la_mujer_molesta_ebook.jpg

LA MUJER MOLESTA

feminismos postgénero

y transidentidad sexual

Rosa María Rodríguez Magda

La mujer molesta.

Feminismos postgénero y transidentidad sexual

Primera edición, 2019

Del texto:

© Rosa María Rodríguez Magda

Diseño de portada:

© Sandra Delgado

© Editorial Ménades, 2019

www.menadeseditorial.com

© Editorial Ménades, 2019

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-120566-3-1

PRÓLOGO

Las mujeres siempre hemos sido molestas para las sociedades tradicionales, en la vida pública, en la cultura, incluso en la familia; una misoginia ancestral nos acompaña, también de forma más sibilina en la actualidad, por nuestra actitud persistente de seguir reclamando derechos, de hacernos visibles. Pero no deseo perder el tiempo contestando la pervivencia y el surgimiento de corrientes antifeministas, dado que una buena estrategia por nuestra parte será la mejor repulsa. Me preocupa, en cambio, mostrar cómo algunas propuestas, que en principio parecían emancipadoras, una vez cumplidas sus expectativas, tienen prolongaciones peligrosas, e incluso paradójicas concomitancias con el neoliberalismo.

El sujeto-mujer ha pasado a convertirse también en algo molesto para ciertas corrientes feministas: se declara caduco, eurocéntrico, heteronormativo, un arcaico reducto esencialista en la diversidad sexual. Ciertamente no somos una substancia, pero sí algo más que un nombre, que una opción elegible entre otras. Este libro es una reivindicación de esa mujer molesta, del «nosotras, las mujeres» como colectivo necesario del feminismo, frente a quienes pretenden recluirnos en una abnegada complementariedad, pero también frente a quienes nos difuminan en la proliferación de los géneros. Lo siento, vamos a seguir siendo molestas, no tenemos otro objetivo que seguir siéndolo ante cualquier maniobra de borrado.

Y puesto que las trampas a veces son sutiles, analizaré el desarrollo de conceptos como identidad, género, modelo trans, transidentidad, diversidad, para rastrear sus utilizaciones regresivas.

Asumo la premisa foucaultiana de la indignidad de hablar por otros; solo me refiero a ellos si sus propuestas afectan al feminismo. No cuestiono el derecho a transitar nuevas identidades, es más, lo celebro como una necesaria apertura; sin embargo, resulta necesario revisar las alianzas con otros colectivos, para tomar conciencia de ciertas contradicciones y seguir caminando en el apoyo mutuo.

Un libro es el resultado de muchas lecturas y reflexiones compartidas. Los posicionamientos de Amelia Valcárcel y de Alicia Miyares me han resultado especialmente cercanos e iluminadores. Deseo agradecer de manera particular a Marina Gilabert su atenta lectura del texto y sus sugerencias; a Josep Carles Laínez, su inestimable ayuda en la corrección y elección del título; y a María Sánchez, que me obligó a escribirlo, al ofrecerme la publicación en la editorial Ménades. Quiero también manifestar mi deuda terminológica con Victoria Sendón de León, quien en un debate, en el que se nos recriminaba a ambas no asumir suficientemente las teorías del género, afirmó que nuestra postura no se debía a que ignoráramos dichas teorías, sino a que nuestras posiciones pretendían ser «postgénero». Prosigo aquí esa senda.

En alguna medida, todos los feminismos han sido postgénero. Aun antes de la formulación del concepto, han intentado desembarazarse de ese género impuesto; lo fue el defendido por Simone de Beauvoir y el de la segunda ola; después, en su afán por romper su prescriptivismo unitario, nos hemos embarcado en la expansión de los géneros. Hora es ya de alumbrar un nuevo feminismo postgénero capaz de prescindir de sus dictados. Ese es el reto del presente para el cual ofrezco las reflexiones de las páginas que siguen.

Valencia, 1 de abril de 2019

LA MUJER MOLESTA

feminismos posgénero

y transidentidad sexual

1

¿QUÉ IDENTIDAD?

La larga historia de una pregunta

A menudo somos un continente oscuro para nosotros mismos. Pero necesitamos definirnos, fijar la fugacidad de nuestros estados de ánimo en una línea coherente. No podemos asumir lo cambiante ni lo difuso, y de ahí el comienzo de toda filosofía: ¿qué es el mundo? ¿qué son las cosas? ¿qué me pasa? ¿quién soy yo? Frente al perpetuo fluir heraclitiano, necesitamos permanencias parmenídeas. A la pregunta ¿qué es? Respondemos sustantivando ese verbo ser. El ser, la substancia, la esencia… se han configurado a lo largo de la historia como los anclajes lingüísticos para comprender la realidad. Cortamos esa realidad en fragmentos, les ponemos nombres. Sustantivo y verbo, sujeto y predicado, sigue siendo la plantilla gramatical con la que, en las lenguas indoeuropeas, intentamos comprender el mundo y comprendernos. Qué hay detrás del pronombre personal «yo» es la tarea introspectiva de la cual no nos podemos desentender.

Para Sócrates, el «conócete a ti mismo» era la puerta de entrada a toda sabiduría, o, al menos, a la aceptación primera de nuestra absoluta ignorancia. «Solo sé que no sé nada». Por ello, mejor comenzar intentando hurgar en nuestro interior. Nace así, en el pensamiento occidental, el inicio de una inquietud, de una búsqueda íntima a la que cada individuo debe responder. Podría haber sido de otra manera. En la tradición oriental, parece prevalecer la huida del yo, la constatación de su carácter ilusorio, la liberación del ego para fundirnos en el todo. Pero nosotros no, queremos saber quiénes somos, serlo plenamente, realizarnos. Seguimos respondiendo al eco lejano de las palabras de Píndaro: «llega a ser el que eres». Repito: podría haber sido de otra manera, pero nuestra cultura nos empuja desde siglos a enfrentarnos al problema de la «identidad».

Al principio, nos pensamos como espíritu. Platón dividió la realidad entre el mundo sensible y el mundo de las ideas, siendo este último el fundamento y la razón de ser del primero. Tener un cuerpo era solo una circunstancia, pues nuestra verdadera identidad se hallaba en el alma, la cual, liberada de los sinsabores de lo sensible, estaba llamada a la contemplación de las esencias y al logro de la sabiduría.

Con el estoicismo, el yo se convierte en una tarea: el cuidado de sí, la reflexión, el atesoramiento de las virtudes, el equilibrio, la prudencia, el autodominio, la plenitud de una vida bella, la aceptación de lo inexorable. Todo ello se basaba no en una ética universal sino en un proceso de estilización que buscaba normas en vez de principios. De ahí, las máximas de Epicteto o Marco Aurelio, las cartas de Séneca…

En el cristianismo, que sí pretende una ética universal, el yo se identifica con el alma, inmortal, pero presa de la dialéctica pecado/salvación. Ya no será la búsqueda de la belleza, de la sabiduría o de la felicidad la que construya el yo a través de la introspección, sino el análisis, a veces compulsivo, de la pureza de nuestras intenciones: el «examen de conciencia» para reconocer y expurgar la semilla del mal agazapada en nuestro interior. Es esta persistente vigilancia angustiosa la que configura y «produce» la «conciencia» en Occidente, consecuencia de la tradición judeo-cristiana. Sin la premisa de la «culpa», nuestra autoconciencia hubiera sido menos sinuosa, menos abismática, pero también más plana, no sé si más feliz. Sea como fuere, le debemos, a la idea de culpa, buena parte de la profundidad con la que nos enfrentamos a nosotros mismos.

Descartes sanciona de manera moderna la separación entre cuerpo y alma, mundo sensible/mundo inteligible, que, desde Platón y el neoplatonismo, había configurado la metafísica cristiana. Res extensa y res cogitans serán las nuevas denominaciones sustanciales y diferenciadas. El yo, el alma, se piensa cual piloto que dirige la nave del cuerpo.

Para Hume, el yo será el enlace de las sensaciones. Imaginemos un fino hilo que ensartara percepciones, emociones, estados de ánimo… O en una pieza teatral en la cual se suceden situaciones, aparecen personajes. Nada hay en ello, para el autor, de la idea cartesiana del alma como una substancia permanente y definida. La memoria y la ilusión crean el espejismo de una identidad del yo.

Será a partir de la Ilustración cuando ese yo tematice más profundamente su relación con la naturaleza, con la vertiente social y su diversa implicación sexuada. Si a lo largo de todo el proceso, que vengo apenas señalando, el sujeto implícito de la reflexión es el varón blanco, adulto, ciudadano de pleno derecho, detentador de poder y jerarquía, y solo de manera subsidiaria la mujer, este aparece ahora claramente como el sujeto del pacto social. Para él serán los requerimientos de emancipación por medio de la razón, mientras la mujer quedará relegada al ámbito de la naturaleza y los sentimientos. Se consolida el protagonismo del varón en la esfera pública, y la reclusión de la mujer en la esfera privada. El primero se inscribe en lo universal, y la segunda en lo particular, marcada por su sexo. Ello tiene particular relevancia a la hora de la profundización en la identidad del yo. Como Carole Pateman mostró, por debajo del contrato social, el verdadero pacto fundador es el contrato sexual, que consiste en un pacto no pacífico entre hombres heterosexuales para distribuirse entre ellos el acceso al cuerpo femenino fértil. Quienes somos y quienes debemos ser tienen de plantilla inconsciente ese contrato no explícito que pretenderá legitimarse apelando a la naturaleza misma. La pregunta por la identidad del yo en el varón se libera de las particularizaciones, asimilada a la cuestión más general de qué es el ser humano, y quién soy yo en cuanto individuo en relación con ese patrón. Sin embargo, la mujer debe responder a esa misma pregunta, ligada a su condición de hembra de la especie humana y a sus obligaciones como esposa, madre y ángel del hogar.

2

IDENTIDAD SEXUAL

La identidad del yo, lo hemos visto, implicaba una indagación en el alma, entidad espiritual o, con posterioridad, en la conciencia, sede de la mente. Con Freud, se va a producir un cambio cualitativo importante; a partir de él, la libido aportará los datos fundamentales en la configuración de nuestra psiquis. La sexualidad adquiere un valor predominante. El ello, el yo y el super yo serán los tres conceptos clave. El ello conformará la base inconsciente más primaria de nuestros deseos y pulsiones. El yo, principio de realidad, mediará entre la búsqueda del placer del ello y las normas morales inscritas en el super yo, una aceptación que implica la correcta superación del complejo de Edipo (o de Electra), esto es, del deseo erótico por la madre o el padre. Así, la energía libidinal, adecuadamente reconducida y sublimada, será el patrón de la salud psíquica y de la integración social.

Somos, pues, deseo, erotismo, pulsiones, búsqueda del placer, trayecto erótico de nuestro cuerpo que culmina, según Freud, con la fijación genito-heterosexual. Qué deseo, a quién deseo, cómo lo deseo… serán preguntas a responder si queremos desentrañar las tramas que nos configuran desde el inconsciente.

El freudomarxismo de Wilhelm Reich o Herbert Marcuse dotarán de un carácter social a esta pugna por liberar el erotismo de toda fase represiva, aunando la realización personal con el cambio revolucionario de la sociedad. Recordemos el impacto de dichas teorías en los movimientos juveniles de los años sesenta del pasado siglo, y en la conformación de un imaginario del que somos herederos.

No se trata aquí de hacer un repaso de todo ello, de sobra conocido, sino de señalar cómo a partir de determinado momento —de finales del siglo xix a nuestros días— la noción de identidad del yo e identidad sexual se encuentran unidas indisolublemente.

Un análisis sutil de ese cambio conceptual lo encontramos en la introducción de Michel Foucault al caso de Herculine Barbin,1 hermafrodita nacida en 1838, cuyos textos autobiográficos rescata. Herculine es educada como mujer, ingresa en un colegio de ursulinas, donde se enamora de una compañera, con quien mantiene relaciones. Continúa sus estudios en la escuela normal para convertirse en institutriz, obtiene su diploma y comienza a trabajar en una escuela femenina; allí tiene una relación con otra profesora. Sufre dolores, le comunica su desasosiego a un confesor, finalmente un examen médico dictamina que aun teniendo una pequeña vagina posee también un pequeño pene y testículos internos. Surge el escándalo. Debe abandonar el pensionado y separarse de su amada. Se le obliga a cambiar su nombre en el registro civil y a vestir como un hombre. Se traslada a París, donde vivirá en la pobreza y acabará suicidándose. Junto a su lecho se encontrarán sus memorias.

Michel Foucault, en la edición de las mismas, adjunta los informes médico-legales y otros documentos del suceso. Si bien, a lo largo de la historia, en los casos de hermafroditismo se aceptaba que el individuo poseía dos sexos, Foucault destaca en este momento el interés de los expertos por determinar cuál era su sexo verdadero por debajo de la ambigüedad anatómica. Ello implica una modificación epistémica relevante:

No puede haber confusión en torno al sexo; nuestro sexo encierra lo que hay de más verdadero en nosotros mismos, el psicoanálisis ha enraizado su vigor cultural. Él nos promete, a la vez, nuestro sexo, el verdadero, y toda esta verdad sobre nosotros que palpita secretamente en él.2

El filósofo se pregunta: «¿Verdaderamente tenemos necesidad de un sexo verdadero?». ¿Qué hay detrás de esa compulsividad médico jurídica? Un afán de control administrativo, la aceptación de un modelo binario legitimado por la naturaleza, la correlación entre sexo biológico y comportamiento social, el mantenimiento de un orden normativo en fin. Si nos espantamos de la rigidez que rodeó a Alexina, si nos compadecemos del sufrimiento que le arrastró al suicidio, debemos preguntarnos ¿tan alejados estamos de todo ello? Por debajo de nuestra actual amplitud de miras, compartimos con aquel medico dos de las afirmaciones que les llevaron a actuar así: «existe un sexo verdadero» y «nuestro sexo encierra lo que hay de más verdadero en nosotros mismos». A lo largo de las páginas siguientes, pretendo desentrañar su pervivencia.


1 Foucault, Michel, Herculine Barbin, dite Alexina B., París, Gallimard, 1978 (Madrid, Revolución, 1985, traducción española de Antonio Serrano).

2 Ibid, p. 15 (trad. esp.).