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Rafael Barrett

Antología

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-735-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-433-6.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 11

La vida 11

El dolor paraguayo 13

El mercado 13

Mujeres que pasan 13

Rincón de selva 14

En la estancia 14

De paso 18

Guaraní 25

La poesía de las piedras 28

Herborizando 30

Las bestias-oráculos 33

Sueños 37

Diabluras familiares 39

Entierros 41

El pombero 43

Magdalena 45

Un viaje en tramway 47

Doctores 49

Revólver 50

Un intelectual 52

Jurados 55

El veterano 57

Panta 59

El manicomio 61

Lo que he visto 63

El odio a los árboles 65

Instrucción primaria 67

El maestro y el cura 70

Los niños tristes 72

Verdades amargas 75

Hogares heridos 77

El negocio 80

La crisis 82

El empréstito 85

Oro sellado 87

El obrero 89

La tierra 92

La huelga 98

El problema sexual 104

De política 110

El virus político 112

Las autoridades 115

Pequeñeces terribles 117

La instrucción y la política 119

El tormento 121

Los trofeos 123

La tortura 125

El estado y la sombra 128

Fracaso de la violencia 130

Después de la matanza 132

La revolución 133

Bajo el terror 136

Lo que son los yerbales 139

La esclavitud y el estado 139

Decreta 140

El arreo 143

El yugo en la selva 146

Degeneración 149

Tormento y asesinato 152

El botín 155

La cuestión social 158

I. El pasado 158

II. Evolución del socialismo 163

III. La cuestión social en el Paraguay 173

Otros escritos 177

La eterna agonía 179

El genio nacional 181

La verdad 183

Tristezas de la lucha 185

Tiros en el Paraguay 188

Horas de angustia 191

Patriotismo 193

Más allá del patriotismo 195

La patria y la escuela 196

Esclavitud 198

No mintáis 200

De cuerpo presente 202

La inundación 204

El leproso 206

La enamorada 209

Gallinas 212

El progreso 213

El terror argentino 235

La tierra. Los salarios 237

Psicología de clase 240

El terrorismo 249

Libros a la carta 253

Brevísima presentación

La vida

Rafael Barrett (Torrelavega, Cantabria, 7 de enero de 1876-Arcachón, Francia, 17 de diciembre de 1910). España.

Fue un escritor —narrador, ensayista y periodista— que hizo la mayor parte de su obra en Paraguay. Barrett es conocido por sus cuentos y sus ensayos filosóficos y su defensa del anarquismo.

El nombre completo de Barrett es Rafael Ángel Jorge Julián Barrett y Álvarez de Toledo. Nació en una familia adinerada hispano-inglesa, su padre era George Barrett Clarke, natural de Coventry y su madre María del Carmen Álvarez de Toledo, natural de Villafranca del Bierzo. Con veinte años se fue a estudiar ingeniería a Madrid, donde hizo amistad con Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu y otros miembros de la Generación del 98. Vivió como un aventurero, entre los casinos, sus numerosas amantes, y las visitas a los salones literarios de París y Madrid.

En 1902 Barrett agredió al duque de Arión, en plena sesión de gala del Circo de París. El duque presidía un Tribunal de Honor que lo inhabilitó para batirse en duelo con el abogado José María Azopardo. Tras este incidente viajó a Argentina y comenzó a escribir en la prensa.

En 1904 se fue a Paraguay como corresponsal del diario argentino El Tiempo para cubrir la revolución liberal. Y en diciembre Barrett se instaló en Asunción y trabajó en la Oficina de Estadística. En 1905 se casó con Francisca López Maíz, y participó en la creación del grupo y tertulia literaria «La Colmena».

En 1907, nació en Areguá su único hijo, Alejandro Rafael. En julio de 1908, tras el golpe militar del mayor Albino Jara, Barrett organizó la atención a los heridos en las calles de Asunción. El 3 de octubre del mismo año, Barrett es apresado como consecuencia de las denuncias sobre abusos y torturas que publicó en Germinal (su periódico anarquista) y el 13 de octubre, gracias a las gestiones del cónsul inglés, Barrett fue liberado y desterrado a Corumbá en el Matto Grosso brasileño. En febrero de 1909 la situación política había mejorado en Paraguay. Aunque el estado de sitio no fue levantado hasta marzo, Barrett recibió garantías y se instaló cerca de Asunción. En septiembre de ese se fue a Francia para seguir un tratamiento contra la tuberculosis.

Su paso por Argentina, Uruguay, y en particular Paraguay, lo definieron como literato mientras continuaba escribiendo para la prensa. Las miserables condiciones de vida en gran parte de Sudamérica influyeron en sus escritos. Su postura anarquista lo enfrentó a las clases pudientes y al gobierno de Paraguay (que lo encarceló varias veces).

La obra de Rafael Barrett es poco conocida y se publicó en periódicos de Paraguay, Uruguay y Argentina. Durante su vida solo publicó un libro, Moralidades actuales. Sin embargo, su pensamiento ha tenido una notable influencia en Latinoamérica. Algunas de sus ideas se enmarcan en el estilo regeneracionista, propio del pensamiento español tras el 98 que tuvo sus principales exponentes en Costa, Isern y Picavea.

Barrett murió el 17 de diciembre de 1910 a las cuatro de la tarde en el Hotel Regina Forêt en Arcachón, asistido por su tía Susana Barrett.

El dolor paraguayo

He entresacado de mi labor literaria de los últimos años los artículos referentes al Paraguay y aquí los he reunido. Resígnese pues el lector a los defectos propios de semejantes recopilaciones.

Es de estricta justicia mencionar al frente del libro la discreta colaboración de mi mujer, cuyo espíritu sutil alegra algunas de estas páginas.

R. B.

1909

El mercado

Bajo un Sol que a la pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las mujeres, envueltas en sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de pájaros blancos que no acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos o acurrucados, están inmóviles. Con un noble ademán profético guardan de la luz sus negros ojos, señores de la llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr acarician la tierra, hay cosas humildes y necesarias, huevos tibios, «chipa» tierno que sirve de pan y de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y sandías frescas como una fuente a la sombra. Apenas se habla. Nadie ofrece, regatea ni discute. Una dignidad melancólica en las figuras y en los movimientos. Las niñas tienen miradas serias y el reflejo de un pasado sobre su frente vacía. Más tarde abandonarán al emponchado su cintura cimbreante de hembras descalzas, sus senos oscuros y su boca parda, con el mismo gesto silencioso...

Mujeres que pasan

Apenas son mujeres todavía... La costumbre de caminar descalzas, con el cántaro de Rebeca a la cabeza, les ha dado un andar fiero y flexible que ondula sus cuerpos jóvenes, ramas primaverales donde tiemblan los divinos frutos de los pechos. Casi tan inteligentes como manos, los pies desnudos y hábiles de esas niñas palpan la tierra caliente, poniendo en ridículo nuestros obscenos pies civilizados, cuyos dedos exangües, difuntos, callosos, retorcidos, engomados los unos a los otros, dedos de momia, ostentan la fealdad grotesca de lo impotente. ¡Tristes pezuñas charoladas! Las mujeres del pueblo no tienen contradicciones en su carne ni en sus almas sencillas y robustas.

Pasan con la suavidad tenue de un suspiro. Sus grandes ojos negros os miran de par en par, cándida y atentamente. Van serias, quizá graves. Vienen del insondable pasado y están impregnadas de verdad. Graciosas y pasivas, son el sexo terrible en que nacemos y nos agotamos, sagrado como la tierra; son el amor a quien se inclinan nuestros labios sedientos y nuestras almas hastiadas.

Rincón de selva

El cimiento innumerable y retorcido sale de tierra en el desorden de una desesperación paralizada. Los troncos, semejantes a gruesas raíces desnudas, multiplican sus miembros impacientes de asir, de enlazar, de estrangular; la vida es aquí un laberinto inmóvil y terrible; las lianas infinitas bajan del vasto follaje a envolver y apretar y ahorcar los fustes gigantescos. Un vaho fúnebre sube del suelo empapado en savias acres, humedades detenidas y podredumbres devoradoras. Bajo la bóveda del ramaje sombrío se abren concavidades glaciales de cueva donde el vago horror del crepúsculo adivina emboscada a la muerte y tan solo alguna flor del aire, suspendida en el vacío, como un insecto maravilloso, sonríe al azar con la inocencia de sus cálices sonrosados.

En la estancia

He aquí la naturaleza auténtica, el augusto desierto. En los sitios que hasta ahora conocía del Paraguay, el terreno y la vegetación me parecían querer acercarse, rodear e imitar al hombre, acompañarle en sus humildes cultivos, en su vida sedentaria y pequeña, ofreciéndole horizontes menudos, ondulaciones perezosas, perspectivas acortadas más bien por inextricables jardines que por selvas vírgenes, aguas delgadas y lentas, matices homogéneos y suaves, paisajes estrechos, de una placidez familiar y casi doméstica, de una tenue melancolía de viejo vergel abandonado. Aquí las cosas no nos recuerdan, no nos ven: llanuras sin término, de un pasto de búfalos, cruzadas por traidores esteros; bosques que ponen una severa barra oscura en el confín de lo visible; malezales cómplices del tigre y de la víbora; peligro y majestad. Ni el azar mismo nos concilia con esta soledad definitiva. Nada de humano nos circunda. Pudo el antropoide, tronco de nuestra extraña especie, no haber salido jamás del misterioso no ser a donde tantas otras especies tornaron al cumplirse los tiempos, y estos llanos alternarían idénticamente su ritmo infinito, y estos montes exhalarían en la lóbrega intimidad de su fondo, igual aliento salvaje. La inmensidad nos tiene prisioneros. «No», dice el cielo, ensanchado por la tierra; «no», dice el árbol que levanta sobre la siniestra espesura sus brazos eternos; «no», repiten los buitres inmóviles, espías de la muerte. Y para venir a encerrarse en perdurable encierro, con tan imponentes testigos, para afrontar todos los días, hasta el último de nuestros pobres días, tan grandioso y fatal espectáculo, preciso es traer otra soberbia negación en el alma, un odio implacable, o un desprecio feroz, o una tranquilidad terrible, o una resignación de granito.

¡Cómo os comprendo, rudos servidores de mi huésped, pastores taciturnos! Curtida está la piel de vuestras manos como la de vuestros tiradores de boyeros; vaciados estáis en áspera arcilla, hermana de la que pisan vuestros pies incansables; las líneas de vuestros cetrinos rostros tienen la impasibilidad de estos campos adustos. Vuestras siluetas no turban la armonía secreta del ambiente, y vuestro oficio es el único que no lo profana. Devolvéis a su patria agreste los toros que otras generaciones capturaron y enloquecieron para diversión estúpida, y los dejáis recorrer con Pezuña tarda y poderosa, leguas y leguas de dominio. Guardáis los rebaños del silencio, riquezas que gentes lejanas pesan y cotizan, aquí figuras de verdad y de belleza. Hacéis que el bárbaro testuz, en la gloria robusta de sus astas, se yerga sobre los altos haces silvestres, y que resplandezca el atento y magnífico espejo de los ojos bestiales. Pobláis el sombrío paraíso de los solos habitantes dignos de él.

Las escondidas divinidades rústicas acogen vuestra adormida tristeza. Apagada la esperanza en vuestros corazones, y en vuestra inteligencia la curiosidad, os acomodáis al yermo, a la desnudez desesperada de vuestras chozas y de vuestros instintos. Es que la desconfianza, el miedo y la sumisión inerte pesan en vuestra carne. Es que os pesa la memoria del desastre sin nombre. Es que habéis sido engendrados por vientres estremecidos de horror y vagáis atónitos en el antiguo teatro de la guerra más despiadada de la historia, la guerra parricida y exterminadora, la guerra que acabó con los machos de una raza y arrastró las hembras descalzas por los caminos que abrían los caballos, quizás ignorantes de vuestra orfandad y de vuestro luto; vivís desvanecidos en la sombra de un espanto. Sois los sobrevivientes de la catástrofe, los errantes espectros de la noche después de la batalla. ¿Qué son treinta años para restañar tales heridas? Seguís vuestro destino, pastores taciturnos. En torno vuestro las flores han cubierto las tumbas; nadie es capaz de atentar a la formidable fertilidad de la tierra; el hierro y el fuego mismo la fecundan; no hay para ella gestos asesinos. Por eso, en su vitalidad indestructible, ella que recibió los huesos de los héroes inútiles no ha de negar su paz austera a los hijos del infortunio.

¿Quién intentará curar, consolar a los que lo perdieron todo: fe en el trabajo, poesía serena del hogar, poesía ardiente de una ternura que elige, sueña y canta? ¿Quién confortará a los que aún no rompieron en llanto y en ira? ¿Quién tendrá bastante constancia para combatir los fantasmas fatídicos, bastante piedad y respeto al tocar las raíces sangrientas del mal, bastante paciencia para despertar las mentes asombradas, bastante dulzura para atraerse las criaturas enfermas? Universitarios que proyectáis regeneraciones, retóricos del sacrificio, abandonad esa colmena central y dispersaos por los modestos rincones de vuestro país, no para chupar sus jugos a los cálices ingenuos, sino para distribuir la miel de vuestra fraternidad. Talentos generosos prosperad todavía; haceos maestritos de escuela, curitas de aldea; acudid a la simple faena cuotidiana y en las tardes transparentes, a la vuelta del surco, hablad al oído a vuestros hermanos que sufren, que sufren tanto ¡que no saben que sufren! Pero si no hay amor en vosotros quedaos en la colmena y dedicaos a la política. Vuestra solicitud sería la postrera y peor de las plagas. ¿He escrito política? Había olvidado —¡perdón!—, había olvidado la política. Había olvidado el recurso feliz, el emplasto de Diarios oficiales, la cataplasma oratoria. Había olvidado la farmacopea parlamentaria. Hemos progresado en religión: de muchos dioses hemos pasado a uno y estamos en vías de pasar de uno a cero Nuestro poder terrestre ha progresado a la inversa: del tirano hemos pasado a la cuadrilla. El tirano, malo o bueno, representaba a Dios; no se suponga que la cuadrilla representa algún travieso y despreocupado Olimpo. Representa al pueblo; sí, pastores taciturnos, hay unos cuantos alegres señores que os representan. Tal vez no lo creáis; tal vez Dios no se haya creído representado nunca por Juana la Loca o por Carlos el Gordo. Ni Dios ha bajado todavía de las alturas a explicarse, ni tú, paciente pueblo, subirás de las honduras a explicarte. Desearías entender lo que sucede en las cámaras, mas el mecanismo administrativo es tan maravilloso, tan complicado, que los discursos elocuentes llegan a tus espaldas transformados en el rebenque del cabecilla. Y tú, penosamente, te encoges de hombros.

Basta. Esto es demasiado humano para este panorama imperioso y solemne.

No soy un bucólico azucarado; sé que las plantas elegantes se roban el aire y la luz, que los tallos esbeltos se retuercen para estrangularse, que no es por estética que la golondrina decora el espacio con las graciosas curvas de su vuelo, sino por devorar una presa invisible; sé que lo hermoso y lo pujante brota de los cadáveres podridos. Y sin embargo, siento que de las sanas crueldades de la naturaleza se eleva una certidumbre sublime, ausente de las maniáticas y ruines crueldades de los hombres.

[El Diario, 1.º de junio de 1907]

De paso

Visiones fugitivas del viaje... Debajo de los muelles de la capital, a medio día; hamacas prendidas a los postes oscuros, emponchados riendo, hembras desabrochadas y morenas, chiquillos infatigables, una multitud chillona y abigarrada, comiendo sandías, gozando de la sombra fresca, mojada; allá el Sol, haciendo brillar la arena, los colores violentos de los cascos y de las arboladuras, de la tierra roja y del campo verde, un mosaico luminoso, agitado, un ondear lejano de confusas banderas; aquí el agua que tiembla, tenebrosa, las carcajadas, un loro que lanza su grito de esmeralda, los botes dormidos...

Ahora las ruedas del vapor baten el río acompasadamente. El cielo me parece enorme recién lavado. Los ríos son de un gris pizarra purísimo. lustroso, traslúcido. El pensamiento no se estrella contra las paredes del cuarto, ni contra las paredes de la calle, cubiertas de pintura sucia. Las ideas pueden acompañar a los ojos. El alma no se siente prisionera de la civilización. Un placer vasto me invade al considerar que la ancha corriente baja al océano con la misma soberana impasibilidad que si el hombre no hubiera existido nunca, y que los bosques agazapados a las orillas no fueron plantados por manos nuestras. La brisa acaricia mi frente, una brisa igual, sostenida; marchamos; oigo la respiración atormentada de los cilindros. Bajo mis pies hay un pequeño infierno, un grupo de condenados, medio desnudos, untados de grasa y de sudor, trabajando en un ambiente que me asfixiaría; son ellos, y no la máquina, los que empujan sin tocarme, los que me dan esta brisa deliciosa y este paisaje que desfila suavemente y esta sensación de libertad. A proa, acurrucado sobre una cadena que pinzan sus dedos de bronce, veo a uno de los esclavos. Veo su cabeza redonda, la lana de su cabello africano, los bíceps que remaban en las galeras de los reyes católicos, la nuca corta, pedazo de fuste, propia para el yugo.

El esclavo canta, su mirada me descubre y una impresión de desprecio y de alegría siniestra sube como una oleada de sangre a su rostro coriáceo.

La tarde. Rasgamos silenciosamente la trémula muselina líquida. El ocaso se desmaya a lo largo de la ribera. Un mbiguá, cuchillo con alas, hiende horizontalmente el aire. La noche desciende del firmamento, hasta tocar la noche que sube desde el fondo de la tierra. Las estrellas despiertan una a una; sus imágenes palpitan bajo la onda como pálidas llamas. La masa del matorral americano pone en el espejo estremecido una negrura tétrica. Aguas negras, de un negro reluciente y aceitoso, de un negro lúgubre y cóncavo, a cuya margen misteriosa llega la ondulación de nuestra estela, arrancándole un reflejo metálico negro suntuoso y fatídico; aguas negras, encubridoras de serpientes, de ahogados con una piedra al cuello. Y esa negrura me penetra, me insinúa su frialdad de ultratumba. Y he aquí que la muerte me toca otra vez el hombro con el dedo, y me murmura al oído sus palabras familiares y horribles. Un suspiro de espectro mueve vagamente la atmósfera, y me parece que la naturaleza entera sufre la angustia de una pesadilla sin nombre.

He estado a punto de cazar un tigre. Se me ponen los pelos de punta al recordarlo. Éramos cinco hombres, armados hasta los dientes. Me parecían pocas las nueve balas de mi winchester. Al caer de la tarde llegamos a los dominios de la fiera: la curva y baja orilla del Manduvirá; una playa de blanca y apretada arena, donde los cascos de los caballos se hundían sin ruido; a cien metros, el monte inextricable, una capa de maleza y de árboles chatos, cuyas raíces desnudas y pulidas por las crecientes se retorcían entrelazándose como los huesos de un desenterrado ejército y la sombra sigilosa, helada de aquellos escondrijos inexplorables se destacaba sobre la palidez del suelo que pisábamos lentamente. Una soledad, un silencio fúnebres. Ni un zumbar de insecto, ni un grito de ave. Marchábamos con los ojos en tierra, escudriñando rastros posibles. De pronto F. se detiene, y nos muestra huellas recientes, profundas, que se me antojaron enormes; allí estaban las garras del animal, las uñas clavadas en abanico; un estremecimiento nos sacude, callamos, y al fin L. exclama:

—¡Si son los perros!

Efectivamente, eran los pasos de nuestros perros. Suspiramos alegremente, y seguimos adelante. Nos metemos entre los macizos, rodeamos el matorral. Nada. Un peón se deja ir, y nos hace seña. Alto. El corazón se nos sale por la boca. El peón acecha, arma su escopeta, se agacha, se desliza semejante a un gato montés. No respiramos, el dedo en el gatillo. El hombre de la naturaleza ve lo que no vemos y oye lo que no oímos; avanza; solo él adivina las pupilas fosforescentes del felino; solo él sabe. ¿Pero qué? El hombre de la naturaleza vuelve a su montado, pronunciando palabras que no comprendo.

—¿Qué hay? —pregunto a L.

—Poca cosa. Un pato que ese zonzo quería acertar.

El retorno. Un celaje imaginado por las hadas. La noche magnífica, dorando el borde de su manto en la llama moribunda del Sol. El bañado sin fin.

De lejos en lejos las palmas suben derechas y cilíndricas, abriendo en el aire sus manos inmóviles. Los juncos lívidos, forman un mar inmenso en que nos sumergimos hasta la cintura; los caballos desaparecen casi; golpean con sus patas el fondo invisible, encharcado por las recientes lluvias; no se creería que caminan, sino que nadan y que debajo de nosotros yace el abismo amenazador. No hay Luna. Los astros altísimos encienden sus mil luces húmedas, y en torno nuestro encienden las suyas los insectos enamorados. Una gran voz incansable, una gran plegaria, un gran lamento vago asciende al cielo, todas las voces y gemidos y susurros de la vida; el sapo lanza su silbido misterioso, su aviso que no entiendo, que quizá me llama a la tiniebla donde se engendra lo horrible. El silbido se va quedando atrás, y de repente suena a mi lado. El mundo se liquida, todos los contornos se funden. No distingo ya a mis compañeros. Estoy completamente solo en el infinito; me siento absorbido por las fuerzas y los instintos de la realidad impenetrable. Deseo reclinarme en el suave mar de los juncos, tocar el fresco lodo donde los sapos silban y dormir, como un centauro agobiado de fatiga, el más largo e inerte de los sueños.

[Los Sucesos, 15 de enero de 1907]

El Sol. El aire arde como una llama invisible. Entre la tierra calcinada y las zarzas secas, sedientas, hierven los insectos. Todo está blanco, de un blanco implacable de metal en fundición. La temperatura, de puro excesiva, apenas se siente. Un aturdimiento, una impresión de que pesamos el doble, de que nos hundimos en una hoguera que no nos consume porque no somos quizás más que cenizas. Imposible pensar. Caminamos empujados por el impalpable aliento del horno. El Sol: estamos dentro del Sol.

Llegamos a un ancho pozo, anegado de un líquido de color de leche sucia. ¡Agua! Vivimos. Al lado del pozo lava sus harapos una vieja. Su rostro es negro, sus manos también. Carbón. Ni nos mira; pero le gritamos y nos da una lata donde bebemos con los ojos cerrados, deliciosamente. En uno de los viajes, trae la lata una ágil cinta verde y roja, que se retuerce y nada y se pega al borde en anillos brillantes. Es la más ponzoñosa de las víboras, la más pequeña y graciosa; el ñandurie) para cuya picadura no hay remedio. Su elegante cabecita se yergue y se petrifica un momento, semejante a un ágata esmaltada de oro. Su lengua ahorquillada, fina al igual de las antenas de la mariposa, asoma rápida. Joya ligera de la creación, doble mente bella por el poder de la muerte, contemplamos al reptil sin atrevernos a respirar...

Y de pronto Celé, el más taciturno y feo de nuestros peones, el de la cara tosca y rígida, el de las hondas órbitas ensombrecidas por cejas salvajes, el de la mirada glauca y divergente, se acerca con su paso de siervo insensible, y alargando sus dedos encallecidos, agarra la víbora con gesto indiferente y seguro. Un estremecimiento de horror en nosotros, ante el suicida que aprieta el gatillo... Y la delicada serpiente se enrosca en los dedos encallecidos y la elegante cabecita mortal se reclina amorosamente sobre la carne del siervo... y Celé, con voz sorda, lenta, igual, murmura:

—No muerde... Cuando no la veo, tengo miedo... Cuando la veo, no tengo miedo...

Celé ha guardado su ñandurie bajo el sombrero de anchas alas y continuamos la marcha candente, fulminada de Sol.

[Los Sucesos, 15 de enero de 1907]

Baile nocturno, en un rancho. A uno de los gruesos postes que sostienen el techado de paja han colgado un farol que humea. Sobre el césped, mujeres sentadas, con botellas de caña delante, y un cabo de vela encendido. Entro en el aposento casi a oscuras, donde las parejas surgen y se vuelcan como espectros; fuera, bajo los árboles, una música estridente y bárbara, que perfora el oído y el corazón. Los pies desnudos frotan la tierra, y dos cabezas pegadas, dos bustos incrustados uno en otro desfilan a instantes bajo el fulgor de la triste lámpara, y se sumergen otra vez en la penumbra. La hembra, aplastada contra el pecho del macho, parece dormir; el hombre muestra su faz de bronce, cuajada de una gravedad fúnebre; el sudor desciende en amplias gotas por su cabello metálico. Faz de Cristo ajusticiado. Pasa un joven lampiño, de mechón sobre la oreja, chambergo torcido y abanico al puño. Sus pupilas de cristal relucen y sus labios se rizan en una sonrisa infame. Lleva prisionera una arpía descarnada, de rasgos de mono, cuyo pelo ralo, untado de aceite, se pega al hueso. Y después, de frente, avanza un anciano colosal. Su poncho me oculta a quien va envuelta entre los largos flecos; la distingo después, acostada en los robustos brazos del pirata. La frente estrecha y pura resplandece en la sombra; claridad suave, balanceada por el oleaje humano. El oleaje me la torna a intervalos y admiro los ojos inocentes, la boca inmaculada en medio del hedor nauseabundo de los cuerpos en celo. Y vuelve más tarde y vuelve, como una aparición celeste y la pierdo y la encuentro y se marcha para siempre, en la onda incierta del baile; se marcha la cabellera pálida, se marcha la blusa blanca, que estruja por la mitad una garra velluda.

Media hora más, y será de noche. La campiña, delante de mí, sube leve mente; allá, una lejana ondulación extiende, bajo la faja oscura del celaje, su larga pincelada azul. Todo se va apagando. El verde de la llana y jugosa vegetación recorta sus mil siluetas inmóviles y ensombrecidas. Ahora el tabique de las nubes densas se resquebraja, y una sinuosa línea de fuego, resplandor del ocaso oculto, cruza el ancho horizonte. Carobení acuesta su laborioso ranchería bajo la vaga tiniebla. Pero arriba, muy arriba en el cielo fantástico, brillan de repente destellos de plata. El moiré de una blanca seda luminosa palpita en el espacio. El aire lleva dulzuras de leche. Es la Luna, la suave y pálida aurora de la Luna, el ensueño que se eleva sobre la fatiga humilde de la jornada concluida. Oigo cerca de mí el preludiar tembloroso de una guitarra. En el sosiego nocturno, la poesía visita el corazón de los hombres.

Una voz varonil, exenta de la vanidad italiana, de la complacencia sonora y teatral. Esa voz no se escucha a sí propia. Es una voz panteísta. Un gangueo que se pierde entre las cuerdas arañadas, un suspiro ritmado. Dos tonalidades monótonas. El turno idéntico de la ola y la resaca. El sonido del viento cansado, del agua pobre. Los ruidos confusos de la vida miserable y rústica.

Y el rumor habla, explica, se ríe en lentas carcajadas lúgubres. Chistes salmodiados por un lamento. Una copla se suelda a otra; el amor y la muerte y la burla sueltan su letanía sin fin al rasgueo igual de la guitarra. Tristeza terca, solución lanzada al firmamento impasible, donde reinan las estrellas de siempre.

La aridez y la obstinación de la queja parece algo inexorable: ¿el destino? ¡Qué resignación en ese murmullo soñoliento! La letra se estremece en los episodios cómicos con un espasmo de ironía áspera. La mujer: el deseo rápido y feroz, otro espasmo. Y el fondo continuo de las cosas es la amenaza del cuchillo, la gloria del cuchillo. Las almas tienen color de sangre.

De nada sirve la casta claridad que transfigura el ambiente, el tibio reposo en que los animales duermen, en que la tierra inagotable se prepara a la fecundidad de un nuevo día; de nada sirve la paz en que nuestro pensamiento se reconcilia con lo necesario, en que aceptamos el dolor y robustecemos nuestra esperanza combatida: el quejido de la guitarra repite el eterno poema de la sangre...

[Los Sucesos, 27 de diciembre de 1906]

No he perdido el tiempo en Villarrica. He conocido a Bernardo. No se anima a decir su apellido «porque es muy feo». ¿Lo sabe él mismo? Trabaja en los obrajes, en las estancias, si quiere y como quiere, cuando necesita dinero, lo que no le ocurre casi nunca. Tiene veinte años. Pasó tres, muy joven, en los yerbales. Su patrón le daba de comer, a peso de oro, carne podrida de burro y de yegua. Resistió el desgraciado a los reumatismos y a las fiebres. No fumaba, no bebía; a fuerza de sobriedad y de orden, pudo arreglar su cuenta y huir. Bernardo es uno de los pocos esclavos que no han dejado los huesos en el Paraná. Ha recorrido después, guitarra a la espalda y canción en la boca, el Paraguay en todos sentidos. Le llaman loco. Lleva la alegría y la libertad a todas partes.

Tiene los ojos negros, chicos, iluminados; le deben de llamar loco porque mira cara a cara, con intensa plenitud. Dientes sólidos, apretados como una barricada; labios largos y movibles; mejilla enjuta; pelo salvaje. Un tórax de gorila y altas piernas. Camiseta y pañuelo al cuello (nada de política), bombachas. El movimiento continuo. Se diría que está siempre dispuesto a volar por los aires.

Habla a grandes voces, con carcajadas terribles. Su laringe, de un registro vasto, contiene un mundo de aullidos, de melodías, de rumores sordos, la música de la selva virgen. Es incapaz de distinguir los amos de los sirvientes, los que lucen sacos de los que arrastran poncho. A él —cosa extraordinaria— todos le parecen semejantes. A todos trata igual. Nos interpela con el sombrero puesto, y nos planta en el hombro su zarpa noble, revocada de la roja tierra guaireña.

Entra en las casas y en los ranchos, se sienta tranquilamente. Ríe de los rostros indignados, desarma con sus chistes ingenuos, toca y canta y encanta con su arte primitivo y penetrante. Los niños le adoran. ¿Las mujeres?... Son niños también. Bernardo apenas llegado a un pueblo, es el correo amoroso de las muchachas en noviazgo, y el amante o el novio de las que están desalquiladas. Propio o ajeno. Pasea el amor, un amor tolerante y plácido, sin inquietudes ni celos, un amor que juega y escapa como un pájaro y en su guitarra viaja una poesía irregular y vivificante como el viento.

Bernardo es un Lohengrin sin tragedia, una promesa que cruza el cielo. Y las señoritas lánguidas van a charlar con él en la penumbra de las cocinas y de los patios.

Bernardo ignora sus padres. Rebosante de fraternidad bulliciosa, no piensa aún engendrar hijos. La imagen de la china abandonada, harapienta, en medio de sus pequeños, macilentos y sucios, le causa horror.

El hará su nido más tarde, cuando no sea tan «loco». Ahora se siente «nuevo» todavía. Bernardo no sospecha que siempre será «nuevo», ¡que nunca envejecerá!

Este bárbaro se adelanta a su siglo. No practica ninguna noción de propiedad. Se alimenta y se viste sin darse cuenta. Lo indispensable a su simple existencia, lo toma, y lo toma sin ocultarse, sonriendo lo mismo que Robinson en la isla. Un estanciero explotaba a Bernardo innoblemente. Bernardo, harto ya, montó en el mejor caballo del establecimiento, y disparó. Era el único medio de salvarse. Cuando se creyó seguro, tiró la montura a una madera, y largó el animal. Meses después se topa con el dueño, que le amenaza con la cárcel. Bernardo acepta enseguida, porque «nunca había estado allí». Lo mandan a la policía, donde se hace amigo íntimo del jefe, del sargento, de los soldados, por su jovialidad imperturbable, por la humanidad profunda que irradia su cabeza erguida, y los deja a las pocas semanas, desconsolados de su ausencia.

El alma de Bernardo no se ha manchado con la ira, ni con la codicia, ni con la lujuria, ni con el miedo. En ella se reflejan límpidamente los astros y la bondad fugitiva de los hombres. Alma de loco... alma de poeta.

Bernardo me ha comunicado su proyecto de visitar la Asunción.

[Los Sucesos, 2 de enero de 1907]

Guaraní

Para algunos, el guaraní es la rémora. Se le atribuye el entorpecimiento del mecanismo intelectual y la dificultad que parece sentir la masa en adaptarse a los métodos de labor europeos. El argumento comúnmente presentado es que, correspondiendo a cada lengua una mentalidad que por decirlo así en ella se define y retrata y siendo el guaraní radicalmente distinto del castellano y demás idiomas arios, no solo en el léxico, lo que no sería de tan grave importancia, sino en la construcción misma de las palabras y de las oraciones, ha de encontrar por esta causa, en el Paraguay, serios obstáculos la obra de la civilización. El remedio se deduce obvio: matar el guaraní. Atacando el habla se espera modificar la inteligencia. Enseñando una gramática europea al pueblo se espera europeizarlo.

Que el guaraní es diferente del castellano, en su esencia, no se discute. Se trata de un lenguaje primitivo, en que las indicaciones abstractas escasean, en que la estructura lógica a que llegan las lenguas cultivadas no se destaca aún. El guaraní demuestra su condición primordial por su confusión, su riqueza profusa, la diversidad de giros y de acepciones, el desorden complicado en que se aglutinan términos nacidos casi siempre de una imitación ingenua de los fenómenos naturales. «Lejos de comenzar por lo simple, dice Renan, el espíritu humano comienza en realidad por lo complejo y lo oscuro». Vecino a la misteriosa inextricabilidad de la naturaleza, el guaraní varía de un lugar a otro, formando dialectos dentro de un dialecto que a su vez es uno de los innumerables del centro de Sudamérica. Nada sin Juda más opuesto al castellano, hijo adulto y completo del universal latín.

Todo esto es un hecho, mas no un argumento. En Europa misma vemos que no son los distritos bilingües los más atrasados. Y no se crea que la segunda habla, la popular y familiar, en tales distritos usada, es siempre una variante de la otra, de la nacional y oficial. Vizcaya, región en que se practica un idioma tan alejado del español como el guaraní, es una provincia próspera y feliz. Algo parecido ocurre en los Pirineos franceses, en la Bretaña, en las regiones celtas de Inglaterra. Y si consideramos las comarcas en que es de uso corriente un dialecto de la lengua nacional nueva, sacamos una enseñanza, la de la tenacidad con que el lenguaje, por fácil que parezca su absorción en el seno de otro lenguaje más poderoso y próximo, perdura ante las influencias exteriores. Cataluña es un buen ejemplo de lo apuntado, y así mismo Provenza, cuya luminosa lengua ha sido regenerada y como replantada por el gran Mistral.

La historia nos revela que lo bilingüe no es una excepción, sino lo ordinario. Suele haber un idioma vulgar, matizado, irregular, propio a las expansiones sentimentales del pueblo y otro razonado, depurado, artificial, propio a las manifestaciones diplomáticas, científicas y literarias. Dos lenguas, emparentadas o no; una plebeya, otra sabia; una particular, otra extensa; una desordenada y libre, otra ordenada y retórica. Casi no hubo siglo ni país en que esto no se verificara.

Pobre idea se tiene del cerebro humano si se asegura que son para él incompatibles dos lenguajes. Contrariamente a lo que los enemigos del guaraní suponen, juzgo que el manejo simultáneo de ambos idiomas robustecerá y flexibilizará el entendimiento. Se toman por opuestas cosas que quizá se completen. Que el castellano se aplique mejor a las relaciones de la cultura moderna, cuyo carácter es impersonal, general, dialéctico ¿quién lo duda? Pero ¿no se aplicará mejor el guaraní a las relaciones individuales estéticas, religiosas, de esta raza y de esta tierra? Sin duda también. Los enamorados, los niños que por vez primera balbucean a sus madres, seguirán empleando el guaraní y harán perfectamente.

Se invoca la economía, la división del trabajo. Pues bien, en virtud de ellas se conservará el guaraní y se adoptará el castellano, cada cual para lo que es útil. Las necesidades mismas, el deseo y el provecho mayor o menor de la vida contemporánea regularán la futura ley de transformación y redistribución del guaraní. En cuanto a dirigir ese proceso por medio del Diario Oficial, ilusión es de políticos que jamás se han ocupado de filología. Tan hacedero es alterar una lengua por decreto como ensanchar el ángulo facial de los habitantes.

[Rojo y Azul, 3 de noviembre de 1907]

La poesía de las piedras

¿Habrá algo más lejano de un espíritu que una piedra? Y como en este mundo todo es espíritu, según han reconocido, por la virtud divinatoria de su genio, cuantos pueblos han brotado sobre el haz de la tierra, forzoso es imaginar qué dolor inefable ha convertido la luz en opacidad, la ligereza en pesadez y el sutil movimiento en inmovilidad tétrica. ¿Qué criminal maldito yace en el canto que rueda bajo nuestro pie indiferente, qué raza condenada cuaja su desesperación en las vastas rocas que rompen la montaña como huesos mal enterrados? Victor Hugo, sobre ciertos peñascos negros, se ha atrevido a poner los nombres de los que deshonraron la historia. Novalis, más tierno, ve estatuas en las peñas. «Tan solo en estas esculturas que nos quedan de los tiempos pasados de la belleza humana, dice, se traslucen el espíritu profundo y la comprensión singular del mundo mineral; y delante de ellas, el contemplador pensativo siente que le envuelve una corteza pétrea que parece desarrollarse hacia el interior. Lo sublime petrifica; por esto no nos es permitido extrañarnos ante lo sublime de la Naturaleza y ante sus efectos, o ignorar adónde lo sublime se encuentra. ¿No podría la Naturaleza haberse petrificado a la vista del rostro de Dios, o en el terror que le causó la llegada de los hombres?».

Los campesinos paraguayos, herederos de muchas creencias guaraníes, comprenden la tristeza de las piedras. Rara vez las asocian a buenos agüeros, quizá porque no conocen las gemas trasparentes, las cuales son menos prisioneras de la fatalidad, ya que el día variable y matizado puede visitar su sólido seno. Casi ningún guijarro representa un secreto alegre. Los metales, los vidrios y cristales y espejos resplandecen por la humana industria, y en ellos se borran los designios tenebrosos de su primer origen. En el estado bruto, ¡¡penas ofrecen los áridos minerales una sonrisa a la ingenuidad paraguaya.

Sin embargo, así como la sustancia inorgánica que se forma en las entrañas de algunos peces y ya desprendida de ellos flota en el mar, constituye una feliz promesa para ciertas poblaciones europeas, también aquí la leyenda vaticina suerte dichosa a los que se apoderen de la menuda piedrecita guardada por el maravilloso cabureí, el pájaro breve de la noche y del destino. Unos aseguran que la piedrecita está en la cabeza del ave, como en la del sapo boreal el famoso diamante de la tradición. Otros aseguran que está en el fondo del nido. El cabureí posee otras misteriosas virtudes, de las que me ocuparé cuando trate de la poesía de las alas. Por lo general, empero los enigmas de las piedras son melancólicos. «No recojas piedras, que trae miseria», aconseja la sabiduría popular. «No te sientes sobre piedra, que te volverás perezoso», Veo en este suspiro la confesión de la indolencia tropical, de los lazos densos que atan al suelo y paralizan la energía del hombre. Las piedras son cosa de sueño sin ensueños y de muerte. Alrededor de las crucecitas anónimas que se levantan aquí y allá en la soledad de los campos, descubriréis piedrecillas amontonadas; son ofrendas a la divinidad de las tumbas. En lugar de la ancha lápida en que graban los ricos una vanidosa inscripción, la piedad rústica eleva un agreste túmulo en que ha colaborado la humildad dispersa de las piedras. Las piedras, cadáveres errantes, meditan sin cesar de un modo fúnebre y son los fieles hermanos del olvido.

Un mito extraño existe en el corazón de Tasmania. Más allá del sepulcro, en una infinita y desolada llanura, las almas caminan en busca de la eterna paz o del eterno desconsuelo. La salvación no depende de un Dios que juzgue las acciones de la vida terrestre, sino del más impenetrable de los Dioses: el azar. Hay dos piedras en la fatídica llanura, blanca la una y negra la otra. El que da con la primera gana el paraíso, y el que da con la segunda cae al irremediable infierno. Piedrecita blanca, escondida en el nido del cabureí, ¡compadécete de las cándidas nostalgias de un pueblo castigado, y adorna su abandono con las imaginaciones de lo imposible!

[Rojo y Azul, 23 de febrero de 1908]

Herborizando

A Fuerza de vivir en compañía de ellas, han podido los campesinos arrancar alguno de sus secretos a las plantas. Por distinto que parezca el mundo vegetal del mundo animal, hasta el punto de haberse inventado, para explicar la presencia de tan extraños seres en nuestro planeta, la curiosa hipótesis de gérmenes siderales traídos por aerolitos o piedras del cielo, ello es que algunas relaciones ya prácticas, ya simbólicas ha descubierto la ingenuidad de los pueblos entre el hombre y los más humildes organismos de la tierra.

Todas nuestras enfermedades tienen su remedio en las yerbas del campo. Esta verdad que la medicina no acepta, empeñándose en apelar a la química y a la bacteriología, la saben los paraguayos no contaminados por la civilización. Para reconocer los medicamentos naturales, que crecen en los abiertos prados o en el misterio de las selvas, es indispensable el cándido corazón de los brujos, los curanderos y los locos. Ellos ven lo que nosotros no vemos, lo que nuestra inteligencia nos oculta, según la admirable frase de Anatole France. Conviene igualmente la pureza y la fe para que el remedio salve. No se salva el que quiere, sino el que lo merece, y nada es tan respetable como esta armonía entre la justicia y la ciencia. El que no tenga fe que acuda a los médicos.

Son innumerables las especies que sirven la terapéutica primitiva y absoluta. No dispongo de erudición ni de tiempo para mencionarlas ni clasificarlas. Herborizaré en este herbario, espigaré su poesía. Nos enternece encontrar que el clavel blanco sana el corazón, el jazmín los ojos y que la rosa paraguaya cicatriza las heridas. Las flores que además de encantamos y de hacernos soñar nos curan, son las más santas de las flores; se asemejan a esas bonitas hermanas de caridad, cuyas blanquísimas alas agita el viento. Es delicioso pensar que hay pétalos que nos protegen.

Pero el rocío mismo, cuando se cuaja en ciertas hojas privilegiadas, nos alivia y embellece. Así no ignoran las niñas que para evitar las pecas y dar ternura a su rostro es preciso levantarse cuando todavía es de noche, y recoger el casto rocío que tiembla en el capüpe.1

¿Y qué diré de la moral, mucho más importante y más real que lo físico? Hay plantas venenosas y medicinales; las hay de funesto presagio y de feliz agüero. Hay las que reaniman la carne; hay las que favorecen las pasiones y alegran el espíritu. La ruda en vuestra casa os acarreará dichas, mas es necesario coger las florecillas la noche de San Juan y esto no está al alcance de cualquiera; las almas condenadas harán lo posible para estorbároslo entre las sombras nocturnas; os gemirán y espantarán tal vez, os tirarán de las ropas y os apagarán las luces. En cambio el paraíso ocasiona miseria y tristeza, el sauce llorón muerte y ruina y en cuanto a la albahaca, es indudable que introducirá en vuestro domicilio gentes cursis y comprometedoras. Temed al cocotero: atrae el rayo. Que las muchachas no alberguen la aromita, porque no se casarán nunca.

El ca’abotorï2 es favorable al amor, y es muy buscado. Las niñas lo llevan en el seno sin decir nada. Si no sois simpáticos al genio malicioso de la naturaleza, esta yerbita se volverá invisible en la campiña, anhelando hallarla, la pisaréis sin daros cuenta. El toroca’á3 os conquistará el hombre preferido; debéis ¡oh vírgenes dulces!, arrodillaros ante la planta, asearla y acariciarla. No está demás que le recéis un padre nuestro, siempre que no hagáis la señal de la cruz. Si deseáis libraros del veneno de los celos, trenzad el toroca’á y si al día siguiente veis la yerba destrenzada por el asta ardiente del toro, podéis ir tranquilas.

Sobre este comercio sutil entre los vegetales y la población, reina el mate como soberano de antiquísima estirpe. Por el mate se absorben casi todas las medicinas silvestres. Mediante el mate se enamora, se mata y se embruja. Un signo, un polvo, un pelo bastan para lo irremediable. Y del fondo del Chaco, de donde un tentáculo de humanidad se hunde en el seno de la Esfinge, vienen fórmulas fatídicas. Si de pronto os hierve el cerebro y echáis gusanos por la nariz, u os acomete otra dolencia igualmente monstruosa, recordad qué blanca mano, trémola de odio, os ha ofrecido el mate. Todo lo malo y la bueno de la historia está en el mate, comunión de labios y de ensueños, fetiche de una raza, oscura cáscara, hueca geoda en que duermen los siglos, fulgor inextinguible, calor de sangre que se pasan de palma en palma las generaciones. El mate lo ha escuchado todo, lo ha adivinado todo, confidencias terribles, esperanzas siempre abatidas, juramentos sombríos. Aplicadle el oído y percibiréis en él las mil voces confusas del inmenso pasado, como en el viejo caracol los rumores del mar.


1 Capi’ipé (voz guaraní). Nombre común de varias especies de pasto o gramilla.

2 Ca’avotory (voz guaraní). Literalmente: hierba o planta dichosa o alegre.

3 Toroca’á (voz híbrida, castellano-guaraní). Literalmente: planta del toro. Planta aromática, muy apetecida por el ganado. Pterocaulon polystachium D. C.