada fue una mezcla de mentiras originadas en la Rusia zarista y compilada en un folleto titulado Los protocolos de los sabios de Sion. Esta fue una invención acerca de cómo los judíos ocuparon diversos puestos de liderazgo en todo el mundo. En una reunión a fines del siglo XIX, clamaba, habían elaborado un plan detallado para lograr la dominación global. Hitler tomó esta patraña paranoica como una verdad manchada de sangre; lo llevó a temer a los judíos y expresó ese miedo a través de un odio agresivo y de la determinación de exterminar a todos y cada uno de ellos.

El odio de Hitler hacia los judíos era tan fuerte que se podría decir que no hizo la guerra contra los aliados, sino contra los judíos. Continuó movilizando vagones para el transporte de judíos a Auschwitz incluso cuando eso significó no disponer de trenes para transportar soldados al frente.

Paradójicamente, la población alemana en general no era antisemita. Por lo tanto, había una fuerte necesidad de fomentar el antisemitismo entre la gente, y Goebbels, el ministro de propaganda, fue muy ingenioso en esto. Cine, arte, literatura, educación: todo estaba impregnado de la doctrina antisemita. Los prejuicios se consolidaron y a todos los niños alemanes se les enseñó que los judíos no eran personas y que debían ser eliminados. Los judíos eran alimañas que había que exterminar, los judíos eran un tumor en el cuerpo limpio del Reich, y el cáncer debía ser extirpado.

La respuesta más simple a la pregunta es que Hitler odiaba a los judíos porque eran judíos.

«¿Cómo era su vida antes de la guerra?»

La vida en la tranquila y pequeña ciudad de Sighet transcurría sin incidentes. Los aproximadamente treinta mil habitantes de la ciudad se componían de un sinnúmero de minorías étnicas, de las cuales los judíos éramos los más numerosos. Cuando pienso en ello, vienen a mi memoria algunos eventos que ilustran cómo era la vida:

Tenía tres años y había empezado preescolar. Me sentía mayor y, después de unos días, insistí en que nadie viniera a recogerme; quería caminar hasta casa por mi cuenta. Mamá no estaba de acuerdo, pero al final triunfó mi terquedad. Era mediodía y el grupo de niños pequeños salimos por la puerta, camino a casa, conmigo en el medio. Algunos iban hacia la derecha, otros hacia la izquierda. Estaba absorta en una conversación con una amiga mayor y no pensé en qué camino debía tomar para llegar a casa. Sin mirar alrededor, seguí a mi amiga y me uní al grupo, que giró a la izquierda.