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“¡Un libro excelente! El profesor Lennox obviamente sabe de qué está hablando; también tiene una envidiable capacidad para tornar clarísimos asuntos difíciles. Este libro es inmejorable en el ámbito de la ciencia y la religión”.

– Alvin Platinga, Profesor Emérito de Filosofía John A. O’Brien,
Universidad de Nôtre Dame

“La lectura de este libro es una delicia: Es reflexivo, perceptivo, amigable y audaz cuando necesita serlo. El Dr. Lennox ha llegado al centro del asunto en su pensamiento acerca de Génesis y la edad de la tierra, y cómo no tiene nada que ver con una evolución sin propósito. En este libro bien escrito, que manifiesta buena erudición presentada de forma accesible, el Dr. Lennox nos ha ayudado a pensar claramente sobre estas cuestiones. Espero compartir este libro con mucha gente. ¡Gracias, Dr. Lennox!”

– C. John Collins, Profesor de Antiguo Testamento,
Seminario Teológico del Pacto

“¡Este notable libro de John Lennox es exactamente lo que he estado buscando para recomendar! Su tratamiento de Génesis 1 y 2 en relación con la ciencia moderna y la cultura del antiguo Cercano Oriente es accesible, amplio, equilibrado e irónico. Lennox ha escrito una obra sabia y bien documentada, y merece la audiencia más amplia posible”.

– Paul Copan, Profesor y Catedrático de Filosofía y Ética
Familia Pledger, Universidad Atlántica de Palm Beach,
Palm Beach Occidental, Florida

“El Dr. Lennox es un guía apto para explorar tanto la Biblia como la ciencia. Argumenta admirablemente que ambas revelan al mismo Creador y Diseñador. En este estudio cuidadoso y bien documentado, examina todos los temas pertinentes concernientes al relato de la creación de Génesis. Todo lector esmerado obtendrá más información, mayor sabiduría y mejor preparación para defender la verdad de la Biblia ante un mundo escéptico”.

– Doug Groothius, Profesor de Filosofía, Seminario Denver, y
autor de Apologética cristiana.

Siete días que dividen al mundo será ciertamente controversial, pero merece una cuidadosa lectura por parte de los interesados en el debate actual sobre ciencia y religión”.

– Dr. Henry F. Schaefer III, Profesor de Química Graham Perdue,
Director del Centro de Química Cuántica Computacional,
Universidad de Georgia

“Con su inimitable estilo, John Lennox afronta una controversia apasionada con caridad, humor y humildad. Examina rigurosos argumentos académicos, pero destila el material científico y bíblico con una prosa legible e interesante. He aprendido mucho de mi colega, el profesor Lennox, respecto a enfrentarse a los más acerbos críticos de un modo elegante y directo, y confío en que los lectores encontrarán esta obra igualmente fascinante. Recomiendo entusiastamente este libro único y reflexivo”.

– Ravi Zacharias, autor y conferencista

EL PRINCIPIO
SEGÚN
EL GÉNESIS Y LA CIENCIA

Siete días que
dividieron el mundo

John C. Lennox

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EDITORIAL CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS

(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: clie@clie.es

http://www.clie.es

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Publicado originalmente en inglés por Zondervan bajo el título Seven Days That Divide the World
Copyright © 2011 by John C. Lennox

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 447)».

© 2018 Editorial CLIE, para esta edición en español.

EL PRINCIPIO SEGÚN EL GÉNESIS Y LA CIENCIA

ISBN: 978-84-17131-03-6

eISBN: 978-84-17131-04-3

Religión y ciencia

General

JOHN CARSON LENNOX, nacido el 7 de noviembre de 1943 en Irlanda del Norte, es profesor de Matemáticas en la Universidad de Oxford y Miembro en Matemáticas y Filosofía de la Ciencia y Consejero Pastoral en el Colegio Green Templeton de Oxford.

Ocupó la cátedra Alexander von Humboldt en las universidades de Würzburg y Friburgo en Alemania.

También posee un Master en Bioética. El profesor Lennox está interesado en las relaciones entre Ciencia, Filosofía y Teología y ha dado conferencias y escrito numerosos artículos y varios libros sobre matemáticas y apologética cristiana.

Ha debatido públicamente con los Nuevos Ateos, Richard Dawkins y Christopher Hitchen.

Para Larry Taunton, quien tuvo la idea

Contenido

Introducción

Capítulo 1

Pero ¿se mueve?
Una lección de la historia

Capítulo 2

Pero ¿se mueve?
Una lección acerca de la Escritura

Capítulo 3

Pero ¿es antigua?
Los días de la Creación

Capítulo 4

Los seres humanos: ¿una creación especial?

Capítulo 5

El mensaje de Génesis 1

APÉNDICES

Apéndice A

Un breve trasfondo de Génesis

Apéndice B

La interpretación del templo cósmico

Apéndice C

El principio según el Génesis y la ciencia

Apéndice D

¿Dos relatos de la Creación?

Apéndice E

La evolución teísta y el dios de las brechas

Agradecimientos

Índice alfabético general

Introducción

COMENCEMOS DESDE EL COMIENZO

“En el principio, creó Dios los cielos y la tierra”. Estas palabras majestuosas inician el libro más traducido, más publicado y más leído de la historia. Recuerdo bien cuán profundamente me afectaron en la Nochebuena de 1968 cuando, como estudiante en la Universidad de Cambridge, las escuché leídas en directo por la tripulación del Apolo 8 mientras orbitaba la luna, ante el mundo que observaba por televisión. El contexto era un triunfante logro de la ciencia y la tecnología, que atrapó la imaginación de los millones de personas que lo presenciaron. Para celebrar aquel éxito, los astronautas eligieron leer un texto que no requería agregar explicación ni salvedad alguna, pese a haberse escrito hace milenios. El anuncio bíblico del hecho de la creación era tanto atemporalmente claro como magníficamente apropiado.

No obstante, a diferencia del hecho de la creación, cuando se trata del curso temporal y de los medios de la creación, particularmente de la interpretación de la famosa secuencia de días con la cual se inicia el libro, a lo largo de los siglos la el libro de Génesis ha resultado menos fácil de entender. De hecho, la controversia sobre este asunto está en su punto máximo, con el debate acerca de enseñar el creacionismo y la evolución en las escuelas de los Estados Unidos, la cuestión de las escuelas religiosas en el Reino Unido1 y, por encima de todo quizás, la percepción popular del cristianismo como no científico (o incluso anticientífico) debido al relato de Génesis; una percepción respaldada con vehemencia por los nuevos ateos.

Una vez conocí a una brillante profesora de literatura de una famosa universidad, en un país donde no era fácil hablar públicamente acerca de la Biblia. Ella estaba intrigada tras saber que yo era un científico que creía en la Biblia, y dijo que le gustaría hacerme una pregunta que siempre había querido hacer, pero nunca se había atrevido. También reconoció, con típica sensibilidad oriental, que vacilaba en hacerme la pregunta por temor a ofenderme: “Se nos enseñó en la escuela que la Biblia comienza con un relato muy absurdo y nada científico acerca de cómo el mundo fue hecho en siete días. ¿Qué tiene usted que decir al respecto, como científico?”.

Este libro está escrito para gente como ella, que ha descartado hasta la mera consideración de la fe cristiana por esta clase de razón. También está escrito para los muchos cristianos convencidos que están perturbados no solo por la controversia, sino también porque ni siquiera quienes toman la Biblia en serio concuerdan en la interpretación del relato de la creación. Algunos piensan que la única interpretación fiel de la Escritura es la opinión literal de la Tierra joven respecto a los días de Génesis, hecha famosa por el arzobispo Ussher (1581–1656), de la ciudad de Armagh, en Irlanda del Norte donde, dicho sea de paso, viví los primeros dieciocho años de mi vida. Ussher señaló el año 4004 a.C. como fecha del origen de la tierra. Su cálculo, basado en tomar los días de Génesis 1 como los días de 24 horas de una semana terrestre al comienzo del universo, dista seis órdenes de magnitud de la estimación científica actual de aproximadamente cuatro mil millones de años.

Otros sostienen que el texto puede ser entendido en concordancia con la ciencia contemporánea. Tales creacionistas de una tierra antigua están a su vez divididos respecto a la validez de la teoría de la evolución de Darwin. Algunos piensan que es válida, otros no. Finalmente, aún otros argumentan que el relato de Génesis está escrito para comunicar una verdad teológica atemporal, y que los intentos de armonizarlo con la ciencia están equivocados.

El tópico es claramente un potencial campo de minas. Sin embargo, no creo que la situación sea desesperada. Para comenzar, hay muchos cristianos que, como yo, están convencidos de la inspiración y la autoridad de la Escritura, y que han pasado sus vidas activamente dedicados a la ciencia. Pensamos que, ya que Dios es el autor tanto de su palabra, la Biblia, como del universo, debe definitivamente de haber armonía entre la correcta interpretación de los datos bíblicos y la correcta interpretación de los datos científicos. De hecho, fue la convicción de que había una inteligencia creativa detrás del universo y de las leyes de la naturaleza lo que dio el estímulo e impulso primario a la moderna búsqueda científica para entender la naturaleza y sus leyes, en los siglos XVI y XVII. Además, la ciencia —lejos de tornar a Dios redundante e irrelevante, como a menudo afirman los ateos— en realidad confirma su existencia, lo cual es el tema de mi libro El sepulturero de Dios: ¿La ciencia ha enterrado a Dios?2

ORGANIZACIÓN DEL LIBRO

Este libro tiene cinco capítulos y cinco apéndices. Como introducción a la controversia y a cómo la manejamos, el primer capítulo trata el reto que la teoría científica del movimiento de la tierra en el espacio planteó a la interpretación bíblica generalmente aceptada en el siglo XVI. El segundo capítulo avanza hacia algunos principios de interpretación bíblica, y los aplica a aquella controversia. El tercero es el corazón del libro, donde consideramos la interpretación de los días de Génesis. El cuarto está dedicado al relato bíblico del origen de los seres humanos, su antigüedad y los asuntos teológicos relacionados acerca de la muerte. Finalmente, en el quinto capítulo equilibramos nuestra explicación de la semana de la creación apoyándonos en el Nuevo Testamento para aprender cuáles aspectos de la narración de la creación de Génesis 1 se enfatizan allí, y por qué son relevantes hoy para nosotros.

Los apéndices tratan de varios asuntos que, aunque importantes, se colocan al final del libro de modo que el lector pueda dedicarse al material bíblico principal sin muchas digresiones. El apéndice A explora el trasfondo de Génesis en términos de cultura y literatura. El apéndice B se dedica a lo que se denomina la opinión del templo cósmico de Génesis 1. El apéndice C describe la convergencia de Génesis y la ciencia sobre el hecho de que el espacio-tiempo tuvo un comienzo. El apéndice D contempla la cuestión de si hay conflicto entre Génesis 1 y Génesis 2. Finalmente, el apéndice E analiza la evolución teísta con especial atención a los supuestos argumentos del “Dios de las brechas”.

Desearía enfatizar que este librito no pretende ser exhaustivo en su alcance. Ha sido escrito en respuesta a frecuentes solicitudes a lo largo de los años. Para mantener el libro breve, he debido priorizar aquellos temas sobre los que he sido interrogado más a menudo. Muchas otras interesantes preguntas han debido ser omitidas.

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1. Son escuelas confesionales de fundaciones judías, cristianas, musulmanas, o de cualquier otra religión.

2. John C. Lennox. God’s Undertaker: Has Science Buried God? (Oxford: Lion Hudson, 2009).

CAPÍTULO 1

Pero ¿se mueve?
Una lección de la historia

Este libro trata un tema muy controvertido. Los desacuerdos al respecto han sido bastante enconados en ocasiones. Sin embargo, aunque soy irlandés, ¡no voy a sugerir que la mejor forma de tratarlo sea con una buena pelea! De hecho, para obtener algún tipo de perspectiva sobre la manera en que tratamos la controversia, desearía retroceder hacia otra gran polémica, una que surgió en el siglo XVI. De haber estado yo escribiendo un libro entonces, bien podría haberme ocupado de la pregunta: ¿qué hemos de pensar de la sugerencia del astrónomo Nicolás Copérnico acerca de que la Tierra se mueve, cuando la Escritura parece enseñar que la Tierra está inamoviblemente fija en el espacio?

Esto no parece ser gran cosa hoy en día, pero en ese tiempo era un tema muy candente. ¿La razón? En el siglo IV a.C., el famoso filósofo griego Aristóteles enseñó que la Tierra estaba fijada en el centro del universo, y que el sol, las estrellas y los planetas giraban en torno a ella.1 Esta opinión sobre la Tierra fija se mantuvo por siglos, aunque ya en el año 250 a.C., Aristarco de Samos propuso un sistema heliocéntrico.2 Después de todo, tenía mucho sentido para la gente común: el sol parece girar en torno a la Tierra; y si esta se mueve, ¿por qué no somos todos lanzados al espacio? ¿Por qué una piedra, arrojada verticalmente hacia arriba, cae verticalmente a la Tierra si ésta está rotando rápidamente? ¿Por qué no sentimos un fuerte soplo de viento en el rostro en dirección opuesta a nuestro movimiento? ¿Acaso es ciertamente absurda la idea de que la Tierra se mueve?

La obra de Aristóteles fue traducida al latín y, en la Edad Media, con ayuda del enorme intelecto de Tomás de Aquino (1225–1274), llegó a influir en la Iglesia Católica Romana.

Notamos, de paso, que Aristóteles no solamente creía que el universo era antiguo, sino que había existido siempre. Tomás de Aquino no tuvo dificultad en reconciliar un universo eterno con la existencia de Dios como Creador en un sentido filosófico, pero admitió que resultaba complicado conciliarlo con la Biblia, ya que esta afirmaba claramente que había habido un comienzo. La Tierra fija era diferente: Parecía encajar bien con lo que la Biblia decía. Por ejemplo:

Temblad ante su presencia, toda la tierra; ciertamente el mundo está bien afirmado, será inconmovible (1 Cr. 16:30).

Ciertamente el mundo está bien afirmado, será inconmovible (Sal. 93:1).

Él estableció la tierra sobre sus cimientos, para que jamás sea sacudida (Sal. 104:5).

Pues las columnas de la tierra son del SEÑOR, y sobre ellas ha colocado el mundo (1 S. 2:8).

Además, la Biblia no solo parecía enseñar que la Tierra estaba fija, sino afirmar con igual claridad que el sol se movía:

En ellos puso una tienda para el sol, y éste, como un esposo que sale de su alcoba, se regocija cual hombre fuerte al correr su carrera. De un extremo de los cielos es su salida, y su curso hasta el otro extremo de ellos; y nada hay que se esconda de su calor (Sal. 19:4-6).

El sol sale y el sol se pone, a su lugar se apresura, y de allí vuelve a salir (Ec. 1:5).

De modo que no es sorprendente que, cuando en 1543 Copérnico publicó su famosa obra Sobre las revoluciones de las órbitas celestiales, en la que proponía la opinión de que la Tierra y los planetas orbitaban en torno al sol, esta sorprendente nueva teoría fuera cuestionada por igual por protestantes y católicos. Se dice que, incluso antes de que Copérnico publicase su obra, Martín Lutero había rechazado el punto de vista heliocéntrico en términos bastante fuertes, en su Conversación a la mesa (1539):

Se habla de un nuevo astrólogo que quiere probar que la Tierra se mueve y gira en lugar del cielo, el sol y la luna, igual que si alguien se moviese en un carruaje o barco pudiera sostener que él está sentado inmóvil y en reposo mientras la tierra y los árboles caminaran y se movieran. Pero así son las cosas hoy en día: ¡Cuando un hombre desea ser ingenioso, debe... inventar algo especial, y la forma en que lo hace debe ser la mejor! El necio desea poner todo el arte de la astronomía patas para arriba. No obstante, como la Sagrada Escritura nos dice, así Josué ordenó al sol que se quedase inmóvil, y no a la Tierra.3

Muchos de los comentarios de Lutero en Conversación a la mesa fueron hechos en broma, y existe un considerable debate acerca de la autenticidad de esta cita. El historiador John Hedley Brooke escribe: “Se ha dudado si Lutero realmente se refirió a Copérnico como un necio, pero en una desestimación improvisada recordó que Josué le había dicho al sol, no a la Tierra, que se quedara inmóvil”.4

Juan Calvino, por otra parte, claramente creía que la Tierra estaba fija: “¿Por qué medio podría [la Tierra] permanecer inmóvil, mientras los cielos arriba están en constante movimiento rápido, si su divino Hacedor no la hubiese fijado y establecido?”.5

Algunos años después de Copérnico, en 1632, Galileo desafió la opinión aristotélica en su famoso Diálogo concerniente a los dos principales sistemas del mundo. Este incidente ha transitado la historia como un ejemplo emblemático de cómo la religión es antagonista de la ciencia. Sin embargo, lejos de ser un ateo, a Galileo lo impulsaba su profunda convicción interna de que el Creador, quien “nos ha dotado con sentidos, razón e intelecto” no quería que “nos privásemos de su uso y darnos por otros medios el conocimiento que podemos lograr con ellos”.6 Galileo sostenía que las leyes de la naturaleza están escritas por la mano de Dios en el “lenguaje de la matemática”,7 y que la “mente humana es una obra de Dios, y una de las más excelentes”.8

Galileo fue atacado por su teoría de una Tierra móvil, primero por los filósofos aristotélicos y luego por la Iglesia Católica Romana. El asunto en juego era claro: La ciencia de Galileo estaba amenazando el ubicuo aristotelismo tanto en la academia como en la iglesia. El conflicto radicaba mucho más entre dos cosmovisiones “científicas” que entre la ciencia y la religión. Al final, Galileo tuvo que “retractarse” bajo presión, pero aun así (según se cuenta) no pudo evitar murmurarle a sus inquisidores: “Pero se mueve”.

No hay, desde luego, ninguna excusa en absoluto para el uso de la inquisición por parte de la Iglesia Católica Romana con el fin de amordazar a Galileo ni por tomarse después varios siglos para rehabilitarlo. Sin embargo, de nuevo en contra de la creencia popular, Galileo nunca fue torturado, y su posterior arresto domiciliario lo pasó, en su mayor parte, en lujosas residencias privadas que pertenecían a amigos suyos. Además, el científico se acarreó él mismo algunos de sus problemas por su falta de tacto.

Muchos historiadores de la ciencia concluyen que el incidente de Galileo realmente no aporta nada que confirme la opinión simplista de conflicto en la relación entre la ciencia y la religión.9

Posteriormente, llevó muchos años establecer la opinión heliocéntrica que, supongo, mis lectores aceptan ahora, y se sienten muy a gusto con la idea de que no solamente la Tierra gira en torno a su propio eje, sino que también se mueve en una órbita elíptica alrededor del sol, con un promedio de 30 km/s (cerca de 67000 millas/hora), y le toma un año completar el circuito.

Pero ahora necesitamos afrontar una pregunta importante: ¿Por qué los cristianos aceptan esta “nueva” interpretación, y no insisten ya en una comprensión “literal” de las “columnas de la tierra”? ¿Por qué no estamos todavía divididos entre los partidarios de la tierra fija y los de la tierra móvil? ¿Será realmente porque todos hemos transigido, y hecho que la Escritura se subordine a la ciencia?

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1. A menudo denominado sistema ptolemaico.

2. “Heliocéntrico” significa “con el sol en el centro”, del griego helios, “sol”.

3. Martin Lutero, Table Talk, citado en Nicolás Copérnico, On the Revolutions of the Heavenly Spheres, reeditado en Great Books of the Western World (Chicago: Encyclopaedia Britannica, 1939), 499-838.

4. John Hedley Brooke, Science and Religion (Cambridge: Cambridge University Press, 1991), 96.

5. Juan Calvino, Commentary on the Book of Psalms (Grand Rapids: Eerdmans, 1949), 4: 6-7.

6. Carta a la Gran Duquesa Cristina, 1615.

7. Stillman Drake, Discoveries and Opinions of Galileo (Nueva York: Doubleday, 1957), 237.

8. Galileo Galilei, Dialogue concerning the Two Chief World Systems, traducido por Stillman Drake (Berkeley: University of California Press, 1953), 104.

9. Ver John C. Lennox, God’s Undertaker: Has Science Buried God? (Oxford: Lion Hudson, 2009), 23-26.

CAPÍTULO 2

Pero ¿se mueve?
Una lección acerca de la Escritura

¿CÓMO DEBERÍAMOS ENTENDER LA BIBLIA?

El asunto en juego en la controversia de Galileo es, desde luego, cómo debiera interpretarse la Biblia. Así que pensemos en algunos principios generales de interpretación antes de aplicarlos a la controversia de la Tierra móvil.

La primera cosa obvia, pero importante, que afirmar sobre la Biblia es que se trata de literatura. De hecho, es toda una biblioteca: algunos libros de historia, algunos de poesía, otros en forma de cartas, etc., muy diferentes en contenido y estilo. Al abordar la literatura en general, lo primero que se ha de preguntar es: ¿cómo desea su autor que sea entendida? Por ejemplo, el autor de un tratado de matemáticas no desea que se entienda como poseía; Shakespeare no quería que comprendiéramos sus obras como una historia exacta, etc.

A continuación, uno debería dejarse guiar, en primer lugar, por la comprensión natural de un pasaje, una oración, una palabra o una frase en su contexto, histórica, cultural y lingüísticamente. Los Reformadores enfatizaron esto en su reacción contra la clase de interpretación que (por citar un antiguo ejemplo) consideraba que los cuatro ríos mencionados en Génesis 2 —Pisón, Gihón, Tigris y Éufrates— representaban el cuerpo, el alma, el espíritu y la mente, respectivamente. En contraste con este método de interpretación “alegórico”, los Reformadores adoptaron un enfoque descrito por el Diccionario Oxford de Inglés en su definición de “literal”: “Aquel sentido o interpretación (de un texto) que se obtiene tomando sus palabras con su significado natural o habitual, y aplicando las reglas comunes de gramática; opuesto a místico, alegórico, etc.” y “de aquí, por extensión... el sentido primario de una palabra o... el sentido expresado por la redacción misma de un pasaje, como diferente de cualquier significado metafórico o meramente sugerido”.1 Desde luego, no hay nada nuevo en esta forma de entender la literatura: es lo que usamos cotidianamente en nuestra lectura y conversación, sin ni siquiera pensar en ello.

La importancia de considerar la comprensión natural de un pasaje es clara cuando se trata de la enseñanza básica de la fe cristiana. La cuestión crucial acerca de las doctrinas fundamentales del cristianismo es, ante todo, que se han de entender en su sentido primario y natural. La cruz de Cristo no es primariamente una metáfora. Involucró una verdadera muerte. La resurrección no es principalmente una alegoría. Fue un acontecimiento físico: el “levantarse de nuevo”2 de un cuerpo que había muerto.

Pero este principio básico necesita ser cualificado. Por ejemplo, cuando tratamos con un texto que fue producido en una cultura distante de la nuestra, tanto en el tiempo como en la geografía, el que nos parece ser el significado natural quizás no lo ha sido para aquellos a quienes se dirigió originalmente el texto. Consideraremos este punto a su debido tiempo.

En esta etapa hacemos unas pocas observaciones generales acerca de la forma en la cual usamos el lenguaje. Algunos de nosotros estarán familiarizados con lo que estoy a punto de decir, pero tal vez muchos no hayamos pensado demasiado en cómo usamos el lenguaje; estamos ocupados en demasía como para molestarnos. No obstante, nos será de gran ayuda dedicarnos apenas un breve tiempo a pensar en este tema.

Primeramente, puede haber más de una lectura natural de una palabra o frase. Por ejemplo, en Génesis 1 existen varios casos de esto. La palabra “tierra” se emplea primero para el planeta, y poco después para la tierra seca como diferente del mar. Ambas veces la palabra “tierra” tiene claramente un significado literal, pero ambos significados son diferentes, como resulta claro en el contexto.

Además, en muchos lugares no funcionará una comprensión literal. Tomemos primero un ejemplo del habla cotidiana. Todos entendemos lo que una persona quiere decir cuando afirma: “El auto iba volando por la carretera”. El auto y la carretera son muy literales, pero “volando” es una metáfora. Sin embargo, también sabemos que la metáfora “volando” se refiere a algo muy real, que podría expresarse más literalmente como “muy rápido”. Solo porque una oración contenga una metáfora no significa que no se refiera a algo real.

Para un ejemplo bíblico, tome la afirmación de Jesús: “Yo soy la puerta” (Jn. 10:9). Claramente no ha de entenderse en el sentido literal primario de una puerta de madera, sino metafóricamente. Pero note de nuevo que la metáfora se refiere a algo real: Jesús es una verdadera puerta a una experiencia real y, por tanto, muy literal de salvación y de vida eterna. También debiéramos observar que la razón por la cual no tomamos esta afirmación literalmente tiene que ver con nuestra experiencia del mundo. Conocemos las puertas, y nuestra experiencia sobre ellas nos ayuda a decidir que Jesús está usando una metáfora. Retornaremos luego a este punto.

Además, como señaló C. S. Lewis, es imposible hablar de cosas que están más allá de nuestros sentidos inmediatos sin emplear metáforas. Los científicos usan, por tanto, las metáforas de forma permanente. Hablan de partículas de luz y de paquetes de ondas de energía; pero no desean que usted se imagine la luz como pequeñas bolitas literales, o la energía como olas literales del mar. No obstante, en cada caso la metáfora describe algo real —literal, si lo prefiere— a un nivel superior.

Para hacer las cosas un poco más complicadas, pero también más interesantes, a veces pueden aparecer juntos un sentido primario y uno metafórico. Tome la ascensión de Cristo, por ejemplo. En su sentido primario se refiere al ascenso vertical, literal, de Jesús al cielo, observado físicamente por los discípulos.3 Sin embargo, es más que eso. El movimiento ascendente literal conlleva un significado más profundo: él ascendió al trono de Dios. Por ejemplo, cuando decimos que la reina Isabel II ascendió al trono de Inglaterra en 1952, no afirmamos meramente que subió a una silla ornamentada en la abadía de Westminster. Lo hizo, desde luego; pero ese ascenso (literal) a la silla era al mismo tiempo una metáfora de su asunción (literal) del poder regio sobre su pueblo. Similarmente, la ascensión (literal) de Cristo es una metáfora para su asunción (literal) de autoridad universal.

En cada uno de estos ejemplos vemos cómo la palabra “literal” puede resultar inadecuada e incluso engañosa, pues puede haber diferentes niveles de literalidad. Por tanto, hoy día es común reservar la palabra “literalista” para la adherencia al significado básico y primario de una palabra o expresión, y usar “literal” para la lectura natural como deseaba el autor u orador. Así, leer la frase “el auto iba volando por la carretera” de manera literalista significaría entender que el auto en realidad estaba volando. Leerla literalmente —o sea en el sentido natural— significaría que el auto iba muy rápido. Sin embargo, no todos concuerdan en este uso de “literal”, y esto lleva a menudo a confusión. Debemos ser, por tanto, cuidadosos en nuestro uso de “literal”.

Recuerdo haber hablado en una ocasión sobre el relato de la creación de Génesis con un muy conocido astrofísico, quien me sugirió que era primitivo creer en la Biblia. Para ilustrar un punto, escribí en su pizarrón: “Y Dios dijo, que haya luz. Y hubo luz”. Él dijo: “Eso suena realmente primitivo. Usted no cree eso, ¿no es cierto? Sugiere que Dios tiene un aparato fonador y habla como nosotros lo hacemos”. En otras palabras, mi colega estaba tomando la palabra “dijo” en su sentido primario, natural, humano; la estaba tomando literalísticamente. Yo me reí y le indiqué que ahora era él quien estaba siendo primitivo. Por supuesto, Dios, que es espíritu, no tiene un aparato fonador, pero él puede comunicarse. En otras palabras, la expresión “Y Dios dijo” denota una comunicación real y literal, pero nosotros no tenemos la más leve idea de cómo se realiza.

Para Dios, el significado de la palabra “dijo” es diferente al que tiene para nosotros4, pero los dos usos están suficientemente relacionados como para que una palabra signifique en efecto ambas cosas. La razón por la que me resultó gracioso que mi amigo astrofísico hiciera sus observaciones es que, como le recordé, los científicos emplean continuamente metáforas sin siquiera pestañear. Ellos deberían ser los últimos en quejarse cuando la Biblia las emplea.

Como punto general, vale la pena recordar la perspicaz observación de Henri Blocher: “La expresión humana rara vez permanece en el punto cero de la mera prosa, que comunica de la manera más simple y directa posible, y emplea las palabras en su sentido ordinario”.5 Lo que Blocher quiere decir es que todos usamos metáforas en nuestra conversación normal. ¡Qué sosa sería la vida sin ellas!

Aún se podría decir más sobre el uso del lenguaje, pero quizás sea ya suficiente para captar la idea básica. ¡Y estoy seguro de que lo último que desea el lector es que este libro se transforme en una extensa lección de gramática!

Sería una pena que, en un (correcto) deseo de tratar la Biblia como más que un libro, termináramos tratándola como menos que un libro, por negarle la gama y uso del lenguaje, el orden y las figuras literarias que nos son familiares (o deberían serlo) por nuestra experiencia normal de conversación y lectura.

Si tenemos esto en cuenta, la respuesta a la pregunta “¿en qué nivel debería leerse un texto?” es a menudo obvia. Aceptamos el significado primario natural; y si eso no tiene sentido, avanzamos al siguiente nivel. Por ejemplo, las afirmaciones de Jesús “Yo soy la puerta” (Jn. 10:9) y “Yo soy el pan de vida” (Jn. 6.48). Pero hay casos en los que la respuesta no parece ser tan obvia, en el sentido de que creyentes de todos los tiempos, plenamente convencidos de la autoridad de la Escritura, arriban a diferentes interpretaciones. ¿Qué hemos de hacer en tal situación? Esta era la pregunta candente en el tiempo de Galileo. Apliquemos, por tanto, lo que hemos aprendido a la controversia sobre la Tierra móvil, para ver cómo los cristianos llegaron por fin a aceptar esta “nueva” interpretación y dejaron de insistir en una comprensión literalista de los cimientos y las columnas de la Tierra.

Por supuesto, esto no ocurrió de la noche a la mañana. Por muchos años, si no siglos, debió de haber dos posturas principales polarizadas: la de la Tierra fija y la de la Tierra móvil, y este último grupo creció constantemente en número. Estos criterios no solo los sostenían aquellos para quienes la Escritura tenía escasa o nula autoridad (aunque seguro que hubo algunos), sino por aquellos que estaban convencidos de que la Biblia era la Palabra de Dios inspirada, y la consideraban la autoridad plena y definitiva. Estos últimos estarían de acuerdo con los elementos centrales del evangelio, incluidas las doctrinas de la creación, la caída, la salvación; la encarnación, la vida, la muerte, la sepultura, la resurrección y la ascensión de Cristo; la expectativa de su retorno y el juicio final. Ellos discreparían, no obstante, respecto a lo que enseñaba la Escritura sobre el movimiento de la Tierra.

Esto plantea de inmediato varias preguntas. ¿Obedecían esas diferencias a un simple deseo de parte de la facción de la Tierra móvil, por encajar con los avances de la ciencia? ¿O eran el resultado de la intransigencia y las actitudes anticientíficas de la facción de la Tierra fija? ¿Los de la Tierra móvil comprometían necesariamente la integridad y la autoridad de la Escritura?

LA BIBLIA Y LA CIENCIA

Primero, algunos comentarios generales. A menudo se afirma que la Biblia no es en absoluto relevante para la ciencia. De hecho, el famoso paleontólogo americano Stephen Jay Gould, de la Universidad de Harvard, sugirió que la religión y la ciencia pertenecían a dominios o magisterios separados.6 Quería decir que la ciencia y la religión tratan de asuntos fundamentalmente distintos, y que se puede lograr la armonía si los mantenemos completamente separados.

Ahora, esta opinión (a menudo llamada NOMA por sus siglas en inglés Non-Overlapping Magisteria = magisterios no superpuestos) tiene un obvio atractivo para algunas personas: Si la ciencia y la Biblia no tienen nada que ver entre sí, nuestro problema está resuelto. Sin embargo, existen dos imprevistos muy grandes. Primeramente, la afirmación de que la ciencia y la religión están completamente separadas suele esconder otra creencia: que la ciencia trata la realidad, y la religión con Santa Claus, el Hada de los Dientes y Dios. La impresión de que la ciencia se ocupa de la verdad y la religión con fantasías está muy extendida. Nadie que esté convencido de la verdad, de la inspiración y de la autoridad de la Escritura podría admitir algo así.