EL HIJO DE ESPARTACO

 

 

 

SIMON SCARROW

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Gladiator III. Son of Spartacus

Ilustración de la cubierta: Richard Jones

Ilustraciones y mapas interiores: David Atkinson

First published in Great Britain in the English Language by Puffin Books Ltd, 2013

Diseño de la cubierta: Edhasa

Primera edición: junio de 2018

Primera edición en e-book: julio de 2019

© Simon Scarrow, 2013

© de la traducción: Ana Herrera, 2018

© de la presente edición: Edhasa, 2018

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4717-3

Producido en España

El linaje de Espartaco continúa.

Su hijo nos dirigirá y completará

el destino y el sueño de su padre…

Para Anita Smith,

con el más profundo respeto

EL HIJO DE ESPARTACO

mapa

Capítulo I

Los jinetes llegaron poco después de la caída de la noche, surgiendo sigilosamente del cinturón de cedros que se extendía por la colina que estaba justo encima de la villa. Más de cincuenta en total, armados con espadas, lanzas y porras. Algunos llevaban también armadura, de cota de malla o antiguas corazas de bronce, y cascos y escudos con una amplia variedad de diseños. La mayoría de los hombres eran delgados y secos, acostumbrados a una vida de trabajo duro y de hambre constante. Sus líderes eran distintos: individuos muy robustos, que presentaban las cicatrices propias de su profesión. En contraste con los otros hombres, sus armaduras eran muy ornamentadas y decoradas, y estaban muy cuidadas. Antes de escapar de sus propietarios, aquellos hombres habían sido gladiadores..., los luchadores más mortíferos de todos los territorios gobernados por Roma.

A la cabeza del pequeño destacamento cabalgaba un hombre de anchos hombros, con el pelo espeso, oscuro y rizado. Iba a lomos de una yegua negra muy bonita, parte del botín de otra villa que habían atacado hacía un mes. Un nudo blanquecino de tejido carnoso se extendía por encima de su frente y su nariz. Era la cicatriz de una herida que había recibido sólo unos pocos meses antes, por parte de un centurión que iba al mando de una patrulla a la que habían puesto una emboscada. La patrulla formaba parte de las fuerzas enviadas por Roma para perseguir y eliminar las bandas de forajidos y esclavos huidos que se escondían en lo más profundo de las montañas, en los Apeninos. Muchos de los fugitivos eran supervivientes de la gran rebelión dirigida por el gladiador Espartaco doce años antes, y todavía llevaban su legado muy cerca del corazón. Aquella revuelta casi había conseguido poner a Roma de rodillas, y desde entonces, los romanos habían vivido con el temor de otro levantamiento sangriento. Por culpa de las guerras que se combatían en el exterior de Italia, no había sido posible completar la destrucción de los rebeldes supervivientes, y a lo largo de los años su número fue aumentando a miles. Los esclavos fugitivos, junto con aquellos que habían acabado liberados por las incursiones de los rebeldes en las villas y propiedades agrícolas que poseían los hombres más ricos de Roma, ahora componían el enorme ejército de luchadores de la libertad.

Pronto, reflexionó su líder con una débil sonrisa, serían lo bastante fuertes para llevar a cabo ataques más ambiciosos a sus amos romanos. Ya había hecho planes. Llegaría el momento en que, una vez más, un gladiador dirigiese a un ejército de esclavos contra sus opresores. Hasta entonces, el líder se contentaba con llevar a cabo pequeñas incursiones, como la de aquella noche, para poner nerviosos a los ricos que controlaban Roma, y para inspirar a los esclavos oprimidos que arrastraban sus vidas miserables en las casas, campos y minas que se extendían por todo lo largo y ancho de Italia.

Los agudos ojos del líder escrutaron las oscuras siluetas de los edificios y las paredes que se encontraban ante ellos. Él y sus hombres llevaban dos días contemplando la villa desde las sombras de los árboles. Era la típica propiedad agrícola, como las que poseían los romanos adinerados. Había una casa grande a un lado, construida en torno a un jardín que contenía parterres de flores, caminos de grava y estanques redondos, algunos con peces. Un muro separaba la casa de los edificios más bajos y sencillos donde se acomodaban los esclavos, capataces, guardias y herramientas agrícolas, junto con los graneros y almacenes donde se reunía lo que producía la tierra, antes de enviarlo al mercado. El provecho resultante se añadiría a la fortuna del propietario que vivía en Roma, sin tener en cuenta el sudor, el trabajo y el sufrimiento de aquellos que lo hacían rico. Alrededor de todos los edificios se alzaba un muro de tres metros de altura, construido para evitar que entrasen los esclavos o cualquier otra amenaza.

Mientras estaban escondidos, los asaltantes habían observado las rutinas de la villa, y la entrada y salida de cadenas de presos y sus guardias, mientras trabajaban en los campos y bosquecillos que rodeaban el complejo de edificios. La rabia del líder ardía en sus venas, al contemplar a los capataces usando sus látigos y sus porras para golpear a los esclavos que se movían demasiado despacio. Le habría gustado cargar con sus hombres desde los árboles en aquel mismo momento, matar a los guardias y liberar a los esclavos, pero había aprendido el gran valor que tiene la paciencia. Era una lección que le había enseñado Espartaco, muchos años antes.

Lo primero que hay que hacer, en cualquier combate, es observar de cerca a tu enemigo, y aprender cuáles son sus fortalezas y debilidades. Sólo un idiota se lanzaría a un combate sin tal preparación, insistía Espartaco. De modo que el líder y sus hombres esperaban, observando los momentos en los que cambiaban los guardias de la muralla y la puerta de la villa. Habían contado a los guardias, sabían qué armas tenían y qué edificio del complejo les servía como barracón. También habían descubierto una pequeña parte del muro que estaba algo agrietada y medio derrumbada, justo detrás de un abeto, apenas visible desde la distancia. Los hombres que estaban de guardia raramente pasaban por aquella parte del muro, y por ahí era por donde entrarían los atacantes.

Entonces empezaron a moverse silenciosamente a través de un campo recién arado, y pasaron por un pequeño olivar junto al muro exterior de la villa. Por delante, el líder podía ver las llamas ardientes de los braseros que ardían encima de la torre de entrada, proporcionando iluminación para los guardias, y calor aquella fría noche de enero. Unas llamas más pequeñas se agitaban en la oscuridad, encima de las atalayas en cada esquina de la muralla, y resultaban visibles las siluetas de los vigías, bien envueltos en sus mantos y dando con los pies, calzados con botas, en el suelo, para mantenerse calientes, y con las lanzas apoyadas en el hombro.

–Ahora despacio –murmuró el líder, por encima de su hombro–. No hagáis ruido. Ni movimientos rápidos.

Su orden fue transmitida entre susurros de hombre a hombre, mientras los atacantes iban pasando entre los árboles y se aproximaban a la parte estropeada de la muralla. El líder levantó la mano al llegar al borde del bosquecillo, y sus hombres se quedaron inmóviles. Entonces, haciendo señas a seis de los atacantes más cercanos, el líder desmontó y tendió las riendas de su caballo a uno de sus hombres. Se quitó el broche que sujetaba su manto y lo tendió atravesado en la silla. Sería una estupidez entrar en combate entorpecido por los gruesos pliegues de lana. Bajo el manto llevaba una túnica azul oscuro, con un peto de cuero negro que tenía incrustado el motivo de plata de una cabeza de lobo. Una espada corta colgaba de una tira de cuero que atravesaba sus hombros, y sus antebrazos estaban también protegidos por unas muñequeras de cuero con tachuelas.

Se volvió hacia los otros.

–¿Preparados?

Todos asintieron.

–Sí, Brixo.

–Vamos pues.

Dio un paso cauteloso fuera de la línea de los árboles hasta el terreno abierto. El abeto se alzaba alto y oscuro a unos setenta pasos de distancia. Una pequeña torre de vigilancia estaba a la misma distancia, siguiendo el muro, y un vigía destacaba en negro contra el resplandor del brasero que ardía tras él. Brixo salió del bosque y cruzó el terreno herboso hacia el muro. Iba cojeando, como resultado de una herida que había sufrido en el ligamento muchos años antes, en el último de sus combates en la arena. El pequeño grupo de hombres salió sigilosamente de los árboles y le siguió, recorriendo el terreno como si fueran sombras. Sólo un leve roce de la hierba acompañaba su progreso, y pronto se encontraron bajo las perfumadas ramas del abeto, junto a la muralla.

–Tauro, junto al muro –susurró Brixo, y una silueta enorme apoyó la espalda en la superficie enyesada y clavó bien las botas en el suelo, mientras ahuecaba las manos.

De inmediato, uno de sus compañeros, Píndaro, un hombre delgado y alto, se apoyó en sus manos y con un gruñido Tauro lo levantó hasta la parte superior de la muralla. Su compa­ñero rápidamente sacó un ladrillo que estaba suelto y se lo pasó a otros de los hombres que esperaban abajo. Dejaron el ladrillo en el suelo con mucho cuidado, y luego pasaron el siguiente. Pronto Píndaro hubo quitado todos los ladrillos sueltos, y tuvo que sacar su daga para hurgar en el mortero que sujetaba los demás. Su trabajo era lento, y el líder llegó cojeando a poca distancia y al final se arrodilló y vigiló al hombre que estaba en la torre de vigía. Seguía allí, con las manos levantadas, calentándoselas ante las llamas del brasero. Al final cogió su lanza y empezó a andar despacio por el muro, en dirección a los fugitivos.

–Quietos... –susurró Brixo todo lo alto que pudo, y luego él mismo también se tiró al suelo, apretando su cuerpo contra la tierra y vigilando al mismo tiempo al centinela que se aproximaba.

Sus camaradas se quedaron inmóviles, y Píndaro se echó muy plano contra la muralla. El centinela continuó hacia ellos y entonces, a no más de seis metros del hueco, se detuvo y se dio la vuelta, y miró por encima del muro hacia los árboles. Brixo rezó para que sus hombres estuvieran quietos y fuera de la vista, esperando entre las sombras. No hubo señal alguna de alarma por parte del centinela, y al cabo de un momento, éste se volvió y empezó a dirigirse de nuevo hacia el brasero.

–Bien –respiró el líder–. Sigamos.

Ladrillo a ladrillo, el hueco se iba ampliando, hasta que al final sólo quedaba un escaso trecho por encima de la cabeza de Tauro.

–Bastará con esto. Adelante. –Brixo hizo un gesto al pequeño grupo de hombres.

Tauro los levantó por turno hacia el hueco, y todos subieron el pequeño muro y fueron cayendo en el interior del recinto. A su derecha se encontraba el muro de la villa, con una pequeña puerta de entrada que proporcionaba acceso entre la casa y la parte operativa del complejo. Una puerta separada, menos impresionante, conducía a la villa desde una avenida con árboles a ambos lados, de modo que los visitantes importantes de la propiedad no tenían que pasar por en medio de los alojamientos de los esclavos, tan miserables. En otras direcciones se encontraban los barracones de los esclavos y los de los capataces y guardias. Más allá, se alzaban almacenes y graneros.

Brixo echó un último vistazo al centinela, para asegurarse de que no se había dejado nada, y luego se volvió hacia los árboles y se llevó una mano en torno a la boca. Cogiendo aliento con fuerza, dejó escapar un ululato bajo, como el de un búho, tres veces. Un instante más tarde vio que el resto de la partida salía de los árboles. Se agacharon y fueron pegados al suelo, recorriendo el trecho que había hasta el abeto.

Aquél era el momento de mayor riesgo, pensó Brixo. Si el centinela estaba alerta, sin duda vería a muchos hombres moviéndose en la oscuridad. Le tocaba a Píndaro ocuparse de él. Antes de que los hombres estuvieran a mitad de camino del terreno abierto, se oyó un golpe sordo, y cuando el líder miró hacia arriba, al muro, vio que el centinela había desaparecido. Brixo respiró, aliviado, se incorporó e hizo señas a los hombres, y se dirigió hacia Tauro cojeando.

–Es mi turno, viejo amigo. –Sonrió en la oscuridad y vio el brillo apagado de los grandes dientes del hombre al responderle éste. Luego, colocando su bota entre las grandes manos de Tauro, el líder trepó al muro y pasó por el hueco.

En el camino de guardia, miró hacia su izquierda y vio a Píndaro, que caía del muro dejando el cuerpo del guardia despatarrado tras él. En el suelo, abajo, los otros hombres del grupo que iba avanzando estaban arrodillados en un arco amplio, vigilando. Brixo bajó por encima del lado del pasaje y luego se dejó caer medio metro hasta el suelo. Por encima de él oyó al primer hombre del segundo grupo que pasaba por el hueco, y que se apartaba a un lado apresuradamente. Uno por uno, los atacantes fueron saltando al complejo y se unieron a los hombres que ya estaban formando un arco. Con un gruñido tenso, Tauro se alzó él mismo y se introdujo por el hueco, y se unió a sus camaradas.

Brixo sacó la espada y miró a su alrededor, a sus hombres, mientras levantaba su arma. Como respuesta, ellos cogieron sus armas y las levantaron, para demostrar que estaban dispuestos.

–A los barracones de los guardias. –Habló sólo con el volumen suficiente para que lo oyeran todos ellos–. Atacad con fuerza. Sin piedad.

Se oyó un bajo gruñido de asentimiento que venía de Tauro, y comentarios murmurados de los demás, y luego el líder abrió el camino a lo largo del costado de la muralla, manteniéndose a su sombra, y cojeando hacia los barracones que estaban a cien pasos de distancia. El sonido ahogado de unas voces atravesó el complejo, una charla intrascendente mezclada con gritos de alegría y gruñidos de unos hombres que jugaban a los dados. No venía sonido alguno de los barracones de los esclavos. Estarían demasiado cansados para hacer nada, después de haber cenado su ración de gachas de cebada. Además, pensó Brixo, la mayoría de los esclavos tenían prohibido hablar en esas propiedades, por miedo a que se animaran a conspirar contra sus amos.

Estaban a no más de quince metros desde la entrada a los barracones cuando de repente se abrió una puerta y un dedo de luz rosada atravesó el complejo, desvelando a los hombres que corrían a lo largo de la base de la muralla. Dos guardias estaban de pie en la entrada del barracón, con unas jarras vacías en las manos, que iban a rellenar en el pozo. Se quedaron quietos al momento, mirando a los atacantes, y al final uno de ellos reaccionó:

–¡Alarma! –gritó, y luego se volvió hacia la puerta y repitió el grito–. ¡Alarma!

Brixo se volvió a sus hombres y señaló con la mano vacía hacia Píndaro.

–Coge a tus hombres y limpia la muralla de centinelas. ¡Los demás, seguidme!

Se arrojó con la espada hacia delante, a la entrada de los barracones, y aulló con todas las fuerzas que pudo, en medio de la fría noche:

–¡Atacad!

Capítulo II

Un grupo dirigido por Píndaro corrió hacia las escaleras que conducían a la parte superior del muro, y fueron hacia el centinela más cercano. En el complejo, unas siluetas oscuras corrían hacia las puertas del barracón. Un salvaje rugido surgía de la garganta de cada uno de los hombres, mientras los atacantes avanzaban. Brixo hizo lo que pudo para mantener el ritmo, pero se vio entorpecido por su antigua herida y la mayoría de sus hombres lo adelantaron con rapidez. Los dos guardias desarmados que estaban de pie en la entrada se recuperaron rápidamente de su sorpresa y, tirando las jarras que llevaban, echaron a correr y volvieron dentro.

Alertado por la conmoción, el primero de los defensores ya había alcanzado las puertas del barracón, armado con una espada corta y una daga. Era un hombre que iba descalzo, muy robusto, con el pelo canoso y la cara arrugada. Por la rapidez de su reacción y la manera que tenía de plantar los pies muy firmes en el suelo, estaba claro que era un soldado muy experimentado. Contempló la oleada de hombres que se acercaban a él y gritó, por encima de su hombro:

–¡A las armas! ¡Formad detrás de mí!

Un puñado de hombres consiguió unirse a él antes de que los atacantes llegaran a ellos. El exsoldado esquivó limpiamente el arco de una porra, y dio con su espada en el costado del primer atacante, consiguiendo tirarlo al suelo. El hombre se derrumbó con un gemido, agarrándose el costado, y pisó a uno de sus camaradas, que quedó despatarrado frente al guardia y acabó eliminado con una rápida estocada entre los omoplatos.

A pesar del valor y del ejemplo del exsoldado, los guardias que estaban en el exterior de los barracones se vieron superados en número, y al cabo de unos momentos, los atacantes habían eliminado a uno de los defensores y forzado al resto a retroceder al interior. Por encima de los hombros de sus compañeros y los destellos que relumbraban en las hojas, el exsoldado vio que el resto de los guardias se habían armado para unirse a los que estaban ante la puerta abierta. Sólo un puñado de hombres a cada lado podían luchar en aquel hueco tan estrecho, y a medida que caía uno era reemplazado por otro, y ninguno de los dos bandos adelantaba.

Fuera, Brixo maldijo en voz baja. Había esperado sorprender a su enemigo con la rapidez suficiente para aparecer entre ellos y asesinar a los guardias en sus barracones antes de que pudieran armarse y formar filas. Era demasiado tarde para ello ya, y tenía que cambiar de plan antes de perder a demasiados hombres. Sus compañeros gladiadores eran los únicos hombres que conocía en los que podía confiar. El resto eran esclavos fugitivos que se habían unido a su creciente banda, ansiosos por vengarse de sus antiguos opresores, pero carentes del entrenamiento y la disciplina de los luchadores más experimentados. Si veían caer a demasiados camaradas suyos, probablemente acabaría por faltarles el valor.

Envainó su espada y pasó en torno a los hombres que se agolpaban a la entrada, y cogió el borde de la puerta.

–¡Atrás! –ordenó a los que tenía más cerca–. Tú y tú, ayudadme a cerrar esta puerta.

Con hombres a cada lado, Brixo empezó a empujar. Al principio no hubo resistencia, pero cuando los defensores vieron lo que estaba ocurriendo, el exsoldado aulló una orden:

–¡Mantened la puerta abierta!

Mientras la lucha desesperada continuaba en el estrecho hueco, los jinetes clavaban sus botas y empujaban la áspera superficie de madera con todas sus fuerzas, y los defensores se resistían por el otro lado. La puerta fue moviéndose más despacio y al final quedó inmóvil.

–¡Tauro! –gritó Brixo, con los dientes apretados–. ¡Aquí! ¡Ahora!

El gigante apartó a un lado a uno de los atacantes y arrojó todo su peso contra la puerta, junto a su líder. De inmediato la puerta empezó a moverse de nuevo a un ritmo constante, cerrándose poco a poco hasta que el hueco fue demasiado estrecho para que pasara nadie. El pálido rayo de luz que arrojaban las lámparas se fue encogiendo y al final se desvaneció cuando la puerta se encajó en su marco.

–Mantenla cerrada –ordenó Brixo, e hizo un gesto al hombre que tenía más cerca para que ayudara a Tauro, luego se retiró y miró a su alrededor en el complejo.

A poca distancia, junto a uno de los graneros, vio un carro pesado. Llamó a varios hombres y corrió atravesando el complejo, y agarró el yugo. Haciendo fuerza contra el peso muerto del vehículo, los atacantes lo llevaron al otro lado de los barracones, donde la puerta temblaba bajo el impacto de cuerpos y armas desde dentro. Maniobraron el carro junto al muro y lo pusieron a lo largo de la puerta, sujetándola. Los guardias sólo podían abrirla un poquito, dejando pasar un estrecho rayo de luz.

–¿Y ahora qué? –preguntó Tauro.

–Coge a tus hombres y ve a buscar comida seca de los establos, y amontónala en torno a los barracones. El resto, cubrid las ventanas. No dejéis ninguna abierta.

Mientras rodeaban los barracones y apilaban balas de heno contra las paredes, unos cuantos guardias adivinaron el destino que los atacantes les estaban preparando e intentaron escapar a través de las pequeñas ventanas que tenía el edificio. Viéndolos, los atacantes levantaron sus lanzas, obligando a los hombres a volver dentro. En cuanto Brixo estuvo satisfecho y los preparativos completos, ordenó que vertieran aceite por encima de los materiales combustibles, y le dijo a Píndaro que encendiera una antorcha en el brasero que había encima de la torre de entrada. Cuando Píndaro volvió, le tendió la antorcha a Brixo, que fue cojeando hasta el carro que bloqueaba la puerta.

–¡Vosotros, los que estáis dentro, escuchadme! Arrojad vuestras armas y rendíos.

Hubo una breve pausa y luego una voz respondió:

–¿Y dejar que nos sacrifiques como si fuésemos ganado? Ni hablar. Yo moriré como un hombre.

–Pues muere, si quieres –gritó Brixo. Una fría sonrisa se pintaba en sus labios–. ¡Que vuestras muertes sean como una señal para todos los romanos y esclavos! ¡Por la libertad!

Dio un paso al frente y aplicó la antorcha a la paja apilada encima del carro. La llama prendió de inmediato y se extendió por los materiales secos con un crujido leve, y luego un gruñido rugiente, cuando las llamas lo fueron acariciando y ardiendo violentamente. Se extendieron en torno al borde de los barracones y el humo se arremolinó en el aire, unas nubes de un naranja chillón, iluminadas por el fuego violento.

En el interior de los barracones se oyeron gritos y chillidos de pánico, y los hombres aparecieron ante las ventanas, pero el calor los echó atrás. Los atacantes estaban de pie en círculo ante el edificio que ardía, con las siluetas oscuras contra el resplandor brillante de las llamas, y sus largas sombras extendiéndose tras ellos en la oscuridad. Antes de que pasara mucho tiempo, las llamas habían prendido en las vigas del tejado, y parte de las tejas se hundieron hacia dentro. No hubo más voces, sólo penetrantes gritos de agonía ahogados por los ocasionales estallidos de las maderas que ardían. Los chillidos continuaron un rato, y luego sólo se oyó el rugir del fuego.

* * *

Brixo se subió al borde del pozo y examinó a la pequeña multitud que tenía ante él, con las caras iluminadas por el fuego de los barracones, que se iba extinguiendo poco a poco. A un lado estaba el administrador que dirigía la propiedad para su adinerado amo, con su mujer y dos hijos que no llegarían a los diez años. Todos tenían la mirada baja, clavada en el suelo, temiendo encontrarse con los ojos de sus captores. Brixo volvió a mirar hacia la multitud. Sus expresiones eran sobre todo temerosas, pero algunos le miraban con la esperanza en los ojos. Serían los más fáciles de reclutar para su bando, reflexionó Brixo, mientras ordenaba sus pensamientos y se preparaba para dirigirse a los esclavos, que acababan de ser liberados del largo y bajo cobertizo donde los encerraban cuando no estaban trabajando en los campos o bosques de la propiedad. Cuando retiraron la barra que cerraba las puertas y éstas se abrieron, el hedor habitual a sudor y desechos humanos salió del interior, y maldijo a los romanos por tratar a aquella gente poco mejor que si fueran animales.

Manteniendo su antorcha bien alta, Brixo entró en el edificio, intentando reprimir las náuseas, mientras los esclavos se apartaban de él, acobardados. La mayoría estaban encadenados entre sí por los tobillos, para evitar cualquier posible intento de huida, cuando estaban fuera, en los campos. Sólo un puñado (especialmante niños, mujeres y ancianos) iban sin grilletes. Llevaban apenas unos trapos como vestido, manchados y desgarrados, y su piel sucia estaba cubierta de hematomas y cicatrices por las palizas de sus capataces.

–Soy Brixo –anunció–. Lugarteniente de Espartaco. He venido a liberaros.

Se volvió a sus seguidores.

–Quitadles las cadenas y sacadles de aquí. Que sigan juntos, para poder hablar con ellos cuando estén preparados.

Ahora los esclavos estaban de pie ante él, ansiosos por saber qué sería de ellos.

Brixo respiró hondo y habló con voz fuerte, para que se le pudiera oír por encima de los chasquidos distantes de las llamas que seguían consumiendo lo que quedaba de los barracones.

–Vuestras vidas de trabajo agotador han terminado, amigos míos. Ya no habrá más látigos, ni más cadenas, ni moriréis poco a poco de hambre comiendo sólo las pobres gachas que os daban vuestros amos. ¿Veis lo bien que vivían mientras vosotros soportabais tanto sufrimiento, agotamiento y hambre? –Y señaló con el brazo hacia el administrador y su familia.

Los esclavos miraron hacia el hombre que antes controlaba todos los aspectos de su vida y se hizo el silencio, y luego una voz murmuró con ira. Otros se unieron a él, agitando los puños.

Brixo levantó las manos y les gritó.

–¡Ya basta! ¡Basta! Tendréis vuestra venganza bien pronto. Por ahora, escuchadme.

Cuando al final se callaron, continuó:

–Como he dicho, ya no sois esclavos, sino libres. Ahora podéis elegir lo que queréis hacer con vuestra vida. Sois los amos de vuestro destino.

–¿Qué pasará cuando se extienda la noticia de este ataque? –preguntó una voz–. Vendrán y castigarán a todos los esclavos que encuentren.

–Pues venid con nosotros –replicó Brixo.

–¿Ir adónde? Los romanos nos cazarán como a perros...

–No, no lo harán. Os he dicho mi nombre. Soy Brixo, leal a aquello por lo que murió Espartaco. Cuando acabó la rebelión, yo sobreviví, junto con muchos otros. Cuando escapé de nuevo me dirigí a las colinas y montañas de los Apeninos, y me uní a aquellos del ejército esclavo que todavía seguían escondidos. Desde entonces no hemos hecho más que añadir más gente atacando las propiedades de aquellos que se llaman nuestros amos, y liberar a sus esclavos. Yo dirijo una de las bandas de rebeldes que se esconden en las montañas. Los romanos han intentado cazarnos, pero nosotros los hemos esquivado. Ahora luchamos también, cazándolos a su vez y destruyendo sus patrullas y quemando sus puestos de avanzada hasta los cimientos. Ahora nos temen. Con cada soldado romano que matamos, con cada villa que liberamos, su temor crece. –Brixo hizo una pausa para dar énfasis a sus siguientes palabras–. Un día, bien pronto, seremos lo bastante fuertes para revivir la rebelión que en tiempos dirigió Espartaco, y habrá una nueva guerra contra aquellos que nos tenían como esclavos.

Se oyeron emocionados gritos de aprobación procedentes de la multitud, y luego un anciano que estaba en primera fila dio un paso al frente.

–Yo también luché con Espartaco. Pero éramos un ejército. Decenas de miles. Y aun así, los romanos nos derrotaron. Tú eres el líder de una banda de fugitivos y bandidos. ¿Qué oportunidades tenemos, si nos unimos a ti? ¿Qué libertad nos ofreces en realidad? Unos pocos meses como fugitivos en las colinas, en lo más duro del invierno, antes de que nos vuelvan a cazar y nos castiguen. La última vez crucificaron a miles, para darnos una lección. ¿No crees que su ira será mucho mayor una segunda vez? –El viejo se volvió a sus camaradas y levantó una mano para atraer su atención–. Yo digo que estaremos mejor aquí. Cuando vengan los soldados, les explicaremos que no hemos tomado parte en la acción de esta noche.

–¡Eres un viejo loco! –le gritó Brixo–. ¿Crees que te van a escuchar? No. No habrá ninguna diferencia para su sed de venganza. Darán ejemplo contigo exactamente igual. Quédate aquí y morirás.

–Todos moriremos, Brixo –dijo el anciano–. De una manera o de otra.

–Entonces lo único que importa es cómo mueras –respondió Brixo–. Puedes elegir pasar el resto de tus días viviendo entre tu propia porquería, sobreviviendo con restos y al capricho de tus amos, o bien puedes abrazar la libertad aquí y ahora. Sé tu propio amo. Prueba el dulce aire de la libertad. Por supuesto que hay un precio, como ocurre con todas las cosas de este mundo que valen la pena. Tendrás que luchar para seguir libre. Pero es mejor luchar de pie que pasar la vida postrado de rodillas ante algún cerdo romano. ¿Qué es la muerte así, sino sencillamente el fin del sufrimiento? Un final para una vida que no tiene valor alguno. Juntos podemos detener todo esto. Tener libertad, en lugar de esclavitud. Pero sólo si tenemos el valor de luchar por esa libertad. ¿Quién se une a mí?

–¡Yo! –gritó una voz, a la que hicieron eco de inmediato otras muchas. El viejo miró por encima de su hombro y meneó la cabeza, desalentado.

Cuando hubieron cesado los gritos, Brixo habló de nuevo.

–Hermanos y hermanas, la edad de la esclavitud pronto llegará a su fin. Las bandas de rebeldes se unirán, y el sueño de Espartaco se convertirá en realidad.

–¡Espartaco está muerto! –gritó el anciano.

–Sí, está muerto –reconoció Brixo–. Pero su sueño vive. Y algo más que su sueño. El linaje de Espartaco continúa. Pronto, muy pronto, los rebeldes se unirán y lucharán juntos bajo un solo estandarte y un solo líder, y ese líder será el más adecuado para asumir el mando del gran Espartaco, ¡nada menos que su propio hijo! Él nos dirigirá y cumplirá el destino y el sueño de su padre, el mismo sueño que comparten todos los esclavos del Imperio romano.

–¿El hijo de Espartaco? –El viejo meneó la cabeza–. No es posible. Yo estaba allí. No tenía ningún hijo.

–Su hijo nació poco después del fin de la rebelión. Lleva la marca secreta de Espartaco. Yo la he visto. He conocido al chico.

La multitud se había quedado en silencio, escuchando sus palabras arrobados, con la esperanza ardiendo en todos los rostros.

–Pero ¿dónde está? –gritaron algunos–. ¿Dónde está el chico?

–Yo sé dónde vive –dijo Brixo–. Sigue los pasos de su padre, y ya está bien claro que se convertirá en un gran gladiador, como Espartaco en sus tiempos. Mejor, quizá. Todavía es muy joven. Pero cuando llegue el momento, no podrá evitar su destino. ¡Responderá a la llamada y nos conducirá a la libertad!

–¡Libertad! –gritaron sus seguidores, y el grito tuvo eco entre los esclavos recién liberados.

Incluso el anciano se unió, con los ojos chispeando de emoción. Brixo permitió que siguieran los vítores durante un rato, y luego levantó las manos y pidió que se hiciera el silencio.

–Hay una última tarea que debemos hacer antes de abandonar este lugar esta noche. –Se volvió y señaló al administrador y su familia–. Debemos mostrar a los romanos qué destino les espera a aquellos que oprimen a sus congéneres. Traedme al chico más joven.

Uno de sus hombres se dirigió hacia la familia, cogió el brazo del chico y lo apartó de allí. El niño luchó para soltarse, tendiendo una mano hacia su madre, mientras la cara de ella se fruncía llena de dolor. El administrador la retuvo y habló con tono claro y desafiante a su hijo.

–No tengas miedo de esta escoria. Ni lágrimas. Recuerda, eres un romano.

Brixo se echó a reír, y algunos de la multitud le vitorearon.

Frente a Brixo, el chico se enderezó todo lo que pudo e intentó parecer tranquilo y desafiante.

–¿Me tienes miedo? –preguntó Brixo.

–No.

–Pues deberías tenerlo. ¿Cómo te llamas?

–Lucio Polonio Secundo. Aunque puedes llamarme «joven amo».

Brixo sonrió.

–Arrogante hasta decir basta. Eres un auténtico romano. La cuestión es: ¿eres un romano listo, Lucio? ¿Crees que podrás recordar todos los detalles de lo que ha ocurrido aquí esta noche?

–Nunca lo olvidaré.

–Eso es cierto –asintió Brixo. Entonces se volvió a Tauro–. Crucifica a los demás. A este lo encadenarás a los pies del poste de su padre. Será quien le cuente a Roma que se avecina una nueva rebelión, y esta vez, el heredero de Espartaco nos conducirá a la victoria y la aniquilación de Roma.

Capítulo III

–¿Crees que César ganará la votación? –preguntó Marco, acechando por la ventana de la sede del Senado.

Como solía pasar cuando había una votación importante, las ventanas y arcadas estaban repletas de transeúntes que habían acudido a presenciar el debate y a animar a sus héroes o abuchear a los senadores más impopulares. Había llovido aquella mañana, y el aire estaba frío y húmedo. Marco se apretó el manto en torno al cuerpo. Llevaba la capucha bajada, a pesar del tiempo, para poder seguir los ruidosos acontecimientos del Senado con mayor claridad. Su pelo oscuro y rizado necesitaba un corte con urgencia, pero por el momento lo llevaba sujeto con una tira de cuero que le pasaba por la frente y se ataba atrás. Aunque recientemente había cumplido los doce años, era alto para su edad y estaba en forma, como se podía esperar en un muchacho que había pasado casi dos años de su vida entrenándose para convertirse en gladiador. En su expresión había una dureza poco habitual para su edad, y que hacía juego con sus cicatrices, como por ejemplo la que tenía encima de la rodilla izquierda.

Una niñez idílica en la isla griega de Leucas quedó cortada en seco cuando él y su madre fueron raptados por los matones contratados por el prestamista Décimo. Poco después los separaron, y mientras a su madre se la llevaban para que pasara el resto de su vida como esclava en una granja de Grecia, Marco fue comprado por un lanista, propietario de una escuela de gladiadores cerca de Capua. Su entrenamiento fue brutal e implacable, hasta que lo seleccionaron para que luchara ante Julio César. Por casualidad salvó la vida de la sobrina de César, Porcia, que se cayó al pozo mientras él luchaba contra dos lobos.

Entonces lo llevaron a Roma para que sirviera en la casa de César y espiara a sus enemigos. Por ese motivo le recompensaron concediéndole su libertad. Pero eso había sido meses atrás, y al principio Marco suponía que podría reunirse enseguida con su madre. Sin embargo, no ocurrió tal cosa. A pesar de que César hizo gestiones para averiguar adónde la habían llevado, no había noticias de ella, y Marco se estaba inquietando mucho. Le dolía el corazón al pensar en su madre, y se la imaginaba encadenada a otros esclavos y obligada a trabajar en los campos de la villa que eran propiedad de Décimo. No podía descansar mientras ella siguiera siendo esclava. Ni tampoco podía estar contento hasta haberse vengado de Décimo por todo el sufrimiento que les había infligido a él, a su madre y a Tito, el hombre que había criado a Marco como un padre. Marco decidió que si no había progreso alguno a final de mes, pediría permiso a César para ir a buscarla él mismo.

A pesar de ser un liberto, Marco pronto descubrió que su nuevo estatus le permitía menos libertad de lo que se había imaginado al principio. Aquellos que habían sido esclavos tenían una deuda con sus antiguos amos, y se esperaba que llevasen a cabo todos los servicios que se les solicitaran, como parte de las peculiares costumbres de los romanos. Todo aquello estaba muy lejos de la sencillez con la que se le había criado en Leucas.

A Marco se le estaba agotando el tiempo. Su antiguo amo había completado el año de servicio como uno de los dos cónsules, y pronto abandonaría Roma y se haría cargo del mando de los ejércitos y la provincia de la Galia Cisalpina. Si quería conseguir alguna ayuda de César para encontrar y liberar a su madre, tendría que ser pronto, antes de que el recién nombrado general abandonase Roma. Pero primero César tenía que sobrevivir al intento de procesamiento por parte de sus enemigos políticos por abusar de su poder durante el año de ejercicio de su cargo.

Aquel día se votaría si había que someter a César a juicio. Los argumentos a favor o en contra de la moción habían ido sucediéndose todo el día, y César se había levantado de su banco varias veces para dirigirse a sus acusadores. Como siempre, Marco estaba impresionado por la habilidad de comunicación de su antiguo amo. Usaba la razón, la retórica y el humor para desafiar a sus oponentes y ganarse el apoyo de los senadores, así como de la mayor parte del público que le contemplaba. Pero ¿bastaba con eso?

El hombre canoso que estaba sentado al lado de Marco inclinó ligeramente la cabeza a un lado, pensando en la pregunta del chico. Festo estaba entre los guardaespaldas personales de César, una pequeña fuerza de veteranos del ejército, exgladiadores y luchadores callejeros que tenían a cargo su seguridad, cuando pasaba por las atestadas calles de Roma. Marco era el miembro más joven de su guardia personal, pero se había ganado el respeto de los demás por su valor y su habilidad con las armas.

–Es difícil saberlo. El amo es bastante popular entre la gente. Sus reformas de la tierra en el último año han ayudado a muchos. Pero ésos no tienen nada que decir sobre lo que le ocurrirá. Eso corresponde solamente a los senadores. –Hizo una pausa y una sonrisa cruzó su rostro curtido–. Pero me atrevería a decir que la mayoría de ellos no se arriesgarán a incurrir en la ira de la multitud, llevando a juicio a César. El único peligro es que Catón consiga hacerles cambiar de opinión.

Marco volvió la mirada hacia el senador de mirada torva que estaba sentado en el banco que quedaba justo enfrente de César. Catón llevaba su toga habitual, de un color pardo, para demostrar que se mantenía fiel a las virtudes de la sencillez y las tradiciones de los antepasados del Senado. El año anterior se había resistido intensamente a las reformas de César, y los dos hombres seguían siendo enemigos.

Uno de los nuevos cónsules, Calpurnio Pisón, presidía el debate, y justo en ese momento se levantó a hablar. Los otros senadores y los espectadores se quedaron silenciosos por respeto a su cargo, y él se aclaró la garganta.

–Compañeros senadores. Soy muy consciente de que quedan apenas dos horas antes de que acabe el día. Hemos oído los argumentos a favor y en contra de la moción durante los tres últimos días, y propongo que ahora votemos si César debe ser sometido a juicio o no.

–Enseguida lo averiguaremos... –murmuró Marco.

–No estés tan seguro –dijo Festo–. No cuentas con nuestro amigo Clodio.

Marco asintió, recordando al violento joven que había organizado las bandas callejeras que servían a los intereses de César el año anterior.

–¡Lo prohíbo! –anunció una voz, con rotundidad.

Todo el mundo se volvió hacia un hombre que estaba sentado en el banco de los tribunos. Los tribunos, elegidos por el pueblo, tenían el poder de oponerse a cualquier decisión que tomase el Senado, pero era un poder que raramente se ejercía. Entonces, el tribuno Clodio se puso de pie y levantó la mano.

–Prohíbo esa votación.

De inmediato, Catón se puso en pie también, señalando acusador con el dedo.

–¿Con qué motivo?

Clodio se volvió hacia el senador y sonrió.

–No tengo que darte mis razones, mi querido Catón. Sencillamente, tengo el derecho de prohibir el voto. Eso es todo.

Catón miró hacia el otro lado de la Casa del Senado.

–Pero tienes la obligación moral de explicar tu decisión. Debes darnos motivos.

–¿Debo hacerlo? –Clodio se volvió hacia el cónsul.

Pisón suspiró y meneó la cabeza.

–¡Bah! –se indignó Catón–. El tribuno está abusando de su poder. Si no hay motivo válido para prohibir la votación, y es evidente que no lo hay, entonces no es justo que lo haga.

–Quizá no sea justo –respondió Clodio, con un tono muy natural–. Pero, aun así, es mi privilegio hacerlo. Y no puedes evitarlo.

Sus palabras provocaron aullidos de ira por parte de los que apoyaban a Catón, y según observó Marco, muchos de los senadores parecían furiosos, incluso algunos de los que normalmente apoyaban a César. Se volvió hacia Festo.

–Creo que César está cometiendo un error. No debería apoyarse en Clodio.

–Quizá, pero ¿por qué arriesgarse a perder la votación?

–El amo se arriesga a algo más que a perder la votación. –Marco hizo un gesto hacia la escena airada que tenía lugar en el recinto del Senado.

Los gritos continuaron un momento, antes de que el escribiente de Pisón golpeara con su bastón en el suelo de mármol. Gradualmente el ruido se fue apagando, y Pisón señaló con un gesto de la cabeza a una figura alta, sentada a mitad de camino entre Catón y César.

–Tiene la palabra el senador Cicerón.

Marco se inclinó hacia delante, apoyándose en el marco de la ventana. Quería asegurarse de no perderse ni una palabra. Cicerón era uno de los senadores más respetados, y todavía no había elegido el bando al que apoyaría. Lo que dijese ahora podía inclinar la opinión a favor de César, o bien poner al Senado en su contra.

Cicerón fue andando con mucha calma por el espacio abierto que quedaba ante el cónsul y se volvió hacia los senadores que esperaban. Marco notaba la tensión que sentían, pero Cicerón, que era un maestro en los trucos que se podían utilizar al hablar en público, esperó hasta que hubo un silencio completo antes de empezar a hablar.