Título original: The Geography of You and Me

© de la obra: Jennifer E. Smith Inc, 2014

© de la traducción: Diego de los Santos, 2018

© de las guardas: Wikky17, Stefano Garau (Shutterstock)

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición: enero de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-03-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Allison, Erika, Brian, Melissa, Meg y Joe,

por ser tan buena compañía durante el verdadero apagón.

1

El primer día de septiembre, el mundo se quedó a oscuras.

Sin embargo, desde el lugar que ocupaba en la oscuridad, con la espalda pegada a la pared metálica del ascensor, Lucy Patterson aún no tenía manera de conocer el alcance del apagón.

En aquel momento no podía imaginarse que se extendía más allá del edificio donde había vivido toda su vida, hasta las calles, donde los semáforos se habían apagado y el zumbido de los aparatos de aire acondicionado se había detenido, dando paso a un inquietante silencio rítmico. Ya había una multitud saliendo a las largas avenidas que recorrían Manhattan, abriéndose camino hacia sus casas cual salmones remontando el río. Por toda la isla retumbaban los cláxones de los coches, la gente abría las ventanas y en miles y miles de congeladores el hielo comenzaba a derretirse.

Toda la ciudad se había apagado como una vela, pero desde el lóbrego habitáculo Lucy no podía saberlo.

Su primer pensamiento no fue de preocupación por la violenta sacudida que los había dejado bloqueados entre las plantas diez y once, que había hecho temblar el ascensor como una barquilla en una atracción de feria. Tampoco se preguntó cómo iban a salir de allí, porque si había algo en lo que se podía confiar en este mundo —mucho más que en sus padres— era en el pequeño ejército de porteros del edificio, que ni un solo día habían dejado de saludarla al volver de clase ni de recordarle que cogiese un paraguas cuando llovía, y que siempre estaban dispuestos a subir corriendo para matar a una araña o para ayudarle a desatascar el desagüe de la ducha.

No, lo que sentía era una especie de desazón por haberse precipitado a coger aquel ascensor en concreto, por haber cruzado como una flecha el vestíbulo, con su suelo de mármol, y haberse colado entre las puertas justo antes de que se cerrasen. ¡Ojalá hubiese esperado al siguiente! Seguiría abajo, haciendo conjeturas con George —que trabajaba por las tardes— sobre las causas del apagón, en lugar de estar atrapada en aquel reducido espacio cuadrado con alguien a quien ni siquiera conocía.

El chico no había levantado la vista al verla entrar unos minutos antes; había dejado los ojos clavados en la moqueta burdeos mientras las puertas volvían a cerrarse con un sonoro ding. Ella se había retirado al fondo del ascensor sin saludarlo tampoco, y en el silencio que se había instalado entre ambos había oído el ruido amortiguado de la música procedente de los auriculares del chico, que movía levemente la parte de atrás de la cabeza, con su pelo rubio platino, sin pillarle demasiado el ritmo. No era la primera vez que lo veía, pero sí la primera vez que caía en la cuenta de que le recordaba a un espantapájaros: alto y desgarbado, una amalgama de todas las combinaciones de líneas y ángulos imaginables reunidos en la figura de un adolescente.

Se había instalado hacía apenas un mes. El día de la mudanza los había visto a su padre y a él desde la cafetería de al lado acarreando unos cuantos muebles por la acera salpicada de chicles pegados. Sabía que iban a contratar a un nuevo encargado de mantenimiento, pero lo que no sabía era que se traería a su hijo, y mucho menos que sería alguien más o menos de su edad. Al intentar sonsacarles más información a los porteros, lo único que habían podido decirle era que tenían algún tipo de relación con el propietario del edificio.

Después lo había visto unas cuantas veces más —ante los buzones, o cruzando el vestíbulo, o esperando el autobús—, pero, aunque era la típica chica que suele acercarse para presentarse, él tenía algo que le resultaba vagamente inabordable. Tal vez fuesen los auriculares que parecía llevar constantemente o el hecho de que nunca lo hubiese visto hablando con nadie; tal vez fuese el modo que tenía de entrar y salir del edificio a toda velocidad, como si no quisiera que nadie lo atrapase, o tal vez fuese la mirada perdida que tenía en el andén del metro. En cualquier caso, a Lucy le parecía que la perspectiva de conocerlo —la posibilidad de decirle algo tan inofensivo como un «hola»— era improbable por motivos que se veía incapaz de explicar.

Al detenerse bruscamente el ascensor, sus miradas se habían cruzado. A pesar de la extrañeza de la situación, ella se había preguntado —absurdamente— si él también la reconocería. Pero entonces las luces del techo se habían apagado y los dos se habían quedado abriendo y cerrando los ojos a oscuras, con el suelo temblando todavía bajo sus pies. Se habían oído unos cuantos ruidos metálicos más arriba —dos sonoros clanc seguidos de un fuerte bang— y luego algo parecía haberse estabilizado, así que aparte del discreto ritmo de la música, todo era silencio.

Cuando se le acostumbraron los ojos a la escasa luz que había, Lucy lo vio fruncir el ceño mientras se quitaba los auriculares. Miró hacia donde estaba ella, se giró hacia el panel de botones y pulsó unos cuantos con el pulgar. Al ver que no se encendían, acabó por pulsar el de emergencia. Ambos ladearon la cabeza, esperando que se produjese el chisporroteo del altavoz al cobrar vida.

Pero no pasó nada, de modo que lo pulsó otra vez, y otra más. Al final, se encogió de hombros.

—Se habrá ido la luz en todo el edificio —supuso sin volverse.

Lucy bajó la vista para evitar mirar la flechita roja que había encima de la puerta, que se encontraba entre los números 10 y 11. Estaba haciendo todo lo posible para no imaginarse el hueco del ascensor que tenían debajo ni los gruesos cables que se tensaban sobre sus cabezas.

—Seguro que ya lo estarán arreglando —contestó, nada segura. No era la primera vez que se quedaba atrapada en el ascensor, aunque nunca se habían apagado las luces. Le temblaban las piernas y tenía un nudo en el estómago; le parecía que hacía demasiado calor y que el receptáculo era demasiado estrecho.

Carraspeó.

—George está abajo, así que…

El chico se giró hacia ella y, aunque aún estaba demasiado oscuro para apreciar muchos detalles, ya lo veía mejor. Aquello le recordó a un experimento de ciencias que habían hecho en quinto: la maestra había puesto una pastilla de menta sobre la palma de la mano de cada uno de los alumnos y luego había apagado las luces y les había dicho que la mordiesen con fuerza; un montón de pequeñas chispas habían iluminado el aula. Así lo veía ella ahora, con los dientes centelleando al hablar y con el blanco de los ojos brillando en la negrura.

—Sí, pero, si es en todo el edificio, podría tardar un buen rato —repuso él, apoyándose en la pared—. Además, esta tarde mi padre no está.

—Mis padres tampoco están —contestó Lucy, y apenas alcanzó a ver la curiosa forma de mirarla del chico.

—Lo decía porque es el encargado de mantenimiento —aclaró él—. Está en Brooklyn; no creo que tarde en volver.

—¿Crees que…? —comenzó a preguntar ella, aunque no acabó la frase—. ¿Crees que aguantaremos hasta entonces?

—Creo que sobreviviremos —dijo él en un tono tranquilizador; acto seguido, añadió en un tono divertido—: A menos, claro está, que te dé miedo la oscuridad.

—Qué va —contestó ella, deslizándose por la pared hasta quedar sentada en el suelo, con los codos sobre las rodillas. Intentó sonreír, pero lo hizo sin mucha convicción—: Dicen que los monstruos prefieren los armarios a los ascensores.

—En tal caso, creo que estamos a salvo —concluyó él, y se sentó también con la espalda descansando en la pared de enfrente. Se sacó el móvil del bolsillo y, en la penumbra, el pelo se le iluminó de verde al inclinarse sobre la pantalla—. No hay cobertura.

—De todos modos, aquí casi nunca hay —dijo Lucy, y buscó su móvil, hasta que se dio cuenta de que se lo había dejado arriba. Sólo había bajado a buscar el correo en un rápido viaje de ida y vuelta al vestíbulo; había elegido un mal momento para salir con las manos vacías.

—Entonces, ¿vienes mucho por aquí? —preguntó el chico, dejando caer la cabeza hacia atrás para apoyarla.

Ella se echó a reír.

—Podría decirse que he pasado bastante tiempo en este ascensor.

—Pues prepárate a pasar mucho más —replicó él con una sonrisa compungida—. Por cierto, me llamo Owen. Creo que a lo mejor deberíamos presentarnos para que no acabe llamándote «la chica del ascensor» cada vez que cuente esta historia.

—«La chica del ascensor» me parece bien, pero Lucy tampoco está mal. Vivo en el 24D.

Él vaciló durante un par de segundos y luego se encogió de hombros.

—Yo vivo en el sótano.

—Claro —contestó ella al darse cuenta, demasiado tarde, de su error, y se alegró de que estuviesen a oscuras para que él no pudiese ver que se había puesto colorada.

El edificio era una especie de pequeño país en sí mismo, y aquella era la costumbre: cuando conocías a alguien nuevo, no le decías solamente tu nombre, sino también tu número de apartamento. A ella se le había olvidado que el encargado de mantenimiento vivía siempre en el pequeño apartamento de dos habitaciones del sótano, una planta que Lucy nunca había visitado.

—Por si acaso te preguntas por qué iba hacia arriba —dijo él pasado un momento—, sospecho que las vistas son mucho mejores desde la azotea.

—Pensaba que nadie podía subir ahí.

Él volvió a guardarse el móvil en el bolsillo, sacó una llave y se la dejó en la palma de la mano.

—Es verdad —convino con una amplia sonrisa—. En teoría.

—Así que tienes amigos en las altas esferas, ¿eh?

—En las bajas esferas, más bien —contestó, y guardó la llave en el bolsillo—. En el sótano, ¿recuerdas?

Esta vez, ella se echó a reír.

—¿Qué hay ahí arriba?

—El cielo.

—¿Tienes las llaves del cielo? —inquirió ella. Entrelazó los dedos y levantó los brazos por encima de la cabeza para estirarse.

—Así impresiono a todas las chicas con las que me encuentro en el ascensor.

—Pues funciona —respondió ella, divertida.

Al verlo durante las últimas semanas, observándolo desde lejos, se lo había imaginado tímido e inabordable. Pero allí sentada, con los dos sonriéndose el uno al otro, comprendió que podía estar equivocada. Era gracioso y un poco raro, pero ahora no le parecía la peor clase de persona con la que pudiera estar encerrada.

—Aunque me impresionarías mucho más si pudieses sacarnos de aquí.

—A mí también me impresionaría —reconoció él, levantando la vista para escrutar el techo—. Lo menos que podrían hacer es ponernos algo de música.

—Si nos ponen algo, preferiría que fuera un poco de aire fresco.

—Sí, esta ciudad es un horno. Nadie diría que estamos en septiembre.

—Ya. Me cuesta creer que mañana empiecen las clases.

—Sí, a mí también. Eso suponiendo que salgamos de aquí.

—¿A qué instituto vas?

—Seguro que no es el mismo que el tuyo.

—Eso espero —contestó ella con una sonrisa—. El mío es sólo para chicas.

—Entonces, seguro que no es el mismo. Ya me lo figuraba.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno —hizo un gesto con la mano a su alrededor—, tú vives aquí.

Lucy arqueó las cejas.

—¿En el ascensor?

Él hizo una mueca.

—En este edificio.

—Y tú también.

—Creo que sería más preciso decir que vivo debajo de este edificio —matizó él en tono de broma—. Pero me juego algo a que tú vas a un lujoso instituto privado donde todo el mundo lleva uniforme y se raya si en lugar de sacar un sobresaliente alto saca un sobresaliente bajo.

Lucy tragó saliva. No sabía qué contestar. Había dado en el clavo.

Tomando su silencio por un sí, él agachó la cabeza como diciendo «Te lo dije» y se encogió de hombros.

—Yo voy a ir al que hay en la calle 112, ese que parece un búnker y donde todo el mundo pasa por el detector de metales y se raya si en lugar de un aprobado saca un suspenso.

—Seguro que no es para tanto —dijo ella, y él apretó la mandíbula. Incluso en la oscuridad había algo en su expresión que le hacía parecer mucho mayor que unos segundos antes, y también más amargado y cínico.

—¿El instituto o la ciudad?

—Parece que ninguno de los dos te apasiona.

Él se miró las manos, que tenía cerradas sobre las rodillas.

—Lo que pasa es que… esto no era lo que teníamos planeado. Pero a mi padre le ofrecieron el trabajo y… aquí estamos.

—No es tan malo. Te lo digo en serio. Aquí encontrarás cosas que te gusten.

Él negó con la cabeza.

—Hay demasiada gente. No se puede ni respirar.

—Creo que estás confundiendo la ciudad con el ascensor.

A él se le movió ligeramente la comisura de la boca, pero enseguida volvió a fruncir el ceño.

—No hay espacios abiertos.

—Hay un parque muy grande a una manzana de aquí.

—No se ven las estrellas.

—Siempre te queda el planetario —replicó Lucy, y él se rió sin pretenderlo.

—¿Siempre eres tan incesantemente optimista o sólo cuando hablas de Nueva York?

—He vivido aquí toda mi vida —contestó ella, y se encogió de hombros—. Este es mi hogar.

—Pero el mío no.

—Eso no significa que tengas que representar el papel del chico nuevo y huraño.

—No es ningún papel. Es que soy el chico nuevo y huraño.

—Dale una oportunidad, Bartleby.

—Owen —la corrigió él, indignado, y Lucy se echó a reír.

—Ya lo sé. Pero hablas como Bartleby, el del cuento. —Esperó a ver si le sonaba de algo antes de proseguir—. ¿Herman Melville? ¿El autor de Moby Dick?

—Eso ya lo sé. ¿Quién es Bartleby?

—Un escribiente —explicó Lucy—. Una especie de secretario. Pero durante toda la historia, cada vez que alguien le pide que haga algo, lo único que contesta es: «Preferiría no hacerlo».

Owen se quedó pensativo.

—Sí —contestó por fin—. Eso resume bastante bien lo que pienso de Nueva York.

Lucy asintió.

—Preferirías no hacerlo. Pero es sólo porque acabas de llegar. En cuanto la conozcas más, tengo la sensación de que te va a gustar.

—¿Esta es la parte en la que te empeñas en llevarme a conocer la ciudad, y nos reímos, y señalamos todos los lugares famosos y luego me compro una camiseta de INY y vivimos felices y comemos perdices?

—Lo de la camiseta es opcional.

Se observaron en silencio durante un buen rato en ese espacio tan reducido hasta que él negó con la cabeza.

—Perdona. Sé que me estoy comportando como un imbécil.

Lucy se encogió de hombros.

—Tranquilo. Podemos echarle la culpa a la claustrofobia. O a la falta de oxígeno.

Consiguió arrancarle una sonrisa, aunque algo tensa.

—Ha sido un verano muy difícil. Supongo que aún no me he hecho a la idea de vivir aquí.

Sus miradas se cruzaron en la oscuridad. De pronto, el ascensor parecía más pequeño que unos minutos antes. Lucy pensó en el resto de ocasiones en las que había estado allí con otras personas: con mujeres que llevaban abrigos de pieles y hombres con trajes caros; con perritos blancos atados con correas de color rosa y porteros que empujaban pesadas cajas en carretillas de mano. Un día a ella misma se le había derramado un cartón entero de zumo de naranja sobre la moqueta donde estaba sentado Owen; el ascensor apestó durante días. Y en otra ocasión, de pequeña, había escrito su nombre con rotulador verde en la pared, para gran consternación de su madre.

Allí había devorado las últimas páginas de sus libros favoritos, había llorado hasta llegar arriba y reído hasta llegar abajo, y había hablado de temas triviales con miles de vecinos a lo largo de miles de días. Se había peleado con sus dos hermanos mayores, dándose patadas y arañándose, hasta que sonaba el timbre de apertura de puertas y todos salían al vestíbulo portándose como angelitos. Había bajado en el ascensor para saludar a su padre cuando volvía a casa de uno de sus viajes de negocios, y una vez hasta se había dormido en un rincón mientras esperaba a que sus padres volviesen de una subasta con fines benéficos.

¿Cuántas veces se habían metido allí todos juntos? Su padre, con el periódico plegado bajo el brazo, siempre junto a la puerta, listo para echar a correr; su madre, con una sonrisa poco convincente, oscilando entre la diversión y la impaciencia; los gemelos, sonriendo mientras se daban codazos el uno al otro, y Lucy, la más joven, escondida en un rincón, siempre a la zaga de su familia, como unos puntos suspensivos al final de una frase.

Y allí estaba, en una especie de caja que parecía demasiado pequeña para contener tantos recuerdos, con aquellas paredes que la rodeaban y la oprimían sin que nadie pudiese acudir a salvarla. Sus padres estaban en París, separados de ella por un océano, en el típico viaje pensado exclusivamente para ellos dos. Y sus hermanos —los únicos amigos de verdad que había tenido— estaban ahora en la universidad, a miles de kilómetros de allí.

Al marcharse unas semanas antes —Charlie a Berkeley y Ben a Stanford—, Lucy no había podido evitar sentirse huérfana. No era raro que sus padres no estuviesen: solían largarse ellos dos solos a ciudades europeas nevadas o a exóticas islas tropicales. Quedarse no le parecía tan grave cuando estaban los tres; además, siempre eran sus hermanos —unos gemelos que eran payasos, protectores y amigos al mismo tiempo— los que habían evitado que el barco se hundiese.

Hasta ese momento. Estaba acostumbrada a vivir sin padres, pero el hecho de vivir sin hermanos —y, por consiguiente, sin amigos— era algo totalmente nuevo, y perderlos a ambos al mismo tiempo le parecía injusto. Ahora toda la familia estaba irremediablemente desperdigada; desde su posición actual —sola en Nueva York—, Lucy sintió por primera vez y en toda su profundidad la inmensidad del mundo, su verdadera dimensión.

En la otra punta del ascensor, Owen apoyó la cabeza contra la pared.

—Así es la vida… —murmuró, y ella apenas oyó el final de la frase.

—No soporto esa expresión —contestó Lucy con más contundencia de la que pretendía—. La vida no es ni así ni asá. Las cosas siempre están cambiando. Siempre pueden mejorar.

Él la miró. Aunque estaba negando con la cabeza, Lucy vio que sonreía.

—Estás chalada. Estamos atrapados en un ascensor que parece un horno y seguramente nos estamos quedando sin oxígeno. Estamos colgando de un cable que debe de ser más fino que mi muñeca. Tus padres ni se sabe dónde están, y mi padre está en Coney Island. Y si nadie ha venido a buscarnos a estas alturas, es muy posible que se hayan olvidado de nosotros por completo. ¿Cómo puedes seguir siendo tan optimista?

Lucy se despegó de la pared, se sentó sobre las piernas y se inclinó hacia delante.

—¿Cómo es que tu padre está en Coney Island? —preguntó en lugar de responder a su pregunta.

—Eso no tiene importancia.

—¿Ha ido por las montañas rusas?

Owen negó con la cabeza.

—¿Por los perritos calientes? ¿Para ver el mar?

—¿No te preocupa que nadie venga a buscarnos?

—Eso no va a solucionar nada. Lo de preocuparse, digo.

—Exacto. Así es la vida.

—No —respondió ella—. Nada es ni así ni asá.

—Vale. La vida no es ni así ni asá.

Lucy se quedó mirándolo.

—No entiendo nada de lo que dices.

—O a lo mejor preferirías no entenderme —saltó él, inclinándose hacia delante.

Los dos se echaron a reír. De repente, la oscuridad que los separaba les pareció muy fina, tan ligera como el papel de seda e incluso menos tangible. Los ojos de Owen brillaron en la oscuridad y volvió a hacerse el silencio entre ellos. Fue él quien acabó por romperlo.

—Está en Coney Island porque allí es donde conoció a mi madre —dijo Owen con la voz entrecortada por la emoción—. Ha comprado flores para dejarlas sobre la tarima del paseo marítimo. Quería hacerlo solo.

Lucy abrió la boca para decir algo —quizá para hacer una pregunta o para pedir perdón, una palabra demasiado insignificante para expresar algo en un momento así—, pero entonces el silencio le pareció algo frágil y no encontró nada por lo que valiese la pena romperlo.

Owen había agachado la cabeza, así que no era fácil adivinar la expresión de su cara. Lucy se sintió impotente, allí sentada sin saber qué hacer. Pero el sonido amortiguado de alguien llamando a la puerta hizo que casi se le saliese el corazón. Sus miradas se cruzaron en la oscuridad.

Volvieron a oír el ruido. Esta vez, Owen se levantó y se acercó a la puerta para pegar la oreja. Dio un golpe a modo de respuesta y los dos prestaron atención. Incluso desde donde estaba sentada, medio atontada, Lucy oyó el ruido amortiguado de voces en el exterior del ascensor, seguidas de un chirrido metálico. Pasados unos segundos, ella también se puso en pie y, sin mediar palabra, sin ni siquiera mirarse el uno al otro, se quedaron allí plantados, hombro con hombro, como dos astronautas al final de un largo viaje, esperando a que se abriesen las puertas para poder salir a un deslumbrante nuevo mundo.

2

Para Owen, el día también había empezado a oscuras. Se había despertado antes de que amaneciese, igual que las cuarenta y dos mañanas anteriores, sobresaltado con la sensación de un peso en el pecho, algo que le oprimía como un puño. Abrió y cerró los ojos al descubrir un techo que le resultaba desconocido, cuyas grietas apenas visibles formaban una especie de mapa, y con la mosca que se paseaba entre ellas a modo de cruz que señalaba un punto desconocido.

En la habitación de al lado oyó el tintineo de una taza de café y supo que su padre también estaba despierto. Las últimas seis semanas los habían convertido en dos zombis, siempre con cara de sueño, y sus días eran tan informes como sus noches, de modo que uno se fundía con el siguiente. Parecía lógico que viviesen bajo tierra: ¿acaso había un lugar mejor para dos fantasmas?

Su nueva habitación no ocupaba ni la mitad de tamaño que la anterior, en esa inmensa casa bañada por el sol en pleno campo, en Pensilvania, donde todas las mañanas lo despertaban los gorriones que cantaban al otro lado de la ventana. Ahora lo único que oía era a una pareja de palomas peleándose contra el fino cristal de la ventana que había cerca del techo, donde los barrotes metálicos hacían que la poca luz que entraba cayese a tiras sobre su cama.

Owen salió al pasillo que separaba su cuarto del de su padre y que llevaba a la pequeña cocina y a una zona donde uno podía sentarse. Allí le llegó un olorcillo a humo. La fuerza y la intensidad del recuerdo estuvieron a punto de hacer que le fallasen las piernas. Siguió el olor hasta el salón, donde encontró a su padre sentado en el sofá, inclinado sobre una taza que le hacía de cenicero improvisado.

—Pensaba que estabas acostado —dijo, apagando el cigarrillo con cara de culpabilidad. Se pasó una mano por el pelo, que era tan sólo un tono o dos más oscuro que el de Owen, se recostó en el sofá y se frotó los ojos.

—En realidad, no estaba durmiendo —confesó Owen, y se dejó caer en la mecedora enfrente de su padre.

Cerró los ojos y respiró hondo, muy despacio. Era más fuerte que él; esos eran los cigarrillos que fumaba su madre, y el olor hacía que se le encogiese el corazón. Cuando murió, quedaban ocho cigarrillos en el paquete arrugado que habían recuperado del lugar del accidente y que les habían entregado junto con su cartera, las llaves y otros objetos diversos. Aunque su padre no fumaba de forma habitual, ahora sólo quedaban dos. Para Owen, era una manera de identificar los días malos de su padre: por el olor a humo algunas mañanas. Era la mejor y la peor manera de recordarla, y una de las pocas que le quedaban.

—Pero si no los soportabas —dijo Owen. Cogió el paquete casi vacío y lo hizo girar en la mano. Su padre esbozó una sonrisa.

—Es un vicio horrible. Me sacaba de mis casillas —reconoció, y negó con la cabeza—. Siempre le decía que acabaría matándola.

Owen miró al suelo, pero no pudo evitar que se le apareciese la imagen del informe policial: la hipótesis de que su madre se había distraído al intentar encender un cigarrillo. Habían encontrado el coche bocabajo en la cuneta. El paquete de cigarrillos estaba a diez metros.

—Hoy he pensado ir a Brooklyn —comentó su padre, obligándose a aparentar naturalidad, aunque Owen era consciente de qué significaba eso en realidad: sabía adónde iba exactamente y por qué—. ¿Te podrás apañar tú solo?

Owen pensó en preguntarle si prefería tener compañía, pero ya conocía la respuesta. La noche anterior había visto las flores sobre la encimera de la cocina, aún envueltas en celofán y ya mustiándose. Era el aniversario de sus padres; el día les pertenecía a ellos, no a Owen. Acarició el paquete de cigarrillos y asintió.

—Cenaremos cuando vuelva —aseguró su padre. Cogió la taza llena de cenizas y fue hacia la cocina—. Lo que tú quieras.

—Genial —contestó Owen. Sin pensárselo dos veces, sacó uno de los dos últimos cigarrillos del paquete, lo hizo girar entre los dedos y se lo guardó en un bolsillo sin saber muy bien por qué.

Se quedó parado en la puerta de su habitación. Llevaban allí casi un mes, pero el cuarto seguía lleno de cajas, casi todas a medio abrir, con las solapas de cartón desplegadas como alas. Ese tipo de cosas habrían sacado de sus casillas a su madre, y no pudo evitar sonreír al imaginar cuál habría sido su reacción, una mezcla de exasperación y desconcierto. Ella siempre había mantenido la casa ordenada, la encimera de la cocina brillante y el suelo impoluto; de pronto, Owen se alegró de que su madre no pudiese ver aquel oscuro lugar con la pintura descascarillada, el moho que cubría las juntas entre los azulejos del baño y los electrodomésticos sucios de la cocina.

Cada vez que el chico se quejaba porque tenía que limpiar su habitación o lavar los platos al acabar de cenar, ella le daba un pescozón de broma.

—Nuestro hogar es un reflejo de quiénes somos —le decía con su sonsonete particular.

—Exacto —contestaba Owen—. Y yo soy un desastre.

—Claro que no —replicaba ella, riéndose—. Eres perfecto.

—Sí, un perfecto desastre —remachaba su padre.

Ella les hacía quitarse los zapatos en el lavadero, sólo fumaba en el porche trasero y evitaba que los cojines de los sofás se aplastasen demasiado. Su padre decía que era así desde que habían comprado la casa, cuando los dos estaban encantados de tener por fin algo permanente, después de haberse tirado tanto tiempo en la carretera.

Se habían pasado los dos años anteriores viajando en una furgoneta destartalada con todas sus pertenencias amontonadas en la parte de atrás. Habían cruzado el país y habían dormido acampados bajo las estrellas o acurrucados en el asiento trasero, mientras iban menguando sus escasos ahorros en un viaje que los había llevado a recorrer todos los estados menos Hawái y Alaska. Habían visto el Monte Rushmore y el Parque Nacional de Grand Teton, habían subido por la costa de California y habían pescado en los cayos de Florida. Habían estado en Nueva Orleans, en Bar Harbor y en la isla Mackinac, en Charleston, en Austin y en Napa, y habían seguido viajando hasta que se les había acabado la tierra y también el dinero. Sólo entonces habían vuelto a Pensilvania, donde habían crecido los dos —y donde ya era hora de crecer por segunda vez— y se habían establecido definitivamente.

A pesar de todas las historias que había oído de los años que sus padres habían pasado en la carretera, Owen apenas había viajado. Sus padres parecían habérselo sacado de la cabeza para cuando él había nacido: les parecía estupendo no moverse del sitio. Tenían una casa con un porche y un jardín con un manzano; había un columpio a un lado de la casa y en un campo vecino pastaban los caballos. Tenían una mesa de cocina redonda lo bastante grande para tres personas, una puerta del tamaño perfecto para colgar una corona en Navidad y suficientes recovecos para jugar al escondite hasta hartarse. No querían estar en ningún otro sitio.

Hasta ahora.

Solo en su habitación, Owen oyó el sonido de la puerta principal al cerrarse, esperó unos minutos antes de coger el móvil y la cartera, y salió él también de allí. Subió corriendo las escaleras que llevaban del sótano al vestíbulo y lo cruzó rápidamente con la cabeza gacha. No tenía nada en contra de los vecinos, pero aquel no era su sitio ni tampoco el de su padre. Esperaba que él también llegase a esa conclusión.

Se pasó la mañana caminando. Era su último día de libertad, el último día que no tendría la obligación de asistir a clase en un instituto que no era el suyo. Sin darse cuenta, echó a andar como un animal inquieto por la orilla del río Hudson. Se dejó los auriculares puestos para silenciar los sonidos de la ciudad y no paró de moverse a pesar del calor. A la hora de la comida le compró un perrito caliente a un vendedor ambulante y luego fue directo a Central Park, donde se sentó a observar a los turistas con sus cámaras, sus mapas y sus redondos y brillantes ojos. Siguió sus miradas, intentando ver lo mismo que veían ellos, pero sólo alcanzó a ver más gente.

Hasta el final de la tarde no regresó a la esquina de la calle Setenta y dos con Broadway, al recargado edificio donde vivía ahora. Se detuvo al entrar en el vestíbulo, reacio a volver al sótano, donde no tenía nada que hacer salvo sentarse solo durante unas cuantas horas y esperar a que viniese su padre. Entonces se llevó la mano al bolsillo de los pantalones cortos en busca de la llave.

Durante la primera semana que había pasado allí, había cogido el manojo de llaves de la cómoda de su padre, cosa rara en él. Owen siempre había sido extremadamente cauteloso y poco propenso a romper las reglas. Pero, al cabo de unos pocos días allí, la sensación de claustrofobia se le había hecho insoportable. Había encontrado un cerrajero para hacer una copia de la llave que abría la puerta de la azotea, el único lugar tranquilo, o eso parecía, de toda la ciudad.

Al entrar en el ascensor, ya se había imaginado cuarenta y dos plantas más arriba, con el inmenso edificio azotado por el viento, la música retumbándole en los oídos y absorto en sus pensamientos. Había pulsado el botón y esperado a que el suelo se levantase bajo sus pies, todavía absorto, y ni siquiera se había molestado en levantar la vista al percatarse de que alguien había detenido las puertas justo antes de que se cerrasen.

Pero ahora, menos de una hora después, de pronto se sentía demasiado consciente de aquella presencia que había a su lado, tan punzante como el calor. Mientras oían los ruidos que surgían al otro lado de la puerta, miró hacia abajo y vio que el pie derecho de Lucy estaba a sólo unos centímetros de su pie izquierdo. Encogió los dedos, se balanceó sobre los talones y volvió a mirar hacia otro lado. Se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración, y se preguntó si ella estaría haciendo lo mismo.

Justo antes de que abriesen la puerta, entornó los ojos; esperaba que lo saludase un repentino brillo. Sin embargo, las caras que los miraban desde el piso once —que comenzaba a la mitad de la altura del ascensor, un grueso bloque de hormigón que dividía las puertas en dos— estaban en penumbra, y la única luz procedía de dos linternas que los apuntaban directamente a los ojos y les obligaban a pestañear.

—Hola —exclamó Lucy con alegría, saludándolos como si aquello fuera de lo más normal, como si siempre se viesen así: con el portero por encima de ellos a cuatro patas, con la cara blanca y redonda brillando en la oscuridad y, a su lado, un empleado de mantenimiento en cuclillas limpiándose la frente con un pañuelo.

—¿Estáis bien, chicos? —preguntó George, y les pasó una botella de agua que Owen agarró para luego dársela a Lucy. Esta asintió mientras desenroscaba el tapón y le dio un buen trago.

—Hace un poco de calor —contestó, devolviéndole la botella a Owen—. Pero estamos bien. ¿Está todo el edificio a oscuras?

El empleado de mantenimiento resopló.

—La ciudad entera.

Owen y Lucy se miraron

—¿En serio? —preguntó ella con los ojos como platos—. ¿Puede pasar algo así?

—Eso parece —dijo George—. Ahí fuera reina el caos.

—¿Los semáforos también? —preguntó Owen. El hombre asintió con la cabeza y dio una palmada, como diciendo «Vamos al grano».

—Bueno. Os sacaremos de ahí.

Lucy fue la primera y, cuando Owen intentó ayudarla, ella rechazó su ayuda con un gesto, se aupó por encima del bloque de hormigón, se puso en pie y se sacudió el vestido blanco. Owen la siguió con mucha menos elegancia y se quedó atascado como un pez varado en tierra antes de incorporarse de un salto. Una luz de emergencia al fondo del pasillo emitía un brillo rojizo. Se estaba un poco más fresco allí arriba, aunque no mucho; seguían sudándole las palmas de las manos y aún tenía la camiseta pegada a la espalda.

—¿Cuándo creen que volverá la luz? —preguntó Owen, que intentaba no parecer nervioso. No pudo evitar pensar en su padre. Sin suministro eléctrico, el metro no funcionaba. Si no funcionaba el metro, no había forma de volver pronto. Y en una situación como aquella, su ausencia no pasaría inadvertida.

—Ni idea —contestó George, agachándose para ayudar a guardar las herramientas. El estruendo metálico retumbó en las paredes e interrumpió aquel inquietante silencio—. Las líneas de telefonía fija no funcionan e Internet tampoco.

—Y no hay cobertura en el móvil —añadió el de mantenimiento—. Así es imposible conseguir información.

—Dicen que está así toda la costa este —siguió George—, que ha caído un rayo en una central eléctrica en Canadá.

El de mantenimiento puso los ojos en blanco.

—También dicen que es una invasión extraterrestre.

—Sólo te digo lo que han dicho por la radio —murmuró George, y se puso en pie. Apoyó una mano en el hombro de Lucy, la miró y luego miró a Owen—. ¿Seguro que estáis bien?

Ambos asintieron.

—Bien. Tengo que ir puerta por puerta para asegurarme de que todo el mundo se encuentra bien. ¿Los dos tenéis linterna?

—Sí —dijo Lucy—. Arriba.

—¿Sabes algo de mi padre? —inquirió Owen con la mayor indiferencia que pudo—. Es…

—Sí, lo sé —contestó George—. Ha escogido el peor día para tomárselo libre. No he tenido noticias suyas, pero yo no me preocuparía: nadie sabe nada de nadie.

—Tenía que ir a Brooklyn —dijo Owen, intentando pensar en alguna excusa, una explicación que justificase su ausencia, pero el de mantenimiento, que iba hacia la escalera, se detuvo y se giró.

—El metro no funciona. Le espera un largo paseo por el puente…

El chico sintió otra punzada de ansiedad, aunque ya no estaba seguro de si era porque su padre no estaba allí para echar una mano o por la posibilidad de que ya estuviese cruzándose todo Brooklyn para llegar a casa. Parecía mucho más probable que estuviera sentado en el paseo marítimo a oscuras, perdido en sus recuerdos y ajeno a los caprichos de la red eléctrica. Aun así, había algo extraño en el hecho de estar separados de aquel modo, de punta a punta en una misma ciudad, con toda una red de carreteras y ríos, puentes y trenes entre ambos, y aun así incapaces de encontrarse aunque sólo los separasen unos pocos kilómetros.

—Tened cuidado —gritó George antes de desaparecer por la escalera detrás del empleado de mantenimiento—. Estaré por aquí por si necesitáis algo.

La pesada puerta se cerró tras ellos y Lucy y Owen se quedaron solos en el pasillo, donde reinaba el silencio. Sus miradas se posaron en el agujero negro del ascensor vacío, y Lucy se encogió ligeramente de hombros.

—Pensaba que haría más fresco aquí fuera —dijo, y se recogió la larga cabellera castaña en una coleta que se deshizo rápidamente.

Owen asintió.

—Y que habría más luz.

—Bueno, al menos somos libres —bromeó ella.

Owen esbozó una sonrisa.

—Ya sabes lo que dicen de estar encerrado en una celda.

—¿El qué? —preguntó Lucy, encogiéndose de hombros.

—Que puedes volverte loco.

—Creo que eso es cuando estás incomunicado.

—Ah. Supongo que nosotros no estábamos incomunicados.

—No —contestó ella, negando con la cabeza—, desde luego que no.

Owen se apoyó contra la pared, junto al ascensor abierto.

—¿Y ahora, qué?

—No lo sé —respondió Lucy, y comprobó su reloj—. Mis padres están en Europa, y allí ya es tarde. Seguro que habrán salido a cenar, o a alguna fiesta, o yo qué sé. Probablemente no tengan ni idea de que esto está pasando…

—Seguro que sí. Si está así la ciudad entera, tiene que ser una noticia muy importante. ¿Te dejan quedarte sola en casa?

—Viajan demasiado para preocuparse de encontrar siempre a alguien —explicó ella—. De todos modos, antes nos quedábamos mis hermanos y yo.

—¿Y ahora?

—Sólo yo. Pero tengo la suficiente edad para quedarme sola.

—¿Qué edad es esa?

—Casi diecisiete años.

—Dieciséis, entonces —dijo Owen con una sonrisa, y ella puso los ojos en blanco.

—Eres un genio de las matemáticas. ¿Por qué? ¿Cuántos tienes tú?

—Diecisiete. Ya cumplidos.

—¿Vas a empezar el último curso?

—Si es que mañana hay clase —contestó él, mirando a su alrededor—. Lo dudo, la verdad.

—Seguro que estará arreglado para entonces. ¿Tan difícil es darle al interruptor de encendido?

Owen se echó a reír.

—Y tú eres un genio de la ciencia.

—Qué gracia —añadió ella sin pensarlo de verdad. Su sonrisa se desvaneció al mirarlo y Owen se estiró bajo su mirada.

—¿Qué?

—¿Estarás bien tú solo?

—¿Piensas que necesito una niñera? —preguntó él. Al ver que la broma no había tenido ninguna gracia, levantó la barbilla—. Estaré bien. Además, estoy seguro de que mi padre encontrará la forma de volver pronto. Debe de estar preocupado por el edificio.

—Estará preocupado por ti —replicó Lucy, y a Owen se le encogió el corazón, aunque no sabía bien por qué—. Cuídate, ¿vale?

Él asintió con la cabeza.

—Claro.