Charles Darwin

 

Autobiografía

 

 

Ilustraciones de Iban Barrenetxea

 

Traducción de Íñigo Jáuregui

 

 

 

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Charles Darwin (El Monte, Shrewsbury, 1809 - Downe, 1882).

Charles Robert Darwin fue un naturalista inglés que postuló que todas las especies de seres vivos han evolucionado con el tiempo a partir de un antepasado común, mediante un proceso denominado selección natural. La evolución fue aceptada como un hecho por la comunidad científica y por buena parte del público en vida de Darwin, mientras que su teoría de la evolución mediante selección natural no fue considerada como la explicación primaria del proceso evolutivo hasta los años treinta. Actualmente constituye la base de la síntesis evolutiva.

 

 

 

Título original: The Autobiography of Charles Darwin

 

© De las ilustraciones: Iban Barrenetxea

© De la traducción: Íñigo Jáuregui

Edición en ebook: marzo de 2019

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-84-17651-30-5

 

Diseño de colección: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Autobiografía

 

 

Cubierta«Al haberme escrito un editor alemán para pedirme un relato del desarrollo de mi mente y carácter, junto con un esbozo de mi autobiografía, he pensado que la empresa me divertiría y podría interesar a mis hijos o nietos. Sé que a mí me habría interesado mucho haber leído un bosquejo, aunque fuera breve y aburrido, de la mente de mi abuelo escrito por él mismo, y de lo que pensaba e hizo y de cómo trabajaba. He tratado de escribir el siguiente relato sobre mí mismo como si fuera un muerto en el otro mundo que recapitulara su vida. Esto no me ha resultado difícil, porque mi vida pronto tocará a su fin, ni tampoco me he preocupado por cuestiones de estilo».

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Índice

 

 

Portada

Autobiografía

Prefacio

Introducción

Cambridge, 1828-1831

El viaje del Beagle: Del 27 de diciembre de 1831 al 2 de octubre de 1836

De mi regreso a Inglaterra, el 2 de octubre de 1836, a mi boda, el 29 de enero de 1839

Las creencias religiosas

Desde mi boda, el 29 de enero de 1839, y residencia en la calle Upper Gower, hasta que nos fuimos de Londres para instalarnos en Down, el 14 de septiembre de 1842

Residencia en Down, del 14 de septiembre de 1842 hasta la actualidad, 1846

Mis diversas publicaciones

Apéndice biográfico

Promoción

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Sobre Charles Darwin

Créditos

Contraportada

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Esta es la historia de los prodigios que sucedieron la tarde del 11 de diciembre, cuando sus protagonistas hicieron aquello que se les había prohibido. Quizá creas que ya conoces todas esas cosas desagradables que te podrían llegar a ocurrir si eres desobediente, pero hay algunas que ni siquiera tú conoces, y que ellos tampoco conocían.

Se llamaban George y Jane.

Aquel año no se habían lanzado fuegos artificiales el 5 de noviembre, Noche de las Hogueras, ya que el heredero al trono no se encontraba bien. Le estaba naciendo su primer diente, un momento de gran apuro para cualquier persona, incluso para alguien de la familia real. Lo estaba pasando tan mal que echar fuegos artificiales habría sido de muy mal gusto, incluso en Land’s End o en la isla de Man, mientras que en Forest Hill, donde vivían Jane y George, ni siquiera se lo habían planteado. Hasta en el Palacio de Cristal, donde reina la frivolidad, se habían dado cuenta de que no era tiempo de girándulas.

Pero, cuando por fin le asomó el diente al príncipe, las celebraciones no solo se consideraron admisibles, sino incluso recomendables, y de esta forma se proclamó el 11 de diciembre como el Día de los Fuegos Artificiales. Todos estaban ansiosos por demostrar su lealtad y al mismo tiempo divertirse. Así que se lanzaron cohetes y se organizaron procesiones con antorchas, además de elaborados montajes en el Palacio de Cristal, donde se pudo leer: «Bendigamos a nuestro príncipe» y «Larga vida a nuestro querido infante» en letras de fuego de vivos colores. Los internados más exclusivos concedieron a sus alumnos la tarde libre y hasta los hijos de fontaneros y escritores recibieron dos peniques para que se los gastasen como les apeteciese.

George y Jane disponían de seis peniques cada uno. Se gastaron hasta el último de ellos en una «lluvia dorada» que tardó siglos en prender. Cuando por fin se encendió, se apagó casi al instante, por lo que tuvieron que conformarse con observar los fuegos artificiales del jardín de los vecinos y los del Palacio de Cristal, que eran realmente majestuosos.

Todos sus familiares estaban acatarrados, así que a Jane y a George les dejaron salir solos al jardín para lanzar sus fuegos. Jane se había abrigado con su capa de pieles y sus gruesos guantes, y llevaba la capucha que habían forrado con la piel de zorro plateado de un viejo manguito que había pertenecido a su madre. George se había puesto su abrigo de tres capas, una bufanda y la gorra de viaje de piel de foca de su padre, que se podía doblar hacia abajo para proteger las orejas.

El jardín estaba oscuro, pero los fuegos artificiales que se veían por todas partes lo teñían todo de alegría y, a pesar de que los niños tenían frío, se estaban divirtiendo de lo lindo.

Se encaramaron a la valla al fondo del jardín para ver mejor. Y lo que vieron, muy lejos, allá en el horizonte oscuro del mundo, fue una resplandeciente hilera de hermosas luces, dispuestas en orden como si fuesen las lanzas de un ejército mágico.

—Oh, qué bonito —dijo Jane—. Me pregunto qué serán. Parece como si las hadas hubiesen plantado pequeños álamos brillantes y los hubiesen regado con luz líquida.

—¿Luz líquida? ¡Paparruchas! —exclamó George. Ya iba a la escuela, por lo que sabía que aquello era la aurora boreal, también conocida como las luces del norte. Y eso fue lo que dijo.

—¿Pero qué es la «rora-bora» o como se llame? —preguntó Jane—. ¿Quién la enciende? ¿Y para qué sirve?

George se vio obligado a admitir que aquello aún no lo había estudiado.

—Pero lo que sí sé —explicó— es que está relacionada con la Osa Mayor, el Arado y el Carro o el Carro de Carlos.

—¿Y esos qué son? —insistió Jane.

—Oh, son los apellidos de algunas de las familias de estrellas. Ahí va un cohete fantástico —respondió George, y a Jane le pareció que casi había entendido las familias de las estrellas.

Las lanzas mágicas de luz centelleaban y resplandecían: eran mucho más hermosas que el crepitar de la gran hoguera que llameaba y humeaba en el jardín contiguo al de sus vecinos, más hermosas incluso que los fuegos de colores del Palacio de Cristal.

—Ojalá pudiésemos verlas desde más cerca —dijo Jane—. Me pregunto si las familias de estrellas son agradables, de esa clase con la que a madre le gustaría que tomásemos el té si nosotros fuésemos pequeñas estrellas.

—Tonta, no son de esa clase de familias —replicó con voz cariñosa su hermano, que trató de explicárselo—. Si digo «familias» es porque una niña como tú no habría entendido la palabra «constel…» y, además, me he olvidado de cómo acaba. De cualquier forma, todas las estrellas viven en el cielo, así que tampoco puedes ir a tomar el té con ellas.

—No —dijo Jane—, a lo que me refería es si nosotros fuésemos estrellas pequeñas.

—Pero no lo somos —dijo George.

—No —admitió Jane con un suspiro—. Ya lo sé. No soy tan tonta como crees, George. Pero las «rora-boras» están en algún lugar del horizonte. ¿No podríamos acercarnos a verlas?

—Teniendo en cuenta que tienes ocho años aún te falta un poco de sentido común. —George le dio unas pataditas a la empalizada para calentarse los pies—. Están a medio planeta de distancia.

—Pues parece que estén muy cerca —comentó Jane, subiendo los hombros para calentarse el cuello.

—Están cerca del polo norte —explicó George—. Mira, la aurora boreal me importa un pepino, pero no me importaría descubrir el polo norte: es algo increíblemente difícil y peligroso, pero luego regresas a casa y escribes un libro sobre ello, con un montón de ilustraciones, y todo el mundo habla de lo valiente que eres.

Jane se bajó de la valla.

—Oh, George, venga, vamos —pidió—. Nunca tendremos otra oportunidad como esta, ahora que estamos solos, y que además es tan tarde.

—No me lo pensaría dos veces si no fuese por ti —contestó George, apesadumbrado—, pero ya sabes que se quejan de que siempre te estoy metiendo en líos. Y si llegásemos al polo norte lo más seguro es que nos mojaríamos las botas; recuerda lo que nos han dicho de no pisar la hierba.

—Se referían al césped —dijo Jane—. Pero no vamos a pisar el césped. Oh, George, por favor, vamos. No parece que esté demasiado lejos. Estaríamos de vuelta antes de que se enfaden de verdad.

—De acuerdo —cedió George—. Pero ten bien claro que yo no quiero ir.

Y de esta forma se marcharon. Saltaron la valla, que estaba fría y empezaba a ponerse blanca y reluciente a causa de la helada, para acceder al jardín de al lado, del que se escabulleron tan rápido como les fue posible. Y más allá se encontraron una finca donde ardía otra gran hoguera, rodeada de un círculo de personas que más bien parecían sombras oscuras.

—Parecen indios —observó George, que quería pararse a mirar. Pero Jane le dio un empujón y dejaron atrás la hoguera. Atravesaron un hueco que se abría en un seto y entraron en una nueva finca, también a oscuras. A lo lejos, más allá de un buen número de más fincas oscuras, brillaban las luces del norte, titilantes y centelleantes.

Durante el invierno las regiones árticas se extienden hacia el sur mucho más de lo que consignan los mapas. Muy pocos lo saben, aunque podrían deducirlo por el hielo que se forma en las jarras por la mañana. Y, justo cuando George y Jane marchaban en dirección al polo norte, las regiones árticas habían descendido hasta casi llegar a Forest Hill, así que, a medida que los chicos avanzaban en su caminata, hacía cada vez más frío, hasta que vieron que los campos estaban cubiertos de nieve y que de setos y verjas colgaban grandes carámbanos. Pero la aurora boreal aún parecía muy lejana.

Atravesaban un prado irregular y nevado cuando Jane reparó por primera vez en los animales. Eran conejos y liebres de color blanco, así como toda clase de pájaros blancos de distintos tamaños, junto con otras criaturas más grandes, escondidas al abrigo de los setos; Jane estaba segura de que se trataba de lobos y osos.

—Me refiero a osos polares y lobos árticos, por supuesto —aclaró, ya que no quería que George pensase otra vez que era tonta.

El prado estaba cerrado por un seto alto, cubierto de nieve y carámbanos, pero los niños encontraron un agujero y, como en ese tramo concreto no parecía haber ni osos ni lobos, se arrastraron agazapados y salieron gateando por una zanja helada al otro lado. Sin aliento, se detuvieron, paralizados de admiración.

Porque ante ellos, como una larga línea en dirección a la aurora boreal, se extendía una ancha carretera de puro hielo negro, flanqueada por esbeltos árboles relucientes de escarcha blanca, y de cuyas ramas colgaban guirnaldas de estrellas hilvanadas con finos rayos de luz de luna, tan brillantes que parecía que se había hecho de día por arte de magia. Eso fue lo que dijo Jane, pero George le respondió que se trataba de la iluminación eléctrica del Centro de Exhibiciones Earls Court.

Las filas de árboles, que parecían trazadas con tiralíneas, se perdían en la distancia, y en su extremo final brillaba la aurora boreal.

En un letrero, cubierto de nieve plateada, los niños leyeron, escrito con hielo puro: «Por aquí se va al polo norte».

—Sea por aquí o no, reconozco un tobogán cuando veo uno. Allá vamos —dijo George, echando a correr por la nieve congelada. En cuanto lo vio, Jane lo imitó y ambos empezaron a deslizarse, con los pies separados uno de otro medio metro, por el tobogán que conduce hasta el polo norte.

Este tobogán se ideó pensando en la comodidad de los osos polares, quienes, durante los meses de invierno, se proveen de comida en los almacenes del Ejército y la Marina: no hay otro tobogán mejor en todo el mundo. Si nunca os lo habéis encontrado, se debe a que no permiten lanzar fuegos artificiales el 11 de diciembre y a que nunca habéis sido traviesos y desobedientes de verdad. Pero no lo seáis solo porque esperáis dar con el gran tobogán, ya que quizá os encontréis algo muy distinto y entonces lo lamentaréis.

En este sentido, el gran tobogán es como todos los demás: una vez empiezas a deslizarte tienes que seguir hasta el final —a no ser que te caigas—, donde apenas duele, como si fuese uno de esos pequeños que colocan en los estanques. El gran tobogán corre colina abajo, por lo que cada vez vas cogiendo más velocidad, más y más y más. George y Jane descendieron tan rápido que ni siquiera les dio tiempo a contemplar el paisaje. Solo vieron hileras de árboles helados y las luces centelleantes, mientras dejaban atrás, a cada lado, un ancho mundo blanco y una gran noche negra. Sobre ellos, al igual que en los árboles, las estrellas brillaban como lámparas plateadas y, en la distancia, refulgía y titilaba la hilera de lanzas encantadas, como expresó Jane.

—Puedo ver la aurora muy cerca —contestó George.

Es muy agradable deslizarse sin parar sobre un hielo puro y oscuro. Especialmente si tienes la sensación de que te diriges a alguna parte, y más aún si tu destino no es otro que el polo norte. Los pies de los chicos resbalaban sin hacer ruido mientras avanzaban en medio de un hermoso silencio blanco. Pero, de repente, un grito resonó sobre la nieve y rompió en añicos la quietud.

—¡Eh! ¡Vosotros! ¡Deteneos!

—¡Frena, por lo que más quieras! —gritó George, dando una voltereta, la única forma de parar. Jane le cayó encima y, a continuación, se arrastraron a cuatro patas hasta la nieve en el borde del tobogán, donde se encontraron con un atlético caballero que lucía una gorra con visera y un bigote helado, como los que se ven en los dibujos de exploradores árticos, escopeta en mano.

—Por casualidad no llevaréis unas balas encima, ¿verdad? —les preguntó.

—No —respondió George, y era verdad—. Tenía cinco cartuchos del revólver de mi padre, pero me los quitaron el día que nuestra niñera puso mis bolsillos del revés para comprobar si por error me había llevado la manilla de la puerta del baño.

—Desde luego —dijo el caballero—, esa clase de accidentes pueden ocurrir. Entonces, ¿no lleváis armas de fuego, supongo?

—No tengo armas de fuego —contestó George—, pero sí fuegos artificiales. No es más que un petardo que me dio un chico, y tampoco sé si vale de mucho. —Empezó a rebuscar entre los trozos de cordel, caramelos de menta, botones, lápices y plumines, tizas y sellos extranjeros que llevaba en los bolsillos de sus bombachos.

—Quizá hasta me valga y todo —comentó el caballero, extendiendo la mano.

Pero Jane le tiró de la manga al hermano.

—Pregúntale para qué lo quiere —susurró.

El atlético caballero se vio obligado a confesar que quería los fuegos para cazar una perdiz nival. Cuando se acercaron a mirar, se encontraron nada más y nada menos que con la perdiz nival, sentada entre la nieve, pálida y preocupada, esperando ansiosa a que aquel asunto se decidiese de una forma u otra.

George guardó todo de nuevo en los bolsillos.

—No, no voy a dárselo. La temporada de caza acabó ayer, que se lo oí decir a mi padre, así que no sería justo. Lo siento mucho, pero no puedo dárselo. ¡No hay más que hablar!

El caballero no respondió. Se limitó a amenazar a Jane con el puño. A continuación se montó en el tobogán e intentó deslizarse en dirección al Palacio de Cristal, lo cual no resultaba nada fácil porque había que ir cuesta arriba. Se marcharon y allí lo dejaron, empeñado en conseguirlo.

Antes de reanudar su marcha la perdiz nival les dio las gracias con unas breves pero bien escogidas palabras. Echaron a correr, inclinándose hacia un lado, para volver a deslizarse por el gran tobogán, en dirección al polo norte y las hermosas y parpadeantes luces.

El tobogán parecía no acabar nunca y les daba la impresión de que las luces seguían todavía muy lejos. El silencio blanco los envolvía mientras se deslizaban por el ancho y helado sendero. Y entonces, de nuevo, alguien gritó y la tranquilidad volvió a quebrarse.

—¡Eh! ¡Vosotros! ¡Deteneos!

—¡Frena, por lo que más quieras! —gritó George, dando otra voltereta como la anterior, la única forma posible de parar, y Jane volvió a caerle encima. Se arrastraron hasta el borde y de repente se encontraron con un coleccionista de mariposas, en busca de ejemplares con la ayuda de unas gafas y una red azules, así como un libro ilustrado del mismo color.

—Disculpad —dijo el coleccionista—, pero ¿no llevaréis algo parecido a una aguja, una aguja muy larga?

—Yo tengo un costurero —respondió Jane con educación—, pero ya no me quedan agujas. George se las llevó todas para hacer todos esos artilugios con corchos que vienen en Experimentos científicos para niños y El mecánico novato. Al final no los hizo, pero no me las ha devuelto.

—Qué curioso —comentó el coleccionista—. Yo también necesitaba una aguja para algo relacionado con un corcho.

—En mi capa llevo un imperdible —dijo Jane—. Lo utilizo para sujetar las pieles después de que una vez se enganchasen con una punta en la puerta del invernadero. Es muy largo y está afilado. ¿Podría servirle?

—Quizá hasta me valga y todo —respondió el coleccionista y Jane se puso a buscar el imperdible. Pero George la pellizcó en el brazo.

—Pregúntale para qué lo quiere —susurró.

El coleccionista tuvo que reconocer que quería el alfiler para clavar la gran polilla ártica, un «ejemplar magnífico —añadió— que estoy deseando conservar».

Y, como era de esperar, en la red del cazamariposas del coleccionista se encontraba la gran polilla ártica, escuchando la conversación con gran atención.

—Oh, ¡no puedo! —exclamó Jane. Y, mientras George le explicaba al coleccionista que preferirían no darle el imperdible, ella abrió los pliegues azules del cazamariposas y le preguntó por lo bajo a la polilla si no le importaría salir solo un momento. Cosa que hizo.

Cuando el coleccionista vio que la polilla estaba en libertad, no se sintió tan enfadado como apenado.

—Vaya, vaya —se lamentó—. ¡Toda una expedición ártica que se echa por la borda! Tendré que volver a casa y empezar a planificar otra. Y eso implica escribir un montón de papeles y otras gestiones. Qué niña más inconsciente debes de ser…

Reanudaron la marcha, mientras él intentaba subir cuesta arriba hacia el Palacio de Cristal.

Cuando la gran polilla ártica les hubo dado las gracias de una forma apropiada, George y Jane echaron a correr, inclinándose hacia un lado, para deslizarse de nuevo, entre las brillantes farolas que flanqueaban el tobogán, en dirección al polo norte. Resbalaban cada vez más rápido, y las luces que tenían delante brillaban cada vez más y más, hasta que no eran capaces de mantener los ojos abiertos, sino que tenían que parpadear y pestañear al mismo tiempo que avanzaban. De repente, el tobogán terminó en un inmenso montón de nieve, contra el que George y Jane salieron despedidos porque no habían sido capaces de frenar. La nieve era tan suave que los cubrió hasta las mismísimas orejas.

Cuando por fin consiguieron salir del montón, se sacudieron el uno al otro para quitarse la nieve y, haciendo visera con la mano, miraron a su alrededor. Y allí, justo delante de ellos, vieron la mayor de las maravillas —el polo norte— que se erguía como un faro de hielo, blanco y resplandeciente. Estaba tan cerca que tuvieron que echar la cabeza hacia atrás todo lo que pudieron para divisar la cima, de lo alta que estaba. Era de hielo de arriba abajo. Habréis oído a un montón de adultos decir tonterías sobre el polo norte, y cuando vosotros seáis adultos, quizá también repitáis esas mismas tonterías (hasta lo que parece más improbable puede llegar a suceder), pero en lo más recóndito de vuestro corazón debéis recordar siempre que el polo norte está hecho de hielo puro y, si lo pensáis bien, no podría ser de otro modo.

Alrededor del polo, rodeado como por un anillo reluciente, ardían cientos de pequeñas hogueras, cuyas llamas no crepitaban ni se retorcían, sino que ascendían, azules y verdes y sonrosadas, en vertical como si fuesen tallos de azucenas.

Así las comparó Jane, pero a George le parecieron más bien palos de escoba.

Y estas llamas eran la aurora boreal, que los niños habían visto desde tan lejos como Forest Hill.

El suelo era bastante llano, cubierto de nieve compacta y suave, que brillaba y relucía como la cobertura de una tarta de cumpleaños que ha sido glaseada en casa. Las que hacen en las tiendas ni brillan ni relucen, ya que al azúcar glas le añaden harina.

—Es como un sueño —dijo Jane.

—Es el polo norte. Piensa en el lío que siempre monta todo el mundo para llegar hasta aquí y, la verdad, no nos ha dado ningún trabajo —comentó George.