© The Estate of Maeve Brennan, 1997

Títulos originales: The Springs of Affection: Stories of Dublin The Long-Winded Lady

ISBN: 978-84-17893-22-4

Imagen de cubierta: Maeve Brennan, 1948, Nueva York © Karl Bissinger

Composición digital: Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación

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MAEVE BRENNAN

DE DUBLÍN A NUEVA YORK

TRADUCCIÓN DE ISABEL NÚÑEZ

BARCELONA  MÉXICO  BUENOS AIRES   NUEVA YORK

ORIGEN DE LOS TEXTOS

Todos los relatos de la sección Cuentos dublineses aparecieron en la revista The New Yorker, excepto The Poor Men and Women, «Los pobres», que se publicó en Harper’s Bazaar.

A continuación se enumeran por orden de publicación.

The Poor Men and Women, «Los pobres», abril de 1952.

The Morning after the Big Fire, «La mañana después del incendio», 7 de febrero de 1953.

The Clever One, «La más lista», 30 de mayo de 1953.

The Lie, «La mentira», 3 de octubre de 1953.

The Day We Got Our Own Back, «El día en que nos vengamos», 24 de octubre de 1953.

The Barrel of Rumors, «El torno de los ruidos», 27 de febrero de 1954.

The Devil in Us, «El diablo que nos habita», 3 de julio de 1954.

The Old Man of the Sea, «El viejo del mar», 15 de enero de 1955.

An Attack of Hunger, «Un ataque de hambre», 6 de enero de 1962.

A Young Girl Can Spoil Her Chances, «Una chica puede malograr su suerte», 8 de septiembre de 1962.

The Drowned Man, «El ahogado», 27 de julio de 1963.

The Carpet with the Big Pink Roses on It, «La alfombra de rosas», 23 de mayo de 1964.

Free Choice, «Libre elección», 11 de julio de 1964.

The Shadow of Kindness, «Una sombra amable»,14 de agosto de 1965.

The Twelfth Wedding Anniversary, «Aniversario», 24 de septiembre de 1966.

The Sofá, «El sofá», 2 de marzo de 1968.

The Eldest Child, «El hijo mayor», 29 de junio de 1968.

Stories of Africa, «Historias de África», 10 de agosto de 1968.

The Springs of Affection, «Las fuentes del afecto», 18 de marzo de 1972.

Christmas Eve, «Nochebuena», 23 de diciembre de 1972.

Family Walls, «Muros familiares», 10 de marzo de 1973.

Todos los textos de la sección Crónicas de Nueva York se publicaron en la revista The New Yorker entre 1953 y 1968 en la sección «The Talk of the Town».

CUENTOS DUBLINESES

LA MAÑANA DESPUÉS DEL INCENDIO

Desde mis cinco años hasta casi los dieciocho, vivimos en una casa pequeña en un barrio de Dublín llamado Ranelagh. En nuestra calle, todas las casas eran de ladrillo rojo y tenían pequeños jardines detrás, parte de cemento y parte de hierba, separados unos de otros por muros de piedra bajos. Cuando nos instalamos, yo no llegaba a ver nada por encima de los muros, pero en los últimos años recuerdo que podía mirar con facilidad, así que supongo que tendrían un metro y medio. Todos los jardines tenían un muro común al fondo, que naturalmente era muy largo, pues abarcaba toda la longitud de la calle. Nuestra calle se consideraba un pasaje porque uno de los extremos, el más lejano para nosotros, no tenía salida. Era un pasaje corto, con veintiséis casas a un lado y veintiséis al otro. Nosotros vivíamos en el número 48 y solo a cuatro casas de distancia de la calle principal, Ranelagh Road, donde circulaban tranvías y autobuses y toda clase de coches, con bastante ruido de tráfico.

Más allá del muro del fondo del jardín se extendía un gran club de tenis, y a veces, en verano, especialmente durante los torneos, mi hermana pequeña y yo nos asomábamos a una ventana trasera de la casa y contemplábamos a los jugadores con sus blancas camisas de lino y sus amplios pantalones de franela, y los oíamos vocear los tantos. El club tenía un local, pero no lo veíamos. Nuestra visión quedaba parcialmente obstruida por la gran construcción del garaje, que se apoyaba en el muro del fondo de nuestro jardín y los otros cuatro jardines que nos separaban de Ranelagh Road. Algunos de los vecinos de nuestro pasaje dejaban el coche en aquel garaje y la gente que venía a jugar al tenis aparcaba los coches allí. Siempre se veía movimiento en aquel garaje y nunca llegué a entrar allí, aunque comprábamos la comida en una tienda contigua. La tienda daba a Ranelagh Road y tanto la tienda como el garaje eran propiedad de un hombre colorado y larguirucho y de su mujer, gruesa con el pelo rojizo claro; eran los McRory. Las tardes de verano, cuando mi hermana y yo íbamos a la tienda a comprar granizado en vasos de plástico, había algunos jugadores por allí, refrescándose con el hielo y también con botellas de limonada.

Una mañana de verano, muy temprano, cuando aún estaba oscuro, oí la voz de mi padre muy excitada al otro lado de la puerta de mi dormitorio. Yo tendría unos ocho años. Mi hermana pequeña dormía en la misma habitación que yo.

—¡La tienda de McRory está ardiendo! —decía mi padre.

Se había despertado con el resplandor rojo de las llamas contra su ventana. Se puso algo encima y corrió a ver qué pasaba y mi madre nos dejó mirar el incendio desde una ventana de atrás, la misma ventana por la que solíamos mirar los partidos de tenis. Era un fuego con todas las de la ley, con llamas que saltaban y denso humo torrencial, y un fragor constante de destrucción, quebrado por los golpes que daban al caer algunos pedazos del tejado. Mi madre se preguntó en voz alta si habrían podido salvar los coches y eso nos hizo mirar el edificio ardiente con un interés renovado y con el inmenso temor de imaginar grandes coches brillantes devorados por aquel fuego galopante. Era muy emocionante. Mi madre nos hizo volver al dormitorio, pero incluso allí sentíamos cierta emoción oyendo a los hombres llamarse unos a otros en la calle y cerrando de golpe sus puertas tras ellos para correr fuera a ver el espectáculo. Como había decidido que nuestra casa no corría peligro, mi madre nos arropó en la cama con firmeza, pero yo no podía dormir, y en cuanto se hizo de día, me vestí y corrí escaleras abajo. Mi padre tenía muchas cosas que contar. El garaje era una ruina, dijo, pero la tienda se había salvado. Muchos coches se habían destruido. Nadie sabía cómo había empezado el fuego. Algunos de los hombres del garaje habían sido muy valientes, corriendo a rescatar todos los coches que podían. La parte del edificio que daba a nuestro jardín se veía chamuscada, frágil y vacía porque ya no le quedaba tejado y su interior había desaparecido. El aire olía fuertemente a quemado.

Salí silenciosamente al pasaje, que estaba desierto; no había niños jugando y aún era muy temprano para que los hombres marcharan a trabajar. Avancé por el pasaje en dirección del extremo ciego. La gente que vivía allí estaba demasiado lejos del garaje para que les hubiera molestado el resplandor. La madre de un niño que era amigo mío salió a su puerta a tomarse su vaso de leche.

—¡La tienda de McRory se incendió anoche! —le grité.

—¿Qué dices? —preguntó, muy asustada.

—Se quemó toda —dije yo—. Apenas quedó una pared. Los coches de mucha gente también se quemaron.

Ella se volvió y miró por encima de su hombro en dirección a su cocina, que, al ser todas las casas idénticas, estaba orientada igual que la nuestra.

—¡Jim! —exclamó—. ¿Has oído? La tienda de McRory se quemó anoche. Todo el edificio... No queda ni una viga... Y nosotros durmiendo tan tranquilos —me dijo, como si la idea de aquel sueño profundo la desconcertara e inquietara.

Su marido se apresuró a asomarse junto a ella y tuve que contar toda la historia de nuevo. Él dijo que iría a la tienda de McRory a echar un vistazo y aquello me enfureció, porque a mí no me dejaban acercarme y sabía que, cuando él volviera, tendría mucha más autoridad que yo. Pero no había tiempo que perder. Otras personas empezaban a abrir sus puertas y yo quería darles la noticia a todos.

—¿Han oído las noticias? —gritaba a todos los que veía y, naturalmente, a los que me prestaban oído, fascinados por lo que iba a contarles. Uno o dos hombres que se apresuraban hacia su trabajo pasaron con una expresión tan hermética y adusta que no me atreví a acercarme y ellos siguieron en su ignorancia hacia Ranelagh Road, provocándome una temerosa angustia porque sabía que antes de que llegaran a su autobús o su tranvía, algún intruso entrometido me robaría la primicia con ellos. Entonces, una mujer con la que había hecho buenas migas en los últimos tiempos me llamó desde su ventana principal.

—¿Qué le estabas diciendo a la señora Pierce? —me preguntó, en un fuerte murmullo.

—Ah, que la tienda de McRory se incendió anoche. Y casi todos los coches se quemaron. Casi no ha quedado nada, dice mi padre —ahora ya lo contaba bruscamente.

—No me digas —dijo con expresión encantada, y enseguida me abrió la puerta principal, más impaciente que nadie por escuchar las noticias.

Con todo, mi hora de gloria duró poco. Empezaron a salir los demás niños —a algunos incluso los dejaban ir a ver el desastre— y pronto el fuego dejó de ser mío, porque ya había otros por allí que sabían más que yo. Fingí perder interés, aunque me alegré cuando alguien —no mi padre— me dio un trozo de metal retorcido y negruzco de uno de los coches.

El club de tenis había quedado intacto y aquella tarde aparecieron los jugadores, tan brillantes e inmaculados con sus camisas de lino y sus pantalones amplios de franela, níveos y refulgentes, como si el garaje humeante y las hileras de coches chamuscados que habían atravesado para llegar al campo no pudieran interferir en sus asuntos ni impresionarlos. Se acercaba la fecha de los torneos y un hombre estaba pintando la plataforma en la que se sentaría el juez y desde la cual una señora con amplio sombrero y un vestido de gasa floreada presentaría copas y medallas a los jugadores victoriosos. Ahora, a la luz del sol, levantaron sus raquetas y empezaron a jugar, y sus gritos resueltos y formales se mezclaban con los gritos ásperos de los hombres que trabajaban en el oscuro caos del garaje. Mi hermana pequeña y yo, mirando por la ventana, imaginábamos que el golpeteo rítmico de la pelota contra las raquetas coincidía con los sonidos inidentificables que nos llegaban del desastre, que podían ser gemidos o chillidos, cuando el edificio, incapaz de recobrarse del fuego, se desmoronó.

No pasó mucho tiempo antes de que los McRory levantaran otro garaje, hecho de chapa de metal ondulado y plateado; estridente y deslumbrante contra el muro de nuestro jardín, nos quitaba más vista que la antigua construcción. El nuevo garaje parecía resistente y duradero y tan difícil de incendiar como una olla o una pava. La bonita cancha verde, que hasta entonces parecía desplegarse confortablemente en dirección del antiguo edificio de madera, ahora parecía haberse dado la vuelta y alejarse en la distancia, como si no le gustara la antiestética nueva estructura y no quisiera tener nada que ver con ella.

Mi padre dijo que era muy improbable que se produjera otro incendio, pero yo recordaba aquella hermosa mañana oscura, con toda su excitación y mi propia importancia, y anhelaba que hubiera otro. Estaba decidida a descubrir el fulgor de las llamas antes que mi padre y examinaba el garaje con gran atención, tanto como podía, en busca de signos que anunciaran el incendio, pero sufrí una decepción. El garaje seguía en pie, con toda su fealdad, cuando dejamos la casa años después. Yo siempre pensaba que si alguna niña entraba a hurtadillas una noche con una cerilla y le prendía fuego otra vez, yo no la culparía, siempre que me dejara ser la primera en dar la noticia.

EL VIEJO DEL MAR

Una tarde de jueves, un viejo vendedor de manzanas llamó a la puerta de nuestra casa en Dublín. Me pareció que tendría unos noventa años. Tenía el pelo blanco y fino, la espalda encorvada, la expresión vaga y humilde, y sostenía el sombrero en una de las manos. La otra mano reposaba sobre el asa de una enorme cesta de manzanas que tenía al lado. Mi madre, que había abierto la puerta al oír su llamada, lo estaba mirando. Yo espié más allá de ella. Tenía nueve años. Lo primero que se me ocurrió preguntarme fue cómo un hombre tan delgado podía cargar con aquella enorme cesta de manzanas, porque no se veía a nadie más por allí, hasta donde llegaban mis ojos, que pudiera echarle una mano. La segunda pregunta fue desde dónde habría venido con su carga. Seguro que los mismos interrogantes consternados le rondaban a mi madre por la mente, pero no tuvo opción de preguntarle nada, porque en cuanto empezó a abrir la puerta él se puso a hablar, describiendo sus manzanas, elogiándolas y diciendo lo baratas que eran. Al cabo de pocas palabras hizo una pausa para tomar aliento, al parecer, y quizá para recuperarse y asegurarse de que la puerta seguía abierta y de que seguíamos escuchándolo, o quizá para asegurarse de que él mismo seguía donde creía estar. Cuando mi madre pudo interrumpirlo sin ser descortés, le dijo apresuradamente que se quedaría con una docena de manzanas para comer y otra docena para cocinar. Trajo dos cuencos grandes de la cocina, los llenó de manzanas y pagó al viejo. Me dejó que cerrase la puerta. Yo lo observé arrastrar los pies por el diminuto pasillo de losetas que llevaba hasta la acera. Cerró la puerta de nuestro jardín cuidadosamente tras de sí y empezó a abrir la de los vecinos, pero enseguida le dije que estaban fuera. Asintió sin mirarme y continuó su camino. Yo corrí a la sala que daba a la fachada. Desde la ventana podía observar su suerte en las otras cuatro casas que le quedaban por visitar. Por la rapidez con que se retiró de cada puerta y por la manera brusca en que cerraba las puertas del jardín tras él, concluí que no había vendido más manzanas.

Bajé a la cocina. Mi madre ya estaba pelando las manzanas para cocinar. Mi tío Matt, hermano de mi madre, estaba junto a la puerta del jardín, fumando un cigarrillo. Mi hermana pequeña, Derry, estaba sentada en una silla e intentaba dar palmadas con las manos por detrás de la espalda.

—Supongo que te has quedado con todas las manzanas que tenía en la cesta —le dijo a mi madre.

—Qué va —dije yo rápidamente—. Le quedaba la mayoría y no ha vendido ninguna más. Seguro que hemos sido los únicos que le han comprado alguna.

—¿Qué te decía yo? —replicó mi madre, sin apartar los ojos de las manzanas—. Que Dios lo ayude, se te rompería el corazón viéndolo allí de pie, con su sombrero viejo en la mano.

—Media docena habría bastado —dijo mi tío amistosamente—. Ahora lo has animado e irá detrás de ti durante el resto de tu vida. ¿No es así, Maeve?

—Como el Viejo del Mar —contesté yo, pero nadie me hizo caso.

—Deberías avergonzarte —le dijo mi madre a mi tío—, siempre pensando mal de todo el mundo. Es la primera vez que lo he visto y me sorprendería mucho que volviera. No le compensará arrastrar una cesta tan grande de puerta en puerta.

Yo estaba pensando en el viejo que se había unido a Simbad el Marino. Estaba pensando en lo vulnerable y frágil que parecía el viejo cuando Simbad se lo encontró por primera vez y cómo, cuando Simbad se lo cargó a la espalda para llevarlo, el viejo se hizo más gordo y más fuerte y aún más fuerte hasta que, cuando ya era demasiado tarde, Simbad empezó a odiarlo. Era una historia que siempre me había fascinado, sobre todo la descripción de las crueles manos del viejo, que parecían garras, y su forma de clavarse en los hombros de Simbad.

El jueves siguiente, el viejo volvió a aparecer en la puerta de nuestra casa, a la misma hora de la tarde. Cuando mi madre abrió la puerta, estaba allí de pie, con el desvencijado sombrero en la mano y los flacos hombros encorvados y la cesta de manzanas a su lado, pero esta vez encima de la cesta había dos bolsas de papel de embalar, llenas de manzanas. Se inclinó dificultosamente, cogió las bolsas y se las ofreció a mi madre, diciendo algo que no pudimos entender. Tuvo que repetirlo dos veces hasta que lo entendimos.

—Una docena de cada —dijo.

Mi madre empezó a hablar, pero cambió de opinión, se dio la vuelta, cogió el dinero, le pagó y cogió las manzanas. Yo me quedé en la puerta mirándolo, esperando captar en sus ojos descoloridos un brillo de la malignidad que había poseído al viejo pecador de la playa de Simbad, pero aquel viejo parecía no tener visión alguna. De nuevo lo observé desde la ventana de la sala, y luego me reuní con mi madre en la cocina.

—No ha ido a las otras casas —anuncié—. Supongo que temía que no le compraran ninguna.

—Supongo —dijo mi madre con desaliento—. Pero yo hoy no quería dos docenas de manzanas. Si acaso me habría quedado media docena. Y no quería decirlo el otro día delante de tu tío Matt, pero es más caro que en McRory’s.

McRory’s era la tienda de ultramarinos de la esquina, donde comprábamos.

—Bueno —concluyó mi madre—. Quizá sean mejores manzanas —pero dejó las bolsas sin abrir en la mesa de la cocina.

—Él contaba con nosotras —dije yo.

—Eso lo sé muy bien —contestó mi madre—. Fui tonta el primer día y ahora nunca me libraré de él. Si vuelve el próximo jueves, compraré media docena y ni una más. Tendré preparado el dinero exacto.

Aquella resolución la animó y desparramó las manzanas sobre la mesa.

—Son muy buenas —dijo—. Me pregunto de dónde las saca.

—Me pregunto de dónde viene él —dije yo.

—Ah, pobre viejo cristiano —dijo—. Probablemente hace todo el camino andando.

—A menos que encuentre a alguien que lo lleve.

—¿Con esas manzanas? —repuso ella, sorprendida.

—Parece muy cansado —dije yo, intentando recordar si tenía los dedos como garras.

—¿Cómo no iba a parecer cansado? —dijo mi madre—. Es un hombre muy mayor.

El jueves siguiente, ella tenía el dinero preparado en la mano cuando el hombre llamó a la puerta. Apenas le había abierto, ya empezó a hablar.

—Hoy solo quiero media docena de manzanas —le dijo claramente, sonriéndole.

Yo también sonreí, para demostrar que ella no tenía mala intención. El viejo tenía las bolsas preparadas en los brazos, y aunque mi madre es bajita, él parecía aún más bajo. Ella repitió gravemente lo que había dicho y meneó la cabeza ante las bolsas.

—Deme solo media docena —le dijo, y no sé si sonreía, porque yo estaba mirando al viejo, que parecía a punto de llorar. De pronto, mi madre tendió la mano y se quedó con las dos bolsas y se apresuró a alejarse, pidiéndome que cogiera el dinero y le pagara.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —le pregunté cuando se fue.

—Mira, no es que las manzanas me preocupen tanto —dijo ella—. Pero no creo que tenga que comprárselas.

—¿Has visto que siempre lleva la cesta llena, excepto por las manzanas que le compramos?

—Ah, supongo que solo va a las casas seguras —dijo amargamente—, y no se le puede culpar por eso. Solo intenta sobrevivir, como todo el mundo.

Durante unos pocos jueves siguientes no opusimos resistencia, pero yo pude fijarme en que los dedos del viejo no parecían garras en absoluto. Eran cortos y regordetes, con los nudillos muy salientes.

Y una tarde de jueves, unos tres meses después de que le comprásemos las primeras y fatídicas dos docenas, mi madre decidió, después de que todo saliera mal aquel día, que cogería el toro por los cuernos de una vez por todas.

—Mirad —dijo—, no pienso comprarle manzanas al viejo hoy. Aunque las necesitáramos, no se las compraría. Aunque tire la puerta abajo, no pienso contestar.

Derry y yo intercambiamos una mirada expectante. íbamos a fingir que no estábamos. Lo habíamos hecho antes con gente a la que no queríamos abrir y nos encantaba. Nos gustaba quedarnos rígidamente inmóviles, escuchando los vanos golpes en la puerta principal y, sobre todo, disfrutábamos por tener a nuestra madre para nosotras durante unos minutos, porque sabíamos que el mínimo crujido que hiciéramos, en cualquier rincón de la casa, nos traicionaría ante los oídos siempre alerta del exterior. Y luego siempre surgía una sensación general de triunfo cuando al fin oíamos cerrarse de nuevo la puerta pequeña del jardín y sabíamos que el enemigo había sido derrotado. Pero esta vez hubo un suspense extra con el que no contábamos. Estábamos todas en la cocina cuando se oyó la llamada del anciano. La cocina estaba separada de la puerta principal solo por un corto y estrecho vestíbulo, así que cerramos la puerta de la cocina. Oímos la primera llamada, luego la segunda y la tercera. Al final, el anciano llamó varias veces en rápida sucesión. Derry y yo empezamos a tambalearnos sacudidas por risitas involuntarias y mi madre nos miró con reproche. De todas formas, ella estaba en tensión.

Un ruido familiar, como de rascado, llegó a nuestros oídos, y nos miramos una a otra, horrorizadas.

—Debe de haber entrado de algún modo —dijo mi madre en un temeroso susurro.

Yo abrí gradualmente la puerta de la cocina.

—Ha metido la mano en el buzón —susurré por encima del hombro a las demás.

A mitad de la puerta había una amplia grieta por donde el cartero empujaba las cartas y papeles para que cayeran al suelo del vestíbulo. Por fuera, la hendidura estaba protegida por un alerón de cobre y el viejo lo había levantado y estaba intentando atisbar el vestíbulo. Sabíamos muy bien que aquel hueco solo permitía una vista muy limitada e indistinta del vestíbulo, pero estábamos irracionalmente asustadas de que hubiera encontrado una apertura hacia la casa. De pronto empezó a gritar por la grieta.

—¡Grita como un loco! —susurró Derry—. Nos matará a todas.

—¿Entiendes lo que está diciendo? —preguntó mi madre, que parecía consternada.

—Dice: «¡Manzanas, manzanas, manzanas!» —respondí.

Derry y yo nos desplomamos en un ataque de risa histérica. Mi madre nos empujó hacia el jardín y salió ella también.

—¿No tenéis corazón? —dijo—. ¡Reíros de un hombre desdichado que probablemente nunca gana lo bastante para comer!

—Ahora en realidad no estamos —dije yo—. Porque estamos fuera de casa.

Derry se unió a mí con risitas agudas.

—Si creyera que puede oíros —nos dijo fieramente mi madre—, os mataría a las dos... Bueno, es demasiado tarde para abrir la puerta —dijo—. Ya no podría mirarlo a la cara después de esto. Lo compensaré la semana que viene.

Hubo un repentino silencio, sin llamadas, ni voces.

—Se ha ido —dijo mi madre, en tono de alivio culpable.

En aquel momento, la cabeza alborotada y los ojos ávidos de la vecina de al lado aparecieron por encima del muro que separaba nuestro jardín del suyo.

—¡Señora Brennan! —gritó. Tenía una voz muy potente—. Hay un viejo fuera con manzanas para usted. Dice que lleva media hora llamando a su puerta. Dice que viene regularmente y sabe que usted cuenta con él. Le he dicho que están en el jardín. Ahora volverá. Ahí viene.

Y allí estaba. Empezó a llamar otra vez.

—¡Que Dios me perdone! —exclamó mi madre—. ¡Ese viejo malvado! Sabía que estábamos escondidas de él.

—¿De qué se esconden? —gritó la vecina—. ¿Le deben dinero?

—Oh, no —dijo mi madre indignada—, pero no queremos más manzanas.

—¿Y por qué no le dice que se vaya por donde ha venido?

—Eso voy a hacer ahora mismo.

—Pues regáñele por montar un escándalo y ciérrele la puerta en las narices —aconsejó la vecina con deleite.

Mi madre entró en la cocina, cogió el monedero y se dirigió a la puerta, y Derry y yo la seguimos. El viejo tenía un aspecto lastimoso. Se le había olvidado quitarse el sombrero, los ojos le fulguraban, era difícil decir si de ansiedad o de furia. Tendió las dos bolsas de manzanas a mi madre sin mirarla. Ella abrió el monedero para pagarle y exclamó:

—¡He pagado al de la tienda de ultramarinos hace una hora y me he quedado sin nada! —le tendió el dinero y le enseñó el monedero vacío—. Esto es lo único que tengo en casa en este momento —dijo.

Él agarró el dinero, lo contó y le dirigió una terrible mirada de desprecio. Luego levantó su enorme cesta, que estaba, como siempre, llena hasta los bordes, y nos dio la espalda. Esta vez fuimos todas a la ventana de la sala y lo miramos. No cerró la puerta del jardín y se escabulló despacio calle abajo como si no pudiera alejarse de nosotras más deprisa.

—Primero, habrá pensado que nos burlábamos de él —dijo mi madre—, y ahora cree que intentaba regatear. Podía haber entendido que la próxima vez lo compensaría.

Ella, que nunca había intentado regatear con nadie en toda su vida, estaba avergonzada.

—La semana que viene, le abriremos la puerta antes de que llame —dije yo.

Pero la semana siguiente no apareció y nunca más volvió a nuestra casa, aunque, llenas de remordimiento, lo esperábamos. Una tarde, el tío Matt vino a vernos y mi madre, para desahogarse, le contó toda la historia.

—Bueno, yo ya te lo advertí —dijo él sonriendo burlón.

—No era tanto por las manzanas, ya sabes —dijo mi madre.

—Ah, no —repuso mi tío—. Preferías que viniera a tu puerta a pedir directamente dinero, como el resto de tus pedigüeños.

Mi madre era conocida por su incapacidad de negar comida, ropa o dinero a todo aquel que acudiera a su puerta.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no los llames pedigüeños? —le dijo a mi tío, enfadada—. Solo es gente que ha tenido mala suerte y yo no me reiría tanto si fuera tú.

—Bueno, pero te has librado de él —dijo mi tío—. Y tengo que decirte que lo vi paseando por la calle O’Connell la otra mañana, vestido con una ropa que yo no podría permitirme, y sin una sola manzana a la vista. Ese es tu pobre.

—¿Y cómo sabes que era él? —exclamó mi madre, escéptica—. Si nunca lo has visto.

—¿No estaba yo aquí cuando llamó a la puerta por primera vez? Yo estaba en la cocina y tenías la puerta del recibidor abierta de par en par. Claro que lo vi.

—Pero te has inventado todo eso de que lo viste en la calle O’Connell.

—Lo vi y pasé tan cerca de él que podía tocarlo. Iba con su hija casada de Drumcondra.

—¿Y cómo sabes que era su hija casada de Drumcondra, si me permites la pregunta?

—Era imposible confundirse con ella —dijo mi tío con ligereza—. La identifiqué por su forma de llevar el sombrero.

—Esa lengua tuya, Matt —dijo mi madre—. Nunca sé si tengo que creerte o no.

Por mi parte, yo creí cada una de las palabras que dijo mi tío al pie de la letra.

EL TORNO DE LOS RUMORES

En Dublín, mi madre solía mandar paquetes de comida a una comunidad de clarisas pobres que tenían el convento a un largo paseo de distancia de nuestra casa en Ranelagh. A veces nos mandaba a mi hermana y a mí con los paquetes. Las clarisas pobres guardan silencio. Nunca hablan, ni entre ellas ni con nadie, y son una orden de clausura, lo cual significa que no ven a nadie del exterior ni nadie las ve a ellas. Esas clarisas pobres de Dublín no tenían nada que comer, excepto lo que sus amigos —sobre todo mujeres, como mi madre— les llevaban. Les estaba prohibido pedir, pero sabíamos que si sus reservas de comida descendían peligrosamente, a la reverenda madre superiora se le permitía anunciar su apuro haciendo repicar la campana de la torre de la capilla. Para mi pesar, nuestra casa estaba demasiado lejos del convento para oír la campana, pero mi madre me aseguraba que no había por qué preocuparse; las monjas nunca habían tenido que tocar la campana pidiendo ayuda.

El convento tenía un vestíbulo abierto a los visitantes durante ciertas horas del día y allí solíamos llamar para ofrecerles la comida. Habían instalado un gran torno giratorio con una sección abierta en la estrecha pared que separaba radicalmente el vestíbulo público del resto del convento. Nosotras poníamos los paquetes en el suelo del torno y luego lo hacíamos girar, de modo que la sección abierta fuese al lado de la monja, que estaba al otro lado de la pared. La monja nos lo devolvía inmediatamente, siempre con un regalo de unas pocas estampas o medallas.

La monja tornera se llamaba hermana Bridget. Era la única monja de la comunidad a la que se le permitía hablar con los visitantes. Había una diminuta sala de espera cuadrangular que se abría al vestíbulo, y nosotras entrábamos y manteníamos conversaciones con ella a través de una tupida reja. Uno de mis nombres es Bridget y ella tenía la idea de que algún día se me despertaría la vocación y me haría clarisa pobre yo también. Rezaba muchas oraciones por mi vocación y a mí me gustaba hablar con ella al respecto. Yo tenía entonces unos doce años.

Había oído decir que las clarisas dormían en sus ataúdes, con piedras sobre la cabeza. Me habían dicho que las medían para hacerles el ataúd el primer día que ingresaban en el convento y que ya nunca más conocían otro lecho. Mi madre calificaba todo aquello de paparruchas, pero yo no podía olvidarlo. Me preguntaba si tenían celdas separadas para dormir, con un ataúd en cada celda, o si descansaban en un dormitorio y si tenían sábanas y mantas y funda de almohada, y si era así, cómo hacían las camas por la mañana. También me preguntaba qué hacían con la tapa de los ataúdes. ¿Dónde las guardaban? ¿En el suelo junto a los ataúdes? ¿O apoyadas en la pared, como los palos de hockey y las bicicletas? Yo sabía que las monjas nunca dormían más de dos horas seguidas y que se levantaban a intervalos en la noche, incluso en pleno invierno, para ir a la capilla y rezar. Era una escena que me gustaba imaginar.

Le hice a mi madre muchas preguntas sobre las monjas, pero sus respuestas nunca me resultaban satisfactorias. Una vez estaba por allí su hermano menor, mi tío Matt. Estábamos en la sala y ella intentaba enroscar y atar uno de sus preciosos helechos a una larga caña de bambú que había clavado en la maceta.

P: ¿Las clarisas pobres tienen algún otro convento, aparte del de Dublín?

R: Creo que tienen algún otro en Irlanda, y uno en Inglaterra.

P: Si nadie puede verlas, ¿qué pasa cuando se trasladan de uno a otro convento?

R: ¿Cómo quieres que lo sepa? Supongo que un coche o una camioneta pequeña aparca en la puerta del convento y la monja entra y se encierra.

P: ¿Y se lleva su ataúd consigo?

R: Para ya con esa historia absurda de que las monjas duermen en su ataúd.

(TÍO MATT: Claro que se lleva su ataúd con ella. ¿Acaso no tiene que dormir como cualquiera? Se lo lleva bajo el brazo como un instrumento musical. ¿No me digas que nunca has visto a una monja andando por la calle con el ataúd debajo del brazo?)

P: ¿Y si una clarisa pobre se pone enferma y tiene que verla un médico?

R: No lo sé.

P: ¿Y si se está muriendo y tiene que venir un cura?

R: No lo sé. Además, eso sería distinto. Un sacerdote es distinto.

P: ¿Y si hablan en sueños? ¿Sería pecado?

(TÍO MATT: Bueno, todo depende de lo que dijeran.)

R: Y ahora ya está bien, No quiero oír ni una palabra más de ninguno de vosotros dos.

Lentejas, guisantes secos, huevos y harina era lo que mi madre solía dar a las monjas. A veces les hacía un pastel. Una vez les llevó sal y la hermana Bridget le dio las gracias efusivamente, diciéndole que la comunidad había pasado dos semanas sin sal. Aunque el camino al convento era largo, no era solitario. Teníamos que cruzar al menos dos calles principales muy concurridas, llenas de tráfico, mientras andábamos, y el camino era muy agradable, con árboles alineados en las aceras frente a las casas, y bancos para sentarnos si nos cansábamos.

El convento y su capilla formaban tres lados de un patio cuadrado, muy bien cuidado, con césped corto y liso y cromáticos lechos de flores. El cuarto lado del patio daba a la vía pública y estaba vallado, con una puerta de hierro por donde entraban los visitantes. El muro era muy alto y no se podía ver nada a través de la puerta. A la derecha de la puerta estaba la caseta de vigía, donde vivía una anciana y atendía a los visitantes que llamaban fuera de las horas establecidas.

Aunque el convento tenía horas de visita fijas, la capilla siempre estaba abierta y la gente podía entrar allí a rezar en cualquier momento. La gente que vivía cerca de la capilla solía ir a misa y a la bendición del santo sacramento allí. Era una pequeña y preciosa capilla, la más simple que yo haya visto, con un reducido altar casi desnudo flanqueado por dos altas estatuas de monjas, Santa Clara a la izquierda cuando te arrodillabas frente al altar, y San Camilo a la derecha. Ambas estatuas llevaban el hábito marrón de las clarisas pobres. A la derecha del altar, había una reja a través de la cual las monjas asistían a misa y recibían la bendición, y a través de la reja, la gente arrodillada en la capilla podía oír sus voces contestando las plegarias y cantando los himnos de la bendición.

Un domingo por la tarde, mi madre me llevó a la bendición. Me quedé mirando el altar y escuché las voces de las monjas, pero mi atención se dirigía a una anciana pequeña arrodillada a mi lado. Aquella anciana, vestida de negro, tenía la cabeza medio vuelta, así que yo le veía la cara, y estaba escuchando las voces de detrás de la reja con tal concentración que parecía desesperada, con los ojos muy abiertos y la boca siguiendo las palabras.

Mi madre me vio mirarla y cuando salimos de la capilla me dijo:

—Esa pobre mujer viene aquí siempre que puede. Su hija lleva catorce años allí dentro y ella imagina que puede distinguir la voz de su hija entre todas las demás. Un día vinimos juntas y ella me dijo que ya no oía ninguna de las demás voces, solo la de su hija. Es como si su hija estuviera sola ahí dentro, dice. Es triste verla tensarse así, para escuchar cada palabra.

—¿Era su hija mayor o la pequeña? —pregunté. Como era la mediana, me preocupaban esas cosas.

—No lo sé —respondió mi madre.

—¿Crees que su hija piensa en su madre que está ahí fuera y en nadie más? —pregunté.

—No podrá evitar pensar en ella —dijo mi madre—. Al fin y al cabo, sigue siendo su hija. Pero, claro, una vez entran ahí dentro, ahí están —añadió—, y se supone que no tienen que pensar en lo que han dejado atrás. Es difícil saber en qué piensan. Tal vez intenten olvidar por completo el mundo exterior.

—Excepto nuestros pecados —dije yo—. Tienen que rezar por nosotros.

—Eso es verdad —dijo mi madre—. Tienen que pensar en todos los pecados que cometemos.

Si esa idea le divertía, no lo dejó entrever.

Una mañana soleada de aquel verano, mi madre me llamó a la cocina, donde estaba haciendo un paquete para las clarisas pobres.

—Me preguntaba si te gustaría llevarte a Robert —dijo—. Es un largo paseo, pero puedes ir despacio. Luego puedes ponerlo en el torno y mandarlo a ver a las monjas.

—¿Poner a Robert en el torno? —exclamé.

—Exactamente —respondió mi madre—. A los niños los dejan entrar en el torno hasta que cumplen tres años. Después ya son demasiado mayores. Puedes llevártelo si quieres. Le pondré el traje azul.

Unos minutos después emprendí el camino, empujando el cochecito de Robert. Él iba plácidamente sentado contra su almohada y me miraba. El paquete de las monjas era un confortable apoyo para sus pies. Robert tenía las mejillas sonrosadas y parecía contento. Mi madre lo había vestido con un traje de lana azul pálido que había hecho ella misma y que le quedaba muy ajustado y le dejaba las gordezuelas piernas desnudas. Llevaba calcetines blancos cortos de algodón y sandalias marrones y el escaso pelo cepillado en una cresta dorada en lo alto de la cabeza. Irradiaba salud, alegría y limpieza. Yo tenía prisa por ponerlo en el torno y andaba rápidamente, casi patinando tras el cochecito.

Cuando llegué al convento, corrí a la sala de espera y le dije a la hermana Bridget que había llevado a Robert a verla. Ella se puso muy contenta y dijo que llamaría a las demás monjas. Yo no sabía y tampoco quise preguntarle si quería decir que las llamaría a todas o solo a algunas. Las imaginaba, silenciosas y veloces, de todas las edades, bajando hasta Robert desde todas partes del convento. Esperaba que ninguna de ellas estuviera en la capilla, porque seguramente no estaba permitido interrumpir sus oraciones.

Volví al vestíbulo y levanté a Robert hasta el torno, asegurándome de que apoyaba la espalda contra la pared. Se sentó muy firme donde yo lo puse, mucho más grande que los paquetes que yo solía llevar. En cuanto oí la voz de la hermana Bridget, lo hice girar y desapareció de mi vista. No pareció importarle. Hubo un silencio al otro lado del torno. Yo no oía ni un susurro, ni siquiera la sospecha de un murmullo. Incluso Robert estaba callado. Miré hacia las sombras y me pregunté qué estaría ocurriendo al otro lado del torno.

Al cabo de un minuto o dos, el torno empezó a moverse y Robert fue apareciendo gradualmente, sentado exactamente como yo lo había puesto, con aire natural y amistoso. Lo levanté y puse el paquete en el sitio caliente donde él se había sentado. Cuando el torno volvió por segunda vez, la hermana Bridget nos había puesto más regalos que de costumbre. Había más estampas y más medallas y un regalo especial para Robert, una estampa cosida por alguna monja a un cuadrado de satén blanco y bordada con hilo de raso blanco. Volví a la sala de la conversación y escuché los elogios de la hermana Bridget sobre Robert y sus esperanzas sobre él, que tomé como bendiciones, viniendo de quien venían. Luego oí unas pocas palabras, esta vez algo mecánicas, sobre mi vocación, y me fui.

Mientras empujaba el cochecito de Robert hacia casa, me exasperaba pensar que él había estado donde yo no podría ir nunca y ni siquiera se daba cuenta de su suerte. Estaba de muy buen humor. Levantaba los brazos y señalaba a la gente y los objetos que le interesaban e incluso parloteaba un poco, pero yo no podía descifrar su lenguaje, y además, ninguna de sus frases parecía tener que ver con el torno. De hecho, parecía haberlo olvidado. No podía decirme lo que había visto, y cuando fuese bastante mayor para expresarse, la escena se le habría borrado de la memoria. Por él nunca sabría yo cómo eran las monjas, si eran jóvenes o viejas, si eran guapas o feas, si le sonreían o asentían o si intentaban cogerle la mano o acariciarle el pelo, como hacían otros desconocidos. Nunca podría decirme cómo era el interior del convento. Y lo peor de todo: me daba cuenta de que, al margen de los rumores, yo nunca sabría a ciencia cierta si las monjas dormían en sus ataúdes, con almohadas de piedras.

EL DÍA EN QUE NOS VENGAMOS

Una tarde, unos hombres poco amistosos, vestidos de civiles y pertrechados con revólveres vinieron a nuestra casa buscando a mi padre, o buscando información sobre él. Esto ocurrió en Dublín, en 1922. El tratado con Inglaterra, que convertía a Irlanda en el Estado Libre Irlandés, acababa de firmarse. Aquellos irlandeses que eran favorables al tratado, los partidarios del Estado Libre, gobernaban el país. Los que habían defendido una república, como mi padre, estaban en rebelión. Mi padre era buscado por el nuevo gobierno y había tenido que esconderse. Vivía clandestinamente, dormía una noche en una casa y la siguiente y la otra en otra, y a veces venía a hurtadillas para vernos. Supongo que mi madre nos había llevado a verlo varias veces, pero yo solo recuerdo una de aquellas visitas, y sé que me pareció muy extraño encontrarlo en la casa de alguien desconocido y dejarlo allí cuando nos fuimos a casa. En cualquier caso, aquellos hombres venían a buscarlo. Entraron abarrotando nuestro estrecho y pequeño vestíbulo y recorrieron toda la casa, arriba y abajo, buscando por todas partes y haciendo preguntas. No había nadie en casa más que mi madre, mi hermana pequeña, Derry, y yo. Emer, mi hermana mayor y el puntal de mi madre, había salido a hacer unos recados. Derry estaba arriba, en la cama con gripe. Yo estaba sentada cómodamente en una butaca baja en la sala, ensartando un collar. Tenía cinco años.

Cuando acabaron de registrar la casa, los hombres entraron en tropel en la sala donde yo estaba, desde la cual podían vigilar la calle. Traían a mi madre con ellos. Se instalaron en la habitación, hablando ociosamente entre sí y esperando. Mi madre estaba apoyada en la pared más apartada de la ventana, observándolos. Parecía muy tensa. Seguramente temía que mi padre se arriesgara a visitarnos y lo atraparan, y que nosotras lo viéramos detenido. Uno de los hombres se acercó y se quedó frente a mí. Señaló una cuenta azul de cristal para que la añadiera al collar, pero yo le expliqué que era demasiado pequeña para entrar y que la había descartado. El intercambio con aquel hombre extraño me hizo sentir muy lista. Entonces él se inclinó acercándose más a mí.

—Dinos si sabes dónde está tu papá —susurró.

Yo dejé de ensartar cuentas y empecé a pensar, pero mi madre atravesó la habitación y corrió hacia él. Era una mujer bajita y delgada con la cara puntiaguda y el pelo castaño y liso, que siempre llevaba en un moño bajo.

—¿No le da vergüenza? —exclamó—. Interrogar a la niña...

El hombre se apartó de mí y ella volvió a su sitio contra la pared. En aquella época, en 1922, mi madre ya llevaba soportando problemas y ansiedad durante muchos años. Los primeros años de su matrimonio habían estado dominados por los preparativos para la Rebelión de Pascua, de 1916, y había visto a mi padre detenido y condenado primero a muerte y luego a trabajos forzados de por vida. Cuando yo nací, él estaba en la cárcel en Inglaterra y ella estaba sola en Dublín, sin saber cuándo lo vería ni si volvería a verlo. En realidad, lo soltaron un año después, y en 1921 nos trasladamos a la casa de Ranelagh, donde ahora esperábamos a ver qué ocurría.

De pronto, mi madre, al pensar en Derry, que estaba arriba sola en su habitación, abandonó su pared y corrió a la puerta que daba a las escaleras, pero uno de los hombres se adelantó a ella y la apuntó con el revólver. Ella levantó las manos contra el marco de la puerta, mirándolo con media sonrisa. Yo la había visto muchas veces sonreír así cuando estaba agitada.

—No puede abrir esa puerta —dijo el hombre.

—¿No han visto a la pequeña enferma en el piso de arriba? —dijo mi madre—. Estará asustada.

—No importa —dijo el hombre—. Usted no sale de esta habitación.

De nuevo mi madre se retiró a su pared y yo volví a mi collar y los hombres continuaron su charla. Al cabo de un rato se levantaron bruscamente y se marcharon. Mi madre siguió ansiosa, sospechando que podían estar vigilando el final de la calle por si llegaba mi padre. Se fue arriba a hablar con Derry y cuando volvió, la seguí los tres escalones abajo hacia la cocina, que era pequeña y cuadrangular, con un suelo de baldosas rojas y una puerta que daba al jardín. Ella se sentó a la mesa de la cocina. Le pregunté si quería una taza de té y ella dijo que sí. Llené la hervidora, salpicando agua por todo el suelo, pero ella no se fiaba de que encendiera el fuego y al final tuvo que preparar el té ella misma. Al cabo de un rato, llegó Emer a casa y mi madre le ofreció té y le contó todo lo que había pasado y lo que se había dicho, sin olvidar la pregunta que me habían hecho a mí. Al escucharla, de nuevo me invadió la gratitud, la emoción y la sorpresa de que aquel extraño me hubiera incluido a mí en la redada.

La otra única incursión que recuerdo tuvo lugar aproximadamente un año después y los hombres eran más duros. De nuevo estábamos solas en casa mi madre, mi hermana pequeña y yo. Esta vez los hombres llegaron por la mañana. Mi madre estaba con los quehaceres domésticos y llevaba un delantal atado a la cintura. Había abrillantado las varillas de cobre que sujetaban la alfombra roja de la escalera y ahora estaba limpiando el hule en el suelo del comedor. Los hombres entraron atropelladamente, como la otra vez, con sus revólveres, pero en esta ocasión buscaban en serio. Levantaron las camas, buscando papeles y cartas, sacaron todos los libros de mi padre de las estanterías y los agitaron, y miraron en todos los cajones y en el armario ropero y el horno de la cocina. No hubo un centímetro de la casa que no tocaran. Pusieron todas las habitaciones patas arriba. El hule recién limpio se quedó marcado por sus pies impacientes y los dormitorios de arriba se quedaron hechos un asco, con las sábanas y las mantas en el suelo y los colchones amontonados sobre las camas desnudas. Al final, volvieron a la cocina y volcaron las latas de harina y té y azúcar y sal y todo lo que encontraron y metieron las manos dentro y las vaciaron en la mesa y el suelo. Tiraron todas las tazas y platillos. Aun así no encontraron nada, pero la casa parecía haber sufrido una explosión sin que se cayeran las paredes. Al fin se dispusieron a marcharse, pero cuando estaban a punto, uno de ellos, un tipo aplicado, se precipitó a la chimenea de la sala principal y metió las manos por el cañón y asomó la cabeza lo más que pudo, intentando ver lo que pudiera haber allí. Una gran lluvia blanda de hollín le cayó encima, cubriéndole cabeza y hombros. Se apresuró a salir de nuevo a la habitación, con las manos negras y la cara moteada. Parte del hollín le había entrado por las mangas y otra parte seguía cayendo sobre la alfombra. Miró a sus compañeros, se palmeó para sacudirse la suciedad y entonces se marcharon.

Cuando se fueron, mi madre miró a su alrededor, el trabajo que habían hecho. Fuimos todas a la cocina y examinamos los daños. Esta vez no era cosa de ponerse a hacer té, porque el té estaba en el suelo, junto con la harina y el azúcar.

Muy pocas veces habíamos oído a mi madre reírse fuerte a carcajadas. Normalmente tenía una forma muy calmada, casi secreta, de reírse. En cambio ese día la risa la sacudió.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Había que ver su cara al salir de la chimenea!

Mi hermana pequeña y yo empezamos a saltar a su alrededor, riéndonos.

—¡Ah! —exclamó mi madre—. ¡Y precisamente no había llamado al deshollinador! ¡Oh, gracias a Dios que se me olvidó llamar para que limpiaran la chimenea!

Y con nosotras parloteando encantadas, en incrédula compañía, estalló en carcajadas con tanta fuerza que parecía que pudiera rompérsele el corazón.

LA MENTIRA