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Para Zak, mi hermano, quien ama los dragones

La culpa del dragón

El castillo parecía crecer desde los acantilados que cubrían la costa. Sus torres de puntas dentadas perforaban las nubes cargadas de lluvia; sus ventanas eran bocas abiertas y cuencas de ojos vacías. Entre los acantilados gris pizarra y el cielo color humo, el mar turbulento y la niebla fantasma, era un lugar en verdad taciturno. Era tan completamente descolorido que un viajero que se perdía en el camino podía ser cegado por ese gris abrumador que lo impregnaba todo.

Si permaneces demasiado tiempo en ese mundo, decía la leyenda, te arriesgas a que tus ojos también se vuelvan turbios. A que tu piel se torne cenicienta. A que tu cabello quede opaco como el hierro.

Sí, era un mundo gris.

Sentado sobre el ancho lomo de su corcel negro como la noche, el príncipe Emory de Harding paseó la mirada por la vasta y triste escena que lo rodeaba. Ahí estaba la playa. Tranquilas olas lamían la costa como un pequeño gato frente a su plato de crema; la mansedumbre y la suave repetición ocultaban la ferocidad que Emory sabía que el gran mar en su interior ocultaba. Allí, bajo los cascos de su caballo, se alargaba una pequeña playa llena de guijarros, salpicada por piedras en todos los tonos de gris, desde el casi negro hasta el casi blanco. Emory y su corcel, al que él llamaba Reynard, habían emergido a esta playa desde un denso bosque a través del cual no era visible un solo sendero. Emory se había visto obligado a guiar a su caballo durante gran parte del camino, mientras se abría paso con el filo de su espada.

A medida que Emory se acercaba al borde del bosque, los árboles que encontraba eran cada vez más duros, hasta que, finalmente, descubrió que ya no estaban hechos de madera, sino de piedra. Incluso la leal y letal espada de Emory se había encontrado impotente frente a aquellos árboles, y este hecho encendió una llama de ira en el interior de su pecho. Cuando él golpeaba, un árbol debía caer. Eso es lo que hacían los árboles. Eso es lo que siempre habían hecho.

Pero estos árboles no caerían, y cuando Emory los golpeaba con su espada, sonaba un estruendo terrible y el impacto vibraba a través de su brazo y sacudía todos sus huesos.

Ni siquiera una hendidura. Inaceptable.

Sin embargo, había sido forzado a aceptarlo, había sido obligado a desmontar a Reynard, de manera que el caballo fuera lo suficientemente capaz de abrirse camino entre los árboles que se negaban a apartarse.

No importa, se había dicho Emory mientras aseguraba otra vez la silla sobre Reynard. Cuando apretó la cincha y ocupó la silla una vez más, el corcel bufó. Emory condujo a su montura por la playa, observando, y Reynard siguió el sendero a través de las piedras. Emory castigaría al bosque en la carne del dragón.

Porque sabía que era culpa del dragón que los árboles se hubieran convertido en piedra gris, que esa parte del mundo se hubiera oscurecido con la ausencia de lluvia, y que el mar fuera gris pizarra en lugar de verdiazul. Y también era culpa del dragón que el ojo del sol se hubiera apagado sin parpadear, cubierto por una catarata gris.

Cuando el dragón fuera asesinado —si lograba matarlo—, esta parte del mundo se iluminaría de nuevo, y Emory sería el portador de la luz. Su rey.

Odiaba al dragón. Era así de simple, y su odio era tan intenso como el fuego purificador. Respiró profundamente sobre su corcel, mientras sus ojos escudriñaban los acantilados frente a él, y buscaba una manera de escalarlos. Sabía que no habría un camino sencillo.

¿Quién había construido este castillo en estos acantilados? Eso era un misterio sin respuesta. ¿Lo habían construido o simplemente había nacido allí? Algunos ancianos arrugados afirmaban que el baluarte había emergido de los escarpados acantilados a lo largo de milenios, que crecía un centímetro por año, que lo hacía tan lentamente que su progreso resultaba imperceptible.

Otros replicaban que el castillo no había emergido en absoluto, sino que siempre había estado ahí, como el mar, como los acantilados mismos, e intentar rastrear su origen era una misión delirante.

Nadie sabía cómo había llegado a adoptar aquella forma el castillo, y a Emory no le importaba. No le importaba por qué el sol colgaba en el cielo; ahí estaba, y eso le era suficiente. Mientras el astro calentara su espalda cada día y desapareciera por el horizonte noche a noche, Emory no deseaba perder tiempo preguntándose los porqués e imaginándose los cómos detrás de su existencia, y así era como se sentía con respecto al castillo y los acantilados, el mar y el cielo.

El mundo había sido hecho. Eso era todo.

Con el tema resuelto e ignorada la duda, Emory se encontraba con una única pregunta: ¿cómo conquistarlo?

—Tendré que escalarlo, Reynard —dijo Emory.

El caballo bufó y un cálido vaho emergió de sus enormes fosas.

—Tú tendrás que esperar aquí.

Reynard no reclamó.

Emory saltó de la silla una vez más y aterrizó en el inestable suelo pedregoso de la playa, que crujió bajo sus pies, emitiendo un ruido como rechinar de huesos.

Reynard no necesitaba quedarse atado: era un buen caballo y no iría lejos. Porque si Emory lo ataba y luego moría, ya fuera cayendo desde el acantilado o en las fauces del dragón que esperaba encontrar arriba, el corcel también moriría.

Todo y todos mueren, por supuesto, pero perecer atado a un afloramiento de rocas en la base de un acantilado parecía una forma demasiado indigna. Reynard no era un animal indigno, y Emory no sería un cruel amo, o eso pensaba.

Una vez más, Emory desenganchó la larga correa de cuero de la cincha, la jaló del anillo de latón al lado de Reynard y la desenrolló mientras el caballo relajaba sus entrañas. Al quitar la silla del orgulloso y alto lomo del corcel, se reveló un parche cuadrado de pelo oscuro por el sudor y Emory lo frotó con la manta. Entonces tomó la pieza de la corona de la brida de detrás de las orejas de Reynard y la empujó hacia delante, ésta traqueteó contra los dientes del caballo. Liberado, Reynard estiró el cuello y se alejó vagando por la playa de guijarros en busca de los pocos mechones grises de hierba marina.

Emory se consideraba similar a un caballo, poderoso y honorable. Algo que podía hacer era colocar anteojeras en su propia visión para centrarse en la tarea singular que tenía por delante, y así fue como actuó en ese momento, preparándose para la escalada.

La silla de montar y sus alforjas estaban colgadas de una roca, y Emory buscó en ellas lo que necesitaba: cuerda y pico, un zurrón de cuero con tiza en fino polvo, guantes de cuero, una tripa con agua dulce. Su espada, que nunca se apartaba de su cuerpo. Y en el bolsillo, su talismán, aquella pata de conejo que él mismo había cortado durante su primera cacería, a la edad de siete años.

Luego caminó hasta la base de los acantilados, ese muro casi vertical de pizarra, y colocó las manos sobre la superficie fría y dura. Miró hacia arriba, estiró el cuello cada vez más hacia atrás, y por un instante pareció que la vieja leyenda se había hecho realidad, mientras su campo de visión se ensombrecía. El gris abarcaba tanto que Emory quedó cegado. Sintió que sus intestinos se aflojaban por el miedo, y por un segundo volvió a ser un crío impotente que ignoraba dónde estaba arriba y dónde abajo. Desamparado, se ahogaba en la sombra que giraba a su alrededor.

Pero entonces miró su mano contra el interminable muro gris, y fue consciente de sí. Él no era impotente. No era un crío de pecho. Era Emory de Harding, e iba a matar un dragón.

Las manos de Emory

La pizarra era complicada. Estaba fría y era tan dura y resbaladiza como el hielo. Había espacios donde sostenerse, pero Emory descubrió que no podía confiar en su vista para encontrarlos. El gris a su alrededor convertía todo en un mundo sin sombras, y la pared se veía plana, sin dimensión, pero si deslizaba sus dedos a lo largo de su superficie podía sentir crestas, rugosidades, grietas. Allí debía sostenerse, forjar una escalera, una cadena invisible de asideros y puntos de apoyo.

Y así, Emory comenzó a escalar. Había atado su espada a la espalda para liberar caderas y piernas, y había ceñido el zurrón con tiza a su cintura. Había metido sus pantalones en las botas negras, y la camisa en los pantalones. Había usado una tira de cuero para reunir su cabello en un nudo áspero, a fin de mantenerlo lejos de sus ojos. Se había arremangado, a pesar del frío, a sabiendas de que entraría en calor durante la escalada.

Mano sobre mano, asidero tras asidero, Emory ascendió. Siempre había sido un escalador experto, lo mismo que un imbatible luchador, jinete, nadador; cualquier cosa para la que necesitara de su cuerpo, éste respondía de la mejor manera. Parte del truco consistía en dejar de pensar en la tarea. En esto, como en muchas otras cosas, su cuerpo sabía mejor que su cabeza lo que debía hacer a continuación, y el trabajo de su mente era mantenerse quieta y permitir que los músculos siguieran adelante.

Como si observara a un extraño, Emory vio cómo sus dedos se arrastraban a lo largo de la pared, tocaban y rechazaban un posible asidero, encontraban un segundo, lo aprobaban y se enganchaban en él como garras. Sus pies se balanceaban varios centímetros, sus bíceps se curvaban, y él estaba más arriba, a cinco metros del suelo por lo menos, con cientos más todavía por recorrer.

Para mantener la mente entretenida mientras el cuerpo trabajaba, el príncipe Emory de Harding se permitió imaginar lo que podrían estar diciendo sobre él en casa.

Su madre, como siempre, fue la primera en llegar a su cabeza. La vio sentada donde a ella más le gustaba: durante todo el año, independientemente de la temperatura exterior, se acomodaba frente a la chimenea, en sus aposentos, más cerca de las llamas de lo que nadie más podía soportar, rodeada de cojines y gatos, nunca perros.

—Ahora, Emory —solía decir dando unos golpecitos en los cojines, invitándolo a que se sentara a su lado—, háblame de lo que has conquistado hoy.

Y, cuando era niño, Emory amablemente se acurrucaba a su lado, aun cuando el calor del fuego lo hacía sudar, e informaba exactamente lo que había dominado:

El cachorro que había entrenado para que lo siguiera por el palacio, con sólo mantener un trozo de grasa de la carne del desayuno en su bolsillo.

El profesor con el que había hablado para que lo liberara de sus lecciones quince minutos más temprano.

El caballo que había amaestrado para ponerle la silla.

El cocinero al que había convencido para que horneara un pastel extra, sólo para él.

Después, cuando ya era demasiado grande para acurrucarse, Emory se paraba frente a su madre e informaba con igual orgullo:

El ciervo que había derribado en el Bosque de Musgo.

Los soldados a los que había reunido para el combate.

El jinete al que había vencido en una justa.

El erudito al que había superado en ajedrez.

Había otras conquistas, las de piel suave, pero de ésas no hablaba Emory con su madre, aunque sospechaba que las conocía tanto como las aprobaba:

La de las mejillas rosadas, Elaine, hija del pastor.

Oscura como un cuervo, Lila, quien se ocupaba de la tienda de su madre, la boticaria

La aprendiz de cocina espolvoreada de harina, Fabiana, sobre los pesados sacos de lona en la fría y oscura despensa, mientras la vieja Guisa fingía que no sabía lo que estaba ocurriendo.

Y su madre siempre escuchaba, asentía y aprobaba las cosas que Emory decía, y las que no decía también. El fuego ardía, los gatos ronroneaban y su madre escuchaba.

Los músculos de Emory se tensaban y se distendían mientras escalaba. Cuando sus dedos comenzaron a deslizarse en la pizarra a causa del sudor, los metió en el zurrón con tiza; ese fino y polvoriento residuo le recordó la harina que flotaba por todos lados, la de los sacos sobre los que yacían y la de Fabiana misma mientras retozaban en la despensa, en la parte trasera del castillo.

Pero ésta no era una posición segura para permitirse que los pensamientos vagaran. No entonces, no en ese acantilado, a treinta metros sobre el suelo. A partir de allí, una caída representaría la muerte.

Así que Emory tomó el recuerdo de Fabiana y lo puso fuera del camino, en el lugar donde pertenecía. Observó cómo su mano izquierda alcanzaba un punto y las yemas de sus dedos se estiraban en busca de un asidero que debía estar allí, y sintió cómo los músculos fuertes de sus muslos y pantorrillas temblaban en tanto se levantaba sobre las puntas de sus botas, en tanto sostenía apretada su mano derecha en el buen asidero que tenía. Los dedos de su mano izquierda todavía estaban buscando cuando la pizarra bajo su mano derecha comenzó a desmoronarse.

Al principio, el desmoronamiento podía confundirse simplemente con la sensación del polvo de tiza contra la pared, tan sutil era el principio del fin. Y la mente nunca quiere creer que está en peligro. Un cerebro mentirá al cuerpo, incluso cuando el cuerpo es su única esperanza.

Emory había visto esto muchas veces: la ciega mirada de incredulidad de un ciervo que lo dejaba congelado en su lugar mientras él apuntaba y disparaba su flecha; la inexpresiva sorpresa ante la inminente derrota en el rostro de un guerrero que, hasta ese preciso instante, había sido invencible.

Así que no confiaba en el razonamiento inicial de su cabeza. Es sólo polvo de tiza, le dijo su mente. Todo irá bien.

No iría bien, nada bien, y Emory movió su peso aún más hacia la izquierda y sus dedos se esforzaron y rezaron por alcanzar, mientras la pizarra bajo la mano derecha se desmoronaba: su punto de apoyo se estaba desintegrando como un hueso quemado.

Durante una fracción de segundo, Emory no pudo sostenerse, ni con la mano izquierda ni con la derecha. No había piedras ante sus manos, ningún pensamiento en su cabeza, ninguna esperanza en su corazón —que ni siquiera se atrevía a latir—, ningún aliento en sus pulmones, ninguna visión en sus ojos. Suspendido, apacible, vacío.

Y entonces comenzó a caer.

La guarida del dragón

Tan frío como abajo, así de caliente estaba arriba. Tan gris como abajo, así de dorado estaba arriba.

En la parte exterior, el castillo era frío y gris, cierto, pero por dentro era una historia completamente distinta. Trescientos metros por encima de la cara del acantilado desde donde Emory de Harding caía, acurrucado como un pequeño gato, descansaba el dragón.

Si visitaras al dragón en sus aposentos, lo primero que notarías sería, por supuesto, su figura: su inmensidad, la grandiosidad de su cabeza en forma de lanza, las hileras de escamas opalescentes, cada una del tamaño de un platito para el té.

Pero ¿qué notarías después? Bueno, si tuvieras una naturaleza mercenaria, tal vez serían las joyas.

Grandes pilas de joyas llenaban cada esquina, montañas se derramaban a través de cada puerta, cientos se alineaban en las paredes. Era un arcoíris de opulencia: rubíes ricos como la sangre, turmalinas tan brillantes y redondas como naranjas, citrinas más amarillas que el sol, esmeraldas tan verdes como la avaricia de los duendes, zafiros tan azules como el más brillante mar, amatistas tan púrpuras como el manto de terciopelo de un rey.

Y diamantes. En todas partes, diamantes. Una verdadera acumulación de diamantes.

Pero si, por otro lado, te hubieras sentido medio congelado en los acantilados, tal vez las joyas no llamarían primero tu atención. Quizá sería el calor.

Dos oleadas de humo emergían de la nariz del dragón dormido, gruesas columnas de vapor de dragón. La guarida era opresiva en su calor, sofocante, abrumadora, hirviente. El aire estaba casi tan caliente y tan húmedo que podría escalfar un huevo, si acaso llevaras uno contigo. Casi lo suficientemente caliente para dejarte inconsciente.

Pero si fueras un visitante con una vanidad parecida a la de Narciso, tal vez ni el calor ni las joyas y ni siquiera el propio dragón sería lo que en primer lugar llamara tu atención. En todo el castillo, de piso a techo, en todas y cada una de sus superficies, se alineaban espejos: espejos que arrojaban reflejos dorados teñidos de rosa, espejos que reflejaban espejos y espejos más allá de eso, y cada uno de ellos, sin importar la forma en que giraras, reflejaba tu imagen, una y otra vez, para siempre.

Y entreverado a través de todo esto —las joyas y el calor y los espejos de oro rosa—, había un aroma. Un bálsamo, una especia, una infusión. Se elevaba sobre las columnas de vapor, flotaba a través de las ventanas abiertas y se difuminaba en el sombrío exterior.

Y fue este aroma el que Emory de Harding inhaló cuando su asidero se convirtió en polvo y comenzó a caer.

No tuvo tiempo de pensar en el aroma en palabras: si continuaba cayendo, en pocos segundos estaría muerto. Pero en algún lugar de su mente el aroma se impuso. Coincidió como una llave en una cerradura y abrió un recuerdo.

Él era un niño. No, un bebé recién nacido. No, antes de eso incluso. Estaba atado a la matriz, con los ojos cerrados, respirando y nadando dentro del cálido vientre de su madre. Podía saborearlo y olerlo, ese mismo aroma fuerte de especia dulce, una y otra vez, ahora, aquí, proveniente de arriba.

Su mano izquierda sujetó el pico que llevaba en la cintura y lo golpeó a ciegas contra la pizarra. Y aunque no debería haberlo logrado, aunque las posibilidades eran casi nulas, el pico encontró una firme hendidura en la roca, justo del ancho de su hoja.

Los dedos de Emory se deslizaron por el desgastado mango de madera y otra vez a punto estuvo de caer, pero apretó aún más el puño y entonces se detuvo, colgando y balanceándose de un solo brazo, con la articulación del hombro casi desgarrada.

Inhaló de nuevo, pero el olor y el recuerdo ya se habían desvanecido. Levantó la mano derecha para encontrarse con la izquierda, localizó los puntos de apoyo para un pie y luego el otro, cerró los ojos e inclinó la cabeza por un momento en oración y agradecimiento a los dioses, pero también a su propia fuerza y rapidez. Entonces volvió a asirse a la pared con la mano derecha, liberó el pico con la izquierda y reanudó su ascenso.

En la cima del acantilado, en la habitación cálida como vientre materno, rodeado por espejos y joyas y nubes de su propio calor exhalado, el dragón abrió un ojo ámbar.

El halcón de Pawlin

La fuerte mano derecha de Emory fue la primera en alcanzar, horas más tarde, la cima del acantilado. Temblando, su brazo derecho se dobló para levantar el resto del cuerpo: su cabeza oscurecida por el sudor, los mechones de cabello liberados de su amarre de cuero, su rostro tenso y enrojecido, sus anchos hombros, su pecho, su estrecha cintura, el punto crucial, sus piernas y pies.

Emerger desde el borde del acantilado fue como volver a nacer y, como un recién nacido, Emory anhelaba descansar, gemir y succionar aire. Se tendió en el suelo de pizarra gris y sintió cómo cada uno de sus músculos quemaba, sus articulaciones ardían, sus pulmones trabajaban en jadeos poco profundos, codiciosos de aire, pero demasiado débiles para absorber todo el que necesitaban.

Sentía arcadas y quería desmayar. Sin embargo, se puso en pie. Se irguió tan alto y ancho como pudo, volvió el rostro en dirección al castillo y sonrió con todos sus dientes.

Como los buenos cazadores, Emory sabía cuándo estaba siendo cazado y sintió el ojo ámbar del dragón sobre sí tan cierto como el sol. Consciente de que el dragón lo estaba observando, desabrochó la parte delantera de sus pantalones, liberó su mástil y orinó un humeante arroyo justo allí, en la parte superior del acantilado, para marcarlo como propio.

Hecho esto, se aproximó al castillo.

En casa, todos los Harding estarían descansando después de la comida del mediodía. Las damas estarían en sus aposentos, aflojando sus corpiños para ayudar a la digestión, las mujeres mayores se reunirían en ruedos alrededor de sus manualidades, las chicas se amontonarían en las altas camas con dosel para reír y chismorrear.

Los hombres y los chicos estarían al aire libre, si el día era agradable, llevando a los caballos o a los perros, o tal vez jugando a las espadas con los niños pequeños.

Por supuesto, los criados no estarían ni descansando ni jugando, sino trabajando como era su deber: limpiando la vajilla del mediodía, comenzando los preparativos para la cena, sacando agua del pozo, batiendo alfombras sin polvo, paleando el estiércol en las pocilgas y todas esas labores de las que Emory sólo era consciente cuando alguien faltaba en hacerlas.

Si estuviera en casa en ese momento, Emory quizás estaría caminando por la verja con Pawlin, el cetrero, quien estaría acompañado por Isolda, su halcón, posada, como siempre, en el guantelete de cuero del cetrero, con las pihuelas de cuero colgando como listones de sus patas.

Isolda escucharía mientras Pawlin se jactaba de todo: la caza del día anterior, la conquista de la noche anterior, la resistencia de su erección, “como el martillo de un herrero, nada menos”, y Emory también lo escucharía y reiría. Pawlin era tan astuto como leal, y una tarde en su compañía seguramente resultaría entretenida.

Pero Emory no se encontraba en casa, ni estaba flanqueando por la amistad y la risa. No había nada fácil aquí, en los acantilados, frente a este gran castillo gris. No había buena comida en su estómago, ni vino en su copa. No había siquiera copa.

Emory tomó la tripa con agua dulce de su costado y sorbió como un bebé hasta que estuvo vacía. Si moría en ese castillo, no tendría necesidad de más agua. Porque a pesar de su valentía, su gran chorro de orina caliente y la fuerte cuadratura de sus hombros, Emory estaba asustado.

—¿Y por qué no lo estaría? —escuchó la voz de Pawlin resonando en su cabeza—. Sería un maldito idiota si no tuviera miedo. ¡Carajo, hay un dragón allí arriba!

Imaginar a Pawlin a su lado ayudó a Emory a relajarse un poco. Porque el cetrero habría encontrado una manera de hacer que incluso una situación tan sombría como ésta, pareciera una alondra.

Sí, Pawlin estaba allí, justo a su derecha. E Isolda también, con su expresión siempre desdeñosa, ansiosa por ser liberada del brazo de Pawlin y lista para arrancar un ojo de color ámbar con su feroz pico, si fuera necesario.

Él no estaba solo.

No estoy solo, se dijo Emory.

Pero llegó solo hasta la gran puerta del castillo del dragón y en su base, mirando hacia arriba, se sintió casi tan abrumado como se había sentido en la base del acantilado. Y vaya puerta: tan ancha como dos hombres recostados de pies a cabeza y tan alta como diez. Gris, pero no fría. Incluso antes de tocarla, Emory sintió el calor que irradiaba, sin duda generado por el dragón que habitaba en el interior.

Apoyó la mano contra la puerta y la retiró de inmediato. Caliente, demasiado caliente. Sacó los guantes de su cintura y se los ciñó. Guantes de fina piel negra, cosidos por su madre sólo para él. Ella se los había dado sentada en su silla junto a la chimenea cuando él había ido a besarla para despedirse.

—Mi buen chico —había dicho ella—, hablemos honestamente. Ya no eres un niño, pero eres apenas un hombre. Eres un luchador hábil, ésa es la verdad, sin embargo, los dragones son más grandes y resistentes que incluso el mejor de los hombres.

Le dolió escuchar a su madre hablar así, pero también se sintió reconfortado, como cuando se revienta un forúnculo: dolor, mezclado con alivio.

—Conozco mis posibilidades —había dicho Emory—. Pero ¿cuál es mi elección?

Hacía ya cuatro semanas el padre de Emory había muerto de una creciente locura que, algunos decían, había comenzado con su afecto temprano por las rameras, antes de casarse con la madre de Emory, y que había permanecido inactiva durante muchos años pero había resurgido justo el invierno pasado, cuando sus músculos empezaron a acalambrarse, su rostro a hundirse, sus ojos a nublarse. Entonces había comenzado a gritar sonoramente, ya fuera que alguien escuchara o no, que el dragón se estaba acercando, que se daría un festín con el corazón de Emory, que el dragón se acercaba, se acercaba, se acercaba… hasta que, finalmente, sus gritos cesaron y murió.

El rey debería haber vivido otros diez años, tal vez veinte. Y con ese tiempo, Emory habría podido instruirse debidamente. Se habría preparado tanto como hubiera podido. Con Pawlin a su lado, y toda la ayuda y la asistencia de los mejores guerreros de Harding, Emory se habría vuelto más fuerte, más rápido, más seguro y más letal.

La verdad era que la temprana muerte del rey le había robado a Emory años de preparación.

A la gente de Harding no le importaba que Emory tuviera que enfrentar a un dragón antes de haber cumplido veinte años, aunque sus antepasados, hasta donde se remontaba la historia recordada, habían tenido casi treinta antes de que cada uno enfrentara a su propio dragón. Ahora, para que Emory tomara su lugar como rey, debía hacer lo que su padre había hecho, y lo que había hecho el padre de su padre antes que él: conquistar a un dragón, rescatar a una damisela y desposar a esa dama. Debía hacerlo sin haber recibido instrucción alguna sobre los dragones, y debía hacerlo solo, sin ayuda de ninguna procedencia. Porque así había sido a lo largo de la memoria de su pueblo: un dragón y una damisela forjan la corona de un rey.

—Tus posibilidades podrían ser escasas —dijo la reina madre, quien había sido una damisela rescatada alguna vez—, pero tus opciones, como dices, son aún más escasas. Así que toma estos guantes.

Los puso en las manos de Emory, y él los tomó. Eran más pesados de lo que parecían, y la piel, aunque suave, era gruesa.

—Esto protegerá tus manos contra el calor del dragón —dijo—. Son la mitad de lo que tengo para ofrecerte, y no son suficiente —continuó—. Así que escucha lo que tengo que decir: tu espada es un arma. Tu mente es otra. Pero tienes una tercera, y para conquistar al dragón necesitarás de las tres.

Emory había mirado profundamente el interior de los oscuros ojos de su madre, esperando que le dijera cuál era la tercer arma, pero algo le indicó que no debía preguntar. Asintió como si hubiera entendido, agradeció los guantes, le dio un beso en la mejilla y se alejó, dejándola en su habitación junto al fuego, con un gato pelirrojo acurrucado en su regazo.

Los guantes estaban ahora en sus manos; su espada, en su cadera; su mente, en su cabeza. Así fuera que Emory tuviera o no la tercer arma, la que su madre le había dicho que necesitaría… Bueno, ya no importaba, ¿cierto? Porque vio que su mano empujaba la puerta y oyó cómo ésta gemía al abrirse. Y entonces dio un paso al interior del castillo, donde un dragón le esperaba.

El ojo del diablo

Emory era un guerrero, de manera que el dragón fue lo primero que vio. Nada le interesaba más allá de cuál sería su participación en la batalla: el calor debilitante importaba sólo por el desafío que representaría para su propia resistencia; las pilas de joyas amontonadas, en tanto podrían proporcionar protección y ser útiles como armas; los espejos, se dio cuenta, eran un punto a favor del dragón, porque seguramente estaba acostumbrado a su engaño, pero él no.

El olor, ese fuerte aroma de especia dulce que no podía ver pero que era tan real como todo lo demás en el gran salón del castillo… se cuidó de no respirar tan profundamente, por si resultaba venenoso.

Con la espada desenfundada sostenida frente a él, Emory evaluó a su enemigo. No podía adivinar por qué una criatura tan repugnante elegiría cubrir su guarida de una superficie reflectante. Porque aun cuando las escamas opalescentes del dragón eran lo que atraía la mirada de un hombre, la piel alrededor de las hendiduras de los ojos y las fosas nasales era marrón, como sangre seca, y las garras de las patas delanteras, que había cruzado frente a él como si se tratara de un gato doméstico, eran ganchos negros, serrados y amenazantes que podrían arrancar las entrañas de un hombre con el más suave de los golpes.

Desde donde estaba parado, Emory sólo alcanzaba a ver uno de los ojos del dragón, y estaba cerrado. Grandes ráfagas de vapor brotaban de sus fosas nasales y las paredes cubiertas de espejos goteaban debido a la condensación. La bestia tenía orificios en lugar de orejas. Las puntas de los dientes negros brillaban a lo largo de los bordes de su boca reptiliana carente de labios. Apareció una lengua negra, bifurcada, horrible, y enseguida desapareció.

Y entonces Emory llevó su mirada más allá de la cabeza de la bestia, al espejo detrás de él. Hendido, inmóvil, ámbar, abierto, observando: el reflejo del otro ojo del dragón.

Emory quedó sin aliento, su respiración se detuvo como en un estertor de muerte, porque en ese momento supo que iba a morir. Lo supo con plena seguridad, como nunca había sentido y, de pronto, deseó con fervor ser otra vez tan sólo un crío.

En la mirada ámbar del dragón, Emory vio el sol de su séptimo verano. Durante los tres días más calurosos de ese verano, a mediados de agosto, un extraño evento celestial había proyectado una sombra que atravesaba el centro del sol, una larga hendidura que parecía transformar el astro que Emory siempre había conocido en un cruel ojo reptiliano.

El ojo del diablo, decían los sacerdotes, mientras besaban los triángulos de punta afilada que colgaban de las cadenas alrededor de sus cuellos, y les advirtieron a todos que debían mantenerse adentro, lejos de su fija mirada.

Pero el padre de Emory, el rey, no respetó semejante tontería.

—Ven, hijo —dijo en el más caluroso de los tres días, el último—. Saldremos a cazar.

Alejó a manotazos a los escuderos, a los lacayos y al cuidador de los sabuesos, tomó sólo un cuchillo de mondar de la cocina, dos manzanas, el pequeño arco de Emory y su carcaj con flechas.

El joven Emory siguió a su padre lejos del castillo y continuó, con el peso del ojo del diablo sobre su cabeza; detrás de su padre, atravesó la puerta en la muralla y caminó más allá, hasta que llegaron al bosque, veteado, sombreado, silencioso, donde el ojo ya no podía verlo.

El rey era un hombre grande, ancho y atractivo, con la piel curtida y las manos y los pies cubiertos por las durezas de la batalla y el juego. A los siete años, Emory ya se arreglaba el cabello igual que su padre: en rizos negros sueltos para complacer a las damas cuando estaban en la corte y atado hacia atrás con una tira de cuero cuando estaba en el campo. La fuerte frente del rey le permitía no entrecerrar los ojos ante el sol, y su boca carnosa nunca tenía miedo de reír, besar, comer, llorar. Era un hombre que sostenía la vida en sus fauces como un perro a una pierna de cordero ahumado: con devoradora avaricia y absoluto placer.

Ese día enseñaría a su hijo, su primer y único hijo, a matar. ¡Qué manera tan agradable de pasar una tarde de verano!

Emory cargaba su carcaj atravesado sobre los hombros y el arco en mano. Había descargado sus pequeñas flechas muchas veces en objetivos y muñecos de práctica, para el aplauso y la alabanza de sus maestros; con el carcaj al hombro y su padre a un lado, y ahora que los árboles lo ocultaban del ojo del diablo, se sentía muy valiente. Imaginó que él y su padre formaban una pareja, ambos grandes, fuertes, gobernantes de su mundo. Siguió a su padre, jugando a pisar justo donde él lo había hecho antes, saltando de huella en huella, dado que el paso del rey era hasta tres veces más largo que el suyo. Estaba fresco en el bosque, lejos del alcance del sol, y Emory se sentía muy contento.

De pronto, su padre se detuvo y Emory también, apenas antes de estrellarse contra la espalda del rey.

—Ahí —dijo su padre, y señaló a no más de cinco metros de distancia, cerca de la base de un alto abeto, a una liebre de color marrón claro.

Emory no dudó. Se estiró sobre el hombro izquierdo, con la mano derecha arrancó una flecha del carcaj, la tensó en su arco y la liberó con una exhalación.

La liebre levantó la vista y fijó su mirada en la de Emory. Sus ojos, joyas negras y brillantes, no parpadearon. La liebre sabía que era demasiado tarde para esperar misericordia, y Emory sabía que era demasiado tarde para recuperar su flecha, aunque no lo habría hecho aun si hubiera podido.

La flecha golpeó a la liebre en el cuello, que perforó para salir por el otro lado. La sangre manchó de rojo su blanco cogote, y murió antes de que Emory hubiera llegado corriendo hasta su cuerpo.

Él miró al conejo, a los ojos que habían estado vivos y brillantes un segundo antes, ahora embotados por la muerte. La mano pesada y callosa del rey aterrizó con un golpe en el hombro de Emory.

—Bien hecho, hijo mío —dijo.

Entonces le entregó a Emory el cuchillo de mondar.

—Elige la mejor pata.

Emory seleccionó la pata trasera derecha, porque él mismo favorecía su mano derecha y porque las patas traseras era en donde las liebres apoyaban su salto, su poder. Su padre, el rey, lo observó mientras cortaba el pelaje, la carne, el tendón y el hueso, todavía tibios, para reclamar su talismán. Luego, tomó el cuchillo.

Emory observó cómo su padre abría el pelaje del conejo y dejaba el cuchillo a un lado. El rey deslizó su dedo índice y los dedos medios de ambas manos en la abertura y tiró; con un sonido como rasgadura de tela, la piel del conejo se apartó para revelar la membrana blanca brillante y, debajo, los músculos rojos, los tendones y los huesos blancos. Luego rasgó el pellejo hasta el fondo, hacia la cabeza y la pata trasera restante, que rompió con facilidad, cortó el cuello y tiró del pellejo por completo. Giró al conejo boca arriba, hizo un corte superficial justo a través de la delgada piel blanca, deslizó los dedos por debajo para levantar la piel de los intestinos y luego cortó a todo lo largo. Jalando la piel abierta, recuperó con cuidado el corazón y lo colocó en las manos ahuecadas de Emory.

—Es tu corazón, hijo —le dijo—. ¿Quieres comerlo ahora o más tarde, después de que Guisa pueda freírlo?

Emory se quedó mirando esa cosa cruda, roja, que sostenía entre las manos. Sabía que su padre quería que lo comiera en ese momento, crudo y fresco, recién sacado del pecho del conejo. Pero la idea de tragar una cosa tan cálida y viscosa, como una gran babosa roja, le hizo sentir arcadas, quiso vomitar.

—Más tarde, por favor —respondió, y si el rey estaba disgustado, no lo demostró.

Volvió a su trabajo, vertió rápidamente los intestinos en la tierra y guardó el hígado, los riñones y los pulmones, también el corazón que tomó de las manos de Emory, en un zurrón de cuero.

Lo que quedaba de la presa de Emory ahora parecía carne en lugar de conejo, y a él se le comenzó a hacer agua la boca. ¡Qué contenta estaría su madre!

El rey había dado a Emory una manzana para que comiera en el trayecto a casa, y había permitido que el chico dirigiera el camino.

Ahora, en la guarida del dragón, viendo el ojo ámbar reflejado observándolo, Emory recordó. Había sentido miedo del ojo del diablo al entrar en el bosque, pero aunque todavía colgaba en el cielo cuando había emergido, con la pata de la liebre en el bolsillo, con su primera muerte detrás de él, ya no era el ojo del diablo lo que colgaba en el cielo, no para Emory: en ese momento fue sólo un truco de sombra y luz, y nada más.

—Dragón —el talismán de una década atrás seguía resguardado en su bolsillo—, estoy aquí para conquistarte.

Tal vez hoy moriría. Tal vez viviría. Pero cualquiera que fuera el resultado, no vacilaría.

Un dragón es una cosa grande y aterradora, pero no es la única. Emory había visto otras. Quizás esta monstruosidad que se encontraba frente a él era como el ojo del diablo de su infancia: se hacía más grande y más aterrador por el miedo y la ignorancia; se podía reducir y poner en su lugar con perspectiva y conocimiento.

El dragón abrió el otro ojo y volvió su cabeza gigante. Luego abrió las mandíbulas para mostrar sus dientes negros y su negra lengua bífida, y expulsó un chillido ensordecedor que hizo vibrar hasta el esqueleto de Emory.

O, reconsideró Emory, tal vez no.

La espada de Emory

Con el arma sostenida a la altura de la cintura, perpendicular al suelo, Emory cortó su campo de visión en dos partes iguales. Cambió su peso de derecha a izquierda y de regreso, para probar la respuesta de la bestia a su movimiento. Notó que su mirada lo seguía, pero lentamente, como si no lo viera con claridad.

En su reino, nadie debía hablarle a Emory sobre los dragones; toda su vida había sabido que un día se enfrentaría a un dragón sin ayuda y sin conocimiento. Aun así, había escuchado cosas de tanto en tanto: las leyendas en boca de criados, historias relatadas en el mercado. Y aunque no contaba con un estudio real del que pudiera depender, había escuchado que los dragones sólo podían ver de lejos y, otras veces, que el profundo amor de los dragones por el oro y las joyas proviene de su atracción por los objetos de colores brillantes. Todo esto parecía una charla sin sentido de aquellos que nunca se encontrarían con un dragón en lugares cerrados y no tenían nada mejor que hacer con su tiempo de inactividad que parlotear, pero al ver la mirada desenfocada de esta criatura, Emory tuvo la esperanza de que, quizás, hubiera algo de verdad en las viejas leyendas después de todo.

Entonces, su hoja de acero reflejó un destello de luz solar a través de la ventana y la atención del dragón cambió en un instante y cobró una gran nitidez; éste se alzó sobre sus ancas, con las garras golpeando el suelo de espejos, y dio un paso hacia Emory.

¡Era el brillo lo que atraía la mirada del dragón! Emory movió su espada para que el sol no la golpeara, y retrocedió cuando el dragón abrió sus fauces. Pasó sólo medio segundo antes de que emergiera una gran fuente de llamas azules, y Emory saltó para enseguida rodar detrás de una montaña de joyas, apenas a tiempo.

Debía apagar el resplandor de su espada. Emory miró a su alrededor, desesperado, pero sólo había joyas y reflejos de joyas y reflejos de su propio rostro cubierto por el pánico, con el color encendido en sus mejillas.

Pero ahí, en la cintura de su imagen… ¡El zurrón con tiza que había usado al escalar! Emory tomó un puñado de polvo del zurrón —el frío seco cubrió sus dedos en contraste con el calor húmedo del salón— y lo frotó sobre la hoja, volviendo su espada desde la empuñadura hasta la punta color gris opaco.

La mano que había sumergido en la tiza también se había transformado y su piel de bronce lucía enmascarada, de manera que Emory volvió a meter la mano en el zurrón, tomó otro puñado de tiza y lo frotó en sus mejillas, su frente, su barbilla, su nariz, su cuello, hasta convertirse en un fantasma, un guerrero de la sombra.

Como prueba, encontró una gema, un rubí del tamaño de una manzana, y la hizo rodar de la pila tan silenciosamente como pudo. La inteligente mirada ámbar del dragón se arrojó sobre el rubí de inmediato, siguiendo su progreso por el suelo.

Luego, con el corazón palpitando en la garganta, Emory extendió su brazo desde detrás de la pila de joyas donde se encontraba en cuclillas, a la espera de que el aliento del dragón lo quemara. Nada. Emory movió los dedos. Nada. Retiró su mano y suspiró con alivio.