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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 480 - junio 2019

 

© 2011 Shirley Kawa-Jump, Llc.

Emparejados

Título original: How to Lasso a Cowboy

 

© 2011 Shirley Kawa-Jump, Llc.

Un beso a medianoche

Título original: Midnight Kiss, New Year Wish

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-994-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Emparejados

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Un beso a medianoche

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HARLAN Jones dejó la sexta silla del mes en el porche, se quitó el sombrero de cowboy y se secó el sudor de la frente antes de volver a ponérselo. Si seguía así, tendría que casarse y tener veinte hijos o empezar a regalarlas. O mejor aún, dejar de hacerlas. Si fuera listo, guardaría para siempre la sierra y la lija y olvidaría aquella fantasía estúpida de que podía ser ebanista.

Un cuerpo suave le rozó las piernas. Harlan rió y acarició a Mortise detrás de las orejas. El golden retriever movió alegremente la cola y se acercó más. Tenon, que no quería quedarse atrás, acercó su cuerpo dorado y babeó en la mano de Harlan.

–Un hombre cuerdo no pierde el tiempo haciendo sillas que no va a vender –dijo éste a los perros–. Un hombre cuerdo se centra en un trabajo que dé beneficios –se apartó de ellos y se dirigió al garaje a guardar las herramientas–. Un trabajo que deje una buena pensión.

Mortis se sentó en el umbral jadeante y Tenon corrió por el jardín detrás de una ardilla.

Harlan salió del garaje y cerró la puerta. Probablemente era una locura hablar con los perros, pero allí estaban los tres solos. Y lo habían estado las seis semanas que hacía que se había mudado desde Dallas a aquella casita de alquiler en Edgerton Shores, Florida, un pueblo tranquilo y pacífico que dejaba mucho tiempo para pensar.

–Si hay una cosa que aprendí de mi padre, es que los hobbies no dan dinero –dijo a Mortise.

Él tenía un empleo. Uno que no le apasionaba, cierto, pero un empleo que se le daba bien. Un trabajo que además necesitaba conservar porque mucha gente dependía de él. Y Harlan Jones era un hombre responsable y trabajador que cuidaba de la gente a la que quería.

Fijó la vista en la distancia, en dirección a un hospital situado veinticinco kilómetros hacia el norte. Fuera de la vista, pero nunca fuera de sus pensamientos.

–Tengo un empleo –repitió a los perros, a sí mismo y al aire que había entre él y el Hospital General Tampa. Y eso era algo que no debía olvidar cuando lijaba una pata o admiraba el brillo de la madera después de ponerle el barniz. Había visto muy de cerca adónde llevaban los sueños estúpidos… a la pobreza. Y en ese momento había personas que dependían de que él no fuera estúpido.

Cuando se disponía a entrar y buscar algo en lo que ocupar el sábado, captó un movimiento por el rabillo del ojo. Allí llegaba de nuevo aquella mujer decidida a meterse en su vida.

–Sed buenos –murmuró a los perros–. Y esta vez lo digo en serio.

–Señor Jones –lo llamó Sophie Watson desde dos casas más abajo. El pelo rubio, atado en una coleta, le bailaba sobre los hombros. Desde el primer día que llegara a Edgerton Shores, había visto a Sophie Watson en su paseo diario hasta el trabajo. Eran prácticamente los únicos que estaban en pie a esa hora, antes de que terminara de salir el sol. Ella para abrir su negocio del centro, el café Cuppa Java, y tenerlo listo para los primeros clientes, y él para saludarlos cuando buscaban el pronóstico del tiempo, informes del tráfico o una risita rápida antes empezar el día laboral.

En esos primeros días, Harlan no había hecho otra cosa que saludar al pasar. Sophie parecía simpática y era bastante guapa, de rasgos delicados y afición por las faldas. Eso le intrigaba, le había dado ganas de invitarla a salir. Pero luego había descubierto que ella vivía enfrente de su casa y allí habían empezado los problemas.

–Mis perros están en mi lado de la calle –dijo, antes de que ella empezara su sermón diario sobre la tendencia de los mellizos a vagar por el vecindario.

Era verdad que habían cambiado de sitio un par de rosales de Sophie y dañado unos lirios. Y sí, estaba también el incidente de las patas llenas de barro en el sofá de su sala de estar. Pero Mortise y Tenon no tenían mala intención. Eran simplemente… perros. Algo que Sophie Watson no parecía entender.

–Los perros no se han metido en líos ni en lechos de flores. No es necesario que venga aquí a arruinarme el día.

Ella apoyó un codo en la cadera. Llevaba una bolsita blanca que le golpeaba la parte superior del muslo.

–Yo no le arruino el día.

Él se acercó un paso a ella.

–Creo que se ha empeñado en hacerme tan desgraciado como un caballo sin cola.

–No es verdad. Soy una buena vecina.

Él soltó una carcajada.

–«Buena» no era la palabra en la que yo pensaba.

–Eso es verdad. Yo soy la «vecina lunática» –ella se puso un dedo en la barbilla en un falso ademán pensativo–. Y «la vecina infernal». Oh, y mi favorita… «la antagonista de los animales».

Él reprimió una mueca. Ella había oído su narración de los encuentros. Tenía que admitir que no quedaban mal. Harlan había tenido siempre habilidad para convertir sus historias personales en experiencias para narrar.

–Entretengo a mi público de la radio.

–A costa de mi reputación, y eso es algo que me tomo muy en serio –dijo ella con voz baja y dura–. Le agradecería que se guardara para sí sus pensamientos.

–Soy una personalidad de la radio, señorita Watson. Mi trabajo consiste en expresar opiniones.

–Pues búsquese otro tema para opinar –ella apretó los dientes y a continuación abrió la boca en una sonrisa forzada–. Por favor.

Él se llevó una mano al sombrero en un gesto de saludo, pero no hizo ninguna promesa. Tenía un trabajo y una emisora de radio que necesitaba desesperadamente un incremento de audiencia y de publicidad.

–¿Y qué la trae hoy por mi porche?

Ella volvió a sonreír.

–Vengo a preguntarle si ha tomado ya una decisión sobre mis sillas.

Otra vez con eso. Aquella mujer era tan insistente como un tábano en el trasero de un caballo.

–No son sus sillas, señorita Watson. Y no están en venta.

Ella había seguido andando mientras hablaba y estaba ya al principio del camino de la entrada.

–Eso es lo más tonto que he oído nunca –dijo ella–. La última vez que le hice una oferta tenía cuatro sillas en el porche. Ahora tiene seis. ¿Qué hace? ¿Las cría?

–Puedo asegurarle que no.

–Sea como sea, parece que tiene un problema. Y a mí me gustaría solucionárselo.

–Yo no tengo ningún problema. A menos que la contemos a usted –él hizo una pausa y añadió–: señorita.

Quedaba más amable así. Y su madre lo había criado para ser educado.

–Desde mi punto de vista, yo intento solucionarle un problema –ella señaló las sillas–. O mejor dicho, dos.

–¿Por qué narices quiere mis sillas? Usted piensa que soy la peor escoria que hay sobre la tierra.

Ella subió por el camino con osadía. Mortise se acercó con la lengua colgando, olvidando al parecer que Sophie no estaba en su club de fans, sobre todo desde la debacle de la barbacoa. Ella no prestó ninguna atención al perro.

–Mi opinión de usted no ha cambiado. Y créame, si hubiera otras sillas disponibles en este pueblo, las compraría. Pero quiero un aire local en mi café y éstas… –apretó los dientes un poco– son muestras de calidad de artesanía local.

Aunque estaba claro que el cumplido le había costado bastante, a Harlan se le hinchó el pecho de orgullo. Llevaba años haciendo muebles en su tiempo libre y hasta entonces los había guardado para él, con excepción de unos pocos que había dado a su hermano. No había sido su intención hacer tantas sillas, pero el arte de crear las curvas le había dado paz desde que llegara allí y, cuando quiso darse cuenta, tenía más de las que podía guardar.

–Señor Jones –continuó ella–. Le ofrezco un dinero razonable por un buen producto. Los dos sabemos que esas sillas tendrán una vida mucho mejor en la puerta de mi café, donde puede disfrutarlas la gente, que colocadas en su porche echándose a perder.

–Son sillas, señorita Watson. No viven.

Sophie subió los cuatro escalones del porche y pasó una mano delicada por el brazo de una de las sillas de ciprés. La última que había hecho. La mejor hasta la fecha. El modo en que ella la tocaba le hizo pensar que podía apreciar el trabajo que invertía él, las partes de sí mismo que se mezclaban con la madera, el pegamento y los tornillos. Los sueños que había tenido en otro tiempo y que asomaban todavía a la superficie cuando trasformaba un trozo de madera en algo útil y hermoso.

–No me va a decir que estas sillas carecen de vida para usted, señor Jones –repuso ella–. Porque a mí no me lo parece.

–¿De verdad le gustan las sillas? –preguntó él.

Se maldijo interiormente. No debería importarle nada lo que pensara la gente. Sólo se dedicaba a aquello para reducir el estrés.

Ella alzó la vista hacia él y sonrió.

–Claro que sí. Si no me gustaran, no seguiría esforzándome tanto por comprarlas.

Cinco minutos atrás, él tenía una buena razón para no vendérselas. Pero ya no conseguía recordarla.

–Sólo son una mezcla de madera y pegamento –dijo. Las miró y vio sus imperfecciones… la pequeña muesca donde había lijado demasiado, la diferencia minúscula entre unas tablillas y otras–. Nada más que lugares donde poner el… asiento.

Ella caminaba entre las sillas examinándolas y él reprimió el impulso de mirarle el trasero. No necesitaba distracciones de mujeres en aquel momento. Tenía una emisora de radio que requería de toda su atención. Dirigir la WFFM y hacer su programa diario consumía todos sus días y la mayor parte de sus noches. La emisora llevaba años luchando por sobrevivir y, cuando lo llamó su hermano Tobias después de su accidente en el barco y le pidió que lo sustituyera como director hasta que él se repusiera, Harlan no vaciló ni un momento. Tobias lo necesitaba y podía contar con él.

Su hermano le había comentado que la emisora no iba muy bien, pero no le había dicho hasta qué punto andaba mal.

Después de echar un vistazo a los libros, Harlan vio que la empresa se ahogaba en un mar de deudas. Era típico de su hermano que no hubiera dicho nada. Harlan se había encerrado en el despacho y había dicho a Tobias que no se preocupara, que reflotaría la WFFM en muy poco tiempo.

Luego resultó que habría sido más fácil meter a una manada de gatos en el pesebre de un caballo, pero su hermano lo necesitaba físicamente y a nivel fiscal y, a fin de cuentas, la familia siempre era lo primero. Tobias tenía que concentrarse en curarse de sus heridas, no en su emisora, y eso implicaba que le tocaba hacerlo a él. Su madre al morir le había encomendado que cuidara de su hermano y Harlan lo había hecho y seguiría haciéndolo costara lo que costara.

Y por eso no podía distraerse con mujeres guapas ni muebles bonitos. Ni ninguna otra cosa. Tobias contaba con él para que se comprometiera al cien por cien y no para que se fuera por la tangente con clavos y martillo. No para que repitiera los errores de su padre.

Harlan Jones podía ser muchas coscas, pero no era un hombre que defraudara a la gente que quería. Ellos eran lo primero y todo lo demás quedaba en un lejano segundo plano.

–Seguro que no le importará que compre un par de ellas, señor Jones –dijo Sophie.

Mortise estaba sentado a su lado, bien para vigilarla o para intentar hacerse su amigo, Harlan no estaba seguro. En el jardín, Tenon se rindió con la ardilla y empezó a observar lo que ocurría en el porche.

–Estoy segura de que las otras no las echarán de menos. Pueden criar algunas más la semana que viene.

Estaba decidida, pero en lo referente a terquedad había encontrado la horma de su zapato. Él no pensaba iniciar un negocio de muebles ni aquel día ni nunca.

–Siento mucho tener que repetir esto –comentó–, pero no están a la venta. Y menos para usted.

Ella suspiró.

–¿Qué quiere decir con eso?

–No tengo costumbre de hacer negocios con gente a la que no le gustan mis perros. Y a la que claramente no le caigo bien.

Mortise lo miró y movió la cola. Al parecer, había olvidado el sermón de veinte minutos de Sophie de la semana anterior, cuando descubrió sus rosales trasplantados. Pero Harlan no.

Ella sonrió con astucia.

–¿Pero sí están en alquiler?

–¿Alquiler?

–No tiene más sitio en su porche, señor Jones. Y si piensa hacer más muebles, necesitará espacio. Y da la casualidad de que yo necesito exactamente algo así delante de mi café. Así que me gustaría alquilarle algunas sillas y darle el espacio que necesita.

–No.

Ella apretó los labios.

–Deme una buena razón.

–Porque no.

–Eso no es una razón –ella movió la cabeza–. No puede hablar en serio. Acabo de hacerle una oferta de negocios. ¿Qué clase de hombre de negocios no negocia?

–Yo no estoy en el negocio de los muebles.

Ella enarcó una ceja.

–Y no negocio –continuó él.

Mortise se incorporó moviendo la cola con gesto amistoso. Harlan chasqueó los dedos para llamarlo, pero era demasiado tarde. Mortise se había acercado ya a ella y apretaba su cuerpo en la pierna de ella, que golpeaba con su cola, lanzando trozos de piel sueltos a su alrededor. Entonces Harlan se dio cuenta de por qué se comportaba el perro así.

La bolsita blanca colgaba todavía de los dedos de Sophie Watson. Una tentación que hacía que el perro olfateara el aire y se acercara más.

–¿Se pueden alquilar? –preguntó ella. Intentó esquivar al perro, pero éste se movió con ella.

–Mortise… –advirtió Harlan. Pero era demasiado tarde. El animal había arrancado ya la bolsa de las manos de Sophie y corría por el porche.

–¿Qué narices…? –Sophie se volvió–. Su perro ha robado mi almuerzo.

Harlan miró a Mortise, que rompía alegremente el papel de la envoltura a la sombra de una palmera.

–Es verdad.

–¿No lo va a detener?

Mortise alzó el morro y tragó un pedazo del sándwich que había desenvuelto. Al mismo tiempo, Tenon se dejó caer en el suelo a su lado y empezó a comerse una galleta todavía envuelta.

–Creo que es algo tarde para eso.

Sophie Watson resopló. Lanzó una maldición. Volvió a resoplar.

–Pues entonces no me deja elección –dijo. Se quitó el jersey y se lo lanzó.

Harlan lo atrapó al vuelo y la miró de hito en hito. Al quitarse el jersey amarillo pálido, se había quedado con un top ajustado del mismo color. Parpadeó un momento, perdida la concentración.

Tardó cinco segundos en darse cuenta de que ella había amontonado dos sillas y las levantaba por encima de su cabeza flexionando los bíceps por el esfuerzo.

–Me llevo estas sillas para cobrarme el almuerzo –dijo.

–Eh, no puede…

–Puedo y lo haré. Míreme –se volvió con las sillas y empezó a bajar las escaleras.

Harlan miró a los perros.

–¿Por qué no la paráis?

Mortise y Tenon lo miraron un momento y siguieron devorando el almuerzo de Sophie.

Y Harlan pensó que tendría que hacer algo con aquella mujer antes de que lo volviera completamente loco.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

–BONITAS sillas –Lulu Saunders sonrió a Sophie y se dejó caer en una de las sillas que había a cada lado de una mesita de azulejos brillantes delante del café Cuppa Java. Las sillas hechas a mano eran el complemento perfecto a la atmósfera del café. Sophie llevaba meses buscando muebles de exterior y, después de ver las sillas, había dejado de buscar más. Eran perfectas y, lo mejor de todo, habían sido hechas por un habitante de allí.

En un pueblo como Edgerton Shores, era mejor recurrir a la gente de allí. Sophie compraba los granos de café a un vendedor del pueblo que los tostaba en su misma tienda, hacía sus magdalenas con ingredientes locales y ofrecía a su clientela brebajes bautizados con el nombre de famosos de la zona. Había contratado a Lulu, que procedía de una familia que había vivido en el pueblo desde que éste existía y que, con su personalidad alegre y optimista, era una leyenda local. Sophie también había vivido allí toda su vida y quería que el café diera la sensación de haber estado también siempre allí.

Por eso se había acercado al irritante Harlan Jones esa mañana. Aquel hombre la ponía de los nervios. Además de lo cual, tenía los perros más incorregibles del mundo. Y parecía decidido a convertirla en el hazmerreír del pueblo. Pero hacía unas sillas estupendas.

Sophie se sentó en la silla opuesta y volvió la cara hacia el sol. No había clientes en ese momento, cosa que le permitía tomarse un descanso. Pasaba la mayor parte de los días allí, sirviendo cafés y bizcochos recién hechos, y aunque amaba lo que hacía, también le gustaba tener alguna oportunidad de disfrutar de los frutos de su trabajo.

–Gracias –dijo a Lulu–. Las he robado del porche de Harlan Jones.

–¿Robado?

–Sí. Ese hombre es demasiado terco para su bien.

–Y sexy –Lulu suspiró. Se apartó el pelo de la frente y tomó un sorbo de uno de los dos cafés con hielo que había sacado al salir–. Por no hablar de su acento del sur. Está para comérselo.

Sophie soltó una carcajada.

–Yo no diría eso de Harlan.

–Entonces estás ciega, amiga, porque ese hombre es lo más sexy que ha venido a este pueblo en mucho tiempo –Lulu se llevó una mano al pecho–. Y puesto que fui yo la que le alquiló esa casa, deberías darme las gracias por mejorar las vistas del barrio.

Mildred Meyers se acercaba por la acera, lo cual evitó que Sophie tuviera que contestar. Mejor así, pues Sophie no tenía tiempo para hombres. Había aprendido la lección sobre mezclar una relación con un negocio que le ocupaba casi todas sus horas, una lección que había puesto fin a su compromiso y la había hecho preguntarse cómo podía alguien combinar una vida empresarial con una vida personal. Además de lo cual, el final público de su relación con Jim había sido la comidilla de la zona durante meses.

Había salido corriendo el día de su boda y los reporteros la habían perseguido durante semanas, alterando su vida y su negocio. Por suerte, la expectación había acabado por desaparecer. Sophie se había sentido muy aliviada el día en que Gertrude Maxwell había tomado un rifle Winchester y echado de casa a su marido infiel, convirtiéndose así en el nuevo tema del día.

Sophie amaba su café. No era sólo un trabajo, era también su refugio. Trabajaba mucho pero en algo que le gustaba. Cuando llegaba el fin de semana y se daba cuenta de que no había salido con ningún hombre, se decía que ya habría tiempo más tarde para una relación.

–He tenido una idea genial –declaró Mildred cuando se acercó.

Sophie sonrió. Mildred era una profesora jubilada, y siempre había sido una miembro activa de Edgerton Shores. Era una mujer efusiva e inteligente con un gusto por la ropa chillona. Ese día llevaba unos pantalones de color lima neón y una blusa naranja que parecía rivalizar con el sol en cuanto a fuerza en el color. Un collar de oro y turquesas completaba el atuendo, que terminaba con unas sandalias enjoyadas.

–¿Dónde está su compañera de delitos? –preguntó Sophie.

–Tu abuela no se siente muy bien y se ha quedado en casa.

Sophie la siguió preocupada al interior del local y empezó a prepararle su café favorito.

–Tengo que ir a verla. Comprobar si está bien.

–No harás nada semejante. Tu abuela me ha dicho que no debes preocuparte ni salir corriendo a su casa. Ella está bien y tú tienes mucho trabajo.

–¿Está segura?

–Pues claro que sí. Además, le he dejado mi espray de pimienta. Está protegida.

Sophie reprimió una carcajada. ¡Mildred y su espray de pimienta! Lo llevaba en el bolso desde que había leído un artículo en el periódico que decía que el crimen había subido un dos por ciento en la zona en el último año.

–Señorita Meyers, no creo que esta tarde vaya a ver un incidente en Edgerton Shores que requiera un espray de pimienta.

–Nunca se sabe –la mujer movió un dedo en dirección a Sophie–. Pero volviendo al motivo de mi visita, se me ha ocurrido una idea genial.

Sophie terminó de preparar el café con mucha leche y se lo pasó. Lulu había entrado también y estaba ocupada colocando galletas de chocolate recién hechas en la vitrina.

–¿Para qué, señorita Meyers? –preguntó Sophie.

–Para la Fiesta de Primavera, por supuesto. Queríamos algo que trajera atención al pueblo y animara a la gente de aquí –Mildred sonrió–. Y tengo la solución perfecta –hurgó en su bolso y sacó una libreta pequeña–. Una lotería del amor.

Lulu resopló para reprimir la risa. Sophie echó la cabeza a un lado, segura de haber oído mal.

–¿Una qué?

–Una lotería del amor. Se lo he contado a tu abuela y le ha parecido una idea espléndida. Todos los solteros del pueblo rellenan solicitudes para quedar emparejados con una soltera. Pagan unos cuantos dólares por el intento y, cuando encuentran a su amor perfecto, tienen una cita.

–¿Como uno de esos servicios de citas por Internet? –preguntó Lulu.

Mildred movió una mano en el aire y devolvió la libreta a su bolso.

–No vamos a hacer nada de Internet. Emparejaremos a la gente basándonos en intereses comunes, al estilo antiguo.

–¿Qué estilo antiguo? –preguntó Lulu.

Mildred se llevó una mano al amplio pecho.

–Por instinto, por supuesto. Mejor dicho, mi instinto, ya que tengo mucha experiencia en citas.

Sophie y Lulu se miraron. Ambas decidieron no hacer preguntas sobre dicha experiencia. Había veces en las que un poco de información resultaba ya demasiado.

–No estoy segura –dijo Sophie–. ¿Cree que tendremos participantes suficientes? Edgerton Shores es bastante pequeño.

Mildred hizo una mueca.

–He hecho mis investigaciones y este pueblo tiene un índice de disponibilidad del sesenta y dos por ciento. Aquí viven solteros altamente deseables.

–¿En serio? –preguntó Lulu–. Pues que alguien me diga dónde están, porque yo llevo mucho tiempo buscando un hombre. Y concretamente un hombre que trabaje.

Sophie se echó a reír. La pobre Lulu no había tenido mucha suerte en el amor. Aunque ella no era quién para hablar. Había creído tenerlo todo y se había dado cuenta de que era sólo su imaginación. De que había confundido un encaprichamiento con amor y pasado por alto las señales que le advertían de que se iba a casar con el hombre equivocado. ¡Menos mal que había espabilado antes de ponerse la alianza en el dedo!

La prensa, sin embargo, nunca se había interesado por su versión de la historia. Les había encantado la noticia sensacionalista de la novia que planta al novio en el último momento y no habían querido saber nada más.

–Por ejemplo, está Art Conway, de La Belle Terrace –dijo Mildred–. Tiene una pensión magnífica y un Cadillac nuevo –la mujer sonrió–. Es la comidilla en el centro de mayores.

Sophie reprimió una carcajada. Imaginaba ya el resultado de la lotería del amor, un montón de jubilados dedicándose a ligar. Pero parecía una buena idea y un modo fácil de recaudar fondos.

–Podría funcionar –dijo–. Pero no sé si conseguiremos recaudar todo el dinero que necesitamos.

–En eso tienes razón.

–A menos… que lo combinemos con la celebración de la Fiesta de Primavera –prosiguió Sophie–. Nunca es un gran acontecimiento, sólo tenemos el picnic en la plaza del pueblo y un baile al final de la semana. Si lo convertimos en el punto central de la semana, llamaremos más la atención sobre el centro de bienestar y quizá todos los eventos combinados puedan conseguir más dinero.

Mildred asintió.

–Sé lo importante que es eso para ti. Es algo que este pueblo necesita desde hace tiempo.

Sophie llevaba un año y medio trabajando para abrir un centro de bienestar comunitario que ofreciera servicios a la amplia proporción de ancianos del lugar. Había propuesto la idea después de ver cómo le había fallado a su abuela la salud en los últimos años. Quería un lugar donde la anciana pudiera ir con sus amigas a clases de gimnasia, de cocina o simplemente a pasarlo bien. Su abuela salía de vez en cuando, pero desde la operación de cadera de unos meses atrás, se sentía cada vez más frustrada por la falta de lugares cercanos a los que salir de día o de noche. El sitio más próximo de ese tipo estaba a casi tres cuartos de hora de Edgerton Shores, el doble de tiempo en la temporada turística. El pueblo necesitaba tener un centro propio y lo necesitaba ya. Sophie y los demás miembros del comité habían organizado un rastrillo de repostería, un concurso de pesca y habían vendido camisetas, pero aquello no era suficiente.

–Esto podría ayudar a llenar los cofres del proyecto.

–Podríamos correr la voz por los pueblos cercanos –dijo Lulu–. Por toda la Bahía de Tampa hay chicas solteras esperando al hombre ideal.

–Buena idea. Y si tenemos participación suficiente, estaremos un paso más cerca de construir ese centro. Quizá consigamos dinero para empezar a renovar el edificio que donó Art Conway al pueblo el año pasado.

–Art es un gran hombre –suspiró Mildred–. Sabe cómo necesita este pueblo un lugar que cubra las necesidades de todos –flexionó el brazo derecho–. Y yo necesito clases de levantar pesas.

Sophie rió.

–Yo también. Vale. Yo digo que lo hagamos.

Mildred aplaudió.

–Maravilloso. Pasó su enorme bolso de flores a Sophie–. Creo que harás un trabajo magnífico.

–¿Qué? ¿Yo? Pero…

–Te ofreciste voluntaria para dirigir la publicidad de la Fiesta de Primavera de este año, ¿recuerdas? –le recordó Mildred.

Cuando Sophie se había ofrecido voluntaria, había supuesto que eso implicaría solamente enviar algunas notas de prensa a los medios de comunicación de la zona. Y desde luego, no se le había ocurrido que tendría que promocionar un día de citas.

–Y en mi opinión, nada merece tanta publicidad como una lotería del amor –terminó Mildred. Se volvió para marcharse y le sonrió por encima del hombro antes de salir–. Y no olvides que, como directora del evento, tú también debes participar.

–¡Oh, no! Sólo me faltaba eso. Hacer otra vez pública mi vida amorosa –los rumores sobre la novia fugada habían cesado por fin; hacía más de seis meses que no recibía ninguna llamada de reporteros y no tenía deseos de provocar más cotilleos. Ni eran buenos para el negocio ni eran buenos para ella–. Además, estoy muy ocupada con el café y ahora con esto.

–Nunca se está demasiado ocupada para el amor, querida –Mildred hizo un gesto de despedida con la mano y salió del café.

 

 

Esa tarde, Harlan se puso el sombrero y caminó hasta el centro, con Mortise y Tenon trotando junto a sus pies.

Encontró a Sophie de pie al lado de las sillas, recogiendo un vaso de la pequeña mesa que había colocado entre las dos sillas de madera.

–Vengo a devolverle su jersey, señorita Watson –se sentó en una de las sillas–. Y a reclamar mis sillas.

–No puede sentarse ahí –Sophie le quitó el jersey y se lo puso.

–Yo creo que sí. Son propiedad robada. Propiedad mía. Las reclamo antes de que a alguien se le ocurra marcarlas o algo así.

–Yo no tengo hierro de marcar, señor Jones, así que la identidad de sus sillas está a salvo. Aunque me gustaría poner un cartel promocionando su trabajo –ella sonrió con astucia–. Como muestra de gratitud por dejar temporalmente las sillas aquí.

–No necesito ningún cartel, no me dedico al negocio de la madera –ni entonces ni nunca–. Y esto es un secuestro de muebles, así que creo que me quedaré aquí sentado hasta que esté dispuesta a devolverme lo que es mío.

Ella hizo una mueca.

–Esas sillas son mías de momento y, mientras lo sean, son para clientes de pago. Solamente –los perros se acomodaron a los pies de Harlan, con Mortise apoyando el morro en su bota–. Y no se permiten perros en el café.

–No estamos en el café, estamos fuera, en la acera pública. Y en cuanto a lo de clientes –él miró arriba y abajo por la acera y el interior del café que, a las dos de la tarde estaba casi desierto–. Teniendo en cuenta que no hay muchos, creo que puedo sentarme aquí tranquilamente. Si viniera un cliente, dejaré vacante mi silla mientras la necesiten. Hasta entonces, me quedo aquí –bajó el ala del sombrero y echó atrás la cabeza como si se dispusiera a dormir.

–Es usted el hombre más irritante de Edgerton Shores –declaró ella–. Me niego a dejar que se siente aquí a menos que consuma algo.

–Y yo me niego a dejarle mis sillas. Son mías y me sentaré en ellas si quiero. Aquí o en mi porche. Usted elige.

–¿De verdad piensa quedarse ahí sentado haga yo lo que haga?

–Podría venir aquí a besarme media hora seguida y me seguiría quedando –repuso él.

–El infierno se congelaría antes de que yo hiciera eso.

–Menos mal que estamos en Florida. No hay posibilidades de que aquí se congele nada –él vio por el rabillo del ojo que ella cerraba y abría el puño y reprimió una risita. De haber sabido que sería tan divertido pinchar a Sophie Watson, habría acampado delante de su café mucho tiempo atrás.

Aquella mujer se merecía todo lo que le hiciera. Siempre estaba yendo a su casa a sermonearlo por los perros, por la longitud del césped o por los muebles que hacía. Estaba seguro de que Sophie tenía una opinión sobre todo lo que había en el mundo.

–No puedo tenerlo aquí sentado indefinidamente –dijo ella.

Él fingió pensar en aquello, aunque en realidad había forjado un plan antes de ir allí. Sophie Watson llevaba semanas volviéndolo loco. Había llegado el momento de cambiar las tornas. Quizá así lo dejaría en paz. Él tenía una emisora de radio que dirigir y un hermano del que preocuparse, no necesitaba aquella distracción.

–He pensado en su oferta de alquiler.

–¿Sí?

–Será un placer alquilarle estas sillas. Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo satisfactorio.

–Si es dinero lo que quiere…

–No. Sólo tomar algo y el placer de su compañía –sonrió para demostrarle que no era tan malo, y porque podía ver en su cara cómo la irritaba que se burlara de ella. ¡Oh, aquello sería divertido! Antes de que terminara, ella habría devuelto las sillas a su porche y se habría apartado de su camino para siempre.

Y él tendría una buena historia para sus radioyentes. No tenía nada que perder.

Ella consideró un momento sus palabras.

–Yo diría que es una oferta justa, señor Jones –se volvió–. Voy a prepararle un café.

Él se echó hacia delante y el sombrero dejó al descubierto sus ojos.

–Yo diría que sí, excepto porque no tomo café.

–Todo el mundo toma café.

–Parece ser que no, señorita Meyers.

Ella respiró hondo.

–¿Qué toma?

Harlan sonrió.

–Me gusta el té. Tráigame una taza de Earl Grey y soy todo suyo.

Ella lo miró escéptica.

–No parece un hombre que beba té.

–Las apariencias engañan, señorita Watson. Yo podría ser un buen hombre y usted cree que soy el diablo con botas camperas –se echó atrás el sombrero y cruzó los pies a la altura de los tobillos para mostrar las botas.

–Oh, no lo creo, señor Jones –repuso ella–. Sé que lo es.

 

 

–Ese hombre es el ser humano más irritante que hay en este planeta –resopló Sophie mientras calentaba el agua para el té. Sólo le faltaba aquello. Tenía que llevar su negocio, preparar una recaudación de fondos y preocuparse de su abuela. No necesitaba añadir a Harlan Jones a la ecuación.

–Yo creo que es muy guapo para resultar tan irritante –repuso Lulu–. Tiene culo de cowboy y ojos grandes y…

–Yo he visto su culo y sus ojos y no me siento nada impresionada.

–Eso es mentira, Sophie.

–No, no lo es –metió una bolsa de té en la taza de agua caliente, la colocó en un platito y puso todo en una bandeja junto con una jarrita de leche y azúcar. Consideró añadir miel, pero decidió que a un hombre como Harlan no podía gustarle algo tan dulce.

Lulu enarcó una ceja.

–Tú has ido siete veces a su casa en el último mes.

–He tenido problemas con él por sus perros, nada más. Y también me gustan sus sillas.

–Te gusta lo que pone en sus sillas.

–No me siento atraía por él.

–Ajá.

–Me vuelve loca. Y sus malditos perros también. ¿No te acuerdas de lo que hicieron con los bistecs que tenía en la barbacoa la semana pasada?

Lulu se echó a reír.

–Nunca había visto a un perro correr tanto.

–Parecían una banda de ladrones. Uno empieza a escarbar en los lirios para distraernos y, mientras, el otro da un salto y se lleva los bistecs de la barbacoa. Desaparecieron sin que pudiera hacer nada y tuve que servir queso fundido a todo el mundo –movió la cabeza–. Apuesto a que los entrena para ser malos.

Lulu se echó a reír.

–Son perros que vieron una oportunidad y la aprovecharon.

–Esa oportunidad era nuestra cena.

Lulu se encogió de hombros.

–Pues dales una galleta la próxima vez que los veas y quizá así dejen los lirios en paz.

Sophie soltó un resoplido.

–Esos perros probablemente me arrancarían la mano de un mordisco. Me gustan los perros, pero los de Harlan Jones no son perros corrientes. Son… monstruos de piel dorada.

Por no mencionar que eran enormes. Los únicos perros con los que Sophie había pasado tiempo habían sido los perros salchicha de su madre. Enérgicos pero pequeños, y deseosos de agradar. Los Golden eran grandes y parecían dispuestos a derribarla en cualquier momento. Había oído que los animales de esa raza eran amables y listos, pero los de Harlan eran unos gigantes gamberros que nunca le hacían caso.

–Vale, no te gustan sus perros –comentó Lulu–. ¿Y qué me dices de su voz? No me vas a decir que no te gusta que ese acento tan sexy te anime las mañanas.

–Sabes que yo ya no le oigo.

–Yo lo encuentro muy gracioso.

Sophie la miró de hito en hito.

–Se ríe de mí.

Menos mal que no había oído la historia de su ruptura. Ya era bastante malo que contara todas sus peleas de vecinos en el programa de radio. Si se enteraba de lo ocurrido el año anterior, Sophie no quería ni imaginar cuánto tiempo explotaría aquello.

–A Harlan Jones no le importa nada excepto aumentar la audiencia.

–Oh, anímate, Sophie. Puede reírse de mí siempre que quiera mientras lo haga con ese acento sureño. Es como que te metan caramelos por los oídos.

–Lo cual te vuelve sorda. Sinceramente, yo no le veo ningún encanto.

En las semanas que Harlan llevaba en Edgerton Shores, había conseguido convertir a todos los habitantes en fans de la WFFM. Las mujeres lo paraban en la calle sólo para oírle hablar y los hombres pasaban por su jardín para preguntarle qué opinaba de los Marlins o de los Dolphins esa temporada.

Todos los habitantes menos Sophie.

Vale, tenía una sonrisa agradable y una voz sexy. Pero eso no implicaba que fuera el tipo de hombre que ella quería o necesitaba en su vida. Era la antítesis de todo lo que ella buscaba.

–Hasta las mujeres de la luna podrían ver su encanto –repuso Lulu, poco convencida.

Sophie hizo una mueca. ¿Qué veía Lulu en aquel hombre? ¿O qué veían todos los demás? Estaba demasiado seguro de sí mismo, como si fuera un regalo de Dios a la tierra.

–¿Y qué hace un cowboy en Florida? Hay trabajos de radio por todo el mundo.

Lulu sonrió.

–Si se lo preguntas, lo sabrás.

–No quiero saberlo. Sólo quiero que se marche –Sophie tomó la bandeja.

–Llevarle té y galletas recién hechas es un buen modo de lograr eso.

Sophie miró de hito en hito a su ayudante y salió. Lulu estaba loca. Harlan Jones era un hombre insultante, maleducado y mezquino. Y tenía los peores perros del mundo.

Si no fuera porque hacía unas sillas tan bonitas, ella no le hablaría. Ya empezaba a arrepentirse de habérselas llevado esa mañana. Ahora, por culpa de su impulsividad, tenía que cargar con el último hombre sobre la tierra con el que quería pasar tiempo.

Tenía que dirigir un negocio y planear una recaudación de fondos. Pensar en Harlan Jones sólo haría que le subiera la presión arterial.

 

 

Harlan miró a Sophie salir con una bandeja en la mano y una expresión decidida en el rostro. Era palpable ver que no quería darle ni la hora, ni mucho menos una sonrisa.

Pero a él le gustaban los retos. Especialmente si la volvían loca a ella.

Sintió una punzada de culpabilidad. Debería estar en la radio, intentando que se recuperara la emisora. Tobias contaba con él, y eso no era algo que Harlan se tomara a la ligera. Pero por el momento quería divertirse.

–Señorita Watson, espero que piense acompañarme mientras tomo el té –dijo cuando ella le puso delante la taza y las galletas.

Veía que el agua estaba muy caliente, justo como le gustaba. Y las galletas crujientes. La mujer sabía lo que hacía. Tal vez se quedara un rato, teniendo en cuenta lo tentador que resultaba el café. Seguramente podría encontrar el modo de trabajar y tomarse algo de tiempo para molestar a su vecina… y disfrutar de una taza de té en el proceso.

–No puedo estar aquí sentada. Tengo que ocuparme del café.

–Teniendo en cuenta que ahora soy el único cliente, seguro que puede sacar un par de minutos para estar conmigo.

–Ah…

–¿Ha probado estas sillas que tanto le gustan? Hágalo –sonrió él–. ¡Quién sabe! Tal vez se arrepienta de haberlas traído.

Sophie vaciló un segundo y a continuación se sentó en la otra silla. Una leve sonrisa cruzó su rostro y él supo, como si se lo hubiera dicho su trasero, que el milagro se debía al asiento. Si había algo que él podía hacer, era una silla buena. ¡Lástima que supiera tan bien que no debía intentar ganarse la vida con eso!