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Para mi padre, quien se habría sentido orgulloso de mí

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—¡Más rápido!
La camioneta de carga cubierta por un toldo de lona se enfilaba al este en dirección al centro de Tokio, a baja velocidad. Kenny intentó agarrarse a la mano que se extendía hacia él, pero falló. Soltó una maldición y emprendió una carrera desaforada tras el vehículo.

Kiyomi se inclinó desde la portezuela de atrás y extendió todavía más el brazo.

—¡No puede ser! —lo regañó la chica—. ¡Apúrate!

Kenny bajó la cabeza, movió los puños como si fueran pistones y se lanzó hacia adelante para alcanzar la camioneta que se alejaba.

—¡Oyama, yukkuri shiro! —ordenó una voz de hombre desde adentro de la cabina, y la camioneta se detuvo de súbito, tomando por sorpresa a Kenny, que sin remedio chocó contra la defensa trasera, desde donde rebotó para terminar cayendo sobre el pavimento.

¡Ay! Pudiste avisarme —se quejó el chico bajo el resplandor rojo de las luces de los frenos, sobándose el trasero adolorido.

—¿Te lastimaste? —preguntó Kiyomi, que saltó de la camioneta para ayudarlo a levantarse del suelo.

—Un poco herido el orgullo, pero nada más —repuso Kenny—. ¿A dónde vamos?

El padre de Kiyomi, Harashima, se asomó desde el vehículo.

—Kuromori-san, no nos detenga. Suba usted. Hablaremos en el camino.

Kenny trepó a la parte de atrás e inclinó la cabeza para saludar a los catorce hombres que esperaban al interior. Los rostros le resultaban conocidos porque habían luchado juntos apenas dos meses antes, cuando impidieron un enloquecido atentado contra la costa oeste de Estados Unidos. Iban todos vestidos de negro, portaban armas automáticas y tenían expresiones de la más severa determinación.

La camioneta aceleró mientras Kenny encontraba un lugar libre en la banca frente a Kiyomi, que se hallaba recostada con los ojos cerrados.

Al mirarla, Kenny sintió que los latidos de su corazón se alteraban. No la veía menos bella que antes, pero observó cosas preocupantes en su rostro, como una sombra bajo los ojos y arrugas en la frente. Aunque llevaban poco de conocerse, en ese breve lapso sucedieron tantas cosas que daba la impresión de que había pasado más tiempo, como si fueran amigos de toda la vida. Y notaba un cambio. Algo no marchaba bien. Kenny lo sentía en lo más hondo de su ser, aunque no era capaz de identificar qué era.

Tocó ligeramente con su zapato la bota de cuero de Kiyomi. Los ojos almendrados de la joven se abrieron de pronto y se clavaron en él.

—Y ahora, ¿qué?

—Es que te ves muy cansada —se justificó él.

—¡Qué tonto eres! ¿Por qué crees que intento tomar una siesta?

—No es eso... ¿Está todo bien contigo? No eres la misma desde que...

—¡Santo Dios!, ¿por qué todo el mundo tiene que hablar de lo mismo? —protestó Kiyomi en tono cortante—. Sí, estoy cansada. Sí, me siento frustrada. Sí, estoy harta de que anden de puntillas a mi alrededor, como si fuera de vidrio. Ya supérenlo, ¿no creen?

Harashima se levantó con la ayuda de una agarradera de plástico para conservar el equilibrio contra las sacudidas del camión. En su rostro apareció un destello de preocupación al escuchar las quejas de Kiyomi, pero apretó las mandíbulas y se dirigió a sus hombres.

—No hace mucho tiempo que nos unimos para combatir en Kashima con el objetivo de impedir una atrocidad. El loco de Akamatsu sometió a su control al dragón Namazu con la finalidad de perturbar el equilibrio.

Varias cabezas asintieron y algunos pares de pies frotaron el suelo. A Kenny no le sorprendieron los signos de incomodidad entre los miembros del grupo. Aquel día, muchos de los pasajeros de la camioneta fueron heridos, y varios tuvieron que sepultar a sus amigos.

—Gracias a la ayuda de Kuromori-san, el predilecto de Inari, logramos prevalecer.

Harashima indicó con la cabeza a Kenny, quien sonrió avergonzado al sentirse aludido de esa manera.

—Sin embargo, antes de partir hacia Kashima, exploramos otras posibles guaridas del dragón en los desagües bajo la ciudad de Tokio.

—En efecto —le murmuró Kiyomi a Kenny—. Ésa fue tu idea. Qué brillante.

—Sabemos que esa búsqueda fue una equivocación —declaró Harashima—; a pesar de todo descubrimos algo antes de irnos de ahí. Miren esto.

Les entregó una carpeta delgada. Cada hombre le echó un vistazo y enseguida la pasó al que tenía a su lado. Cuando llegó a manos de Kenny, Kiyomi se inclinó para verla. A él le llevó un momento registrar lo que tenía ante los ojos, y entonces tuvo que hacer un esfuerzo para dominar las náuseas.

—La primera foto fue tomada en el mes de julio —indicó Harashima—. Las otras son más recientes.

—Déjame ver eso —dijo Kiyomi y tomó la carpeta de los dedos sin fuerza de Kenny.

—Hasta donde es posible distinguir —continuó Harashima—, son los restos de tres hombres, probablemente vagabundos que buscaron refugio en los túneles de descarga.

—Pero, señor... —intervino Kenny, articulando sus palabras con dificultad— parece que... uno de ellos... ¿fue partido en dos a mordiscos?

—Así es.

—¿Qué cosa pudo hacerle eso?

Al notar la repugnancia de Kenny, la expresión de Harashima se suavizó un poco.

—Existen muchas criaturas, Kuromori-san, que viven en la oscuridad y devoran carne humana. Ya conoció a algunas de ellas.

—¿Y nosotros vamos...?

—Al norte, a Kasukabe, donde se ubica el Shutoken Gaigaku Hosuiro, el mayor sistema de drenaje del mundo, que también se denomina Proyecto de los Toneles G.

Kenny se sintió obligado a hacer otra pregunta, aunque temía la respuesta:

—¿Por qué vamos ahí?

—Esta noche el cazador será cazado. Un yokai se ha pasado de la raya y nuestro deber bajo juramento nos obliga a detenerlo.

Los ojos de Kenny recorrieron el grupo de pasajeros.

—Sin ánimo de ofender, señor, pero ¿tiene usted suficientes hombres para esta misión?

Harashima sonrió.

—Por supuesto, Kuromori-san. Contamos con usted.

*

Noventa minutos después, el eco de los pasos de Kenny resonó en la estrecha escalera que bajaba a las profundidades de la tierra.

La camioneta los dejó en la entrada del Proyecto de los Toneles G, donde los recibió con un saludo el jefe de ingenieros. Harashima hizo las presentaciones y, aunque Kenny no entendía más que unas cuantas palabras de japonés, oyó que se mencionaba el nombre de Sato. El tío de Kiyomi pertenecía al Servicio Secreto japonés; sólo alguien como él tenía suficiente poder para que un grupo de hombres armados se introdujera a instalaciones del gobierno sin tener que responder preguntas.

—¡Vaya, qué extraordinario lugar! —comentó Kenny, asomado sobre la pared baja de concreto junto a las escaleras—. Tienes que ver esto.

Puso las manos sobre la piedra húmeda y contempló el panorama, mientras Kiyomi descendía con mucha lentitud. Se tomaba su tiempo y se movía con desgano, algo raro en ella. Kenny creyó comprenderla; después de todo, la experiencia subterránea anterior de Kiyomi le costó la vida. Cualquiera lo pensaría dos veces antes de bajar a la oscuridad húmeda y fría, aunque ella jamás iba a aceptar que tenía miedo.

—¿Es eso una nube? ¿Bajo tierra? ¿Adentro de un cuarto? —preguntó Kiyomi, parada a un lado de Kenny.

Frente a ellos se extendía un inmenso tanque de concreto, tan largo y ancho como la Abadía de Westmins ter y no menos alto que el Palacio de Buckingham. Del suelo se alzaban enormes soportes de concreto, como las columnas de una gran catedral. La parte inferior de esos pilares se hundía en el agua, de donde emanaban nubes fantasmales de vapor.

—Eso parece. Este lugar tiene suficiente tamaño para generar su propio clima —repuso Kenny, mientras continuaba su descenso, aunque el frío y la humedad lo hacían temblar—. ¿Dónde están los demás?

—Si te esforzaras más por aprender el idioma japonés, entenderías lo que papá nos explicó. Hay otros cinco tanques de agua, y están conectados por más de seis kilómetros de tuberías, cada una de once metros de ancho. Asignó a dos hombres para cada tanque y los demás están explorando los túneles. Todos tenemos detectores de movimiento, rastreadores y radios. El plan consiste en localizar al monstruo, pedir ayuda y salir rápido.

Kenny pensó un poco en esa información y sus ojos se abrieron más al asimilarla.

¡Huy! ¿Quieres decir que estamos los dos solos?

El eco le devolvió el sonido de su propia voz cargada de preocupación.

—¿Qué? ¿Acaso tienes miedo? Tú eres el amo de la espada.

—Sí, sólo que... ¿Viste El Señor de los Anillos? Este lugar se parece a las cavernas de los enanos, la parte en que todos los monstruos bajan del techo.

Kenny escrutó la oscuridad, intentando detectar la menor señal de movimiento.

—Gracias por recordarme, como si no bastara con lo espantoso del lugar —ironizó Kiyomi, con un estremecimiento—. Odio estar bajo tierra.

Sacó una linterna y al accionar el interruptor arrojó un poderoso haz luminoso a la niebla.

Kenny se echó al agua helada, que le llegaba a la cintura.

¡Uf! —se quejó—. Qué mal día para usar zapatos deportivos.

En cada uno de los pilares gigantescos había reflectores eléctricos. El resplandor sobre la piedra pálida y curvada asumía el aspecto de estalactitas de luz que perforaban la neblina sobre la superficie.

—Todo esto es por tu culpa —gruñó Kiyomi al tiempo que avanzaban en el agua por la cámara subterránea.

—Y ahora ¿qué hice? —objetó Kenny, que apretaba las mandíbulas para que no le castañetearan los dientes.

—Tú le sugeriste a papá que enviara a sus hombres aquí abajo, para buscar a Namazu. Si te hubieras quedado callado, entonces no habrían encontrado... ¿sabes?... las sobras.

—¿Y por qué es mi culpa? —protestó Kenny—. Yo no sabía nada de lo que pasa aquí.

Decidió que era mejor cambiar de tema:

—En todo caso, ¿para qué sirve este lugar? No es nada más que un drenaje.

—¿Crees que nada más es un drenaje? ¿No tienes idea de la importancia de estas instalaciones?

—La verdad, no —admitió Kenny y encendió el detector de movimiento que llevaba agarrado y tenía aspecto de un navegador por satélite.

—¿Sabes lo que es un tifón? Un huracán con vientos de por lo menos ciento veinte kilómetros por hora y precipitaciones hasta de un metro cada día. Con regularidad, Tokio sufría inundaciones que causaron millares de ahogados, y por eso se construyó este sistema. Los cinco toneles gigantes reciben el agua de cada uno de los cinco ríos, como un desagüe masivo para tormentas. El tanque en donde estamos nosotros es para el flujo final. Desde aquí, el agua de la inundación se bombea hacia el río Edo. De no ser por esto, algunas partes de Tokio estarían bajo el agua. Ya ves qué importancia tiene.

—Bueno, bueno, entiendo —dijo Kenny, y se detuvo para oler la superficie brillante—. De modo que es agua de lluvia, ¿verdad? ¿No hay aguas negras ni excrementos flotantes?

—No, a menos que tú tengas tanto miedo que... ¡aaaaaay!

Kenny se sobresaltó y estuvo a punto de soltar el detector de movimiento. La linterna de Kiyomi iluminó un bulto peludo que enseguida se hundió en la niebla.

—¿Qué demonios fue eso? —preguntó Kenny con voz entrecortada.

—Una rata —respondió Kiyomi, estremecida de asco—. ¡Puaj! Una de las grandes, además.

—¿Por qué no apareció en este aparato? —cuestionó Kenny, alzando el detector—. ¿Está estropeado?

—No. Está calibrado sólo para objetos grandes. De lo contrario, se activaría con cada rata y cada cucaracha.

—¿Objetos grandes? ¿Qué, como esta mancha azul aquí?

—Déjame ver eso —dijo Kiyomi y le arrebató el detector a Kenny—. Oh, maldición, Kenny, estamos indefensos aquí. ¡Atrás, rápido!

—¿Por qué? ¿Qué es?

Una ola poco profunda sacudió la niebla. Tras ella se oyeron los frenéticos chillidos de centenares de ratas.

—Oh, Dios mío —exclamó Kiyomi, y se lanzó al agua, donde desapareció.

Kenny giró sobre sus talones, se agachó y, al ser alcanzado por la ola de roedores, sintió que muchos pies y garras diminutas pasaban sobre su espalda, hombros y cabeza. Todavía con el detector de movimiento en la mano, abrió un ojo para verificarlo mientras las ratas se dispersaban y se alejaban nadando en todas direcciones. La mancha azul grande se le acercaba desde atrás.

Kenny se dio vuelta al mismo tiempo que el agua explotó tras él. Una enorme forma blanca surgió de la niebla con un rugido ensordecedor, las mandíbulas en forma de caverna repletas de largos dientes afilados.

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El tiempo se detuvo mientras el cerebro de Kenny reconocía lo que sus ojos miraban, aunque simultáneamente se rehusaba a aceptarlo. La contradicción produjo un efecto paralizante mientras pasaba sobre él la sombra del gigantesco cocodrilo albino, que lanzaba mordiscos hacia su pecho.

Kiyomi surgió del agua de un salto y se arrojó sobre Kenny para hacerlo a un lado. El choque del agua fría despertó a Kenny a la realidad del momento. Pataleó con frenesí y dio grandes brazadas para poner distancia entre él y el monstruoso reptil, y no se detuvo hasta que llegó al pilar más cercano.

—¡Kiyomi! —gritó hacia el vacío.

—Aquí estoy —respondió ella, y encendió su linterna desde atrás de otra columna.

—¿Qué hacemos? ¿Dónde está el cocodrilo?

Kenny recorrió con la mirada las aguas oscuras, temblando de frío.

—Quizá se está moviendo para volver a... ¡Cuidado!

Kenny reaccionó sin pensar. Dio un salto hacia atrás, como gimnasta olímpico, y se alzó por el aire a seis metros de altura. El reptil inmenso se revolvió bajo él y alzó una gran onda acuática antes de volver a hundirse.

Con un chapuzón poco elegante Kenny cayó de panzazo al agua. Su mente captó una instantánea del cuerpo del monstruo, blanco como un hueso, con ojos mortecinos y filas de pequeñas pirámides marfileñas a lo largo de la espalda.

—Ahora mismo lo que nos conviene es tener un plan —propuso Kenny, y convocó a Kusanagi, la espada sagrada, que enseguida apareció en su mano y le confirió una sensación de confianza.

—De acuerdo —contestó Kiyomi—. Tú mantenlo ocupado, yo me encargo de lo demás.

Kiyomi apagó su linterna y desapareció en las tinieblas.

—¿Qué clase de plan es éste? —gritó Kenny, agitando la espada frente a él—. ¿Por qué no lo mantienes ocupado mientras yo...? ¿Kiyomi? ¡Oh, genial!

Escudriñó la oscuridad en busca de burbujas o perturbaciones en la superficie del agua.

—Aquí, bichito, ven aquí, Kenny tiene una sorpresa para ti.

Se le erizaron los pelos de la nuca. Kenny giró y se apartó de la inmensa columna de piedra. El cocodrilo pasó a su lado, pero lo derribó un latigazo de la potente cola y soltó la espada al caer al agua. El monstruo dio la vuelta a un pilar y volvió a embestir al chico. Kenny tanteó bajo el agua oscura para encontrar la espada. El cocodrilo abrió las mandíbulas, y pareció que sonreía cuando volvió a atacar.

—¡Kenny, ahora! —gritó Kiyomi.

La joven saltó de una de las columnas y cayó sobre la espalda del animal, con su tanto en la mano. Alzó la espada corta para clavarla en un golpe mortal.

En ese mismo instante, Kenny abandonó la búsqueda y canalizó su espíritu interno —el ki— hacia la mano derecha. Sintió que los lazos de energía se concentraban en sus nudillos. El cocodrilo estaba tan cerca que podía sentir su aliento fétido.

¡Chikara! —gritó Kenny.

Esquivó las mandíbulas que intentaban aplastarlo y hundió el puño en el cráneo de la bestia, donde abrió un cráter, lo cual tuvo el efecto súbito de detenerlo como un auto que choca contra un muro. El cuerpo del reptil dio una voltereta y lanzó a Kiyomi por el aire al otro extremo de la cámara subterránea.

Kenny soltó una maldición, extrajo el brazo y se sacudió de la mano los tejidos viscosos de masa encefálica. Enseguida fue en busca de Kiyomi, pero era innecesario que se molestara.

—¡Qué idiota eres! —gritó la chica, al emerger del agua—. ¡Ya lo tenía! Estaba a punto de matarlo cuando tú... ¡de pronto hiciste eso!

—Se me cayó la espada. ¿Qué otra cosa podía hacer? —explicó Kenny, con las manos extendidas en un gesto de pedir perdón.

—Pues tienes suerte de que yo también haya soltado la mía. ¡De no ser así, te sacaba las tripas ahora mismo! —gruñó Kiyomi, y lo hizo a un lado para dirigirse a las escaleras.

—¿Qué le pasa? —murmuró Kenny para sí mismo—. Además, ¿desde cuándo puede ver en la oscuridad?

—¡Fue una trampa! —declaró Kiyomi al tiempo que daba un puñetazo en la mesa para acentuar sus palabras.

—¿Por qué lo dices con tanta seguridad? —le preguntó Harashima—. Pienso que nuestra información fue confiable.

—Papá, no me vengas con que te crees los mitos urbanos acerca de cocodrilos en el drenaje.

Se hallaban de vuelta en la residencia de Harashima, en el salón principal, dos horas después de salir de Kasukabe. Kenny, ataviado con una bata, se hallaba sentado frente a una taza de chocolate caliente mientras intentaba seguir el intercambio.

—Uno: los cocodrilos son animales de sangre fría. Es imposible que pudiera vivir un largo tiempo en esa agua tan gélida. Dos: necesitaría mucha más comida de la que se encuentra en el río —arguyó Kiyomi, que llevaba la cuenta con los dedos—. Tres: ¿cómo consiguieron acceso los vagabundos al Proyecto de los Toneles G, para acabar siendo devorados? Y cuatro: ¿qué probabilidades hay de que fuéramos precisamente nosotros quienes encontrarían a la horrible bestia, cuando nadie más pudo hacerlo? Me parece claro que fue una trampa.

Harashima encaró a Kenny.

—Kuromori-san, ¿qué piensa usted? ¿Se trata de una criatura natural o de un yokai?

Kenny frunció los labios.

—Parecía bastante normal, aunque Kiyomi tiene razón. Algo huele mal en este asunto.

—De acuerdo —asintió Harashima—. Daré instrucciones para recuperar el cuerpo y lo estudiaremos de cerca. Se condujo bien, Kuromori-san, muy bien, en verdad.

Puso una mano en el hombro de Kenny mientras hablaba.

—¡Hey! ¿Y yo qué? —ladró Kiyomi—. Le salvé el trasero a Kenny, una vez más, y estaba lista para liquidar al cocodrilo, hasta que este presumido decidió tener relaciones íntimas con él.

—¿Íntimas? —replicó Kenny—. ¿Qué? ¿Tienes envidia porque soy mejor que tú para estas cosas de magia?

¡Ja! ¿Yo, envidia de ti? ¡Será en tus sueños!

—¡Basta! —intervino Harashima—. Kiyomi-chan, a tu cuarto ahora mismo.

Antes de salir con movimientos bruscos, Kiyomi los miró con furia. Harashima cerró los ojos, inhaló profundamente y contuvo el aliento. Contó diez segundos y después exhaló despacio.

—Tuve un motivo ulterior para ponerlos juntos el día de hoy —le confió a Kenny—. ¿Cómo describe usted el estado... emocional de Kiyomi-chan esta noche?

—Pues, no sé qué decir... —respondió Kenny, y se pasó la mano por el pelo mojado para ganar tiempo.

No deseaba contribuir a estropear la relación de Kiyomi con su padre, pero al mismo tiempo su conducta no podía ser más extraña.

—Es lo que yo pensaba —concluyó Harashima—. Como se dice en estos días, mi hija tiene problemas para manejar su enojo.

—¡Es cierto! —convino Kenny—. Siempre ha tenido un lado feroz, pero a últimas fechas ha rebasado todos los límites.

—Algo no está bien, Kuromori -san —observó Harashima, con la frente arrugada—. Como sabe, mi familia ha hecho juramento de conservar el equilibrio, de mantener controlados a los yokai para evitar que las fuerzas del caos hundan a Japón en un estado primitivo.

—Sí, señor —afirmó Kenny.

—No sé cómo cumplir nuestra misión si mi propia familia se desgarra. Kuromori-san, quiero que usted me prometa algo.

Kenny sospechó que no le agradaría la petición que estaba a punto de escuchar, pero no podía negarse.

—Está bien.

—Si algo llegara a sucederme y no fuera capaz de continuar como líder de esta organización, mi voluntad es que usted sea mi sucesor como comandante de mis hombres.

Kenny parpadeó.

—N-no puedo hacer eso, señor. Soy solamente un chico. Y un gaijin. Nunca me aceptarían. Sin duda, su hermano es el más indicado. Además, a usted no le sucederá nada.

Harashima hizo una reverencia profunda.

—Kuromori-san, tarde o temprano a cada persona le llega el fin de sus días. Mi esperanza consistía en que Kiyomi-chan tomara mi lugar, pero en el estado en que se encuentra ahora...

Se oyeron unos golpecitos en la puerta, la señal de que había llegado el transporte para llevar a Kenny a su casa.

Ya era la medianoche cuando Kenny entró al departamento de dos recámaras que compartía con su padre en Shibuya. Sin hacer ruido metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.

—¿Kenny? ¿Eres tú? —preguntó la voz de su padre desde la habitación principal, un área combinada de sala y comedor con una cocineta.

—Sí, papá.

Kenny se quitó el calzado empapado y pasó al interior.

Charles Blackwood se levantó del escritorio en el rincón donde trabajaba con la computadora y se acercó para abrazar a su hijo.

Uf, estás mojado —observó Charles, y olfateó el pelo de Kenny—. Hueles a pantano. Báñate antes de ir a la cama.

—De acuerdo, de acuerdo —aceptó Kenny con un bostezo—. Y mañana tengo escuela.

—¿Hiciste la tarea?

—Aún no. La haré en el tren.

—Ese método no es el mejor. ¿Quieres algo de comer? ¿Una bebida caliente?

—No. Ya tomé algo en casa de Kiyomi.

Charles cruzó los brazos.

—¿Entonces? ¿Qué tal el trabajo?

—Ya sabes que no puedo hablar de eso, papá. Es por tu propia seguridad.

—Bueno, entonces ¿de qué sí puedes hablar?

Charles contempló el aspecto de su hijo y añadió un comentario:

—Kenny, no lo tomes a mal, pero tu apariencia es terrible.

Kenny se rio.

Uf, menos mal que suavizas tu apreciación.

—Hablo en serio. No quiero restarle importancia a lo que haces, pero... resulta muy difícil para mí actuar como tu padre, aunque por esa razón viniste a vivir aquí. Te veo muy poco. Siempre estás con los Harashima o en la escuela. ¿Cuándo pasaremos juntos algo de tiempo?

Ya en el dintel de la puerta, Kenny aflojó su cuerpo.

—Ya lo sé. Mira, te propongo algo, papá. Mañana al terminar las clases eligen a los jugadores para integrar el equipo de futbol. ¿Quieres venir a ver las pruebas? Después podríamos ir juntos a comer.

—De acuerdo. Me gusta la idea de verte jugar.

—Gracias, papá. Ah, hay algo más que quiero preguntarte.

—¿Sí?

—¿Es solamente mi percepción o todas las chicas están locas?

Charles se rio por lo bajo.

—¿Qué hizo Kiyomi ahora?

—Nada, es que... Ella me preocupa, papá. Algo anda mal. Puedo sentirlo.

Charles frunció las cejas.

—¿Qué quieres decir?

A Kenny se le adelgazaba la voz, como si tuviera miedo de pronunciar las palabras.

—Me recuerda a mamá. Creo que está enferma. Enferma de verdad. Temo que quizá... se esté muriendo.

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Con la bandeja del almuerzo en las manos, Kenny se dirigió a una mesa desocupada en el comedor de la escuela y se sentó. Tenía amplia experiencia en el papel del chico nuevo en una escuela, pues lo había desempeñado una gran cantidad de veces, y sabía cómo suceden siempre las cosas. Todos parecen amables, pero en realidad desean tomarle a uno la medida. Determinar qué clase de alumno es: ¿el payaso, el nerd, el que se pasa de listo, el atlético, el que recibe los golpes, el consentido del maestro? Cada salón tiene sus propios grupos y facciones. Quienes ya pertenecen a uno no necesitan a nadie más; los grupos son autosuficientes. Eso deja fuera a los otros, que quedan obligados a arreglárselas por sí solos. Éstos gravitan hacia cualquier alumno nuevo, con la esperanza de encontrar un aliado.

El problema residía en que Kenny aprendió a arreglárselas por su cuenta. Tiempo atrás dejó de buscar nuevas amistades, porque resultaba inútil. Continuamente lo cambiaban de escuela. Por eso era mejor no tener amigos y ahorrarse tantas despedidas difíciles. Pero las cosas ya no eran iguales, puesto que se hallaba inscrito en el Colegio Americano de Japón con la idea de estudiar varios años ahí. Tendría que acostumbrarse a esa nueva situación, pero alguien —nada menos que una diosa— le enseñó que era importante ser capaz de abrirse a los otros, si no quería atrofiar sus emociones y frustrar toda su potencialidad.

—¿Quieres oír un chiste? —preguntó la voz de una chica, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Qué le dijo un caballo a otro caballo?

Al alzar los ojos, Kenny vio destellos de una cabellera rubia, una piel tostada por el sol y una sonrisa deslumbrante.

—¿Por qué esa cara tan larga? —remató la chica.

Su risa era como burbujas que reventaban en un día de sol.

—Me llamo Stacey Turner —se presentó, tendiendo una mano mientras con la otra balanceaba su bandeja de comida.

Kenny se incorporó a medias y le estrechó la mano.

—¿Están ocupados los asientos? —preguntó Stacey, con una señal de los ojos hacia las sillas vacías.

—No, no. Por favor, bienvenida.

—¡Qué amable!

Stacey puso su bandeja frente a Kenny y depositó sus jeans sobre la silla.

—¿Eres el nuevo, verdad? Por el acento has de ser australiano, ¿no?

—No. En realidad vengo de Inglaterra.

Los ojos de Stacey se abrieron.

Huy, qué divertido. Me encanta el acento inglés. Pronto, di: “¿Puedo ofrecerte una taza de té?”

Kenny se apoyó en el respaldo.

—No creo, no es eso...

—¡Oh, Dios mío, te ruborizas! Qué tierno.

Stacey se revolvió en su silla y agitó el brazo hacia otra mesa. Se oyó el ruido de movimiento de sillas y otras tres chicas se acercaron de prisa para formarse alrededor de un desconcertado Kenny.

—Ella es Julianne, ella es Nikki, y ésta es Sarah —anunció Stacey al presentarlas—. Chicas, éste es el nuevo alumno. Se llama...

—Um, Kenny —admitió él—. Kenny Blackwood.

Se sentía torpe, y pensaba que fue más fácil encararse con el cocodrilo gigante.

—¡Qué lindo es! —exclamó Julianne.

—¡Mira! ¡Se ha puesto colorado!

—¿Vienes de Inglaterra, dijiste? —añadió Sarah.

—Tengo que confesar algo —le dijo Stacey a Kenny mientras acallaba a sus amigas—. Nikki me apostó mil yenes a que no me atrevería a hablarte, pero la voy a perdonar.

—Y ¿por qué? —se arriesgó a preguntar Kenny.

—¡Porque eres tan tierno, por eso!

Kenny sintió que le ardían las mejillas mientras las chicas se desternillaban de risa.

—Te explico —continuó Stacey—. Te veías tan triste sentado tú solo que vine para animarte. Es lo que hacemos. Somos las animadoras de la porra.

—¿Las animadoras? —repitió Kenny, que al fin comenzaba a entender.

—Así es —admitió Stacey y puso su mano cálida sobre la de él—. Dime una cosa, ¿juegas soccer? Quiero decir, futbol.

—Un poco.

—Deberías asistir a las pruebas esta tarde para formar el equipo. También nosotras vamos a estar ahí.

—Pues, la verdad, eso planeaba hacer...

—¡Estupendo! Ahí nos vemos.

—Y te veremos las piernas —añadió Julianne, con un guiño.

De pronto, Kenny perdió el apetito y recogió su bandeja.

*

Al concluir las clases vespertinas, Kenny se apresuró a ir a los vestidores. Se puso su uniforme de futbol y salió a correr al pasto de la cancha para entrar en calor, sin olvidar hacer antes sus estiramientos. Sin expectativas, pero con algo de esperanza, alzó la vista hacia el graderío y recorrió las caras de los padres que asistían para ver a sus hijos en el proceso de selección.

Heagney, el entrenador, repasó la lista de nombres y llamó a los diez prospectos de jugadores para que hicieran una serie de ejercicios de control de la pelota alrededor de hileras de conos y arcos, además de toques rápidos de dos contra uno, mientras el primer equipo comenzaba su entrenamiento cerca de ellos.

—Quiero verlos durante dos minutos hacer controles de pelota, tantos como puedan sin perderla, y enseguida vamos a jugar un partido de práctica. Hay dos lugares disponibles en el equipo, y si quieren ingresar a él necesitan dejarme muy impresionado —les conminó Heagney sin dejar de mascar un chicle.

La voz de Stacey se dejó oír desde la banda lateral:

—¡Hey! ¡Kenny! ¡Kenny!

Kenny gruñó y quiso ignorar a las cuatro animadoras que agitaban sus pompones mientras ejecutaban sus movimientos coreografiados.

—¡Uhh, qué buena pierna! —añadió Julianne entre risas.

Kenny se concentró en mantener el balón en el aire. Llegó a veintiocho antes de que una voz rebuznara:

—Perdón por llegar tarde, entrenador. Me retuvieron por un castigo.

—¿De nuevo? —replicó Heagney con gesto agrio—. No lo hagas una costumbre, Brandon. No me agradaría tener que prescindir de ti en el equipo.

—Lo que sea —aceptó Brandon.

El recién llegado hizo una parodia de saludo militar al entrenador y se echó al suelo para hacer cincuenta lagartijas justo frente a las animadoras.

El entrenador reunió a los aspirantes y les entregó casacas de entrenamiento. Al llegar frente a Kenny se detuvo.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Kenny, señor.

—Te observé. Mueves bien la pelota. ¿Has jugado antes?

—Sí, señor. Mediocampista central.

Heagney movió la cabeza afirmativamente.

—Muy bien, muchachos. Éste es el equipo titular —anunció, con un ademán hacia los diez jugadores con el uniforme de la escuela, formados en la línea de banda—. Van a jugar dos partidos de cinco en cada equipo. Así los veré contra cada uno de los miembros del primer equipo. ¿Preguntas? Bien, entonces tomen un poco de agua y comenzamos.

Kenny dio unos tragos a una botella de agua cuando sintió que lo jalaban del hombro. A su lado estaba un chico alto y delgado del equipo titular.

—Soy Dionte —anunció—. Tú eres el nuevo, Kevin, ¿verdad?

—Casi. Me llamo Kenny.

—Kenny —repitió Dionte para grabarlo en su mente—. Te vi mover la pelota. ¿Eres bueno?

—Pasable, creo —declaró Kenny.

—No juegues demasiado bien, si entiendes lo que te quiero decir —le advirtió Dionte en voz baja—. ¿Ves a aquel grandulón? Es Brandon, el hijo del entrenador. Es la estrella del equipo, y le gusta su papel. Cuídate de él; de pronto le da por hacer daño.

—Vamos, señoritas —los llamó Heagney, y dio la señal de inicio.

El primer partido resultó en un empate 5-5, donde Kenny anotó dos veces y dio el pase para dos goles más del equipo de recién llegados.

En el segundo partido, Kenny se encontró frente a Brandon para la patada inicial.

—¿Te crees muy especial, eh? —masculló Brandon tratando de intimidarlo con su mayor estatura—. Ya lo veremos.

El juego comenzó con un pase adelantado de Brandon a Dionte en la banda izquierda. Enseguida el primero se lanzó a correr a un lado de Kenny y le administró un duro empellón al pasar junto a él. Kenny cayó con violencia sobre el pasto, pero rodó como le enseñó a hacerlo Kiyomi, y enseguida se puso de pie. Sin embargo, fue demasiado tarde. Dionte pasó el balón a Brandon, que dejó aplanados a dos defensores para meter la pelota entre los postes, sin que el portero pudiera hacer algo.

De inmediato, los del equipo titular volvieron a anotar. Tan pronto se reinició el juego, Brandon chocó a un jugador que pretendía esquivarlo, le quitó la pelota y la envió hacia el área chica, donde otro compañero se encargó de anidarla en las redes.

—Nos están haciendo papilla —dijo uno de los jugadores del equipo de Kenny—. El árbitro no les marca nada.

—Tengo una idea —propuso Kenny—. Ustedes dos corran uno por cada banda, para atraer a los defensores. Tú y tú quédense atrás, por si nos dan un contragolpe. Déjenme el espacio al centro.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó alguno.

—¿Qué arriesgamos? Vamos perdiendo por dos goles.

El entrenador Heagney dio la señal de reiniciar.

—¿Ya están listos? —preguntó, y se puso el silbato entre los labios.

Kenny cerró los ojos y recordó su adiestramiento: toda la materia estaba compuesta por energía, y dicha energía podía ser dominada y conformada por la voluntad. Sus instrucciones le mandaban practicar esas disciplinas. Tal vez la ocasión resultara apropiada.

¡Piiiip! Dionte tocó la pelota hacia adelante y Brandon se lanzó sobre ella como un rinoceronte a la carrera. Kenny llegó antes al balón, lo alzó con el dedo gordo del pie izquierdo y con el derecho lo chutó directamente hacia arriba, al tiempo que caía hacia atrás. El juego se detuvo mientras todos miraban a la pelota que subía cada vez más alto al cielo color durazno.

El entrenador Heagney volvió hacia arriba los ojos entrecerrados. La goma de mascar cayó de su boca abierta cuando la pelota se perdió de vista. Meneó la cabeza y barbotó:

—¿Qué diantres fue eso? ¿Perdiste el balón?

Kenny trotó hasta la portería contraria.

—¡Tú! ¡Blackwood! ¿No me oíste...?

La voz del entrenador se apagó cuando el balón reapareció cayendo del cielo. No tuvo ocasión de rebotar en el suelo, porque Kenny la metió al marco con el lado del pie.

—¡Parece una broma! —murmuró Heagney.

—¡No es válido! —aulló Brandon—. Ese balón ya estaba fuera de la jugada. El portero ni siquiera estaba en la meta.

—Dos-uno —sentenció Heagney, y alzó las manos para mostrar el marcador con los dedos—. La última jugada. El que meta gol gana.

—Puedes darte por muerto —ladró Brandon cara a cara con Kenny.

¡Bzzzt! Kenny sintió una vibración en su muñeca. Hizo una mueca y miró su reloj inteligente. El zumbido indicaba la recepción de un mensaje de Kiyomi.

El texto era típicamente brusco:

REÚNETE CONMIGO FRENTE A LA ESCUELA, DE INMEDIATO. TENEMOS PROBLEMAS.

Kenny hizo un gesto de disgusto. Eso no prometía nada bueno. Inquirió:

—¿Entrenador? ¿Cuánto tiempo queda?

Heagney consultó su cronómetro abollado.

—Unos tres minutos.

—Genial —masculló para sí mismo Kenny; tendría que actuar con rapidez.

Sonó el silbato. Después de intercambiar varios pases cortos, Kenny recibió el balón y corrió hacia la portería opuesta. Burló a dos jugadores que quisieron detenerlo y estaba a punto de disparar cuando de reojo notó que Brandon volaba hacia él. Kenny sintió que le preparaba una plancha sobre las espinillas. Sin cambiar de ritmo, alzó el balón, le dio de tacón para pasarla sobre su cabeza y logró saltar sobre las piernas de Brandon.

Kenny cayó al pasto sobre las palmas de las manos; encorvó los hombros, encogió la cabeza y dejó caer los codos para rodar una vuelta completa hacia adelante. Enseguida se echó a correr al frente para hacer contacto con la pelota y vencer a un atónito guardameta. Oyó tras él a Brandon impactarse en el suelo.

¡Aaaah! ¡Mi tobillo!

Brandon rodaba en el suelo, aferrado a su zapato.

—¿Me puedo ir ya, señor? —preguntó Kenny.

—¿Qué...? ¿Cómo...? Sí, Blackwood, puedes irte.

Heagney agarró su botiquín de primeros auxilios y corrió hacia Brandon, que seguía dando alaridos.

Kenny salió a toda velocidad de la cancha de futbol.

—¡Kenny! ¡Eso estuvo incre...! ¡Hey! ¿Adónde vas? —le gritó Stacey cuando pasó como exhalación junto a ella.

—Soy un superhéroe. Tengo que ir a salvar el mundo —replicó Kenny por encima del hombro.

—¡Kenny Blackwood, regresa de inmediato aquí!

Stacey tiró al suelo sus pompones.

Kiyomi lo esperaba en su motocicleta de tecnología superavanzada, dando golpecitos impacientes en el suelo con el pie mientras revolucionaba el motor. Vestía su traje de cuero negro y llevaba alzado el visor de espejo de su casco, que reflejaba una estela de vapor en el cielo dorado.

Kenny notó que se le agitaba el corazón, como solía suceder cada vez que se encontraba con ella. Aminoró su carrera y se pasó la mano por el pelo para amansarlo.

Kiyomi lo recibió con una mirada de enfado.

—¿Por qué tardaste tan...?

Sus ojos se ensancharon y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la sonrisa que se asomaba a sus labios.

—¿Por qué vas vestido de...? ¡No lo creo!

—Sí —confesó Kenny, y abrió los brazos—. Reconozco que he sido aceptado en el equipo. El entrenador anunció que necesitábamos impresionarlo. Fui tan bueno que me impresioné a mí mismo.

Kiyomi alzó una ceja.

—Ya veo. La modestia de siempre —replicó, y dio una palmada sobre el asiento tras ella—. Tenemos que ponernos en marcha. Alerta de ataque de varios oni.

—¿A plena luz del día? ¿Cuántos son?

—Por lo menos, dos. Papá sospecha que pasa algo grave, así que nos asignó la misión de observar y reportar.

Kenny se montó en la parte posterior de la motocicleta.

—¿Nada más observar? ¿Eres capaz de hacer eso? —dudó él.

—No me provoques. Sigo furiosa contigo por lo de anoche. Y por hacerme esperar.

Kiyomi se bajó el visor.

—Siempre estás furiosa conmigo —murmuró él al tiempo que la motocicleta partía silenciosamente.