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Para Chuck Sloan

y

Lisa Gaiser Urick

2 de 7…

Capítulo 1

Willow Chance

Un genio dispara a algo
que nadie más puede ver, y le da

Nos sentamos juntos afuera de Fosters Freeze en una mesa de picnic color verde mar, de metal.

Los cuatro.

Comemos helado servido en un tazón de chocolate (que primero sirven derretido y después se endurece y forma una concha crujiente).

No le digo a nadie que esto lo consiguen poniéndole cera. O, para ser más precisos: cera comestible.

Cuando el chocolate se enfría, hace prisionera a la deliciosa vainilla.

Nuestro trabajo es liberarla.

En general no me como los conos del helado. Pero cuando lo hago, me obsesiono de tal manera que soy capaz de prevenir incluso una gota de desorden.

Pero hoy no.

Estoy en un lugar público.

Ni siquiera pongo atención.

Y mi cono de helado es un enorme desastre chorreante.

Ahora mismo soy alguien que para otras personas sería interesante observar.

¿Por qué?

Antes que nada, estoy hablando vietnamita, que no es mi “lengua materna”.

Me gusta mucho esa expresión porque, en general, creo que la gente no le da a este músculo que se contrae, el crédito por todo lo que hace.

Así que, gracias lengua.

Sentada aquí, protegida del sol de mediodía, uso mi vietnamita cada vez que puedo, que resulta ser muy a menudo.

Estoy hablando con mi nueva amiga Mai, pero incluso su siempre-malhumorado y aterrorizante-porque-es-hermano mayor, Quang-ha, me dice algunas palabras en su ahora casi secreto lenguaje.

Dell Duke, que nos trajo aquí en su auto, está callado.

No habla vietnamita.

No me gusta excluir a las personas (yo soy la que siempre es excluida, así que sé lo que se siente), pero no tengo problemas con que el Sr. Duke sea un observador. Es un consejero escolar y escuchar le sirve mucho para dar consejos.

O al menos debería serlo.

Mai es la que más habla y come (le doy mi cono cuando ya no puedo más), y de lo único que estoy segura, con el sol en nuestros rostros y el dulce helado atrayendo nuestra atención, es que éste es un día que jamás olvidaré.

Diecisiete minutos después de nuestra llegada estamos de regreso en el auto de Dell Duke.

Mai quiere pasar por Hagen Oaks, que es un parque. Unos enormes gansos viven ahí todo el año. Ella cree que yo debería verlos.

Como es dos años mayor que yo, cae en la trampa de creer que todos los niños quieren ver patos gordos.

No me malinterpreten, me gustan las aves acuáticas.

Pero en el caso del parque Hagen Oaks, más que las aves, me interesa la decisión que se tomó en la ciudad de sembrar plantas nativas.

Por la expresión en el rostro de Dell (puedo ver sus ojos por el espejo retrovisor), me doy cuenta que no está muy emocionado por ninguna de las dos cosas, pero de todas maneras va al parque.

Quang-ha está despatarrado en el asiento y me imagino que sólo está feliz de no haber tenido que tomar el autobús a alguna parte.

En Hagen Oaks nadie se baja del auto porque Dell dice que tenemos que regresar a casa.

Cuando llegamos al Fosters Freeze llamé a mi mamá para decirle que iba a llegar tarde de la escuela. Como no contestó, dejé un mensaje.

Hice lo mismo en el celular de mi papá.

Es extraño que no haya sabido nada de ellos.

Cuando no pueden contestar el teléfono, siempre regresan la llamada rápidamente.

Siempre.

Hay una patrulla estacionada en la entrada de mi casa cuando Dell Duke da la vuelta en mi calle.

Los vecinos al sur de nosotros se mudaron y su casa está hipotecada. Un letrero en el descuidado patio delantero dice PROPIEDAD DEL BANCO.

Al norte hay unos inquilinos a quienes sólo he visto una vez, hace siete meses y cuatro días, el día en que llegaron.

Miro la patrulla y me pregunto si alguien se habrá metido a la casa vacía.

¿No dijo mamá que era un riesgo tener un lugar vacío en el vecindario?

Pero eso no explica por qué la policía está estacionada en nuestra entrada.

Cuando nos acercamos puedo ver que hay dos oficiales en la patrulla. Y por la manera en que están tumbados, parece que llevan ahí un buen rato.

Siento que todo mi cuerpo se tensa.

Desde el asiento delantero Quang-ha dice:

—¿Qué hace la policía en tu entrada?

Los ojos de Mai pasan de su hermano a mí. La expresión en su rostro parece una pregunta.

Creo que se pregunta si mi papá es un ladrón, o si tengo algún primo que golpea gente. ¿Quizás vengo de toda una familia de vándalos?

No nos conocemos muy bien, así que todo podría ser posible.

Permanezco callada.

Estoy llegando tarde. ¿Mi mamá o mi papá se preocuparon tanto que llamaron a la policía?

Les dejé mensajes.

Les dije que estaba bien.

No puedo creer que hicieran eso.

Dell Duke ni siquiera ha parado por completo el auto cuando abro la puerta, cosa que es peligrosa, por supuesto.

Salgo y me dirijo a casa sin siquiera preocuparme por mi mochila roja con ruedas, donde está mi tarea.

Sólo he dado un par de pasos sobre la entrada cuando se abre la puerta de la patrulla y sale una mujer policía.

La mujer tiene una coleta espesa de cabello anaranjado.

No dice hola. Sólo se baja los lentes de sol y dice:

—¿Conoces a Roberta y James Chance?

Intento contestar, pero mi voz no es más que un suspiro:

—Sí.

Quiero añadir: “Pero es Jimmy Chance. Nadie llama James a mi papá”.

Pero no puedo.

La oficial juega con sus lentes. Aunque está vestida como tal, la mujer parece estar perdiendo toda su autoridad.

Murmura:

—Muy bien… ¿Y tú quién eres?

Trago saliva, pero de repente mi boca está seca y siento que se forma un bulto en mi garganta.

—Soy su hija…

Dell Duke está fuera del auto con mi maleta y comienza a cruzar la calle. Mai lo sigue. Quang-ha se queda quieto.

El segundo oficial, un hombre joven, sale y se para junto a su compañera. Pero ninguno habla.

Sólo silencio.

Horrible silencio.

Y los dos oficiales dirigen su atención hacia Dell. Se ven ansiosos. La oficial logra decir:

—¿Y usted…?

Dell se aclara la garganta. Parece como si estuviera sudando por cada glándula de su cuerpo. Apenas puede hablar:

—Soy Dell D-D-Duke. Soy c-c-consejero en el distrito escolar. Trabajo con dos de estos ch-ch-chicos. Sólo los estoy ll-ll-llevando a casa.

Veo que los dos oficiales instantáneamente quedan aliviados.

Ella comienza a asentir con la cabeza, mostrando apoyo y casi entusiasmo cuando dice:

—¿Un consejero? ¿Así que ella ya sabe?

Consigo suficiente voz para preguntar:

—¿Saber qué?

Pero ninguno de los oficiales me mira. Ahora sólo están interesados en Dell.

—¿Podemos hablar un minuto con usted, señor?

Veo que la mano sudorosa de Dell suelta la agarradera de vinil negro de la maleta y sigue a los oficiales que se alejan de mí, de la patrulla, hacia el pavimento todavía caliente de la calle.

Ahí parados, se juntan con las espaldas hacia mí y cuando los miro, iluminados por el sol bajo de casi-fin-del-día, parecen un malvado monstruo de tres cabezas.

Y eso son, porque sus voces, aunque contenidas, se pueden entender.

Escucho claramente tres palabras:

—Hubo un accidente.

Y después, en susurros llega la noticia de que las dos personas que más amo en el mundo se han ido para siempre.

No.

No.

No.

No.

No.

No.

No.

Debo retroceder.

Quiero regresar.

¿Alguien viene conmigo?

Capítulo 2

Dos meses antes

Estoy a punto de entrar a una nueva escuela.

Soy hija única.

Soy adoptada.

Y soy diferente.

Como una extraña.

Pero lo sé y eso ayuda. Al menos a mí.

¿Es posible ser demasiado amado?

Mis

Dos

Padres

De

Verdad

Me

A-M-A-N.

Creo que esperar algo durante mucho tiempo lo vuelve más gratificante.

Sin duda, la correlación entre la expectativa y la llegada de eso que deseas se podría cuantificar con algún tipo de fórmula matemática.

Pero ése no es el punto, lo que es uno de mis problemas, y es por lo que, a pesar de que soy una pensadora, nunca soy la favorita de los maestros.

Nunca.

Por ahora me voy a atener a los hechos.

Durante siete años mi mamá intentó quedar embarazada.

Eso parece mucho tiempo para dedicarle a algo, ya que la definición clínica de infertilidad son doce meses de unión física bien planeada, pero sin resultados.

Y aunque tengo pasión por todas las cosas médicas, la idea de ellos haciendo eso, de forma especial, regular y con entusiasmo, me produce náuseas (una sensación desagradable en el abdomen, según la definición médica).

Durante esos años, mi mamá hizo pipí dos veces en una varita de plástico, y el instrumento de diagnóstico se volvió azul.

Pero dos veces no pudo conservar el feto. (¿Qué tan onomatopoética es esa palabra? Feto. Es una locura.)

Ese arroz no se coció.

Y así es como yo entré a escena.

El séptimo día del séptimo mes (¿es de sorprender que me guste tanto ese número?) mis nuevos papás condujeron al norte, a un hospital a 257 millas de su casa, en donde me pusieron el nombre de un árbol de clima frío y cambiaron al mundo.

Al menos nuestro mundo.

Tiempo fuera. Probablemente no eran 257 millas, pero así es como necesito pensarlo. (2 + 5 = 7. Y 257 es un número primo. Superespecial. Hay orden en mi universo.)

De regreso al día de la adopción. Según mi papá, yo no lloré ni una vez, pero mi mamá lo hizo desde la Interestatal Cinco Sur hasta la salida 17B.

Mi mamá llora cuando está feliz. Cuando está triste, se queda callada.

Creo que su cableado emocional se cruzó en esta zona. Lidiamos con ello porque la mayoría del tiempo está sonriendo. Muy ampliamente.

Cuando mis dos nuevos papás por fin llegaron a nuestra casa de un piso al final del Valle de San Joaquín, sus nervios estaban demolidos.

Y nuestra aventura familiar acababa de comenzar.

Creo que es importante formarse imágenes de las cosas en tu cabeza. Aunque estén equivocadas. Y casi siempre lo están.

Si pudieras verme, dirías que no encajo en ninguna categoría étnica fácilmente definible.

Soy lo que se conoce como una “persona de color”.

Y mis papás no lo son.

Son dos de las personas más blancas en el mundo (sin exagerar).

Son tan blancos que son casi azules. No tienen problemas de circulación; sólo no tienen mucho pigmento.

Mi mamá tiene el cabello rojo, muy delgado, y unos ojos azul pálido, pálido, pálido. Tan pálido que parecen grises. Que no lo son.

Mi papá es alto y prácticamente calvo. Tiene dermatitis seborreica, lo que significa que su piel parece estar siempre en estado de salpullido.

Esto me ha llevado a mucha observación e investigación, aunque para él esto no es ningún día de campo.

Si te estás imaginando a este trío y nos ves juntos, quiero que sepas que aunque no me parezco para nada a mis papás, de alguna manera muy natural parecemos una familia.

Al menos eso creo.

Y eso es lo que en verdad importa.

Además del número 7 tengo otras dos grandes obsesiones: las condiciones médicas y las plantas.

Con condiciones médicas me refiero a enfermedades humanas.

Me estudio a mí misma, por supuesto. Pero mis enfermedades han sido menores y sin riesgo de muerte.

Observo a mi mamá y a mi papá, pero no me dejan hacer mucho trabajo de diagnóstico de ellos.

La única razón por la que suelo dejar la casa (sin contar el campo-de-concentración, también conocido como primaria, y mi viaje semanal a la biblioteca central) es para observar enfermedades en la población.

Mi primera opción debería ser sentarme durante horas en un hospital, pero resulta que las enfermeras tienen un problema con eso.

Incluso si sólo estás en una sala de espera haciendo como que lees un libro.

Así que visito el centro comercial, que afortunadamente tiene una buena cantidad de enfermedades.

Pero no compro nada.

Desde que era pequeña, hago notas de campo y tarjetas de diagnóstico.

Me siento particularmente atraída por los padecimientos de la piel, de los que tomo fotografías sólo si el sujeto (y uno de mis papás) no está mirando.

Mi segundo interés: las plantas.

Están vivas, crecen, se reproducen, empujan y brotan del suelo a nuestro alrededor todo el tiempo.

Lo aceptamos sin darnos cuenta.

Abran los ojos, gente.

Es increíble.

Si las plantas hicieran sonidos, todo sería distinto. Pero se comunican con colores y figuras y tamaños y texturas.

No maúllan ni ladran ni trinan.

Creemos que no tienen ojos, pero ven el ángulo del sol y el ascenso de la luna. No sólo sienten el viento, por él cambian de dirección.

Antes de que pienses que estoy loca (lo cual siempre es una posibilidad), mira hacia afuera.

Ahora mismo.

Espero que lo que tengas a la vista no sea un estacionamiento o un edificio.

Me imagino que ves un árbol alto con hojas delicadas. Alcanzas a ver un campo abierto con pasto meciéndose. En la distancia hay hierbas creciendo entre las grietas de una banqueta. Estamos rodeados.

Te estoy pidiendo que prestes atención de una manera nueva y lo veas todo como algo Vivo.

Con V mayúscula.

Mi pueblo, como la mayoría del valle central de California, tiene clima desértico y es llano y seco y muy caliente durante más de la mitad del año.

Como nunca he vivido en otra parte, meses enteros en un lugar donde a la intemperie se está a más de 37.7 grados, me parece normal.

Lo llamamos verano.

A pesar del calor, es un hecho que el sol y la tierra fértil la hacen un área ideal para sembrar cosas una vez que añades agua a la ecuación.

Y yo lo hice.

Así que en donde antes había un rectángulo de pasto en la casa, ahora hay bambú de doce metros de alto.

Tengo árboles de cítricos (naranjas, toronjas y limas) a un costado de mi jardín de verduras.

Siembro uvas, una variedad de vides, flores anuales y perennes, y, en una pequeña área, plantas tropicales.

Conocerme es conocer mi jardín.

Es mi santuario.

Es más o menos una tragedia que no podamos recordar nuestros años más tempranos.

Siento que esos recuerdos podrían ser la llave a la pregunta de “¿Quién soy?”

¿Cómo fue mi primer pesadilla?

¿Cómo se sintió mi primer paso?

¿Cómo fue el proceso de toma de decisiones a la hora de dejar los pañales?

Tengo algunos recuerdos de bebé, pero la primera secuencia que recuerdo es del jardín de niños, no importa qué tanto haya intentado olvidar esa experiencia.

Mis papás dijeron que ese lugar iba a ser muy divertido.

No lo fue.

La escuela estaba a unas cuadras de mi casa y fue ahí donde cometí por primera vez el crimen de cuestionar al sistema.

La instructora, la Sra. King, nos acababa de mostrar un libro ilustrado muy popular. Tenía todas las marcas distintivas de la literatura preescolar: era repetitivo, tenía algunas rimas irritantes y cínicas mentiras científicas.

Recuerdo que la Sra. King le preguntó al grupo:

—¿Cómo los hizo sentir este libro?

La respuesta más apropiada, según ella, era “cansados”, porque la demasiado animada instructora nos forzaba a acostarnos en colchones de plástico durante veinte minutos después del “libro del lunch”.

La mitad del grupo se quedaba profundamente dormido.

Recuerdo claramente que un niño llamado Miles se hizo pipí en los pantalones dos veces y, con la excepción de un chico llamado Garrison (que, estoy segura, tenía algún tipo de síndrome de piernas inquietas), todos los demás parecían disfrutar mucho el descanso horizontal.

¿En qué estaban pensando esos chicos?

La primera semana, mientras mis compañeros dormían, yo me preocupé obsesivamente por la higiene del piso de linóleo.

Aún puedo escuchar a la Sra. King, con la espalda derecha y la voz estridente diciendo:

—¿Cómo los hizo sentir este libro?

Y después exageró algunos bostezos.

Recuerdo que miré a mis compañeros de celda, y pensé: “¿Podría alguien, quien sea, gritar la palabra cansado?”.

Yo no había dicho una sílaba durante mis cinco sesiones como estudiante, y no tenía ninguna intención de hacerlo.

Pero después de días de escuchar más mentiras de un solo adulto de las que había estado expuesta en toda mi vida —desde cómo unas hadas limpiaban el salón por la noche hasta explicaciones delirantes para los kits antiterremotos—, estaba en un punto de quiebre.

Así que cuando la maestra dijo específicamente:

—Willow, ¿cómo te hace sentir a ti este libro?

Tuve que decir la verdad:

—Me hace sentir muy mal. La luna no puede escuchar a alguien que le dice buenas noches; está a quinientos kilómetros de distancia. Y los conejos no viven en casas. También, creo que los dibujos no son muy interesantes.

Me mordí el labio inferior y experimenté el sabor metálico de la sangre.

—Pero, en realidad, escucharla leer el libro me hace sentir mal sobre todo porque significa que nos hará acostarnos en el suelo, y los gérmenes que hay ahí nos podrían enfermar. Hay una cosa llamada salmonella que es muy peligrosa. En especial para los niños.

Esa tarde aprendí la palabra rarita porque así era como me llamaban los otros chicos.

Cuando mi mamá fue a recogerme, me encontró llorando detrás del bote de basura en el patio.

Ese otoño me llevaron a ver a una consejera educativa, y la mujer hizo una evaluación. Les envió una carta a mis padres.

La leí.

Decía que era “altamente dotada”.

¿Las personas son “bajamente dotadas”?

¿O “medianamente dotadas”?

¿O sólo “dotadas”? Es posible que todas las etiquetas sean maldiciones. A menos que estén en productos de limpieza.

Porque en mi opinión no es buena idea ver a las personas como una cosa.

Cada persona tiene un montón de ingredientes que la hacen una creación única.

Todos somos guisos genéticos imperfectos.

Según la consejera, la Sra. Grace V. Mirman, el reto para los padres de alguien “altamente dotado” era encontrar maneras de mantener al niño comprometido y estimulado.

Pero creo que estaba equivocada.

Casi todo me interesa.

Me puedo comprometer con el arco del agua de un sistema de riego. Puedo mirar por un microscopio durante un periodo extremadamente largo.

El reto para mis padres era encontrar amigos que pudieran soportar a alguien así.

Todo esto me lleva a nuestro jardín.

Mamá y papá dijeron que buscaban enriquecer mi vida. Pero creo que algo era obvio desde el principio:

Las plantas no hablan.

Capítulo 3

Como una familia, nos lanzamos a sembrar cosas.

Tengo fotos de los primeros viajes a comprar semillas y escoger plantas jóvenes. Me veo exageradamente emocionada.

Desde el principio adopté mi vestuario de jardinería.

No cambió a través de los años.

Se podría decir que era mi uniforme.

Casi siempre usaba una playera caqui y un sombrero rojo para protegerme del sol. (El rojo es mi color favorito porque es muy importante en el mundo de las plantas.)

Tenía unos pantalones café con protección para las rodillas. Y botas de trabajo de cuero.

El diseño del vestuario tenía razones prácticas.

Mi cabello largo, rizado e ingobernable estaba recogido con algún tipo de pinza. Tenía unos anteojos (como los de los ancianos) para las inspecciones de cerca.

En mi jardín, con este uniforme, determiné (a través de análisis químicos a la edad de 7 años) que las marcas cafés que aparecieron en los muebles del jardín eran caca de abeja.

Estaba sorprendida de que nadie lo hubiera descubierto antes.

En un mundo ideal, yo habría pasado veinticuatro horas al día haciendo investigaciones.

Pero el descanso es decisivo en el desarrollo de la gente joven.

Calculé mis biorritmos exactos y necesitaba 7 horas y 47 minutos de sueño cada noche.

No sólo porque estuviera obsesionada con el número 7.

Que era el caso.

Pero así estaban hechos mis ciclos circadianos. Es algo químico.

¿No lo es todo?

Me dijeron que vivía demasiado dentro de mi cabeza.

Quizás por eso no me ha ido tan bien en la escuela y nunca he tenido muchos amigos.

Pero mi jardín me abrió una ventana hacia otras formas de compañía.

Cuando tenía ocho años, una parvada de loros salvajes, de cola verde, se mudó a la palmera que está por la cerca de madera.

Una pareja construyó un nido y pude presenciar el nacimiento de los loros bebés.

Cada uno de esos polluelos tenía su propio trino distintivo.

Estoy segura de que sólo la mamá loro de cola verde y yo sabíamos esto.

Cuando el más pequeño fue empujado del nido, yo lo rescaté y lo llamé Fallen.*

Con una cuidadosa alimentación de la palma de mi mano, que al principio era durante todo el día, pude ser una mamá loro.

Cuando Fallen era lo suficientemente fuerte como para volar, lo introduje de nuevo en su parvada.

Fue increíblemente satisfactorio.

Pero también me rompió el corazón.

Según mi experiencia, satisfactorio y rompecorazones suelen ir de la mano.

En la escuela, en la Primaria Rose, tuve una verdadera compañera.

Su nombre era Margaret Z. Buckle.

Ella inventó la Z porque no tenía un segundo nombre y guardaba fuertes sentimientos acerca de ser vista como un individuo.

Pero Margaret (no la llamen Peggy) se mudó el verano después de quinto año. Su mamá es una ingeniera petroquímica y fue transferida a Canadá.

A pesar de la distancia, pensé que Margaret y yo permaneceríamos cerca.

Y al principio así fue.

Pero supongo que la gente es más abierta en Canadá, porque en Bakersfield sólo éramos Margaret y yo contra el mundo.

Allá ella tiene todo tipo de amigos.

Ahora, en las raras ocasiones en que nos escribimos, me habla de su suéter nuevo. O de una banda que le gusta.

No quiere hablar sobre quiropterofilia, que es la polinización de plantas por los murciélagos.

Ya lo superó.

¿Quién puede culparla?

Con Margaret en Canadá, esperaba que la Secundaria Sequoia me abriera nuevas aventuras en la amistad.

No ha sido así.

Soy pequeña para mi edad, pero tenía muchas esperanzas puestas en volverme una “Gigante de Sequoia”.

Sólo el hecho de que la escuela tuviera un árbol como mascota parecía muy prometedor.

La escuela estaba al otro lado del pueblo y se suponía que me daría un inicio fresco, ya que todos los chicos de mi primaria se fueron a Emerson.

Mis padres obtuvieron un permiso especial del distrito para llevarme ahí.

Mamá y papá pensaban que no había encontrado un maestro que me entendiera. Yo creo que es más acertado decir que yo nunca comprendí a ninguno de mis maestros.

Hay una diferencia.

Justo antes de que comenzaran las clases, la anticipación que sentía era como esperar a que floreciera mi Amorphophallus paeoniifolius.

Tuve un periodo obsesionada con cultivar flores cadáver muy extrañas.

Lo que me llamó la atención en primer lugar fueron sus flores tan extrañas.

Los pétalos rojos purpúreos parecen sábanas de terciopelo que podrían forrar un ataúd. Y el estigma largo, agresivo, y amarillo que se proyecta desde el centro es como el dedo ictérico de un anciano.

Pero la reputación de estas plantas viene de su olor. Porque cuando florece es como si un cuerpo saliera del suelo.

El hedor es simplemente asqueroso. Vaya, se necesita tiempo para acostumbrarse.

Ningún animal se les acerca, mucho menos mastica la flor color vino, exótica y apestosa.

Es un perfume al revés.

Creía que ir a la secundaria cambiaría mi vida. Me veía como esa planta rara, preparada para desdoblar mis capas escondidas.

Pero de verdad esperaba que no fuera a apestar el lugar.

Intenté encajar.

Investigué a los adolescentes, lo que es interesante porque yo estaba a punto de convertirme en una.

Leí sobre el manejo de autos para adolescentes, los adolescentes que se escapan de casa y la tasa de deserción escolar adolescente. Y fue una sacudida.

Pero ninguna de mis investigaciones me dio mucha luz sobre el área que de verdad me interesaba:

La amistad adolescente.

Si le podemos creer a los medios, los adolescentes están muy ocupados rompiendo las reglas e intentando suicidarse y matar a todos a su alrededor para formar cualquier vínculo afectivo.

A menos, por supuesto, que este vínculo produzca un embarazo adolescente.

Sobre eso había mucha información.

Justo antes de empezar la secundaria me hicieron un examen físico.

El examen salió mucho, mucho, mucho mejor de lo esperado porque por primera vez tenía un problema médico real.

Llevaba doce años esperando a que esto sucediera.

Necesitaba lentes.

Sí, el nivel de corrección era escaso.

Y sí, pudo haber sido causado, en parte, por forzar la mirada (al parecer enfoco demasiado en algo frente a mí, como un libro o la pantalla de una computadora, y no miro hacia la distancia para reenfocar lo suficiente).

Así que me felicité por este logro porque yo esperaba tener algún tipo de miopía y ahora así era.

Después del examen fuimos al oftalmólogo y escogí mis anteojos. Me sentía atraída por los armazones que se parecían a los que usaba Gandhi.

Eran redondos, con armazón de metal, y muy “de vieja escuela”, según la mujer que se encarga de esa parte del proceso.

Lo cual era perfecto porque estaba avanzando hacia el nuevo mundo en paz.

Una semana antes del primer día de clases, tomé otra gran decisión.

Estábamos desayunando y le di un gran mordisco a mi comida de Inicio-Saludable, que consiste en hojas de betabel con semillas de linaza (ambas caseras), y dije:

—Ya sé qué me voy a poner para mi primer día en Sequoia.

Mi padre estaba en la cocina, mordiendo en secreto una dona. Yo hacía todo lo posible por mantener a estas personas lejos de la comida chatarra, pero lograban cubrir muchos de sus hábitos alimenticios.

Mi papá se tragó el pedazo de dona y preguntó:

—¿Y qué es?

Yo estaba complacida.

—Usaré mi ropa de jardinería.

Mi papá debió morder un gran pedazo de dona porque parecía que se le había atorado en la garganta. Logró decir:

—¿Estás segura?

Por supuesto que estaba segura. Pero me mantuve discreta.

—Sí. Pero no usaré binoculares, si es lo que te preocupa.

Mi mamá, que hasta ahora estaba vaciando el lavatrastes, se volteó. Pude ver su cara. Parecía de dolor. Quizás había sacado una carga entera de platos sucios, que es algo que había sucedido antes.

Su rostro se suavizó y dijo:

—Qué idea tan interesante, mi amor. Pero, me pregunto… ¿Crees que la gente lo entienda? Quizás sea mejor idea usar un color más brillante. Como algo rojo. Te encanta el rojo.

No lo entendían.

El primer día de secundaria era una oportunidad para hacer una nueva introducción. Necesitaba manifestarle al grupo un sentido de mi identidad y al mismo tiempo mantener escondidos algunos elementos básicos de mi carácter.

No pude dejar de explicarles:

—Es una declaración sobre mi compromiso con el mundo natural.

Intercambiaron miradas rápidas.

Mi papá tenía glaseado en los dientes, pero no iba a mencionarlo, especialmente después de que dijo:

—Claro. Tienes toda la razón.

Miré hacia mi plato de desayuno y comencé a contar las semillas de linaza, multiplicándolas por 7.

7 14 21 28 35 42 49 56 63 70
77 84 91 98 105 112 119 126 133 140
147 154 161 168 175 182 189 196 203 210
217 224 231 238 245 252 259 266 273 280
287 294 301 308 315 322 329 336 343 350
357 364 371 378 385 392 399 406 413 420
427 434 441 448 455 462 469 476 483 490
497 504 511 518 525 532 539 546 553 560

Es una técnica de escape.

La tarde siguiente, un ejemplar de la revista Vogue Teen apareció en mi cama.

En esa época del año, todas estas publicaciones estaban centradas en el “Regreso a clases”.

En la portada, una chica con el cabello del color de un plátano tenía la sonrisa más amplia que jamás había visto. El titular decía:

¿TU ATUENDO DICE LO QUE QUIERES QUE DIGA?

Nadie aceptó haberla puesto ahí.


* Caído, en inglés. [N. del T.]

Capítulo 4

Mis padres hicieron un par de sugerencias extrañas más antes del primer día de clases.

Decidí que ambos debieron quedar traumatizados cuando fueron adolescentes.

Esa primera mañana en una escuela completamente nueva, empaqué mi maleta roja con ruedas (diseñada para el viajero frecuente de negocios, pero adquirida para transportar mis libros y útiles) y nos dirigimos al auto.

Mi padre y mi madre insistieron en dejarme en la escuela. Pero ninguno de ellos, por instrucciones mías, me acompañaría adentro.

Había revisado el plano de los edificios y memoricé todo desde las alturas de los techos, las salidas de emergencia y las fuentes de electricidad.

Estaba preinscrita en inglés, matemáticas, español, educación física, estudios sociales y ciencias.

Con excepción de educación física, sabía bastante de esas materias.

Había calculado el tiempo necesario para recorrer los pasillos, así como los metros cúbicos de los armarios.

Podía recitar de memoria el reglamento para estudiantes de Sequoia.

Estaba ansiosa cuando nos estacionamos en la entrada, pero estaba segura de una cosa:

Estaba lista para la secundaria.

Estaba equivocada.

El lugar era tan ruidoso.

Las chicas gritaban y los chicos se atacaban físicamente.

Al menos eso parecía.

Odié quitarme mi sombrero panamá rojo.

Era mi color característico pero, después de todo, era un sombrero para el sol.

Apenas había dado cuatro pasos dentro de la turba cuando una chica se me acercó.

Se puso frente a mí y dijo:

—El excusado del segundo gabinete está descompuesto. Es asqueroso.

Saludó con el brazo a otros come-carne y se fue.

Me tomó unos momentos procesar su declaración.

¿Me estaba haciendo algún tipo de advertencia?

Podía verla hablando con dos chicas junto a una hilera de casilleros y no tenía la misma intensidad.

Miré a través de la multitud y vi a un hombre delgado, de cabello negro, jalando un carrito. Estaba lleno de artículos de limpieza. Dos trapeadores estaban amarrados en la parte trasera.

Lo miré y me di cuenta de que estábamos vestidos igual.

Pero él estaba jalando un carrito de limpieza, no una maleta con ruedas con la capacidad de rotar en 360°.

Y después tuve un pensamiento perturbador: era posible que aquella chica pensara que yo era una trabajadora de intendencia.

Duré menos de tres horas.

El lugar me provocó náuseas severas. Por razones de salud y de seguridad, fui a la oficina e insistí en llamar a casa.

Esperé afuera, en la acera, y sólo ver el auto de mamá en la distancia me hizo respirar con más facilidad.

Cuando me subí, mi madre dijo de inmediato:

—Los primeros días siempre son difíciles.

Si yo fuera el tipo de persona que llora, seguramente lo habría hecho, pero no está en mi carácter. Casi nunca lloro. En su lugar, sólo asentí con la cabeza y miré por la ventana.

Así puedo desaparecer dentro de mí.

En casa pasé el resto de la tarde en mi jardín.

No aré el suelo ni escardé las camas de flores ni intenté injertar ramas; me senté en la sombra y escuché mis lecciones de japonés.

Esa noche me descubrí mirando el cielo por la ventana y contando de 7 en 7 durante lo que resultó ser un nuevo récord.

Traté de ir con la corriente.

Pero lo que aprendí y lo que me enseñaban no tenían nada que ver.

Mientras mis maestros trabajaban sobre lo riguroso de sus materias, yo me sentaba en la parte trasera, aburrida hasta el cansancio. Ya me sabía todo, así que en su lugar estudié al resto de los estudiantes.

Llegué a un par de conclusiones sobre la experiencia de la secundaria:

La ropa era muy importante.

En mi opinión, si el mundo fuera perfecto, todo el mundo usaría batas de laboratorio en escenarios educativos, pero obviamente eso no estaba sucediendo.

El adolescente promedio estaba dispuesto a usar atuendos muy incómodos.

Según mis observaciones, entre más creces más te gusta la palabra cómodo.

Es por eso que la mayoría de los ancianos usan pantalones con elástico en la cintura. Si es que usan pantalones. Esto podría explicar porqué a los abuelos les encanta comprar piyamas y batas de baño a sus nietos.

Los atuendos que mis compañeros usaban eran, en mi opinión, o muy apretados o muy flojos.

Al parecer, usar algo que te quedara bien no era aceptable.

Los cortes de pelo y los accesorios eran definitorios.

El color negro era muy popular.

Algunos estudiantes se esforzaban mucho en destacar.

Otros hacían un esfuerzo igual para mezclarse con los demás.

La música era una suerte de religión.

Parecía juntar a las personas, y también distanciarlas. Identificaba a un grupo y prescribía maneras de comportarse y reaccionar.

La interacción entre las especies masculina y femenina era variada e intensa, y altamente impredecible.

Había más contacto físico del que pensé que habría.

Algunos estudiantes no tenían inhibiciones en lo absoluto.

No se le prestaba atención a la nutrición.

La mitad de los chicos no comprendía bien la palabra desodorante.

Y la palabra increíble se utilizaba demasiado.

Su codo izquierdo revela la quinta forma de la psoriasis, una condición eritrodérmica caracterizada por enrojecimiento intenso en áreas grandes. Una aplicación de 2.5% de cortisona combinada con exposición regular al sol, sin quemaduras, por supuesto, sería mi recomendación para sanar.

Pero no lo hice.

Tenía muy poca experiencia con la autoridad. Y cero experiencia como médico practicante.

Sólo me enconché.

Lo que siguió fue un interrogatorio unidireccional de 47 minutos.

La directora, incapaz de demostrar mi engaño, pero segura de que había sucedido, por fin me dejó ir.

Pero no antes de elaborar una petición formal para que yo viera a un consejero en las oficinas principales del distrito.

Ahí es adonde mandaban a los niños problema.

El nombre de mi consejero era Dell Duke.