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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 52 - septiembre 2019

 

© 2013 Theresa S. Brisbin

El único amor

Título original: At the Highlander’s Mercy

 

© 2010 Carol Townend

Atada a un bárbaro

Título original: Bound to the Barbarian

 

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-372-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

El único amor

Carta de los editores

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Epílogo

Atada a un bárbaro

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

El único amor

 

 

 

 

 

 

En un mundo regido por luchas de poder, batallas entre clanes y tratados en los que el amor brillaba por su ausencia, ellos eran solo el jefe del clan y su rehén, pero en aquella noche llena de placer y pasión, Rob había hecho que Lilidh se sintiera plena por primera vez y cuando se marchara de allí su corazón siempre estaría con él. Se acabarían las noches en las que parecían hechos el uno para el otro, todo se volvería un recuerdo… o quizá el futuro los llevase por otros caminos. De momento, solo nuestra autora lo sabe, y con ella nosotros, que tenemos el gusto de recomendar su lectura, una magnífica novela de Terri Brisbin. Su nombre por sí solo es promesa de una historia llena de solidez e intensidad. Os invitamos a desvelar sus incógnitas…

 

¡Feliz lectura!

 

 

Los editores

Atada a un bárbaro

Uno

 

 

 

 

 

—¿La princesa está aquí? —la voz de Ashfirth no conseguía ocultar su sorpresa.

—Sí, comandante.

Ashfirth miró con incredulidad a su capitán y desmontó. Procuró ocultar la punzada de dolor en la pierna. A pesar del descanso que se había tomado, no estaba mejor. El recorrido a caballo desde el puerto, al otro lado de las salinas, no había sido arduo, pero tenía la sensación de que los lobos le hubieran roído la pierna. ¿No se suponía que los huesos rotos tenían que curarse más deprisa? Se quitó el casco, lo enganchó en el arco de la silla de montar y aprovechó para quitar subrepticiamente el peso a la pierna dolorida. Quería que sus hombres pensaran que estaba plenamente recuperado.

—¿Qué habéis dicho que era este sitio? —echó hacia atrás su cota de malla.

—Es un convento, señor.

No parecía gran cosa. La cúpula de la iglesia asomaba apenas por encima de los muros del convento. Estaba agrietada, como una cáscara rota de huevo y habían intentado repararla sin mucho éxito. La maleza crecía entre las grietas.

—Apuesto a que ese techo tiene goteras —comentó Ashfirth.

El capitán Brand sonrió y movió la cabeza.

—Solo un tonto aceptaría esa apuesta, comandante.

Ashfirth siguió mirado los muros y edificios. ¿Por qué se refugiaba la princesa en un convento menor, en las afueras de Dirraquio? Los muros también necesitaban reparaciones. Una sección era poco más que piedras amontonadas; estaban manchadas con líquenes amarillos y claramente llevaban tiempo así. Mientras Ashfirth miraba, sonó un cencerro y una cabra blanca y marrón apareció en el muro.

Permaneció un momento encima de las piedras, con ojos que la luz de la mañana volvía tempestuosos. El cencerro que llevaba al cuello volvió a sonar y el animal saltó al suelo y se alejó entre los arbustos.

Ashfirth enarcó las cejas. ¿Qué diablos hacía allí la princesa Teodora? La respuesta le llegó en un instante. Aquel convento escondido en el límite septentrional del imperio probablemente le parecería ideal. Pensaría que sería el último lugar donde la buscarían.

—Es el último lugar —murmuró Ashfirth. Se dio cuenta, sorprendido, de que estaba más cerca de Inglaterra, su tierra natal, de lo que había estado en muchos años. La idea no le produjo dolor, lo cual le sorprendió menos. Gracias a Dios, hacía mucho tiempo que había aprendido a aceptar su nueva vida.

—¿Señor?

—Si la princesa cree que ese muro nos impedirá entrar, está muy equivocada.

Brand miró la pared baja y volvió a sonreír.

—Sí, señor.

La luz del sol se reflejaba en el borde afilado de su hacha de guerra. Brand era un buen capitán y un excelente explorador. Al llegar a Dirraquio, había entrado rápidamente en contacto con alguien que le había hablado de un convento cercano que ofrecía refugio a mujeres de todas las esferas.

—¿Esta ruina tiene un nombre?

—Santa María —el capitán Brand carraspeó, abrió la boca, pareció pensarlo mejor y volvió a cerrarla.

—Hay algo más, ¿verdad? Vamos, hombre, soltadlo.

Brand hacía esfuerzos por mantenerse serio. Al igual que Ashfirth, era también anglosajón de Inglaterra y Ashfirth se identificaba con él como con un hermano, especialmente cuando, como en ese momento, hablaban en inglés.

—Sí, señor. Santa María es famoso en los alrededores.

—Santa María no parece tener nada por lo que pueda ser famoso excepto el lamentable estado de sus piedras.

—Acoge mujeres, señor. Mujeres que eligen dejar el mundo porque se arrepienten de su antiguo modo de vida.

Ashfirth enarcó una ceja.

—¿La princesa se ha refugiado en un convento para mujeres caídas?

—Sí, señor.

—La princesa debe estar desesperada.

—¿Señor?

—Si no, ¿por qué iba a huir a Dirraquio a un convento para mujeres caídas? Quiere evitar a toda costa casarse con el duque Nikolaos, ¿verdad? —Ashfirth pensó un momento en la mujer a la que habían seguido el rastro hasta aquel lugar remoto.

—¿Por qué le resultará tan repelente casase con el duque de Larissa, señor?

—Sabe Dios —Ashfirth no conocía personalmente al duque Nikolaos, solo su reputación. Se decía que era un buen soldado, un comandante brillante y un hombre de honor—. El ducado de Larissa está en el corazón del imperio; es de la vieja elite, de la aristocracia militar. Ella no puede aspirar a nada mejor. Sus reservas respecto a ese matrimonio son, como poco, extrañas.

—¿La princesa Teodora no estuvo antes prometida con un forastero?

—Sí, estuvo prometida con uno de los príncipes de Rascia. Se rumorea que llegó a tomarle cariño; eso debe explicar su renuencia a casarse con el duque Nikolaos —Ashfirth hizo una mueca—. Pero el príncipe de Rascia está muerto y ella tiene que olvidarlo.

Brand se frotó la barbilla.

—Eso puede ser más fácil decirlo que hacerlo, señor.

—De todos modos, tiene que olvidarlo.

Ashfirth sabía que las princesas bizantinas solían considerar los matrimonios fuera de los límites del Imperio como una especie de castigo. También sabía que las princesas bizantinas eran muy solicitadas en toda la Cristiandad, posiblemente porque dichos contratos casi nunca tenían lugar.

—El príncipe Peter era un príncipe menor. Su nuevo prometido, el duque Nikolaos de Larissa, es de una esfera muy diferente. Es uno de los hombres más poderosos del Imperio. El emperador considera importante este matrimonio. La princesa Teodora no podrá eludirlo.

Ashfirth miró el convento. La princesa podía mostrarse reacia a volver a casa, pero él tenía claras sus prioridades. Como comandante de la Guardia Varega, respondía solo ante el emperador y ante nadie más.

En el Gran Palacio de Constantinopla, el emperador lo había convocado a una audiencia privada en sus aposentos, donde las paredes brillaban con mosaicos de oro desde el suelo hasta el techo.

Había encontrado al viejo emperador, el hombre más poderoso de la Cristiandad, recostado en su trono como un hombre vaciado de su fuerza. Rodeado por todas las señales de su poder, parecía aún más disminuido.

Allí estaban el estandarte imperial del águila bicéfala y las vestiduras imperiales. A Ashfirth nunca le había parecido el estandarte tan desamparado; y en cuanto a las vestiduras, parecía que llevaran ellas al hombre y no al contrario.

La voz sonaba quebradiza y cansada.

—Comandante, el príncipe de Rascia que estaba prometido con mi sobrina la princesa Teodora ha muerto —le había dicho el emperador Nicéforo—. Tenéis que traerla a casa.

En realidad, la princesa Teodora no era sobrina del emperador, era sobrina del emperador anterior, Miguel Doukas. Pero no habría sido de buena educación que Ashfirth mencionara eso, pues el nuevo emperador, a pesar de su avanzada edad, se había casado con la joven y bella esposa del emperador Miguel, lo cual dejaba abierto a polémica su relación con Teodora.

—Mi sobrina ha vivido demasiado tiempo entre bárbaros. En el palacio volverá a habituarse a costumbres más civilizadas y se preparará para conocer a su nuevo prometido, el duque Nikolaos.

Y esa era la razón de que Ashfirth se hallara a miles de millas de su cuartel general en el Palacio de Bucoleón y cerca del puerto de Dirraquio, mirando la puerta de aquel remoto convento.

Un convento para mujeres caídas.

La puerta parecía más sólida que las paredes; estaba hecha de roble, blanqueado por muchos veranos. Tenía una ventana pequeña al nivel del ojo, que en aquel momento estaba cerrada, aunque a su lado colgaba una cuerda de campana.

Ashfirth desató su hacha de guerra y la colgó en la silla al lado del casco. Miró a Brand.

—Vos también. No tiene sentido asustar a las damas.

«A menos que sea necesario». Quizá asustar a las damas fuera el único modo de lograr que la princesa aceptara su escolta de regreso a Constantinopla.

—Sí, señor.

Mientras Brand se desarmaba, Ashfirth echó un último vistazo a las paredes manchadas de liquen y se acercó a la puerta. Los muros no supondrían un gran obstáculo si la princesa se negaba a acompañarlos, y a sus hombres probablemente les gustaría algo de acción después de haber estado enjaulados a bordo de un barco. Pero debía empezar por una aproximación diplomática, pues ella era miembro de la familia imperial.

Brand lo observaba, leyéndole el pensamiento. Miró las paredes.

—Podríamos entrar fácilmente por ahí, señor.

—Guardaos esa idea, puede que la necesitemos luego —Ashfirth señaló la puerta—. De momento, a ver si intentáis que conteste alguien. Este sitio parece desierto.

Brand sonrió.

—Quizá se hayan quedado sin mujeres caídas.

—¿Con la ciudad y el puerto tan cerca? —Ashfirth soltó una carcajada—. No es probable. La princesa y su séquito están ahí, seguro. Lo único que hay que hacer es sacarla y puede que estemos de regreso en el palacio para Semana Santa.

Brand asintió su aquiescencia y tiró de la cuerda de la campana.

Ashfirth se movió para quitar el peso de la pierna mala. Dolía mucho. Esperaba que la princesa se diera prisa. La idea de un masaje a manos de su sirviente Hrodric resultaba cada vez más atractiva.

Se abrió el ventanuco de la puerta y Ashfirth enderezó los hombros.

La princesa Teodora le había hecho perseguirla por todo el Imperio, pero por fin la había encontrado. Aunque le apeteciera retorcerle el cuello, era sobrina del emperador y miembro de la poderosa familia Doukas, por lo que seguramente pensarlo era un delito de traición. Por eso, cuando aparecieron unos hermosos ojos marrones al otro lado de la reja, Ashfirth tenía una sonrisa preparada.

—Buenos días —dijo en griego—. Quiero hablar con la princesa Teodora.

Los ojos se abrieron mucho. «Ojos de paloma», pensó.

Ashfirth creyó oír una voz de mujer y los ojos de paloma se movieron a un lado por un segundo. Le hablaba a alguien que había a su lado. Luego los ojos oscuros se posaron directamente en los suyos.

—¿Vuestro nombre, señor? —la voz de ella era ligera y clara. Amable.

—Ashfirth el Sajón, Comandante de la Guardia Varega. El emperador me ha encargado que escolte a la princesa hasta el Gran Pala…

Los ojos se retiraron y el ventanuco se cerró con un golpe seco.

Ashfirth apretó los dientes e intercambió una mirada con su capitán. Ambos miraron a la vez el destartalado muro.

—Le daré media hora —dijo Ashfirth.

El rostro de Brand se iluminó.

«Sí, los hombres necesitan ejercicio».

 

 

La princesa estaba junto a Katerina, al otro lado de la puerta. Su velo violeta temblaba.

—¿Está él ahí, Katerina? ¿Ha venido el duque en persona?

—¿Mi señora?

—¿El duque está fuera?

Katerina pegó la nariz al ventanuco y se asomó por una grieta de la madera.

—No sé si esos son sus hombres, mi señora. ¿Qué aspecto tiene el duque Nikolaos? —Katerina miró al más alto de los dos guerreros, que estaba de pie en la entrada—. Hay un hombre que dice ser Ashfirth el Sajón. Quiere hablar con vos.

—¿Ashfirth el Sajón? —el tono de la princesa Teodora era despreciativo, pero Katerina captó un temblor en ella y sintió lástima. Su señora no quería casarse con el duque Nikolaos bajo ningún concepto—. ¿Quién es Ashfirth el Sajón?

«Es alto y de aspecto fiero. Tiene la piel quemada por el viento. Su pelo azabache brilla y los ojos… ¿cómo es posible que un hombre con el pelo tan oscuro tenga unos ojos tan azules?». Katerina sintió un nudo en el estómago cuando abrió un poco el ventanuco para observarlo mejor. Ashfirth el Sajón tenía unos ojos que eran casi tan turquesa como las piedras engarzadas en la cubierta del libro de salmos de la princesa Teodora. Hacían un contraste perturbador con su pelo negro.

—Dice que es Comandante de la Guardia Varega y…

—¿Varega? ¡Santa madre de Dios! No me digas que el emperador ha enviado a su guardia personal —la princesa tiró de la manga del vestido de Katerina—. ¿Estás segura? ¿Puedes ver su hacha de guerra?

—Sí, mi señora. Todos los hombres a caballo llevan hachas y…

—¿Están montados? —la voz de la princesa sonaba más tranquila—. La Guardia Varega siempre lucha a pie.

—No todos están montados, mi señora.

—¿Van vestidos para la batalla?

—Llevan cotas de malla, sí.

La princesa lanzó un juramento que Katerina estaba segura de que no debería usarse nunca dentro de los muros de un convento.

—¡Princesa!

—No seas tan puritana, Katerina. Sabes de dónde proceden la mayoría de estas monjas. Seguro que han oído cosas peores.

Katerina lo dudaba, pero contuvo la lengua. No le tocaba a ella criticar a la princesa.

Esta le dio con el codo en las costillas.

—¿Seguro que no ves nada del duque? ¿Tampoco su estandarte?

Katerina volvió a asomarse y giró la cabeza de lado a lado, pero su campo de visión era limitado. Lo bloqueaban Ashfirth el Sajón y su acompañante. «¡Qué alto! Y es muy atractivo. Excepto porque parece enfadado».

Ashfirth el Sajón ya no sonreía, sino que apretaba los labios. Y sus ojos color turquesa eran fríos. ¿Pero qué esperaba ella? Si aquel hombre era comandante de la Guardia Varega, la guardia personal del emperador, probablemente sería más duro y despiadado que los demás.

Katerina carraspeó. Un hacha de guerra relució al sol.

—No veo estandarte, pero todos van muy bien armados. Y si yo fuera vos, no haría esperar mucho a ese Ashfirth el Sajón.

—¿Si tú fueras yo? —la voz de la princesa Teodora se volvió afilada—. Hoy estás insolente, esclava.

Katerina sintió un dolor agudo. «Esclava». Eso era lo que había sido hasta que la princesa la había rescatado… una esclava. Lo había sido tantos años que era sorprendente que esa palabra conservara todavía el poder de herirla. Sobre todo si salía de labios de su princesa, la princesa que la había liberado de la tortura en que se había convertido su vida de esclava. Que la princesa Teodora se hubiera rebajado a recordarle su pasado solo era una muestra más de lo repugnante que encontraba la idea de casarse con el duque de Larissa.

Miró a la princesa, que se mordía el labio inferior, y se le ablandó el corazón. Su señora no era vengativa por naturaleza, simplemente vivía bajo una gran tensión. El duque Nikolaos la aterrorizaba. Katerina sabía que las esclavas no eran las únicas que se encontraban a merced de los hombres.

«Ni siquiera una princesa puede escapar a lo que los hombres tienen planeado para ella».

Al momento siguiente, una mano gentil buscó la suya.

—Katerina, ¿me perdonas?

Esta miró a su señora a los ojos. La princesa Teodora tenía unos ojos que eran casi exactos a los suyos. Según lady Sophia, una de las damas de honor de la princesa, eran del mismo tono de marrón. Incluso tenían las mismas pestañas.

—¿Por qué? Decís la verdad, mi señora. Yo era una esclava hasta que vos me liberasteis.

La vieja amargura creció en su interior por un momento y Katerina sintió endurecerse su corazón. Su amargura no iba dirigida a la princesa que la había comprado y liberado, sino más bien al hombre que la había vendido como esclava. Su padre.

Por la princesa solo sentía gratitud. Ansiaba poder corresponder a su generosidad al haberle ofrecido a ella, una campesina, un lugar en su séquito aristocrático y haberla educado. ¿Pero qué podía tener ella, una doncella, que pudiera desear una princesa?

El rostro de la princesa Teodora adoptó una expresión pensativa. Se inclinó y cerró la ventana. Al otro lado sonó un cencerro y el balido de una cabra. Un hombre rio.

—¿Katerina?

—¿Mi señora?

—Acompáñame a la iglesia. Hay algo en lo que quiero meditar.

—Sí, mi señora.

A Katerina no le sorprendió que la princesa, con sus brazaletes de oro brillando al sol, la tomara del brazo. Aquella era la señora que conocía. La princesa Teodora, sobrina del emperador, era una mujer de buen corazón que, a pesar de conocer sus orígenes humildes, la trataba igual que a sus damas de alcurnia. Desde que tomara a Katerina bajo su ala, le había enseñado las costumbres de la corte. Le había enseñado a hablar de un modo más refinado y también le había enseñado a leer.

No muchas damas de buena cuna se fijaban en cuándo maltrataban a una esclava, pero la princesa sí se había fijado en Rascia. No muchas damas de alta cuna estaban dispuestas a comprar a esa esclava para evitarle daños futuros, pero la princesa había hecho justamente eso. Y no solo eso, sino que además había liberado a la esclava y le había ofrecido una posición entre sus damas.

«Si hubiera algún modo de agradecérselo…».

Lady Sophia y lady Zoë hicieron ademán de seguirlas, pero la princesa las apartó con un gesto.

—Dejadnos. Deseo ofrecer unas oraciones personales. Bastará con la compañía de Katerina.

La iglesia resultaba fría y oscura después de la brillante luz del sol. La princesa llevó a Katerina en dirección a un nicho donde había una estatua de Santa María. María Magdalena, la patrona de las mujeres caídas. Katerina miró a su señora de soslayo. «Claro. Muy apropiado».

En el nicho había un par de cirios encendidos y dos monjas arrodilladas ante la estatua. ¿Pecadoras reformadas? Tal vez. Al verlas acercarse, las monjas alzaron la vista, se persignaron y se alejaron a la nave principal.

—Katerina, tengo que pedirte un favor y tú eres la única de todas mis damas que puede hacérmelo.

—Princesa, desde que me comprasteis en Rascia y me disteis la libertad, estoy buscando un modo apropiado de daros las gracias. Yo haría cualquiera cosa por vos.

—¿Cualquier cosa? Ten cuidado con lo que prometes, Katerina —la sonrisa de la princesa era tensa—. No sabes lo que puedo pedirte. Podría ser algo peligroso.

Katerina tomó la mano de su señora.

—Yo haría cualquier cosa. Lo digo en serio. ¿Cómo podéis pensar otra cosa? ¿Qué debo hacer? ¡Decídmelo!

—No —la princesa soltó la mano y miró la cruz del altar—. Es demasiado arriesgado, no puedo pedirte eso.

—Princesa… —Katerina se acercó más—. Quiero ayudaros. Dejad que os ayude.

Su señora la miró a los ojos.

—Si no fuera por mi… por la niña… no se me ocurriría pedírtelo. ¡Si el comandante no nos hubiera encontrado tan pronto! —suspiró—. Pero ya no podemos cambiar eso. Tendremos que ir paso a paso.

Y entonces, Katerina vio atónita que la princesa se llevaba las manos a los alfileres de su velo violeta.

—Primero veremos cómo te queda esto.

La princesa miró la nave principal para cerciorarse de que no las observaban, se quitó las sandalias enjoyadas y las empujó con el pie hacia Katerina—. Y esto. Quiero que te las pruebes —hubo un rumor de seda cuando se quitó el velo.

Katerina abrió mucho los ojos.

—¿Mi señora?

La princesa la miraba de arriba abajo, como una costurera que tomara medidas para un vestido nuevo.

—Eres algo más baja que yo, pero casi de la misma altura. Bien. Y es una suerte que nuestros ojos se parezcan tanto.

Un escalofrío bajó por la columna de Katerina. Miró las sandalias enjoyadas en el suelo de la iglesia.

—¿Y bien? Pruébatelas, Katerina. Si te sirven, irás a ver qué tiene que decir el comandante Ashfirth.

Katerina tragó saliva.

—¿Es así como voy a corresponder a vuestra bondad?

La princesa, que estaba ocupada quitándose el velo, esquivó su mirada.

—Tal vez. Ahora déjame pensar y ponte esto.

 

 

Unos minutos después, el sonido de la ventana atrajo la atención de Ashfirth hacia la puerta del convento. Se enderezó y se acercó.

Ojos de Paloma había vuelto.

La reconoció enseguida, aunque esa vez llevaba un velo y los ojos apenas resultaban visibles. La suave caída del velo parecía de seda fina; era de color violeta y estaba adornado con hilos de oro.

—Comandante Ashfirth.

Su voz seguía siendo ligera y clara, pero algo en ella había cambiado, aunque Ashfirth no conseguía saber qué. ¿Era más fuerte? ¿Una voz más segura?

—¿La princesa me recibirá?

Ojos de Paloma se retiró levemente detrás de los barrotes.

—Comandante —su voz era fría—, a la princesa le complacería saber por qué estáis aquí exactamente.

Ashfirth achicó los ojos. Aquello era una táctica dilatoria; ella sabía por qué estaba allí.

—¿Estoy hablando con la princesa? —preguntó.

No podía descifrar su expresión porque el maldito velo la ocultaba demasiado. Solo percibió un leve parpadeo en los ojos marrones.

—Responded a mi pregunta, por favor, comandante.

En aquel momento hablaba con tono de princesa. Altivo. Tranquilo. Un hilo de oro brilló a la luz. Aquella debía ser la princesa. Muy probablemente estaba irritada porque la había sorprendido con la guardia baja la primera vez que llamara. No se le escapó que ella había ignorado su pregunta. Sería breve.

—Su Majestad Imperial el Emperador Nicéforo me ha ordenado escoltar a la princesa Teodora hasta el Gran Palacio de Constantinopla.

Hubo una pausa y los ojos parpadearon de nuevo. Ella volvió la cabeza a un lado y Ashfirth oyó un débil murmullo de voces. Si Ojos de Paloma era la princesa, y Ashfirth sospechaba que sí, había alguien detrás de la puerta aconsejándola.

Los ojos marrones se posaron en los suyos.

—¿El duque Nikolaos está con vos?

Ashfirth negó con la cabeza.

—El duque se reunirá con vos cuando lleguemos a Constantinopla. El emperador desea que volváis a adaptaros… —Ashfirth se detuvo a buscar las palabras correctas, las palabras diplomáticas. Peter, el príncipe de Rascia que había sido su prometido, era un bárbaro a ojos de muchos bizantinos. La Corte Imperial se había quedado atónita cuando habían llegado noticias de que la princesa se había permitido enamorarse de él—. El emperador desea que volváis a adaptaros a la vida de palacio.

Cuando Peter de Rascia había muerto en una escaramuza fronteriza en el límite de su territorio, el emperador se había apresurado a organizar un segundo compromiso. Las princesas bizantinas eran mercancía valiosa y, como miembro de una familia poderosa, aquella mujer tenía que saber que dispondrían de su persona según las necesidades políticas del momento.

Diez años atrás, el emperador Miguel había considerado aconsejable políticamente prometerla con el soberano vasallo de Rascia. De haber vivido el príncipe, se habría honrado el contrato, pero su muerte lo había alterado todo.

En la actualidad ya no era tan importante aplacar a un reino menor situado en el extremo del Imperio. Había otro emperador en el trono, uno que necesitaba buscar apoyos más cerca de casa. La aristocracia militar exigía cambios y el emperador Nicéforo necesitaba todos los aliados que pudiera encontrar.

Confiaba aplacar al duque de Larissa ofreciéndole aquella princesa por esposa. Esperaba que el matrimonio con la princesa le garantizaría la lealtad del duque en caso de que se produjeran conflictos entre sus generales.

Los ojos marrones miraron los suyos. «¿Qué está pensando?». Ashfirth era muy consciente de que la princesa Teodora lo tomaría por un bárbaro igual que había hecho la Corte Imperial con el príncipe de Rascia. Ashfirth era un anglosajón sin posesiones al mando de la Guardia Varega. La corte lo toleraba por su lealtad al emperador y su habilidad como líder y guerrero. Los ciudadanos de Constantinopla nunca olvidaban que los hombres de la Guardia Varega eran mercenarios bárbaros.

La mujer de detrás de las rejas de la ventana tenía la cabeza ligeramente inclinada a un lado. Era obvio que escuchaba a la persona que la aconsejaba, pero sus ojos estaban fijos en él. Mientras continuaban los murmullos, Ashfirth pudo observarla abiertamente. Algo le decía que esa mujer, princesa o no, tenía sus secretos.

—Hay un largo viaje hasta Constantinopla —dijo ella con voz fría y modulada con cuidado—. No podéis esperar que una princesa esté lista cuando vos chasqueéis los dedos. Tened la bondad de regresar mañana.

Ashfirth frunció el ceño. La princesa debía haber recibido el llamamiento del emperador; debía saber la impaciencia con la que este esperaba su regreso a la corte.

Apretó los dientes. Ella tenía que saber que iría alguien a escoltarla de regreso a la capital. Ashfirth sabía que se habían enviado varias cartas, aunque no se había recibido respuesta. El emperador le había dado el beneficio de la duda y asumido que sus respuestas se habían perdido por el camino. Ashfirth no estaba tan seguro. ¿Había contestado? Pero la princesa no cometería con el emperador la descortesía de ignorar sus cartas. ¿O sí?

Aquellos ojos de paloma lo miraban sin dejar traslucir nada. Y tenía razón. El viaje duraría tiempo y no tenía sentido empezar con mal pie llamándola mentirosa. Sobre todo si aquella mujer era en verdad la princesa.

—Nuestro barco zarpa esta tarde —dijo.

Ojos de Paloma inclinó la cabeza y escuchó.

—Dos horas —dijo—. Volved en dos horas.

—¿La princesa estará lista para partir?

—Sí.

Ashfirth asintió cortante y se volvió. Un ruido le informó de que la ventana se había cerrado. Se encontró con la mirada de Brand y extendió las manos.

—Dos horas, capitán. Decid a la mitad de los hombres que tienen dos horas libres. Algo me dice que la princesa Teodora no será puntual.

—¿Dos horas? Bien, comandante.

 

 

La princesa tendió la mano para cerrar el ventanuco del todo y Katerina dejó de ver al comandante alto y moreno.

—¡Oh! —exclamó.

—¿Qué?

—Cojea.

La princesa la miró sin entender.

—¿Quién?

—El comandante Ashfirth —Katerina se ruborizó—. Sí, cojea. Al principio no lo había notado; no es una cojera muy intensa. Pero…

Vio que su señora alzaba las cejas y se detuvo. A la princesa no le interesaba ni remotamente el comandante Ashfirth. La miraba como si no la hubiera visto nunca, con una sonrisa asomando a los labios.

Dentro del convento, la niña empezó a llorar. La princesa reprimió un gemido.

A Katerina se le encogió el estómago. Quitó con rapidez los alfileres del velo violeta e hizo ademán de devolverlo.

La princesa lo apartó y Katerina vio que tenía lágrimas en los ojos.

—Mi señora, ¿qué ocurre?

—Katerina, lo siento —a la princesa se le quebró la voz. Sonrió débilmente—. Pero temo que voy a tener que pedirte ayuda después de todo.

La doncella tragó saliva.

—¿De verdad?

—Sí. No lo haría si no fuera preciso, ¿comprendes?

—¿Mi señora?

La pequeña había dejado de llorar, pero la princesa tomó a Katerina del brazo y echó a andar en dirección a la casa de invitados del convento.

—No deseo casarme con el duque Nikolaos y tú dices que te gustaría devolverme el favor que te hice.

La princesa empujó la puerta de la casa de invitados y posó la vista en la niña que tenía lady Sophia en los brazos.

—Ya la tengo yo, mi señora —lady Sophia se inclinó sobre la niña—. ¿Verdad que estás bien, palomita?

—¿Qué queréis que haga, señora? —preguntó Katerina.

—Es sencillo. Me gustaría que te hicieras pasar por mí —respondió la princesa Teodora.

Dos

 

 

 

 

 

—¿Tengo que hacerme pasar por vos? ¡Mi señora, no podéis hablar en serio!

—Lamento decir que sí —la princesa miró a la niña que tenía lady Sophia en el regazo—. El tiempo que podré pasar con mi hija no será muy largo. Debes perdonarme, Katerina, pero estoy desesperada por estar con ella todo lo posible.

La princesa se acercó a uno de los baúles de viaje, alzó la tapa y la apoyó en la pared. Metió las manos y lanzó un montón de sedas y satenes sobre su cama. Primero fue su vestido rosa favorito, el que estaba bordado en plata en el cuello y el dobladillo; a continuación el vestido azul hecho de la mejor lana inglesa; después el de seda marrón, que brillaba con hilos de plata cuando caminaba; el de color crema con hojas de acanto bordadas en el dobladillo; el verde con perlas en los puños…

Varios velos flotaron por el aire y cayeron sobre los vestidos: el morado, reservado para las ceremonias importantes porque solo los miembros de la familia imperial podían llevar morado; el crema, el gris, el amarillo…

—¿Mi señora?

La princesa se giró y le agarró la mano.

—Todo esto te quedará bien. Es una bendición que tengamos cuerpos parecidos. ¿Te gustan?

A Katerina le dio un vuelco el corazón. Aquello iba en serio.

La princesa Teodora tenía los ojos brillantes e intensos y la mandíbula apretada. Se mostraba muy decidida; no parecía notar que Katerina tenía sus reservas, que le faltaba muy poco para llegar al terror. O no lo notaba o prefería ignorarlo. Quería más tiempo con su niña, lo cual era muy natural. Ella no había sido la primera princesa que había adelantado la noche de bodas ni que había tenido un hijo antes de casarse. Desgraciadamente, parecía probable que le quitaran a la pequeña Martina en cuanto pusiera los pies en Constantinopla, pues querrían borrar todas las pruebas de su pecado en preparación para el matrimonio.

Katerina contempló impotente cómo la princesa se acercaba a otro de los baúles y metía las manos en él. Sobre la cama aterrizaron zapatos de cabritilla, botas de montar, sandalias, zapatillas moradas…

Katerina tomó el velo morado y las zapatillas a juego.

—Yo no puedo llevar esto. Sabéis que está prohibido. Las personas corrientes no pueden llevar nada morado. Yo no nací en el Gran Palacio y no estoy emparentada ni remotamente con el emperador. ¿Qué le sucedería a una esclava que hiciera algo así?

—Te di la libertad hace tiempo, Katerina.

—Eso no altera el hecho de que no soy más que una pobre chica de las islas. Una ofensa así debe ser todavía mayor si la comete alguien como yo. Podrían cortarme la cabeza…

—¡Tonterías! —la princesa se incorporó. Su mirada era altiva, pero le temblaba la boca—. Yo me encargaré de que no te suceda ningún daño. Si consientes en ocupar mi lugar, escribiré una carta exonerándote de toda responsabilidad. Dejaré muy claro que actúas bajo mis órdenes.

Una sombra cayó sobre ellas. Lady Anna estaba en el umbral.

—Ahora no, Anna —la princesa le hizo seña de retirarse

Lady Anna se apartó de la puerta y la luz se intensificó.

La princesa Teodora respiró hondo y tomó el velo y las zapatillas morados, que volvió a colocar en el montón.

—Katerina, tú has dicho que querías corresponderme por haberte liberado de la esclavitud. Esta es tu oportunidad.

—Sí, pero… ¡pero hacerme pasar por vos! Mi señora, yo jamás podría hacerlo.

—Pues claro que puedes —la princesa volvió las palmas de Katerina hacia arriba—. Cuando te compré tenías las manos estropeadas por el trabajo y las uñas rotas. Mira cómo se han curado; ahora tienes las manos de una dama.

—Pero…

—Piénsalo. Has aprendido nuestras costumbres, te he enseñado a leer. Hasta puedes escribir…

Katerina soltó una risita.

—Solo mi nombre.

—Eso es suficiente, sobre todo porque la mayoría de las damas no saben ni leer —la princesa miró a su hija dormida—. Además, si aceptas ayudarme, te ofrezco la verdadera libertad.

—¿Verdadera libertad?

—Te daré tierra en… ¿De dónde dijiste que eras?

—Creta.

Katerina tenía un nudo en la garganta. Tragó saliva con fuerza. No estaba segura de querer volver a Creta y abrió la boca para decirlo así, pero la princesa estaba imparable.

—Creta, pues. Te daré tierras en Creta. Y oro. Y puesto que tu estancia con nosotros te ha convertido en una dama en todo menos de nombre, te buscaré un esposo noble si así lo deseas. Katerina, sé que no es poco lo que te pido, pero quizá hayas cambiado de idea en lo de ayudarme…

—No, pero…

La princesa cayó de rodillas.

Katerina parpadeó. Lady Sophia las miró de hito en hito. La princesa Teodora, sobrina del emperador, estaba de rodillas delante de una sirvienta.

—Katerina, te lo imploro. Ocupa mi lugar, deja que el comandante Ash… ¿Cómo se llama?

—Ashfirth el Sajón.

—Deja que te escolte a Constantinopla. Dame un mes; hazte pasar por mí un mes o dos, es lo único que te pido. Intentaré destetarla y… y un par de meses me darán más tiempo para acostumbrarme a la idea de perderla. Por favor, Katerina.

—Mi señora, ¿de verdad pensáis que será más fácil dentro de dos meses? Me temo que solo retrasáis lo inevitable.

—¡Necesito más tiempo con ella! Por favor, Katerina, si tuvieras un hijo lo entenderías. Vete con el comandante, por favor.

Katerina pudo sentir por un momento los penetrantes ojos azules del comandante Ashfirth fijos en ella.

—Pero… pero es un bárbaro.

La expresión de la princesa se suavizó.

—No todos los bárbaros están hechos con el mismo molde que Vukan, Katerina.

—Sí, eso lo entiendo. Pero el comandante se dará cuenta de que no soy una princesa. Mi forma de hablar… no es la de una dama.

Su señora movió la cabeza.

—No lo era cuando te uniste a nosotras, pero ahora sí. Además, en la puerta te ha tomado por mí.

—Una cosa es confundir a alguien que habla a través de una reja y otra embarcarse en un viaje con esa persona y no descubrir su verdadera naturaleza. El comandante me descubrirá y… y…

—Es un extranjero. Un bárbaro no capta tan bien los matices de nuestro idioma. No te descubrirá —la princesa se levantó y se sacudió las faldas—. Tú eres rápida de mente. Si lo piensas bien, te darás cuenta de que ya sabes cómo ser yo —sus ojos se volvieron más cálidos—. ¿Cuánto tiempo hace que estás a mi servicio?

—Dos años, mi señora.

—Es tiempo suficiente para haber aprendido mis gestos. Y somos parecidas de aspecto.

—Pero… pero él ha dicho que os lleva al Gran Palacio de Constantinopla. Yo nunca he puesto los pies allí. Si por algún milagro, consigo llegar sin ser descubierta, enseguida resultará evidente que no conozco el palacio.

La princesa frunció el ceño.

—Sí, en eso tienes razón —su frente se alisó—. Ya lo tengo. Te llevarás a varias de mis damas contigo. Todo el mundo esperará que la princesa viaje con sus damas de honor. Lady Anna irá entre ellas. Conoce el palacio mejor que nadie. Te lo describirá durante el viaje. Sabe a quién es probable que te encuentres, conoce el protocolo del palacio y…

Katerina empezaba a sentirse mareada. Quería ayudar a la princesa, pero aquello…

Movió la cabeza.

—Mi señora, es imposible. ¿Y si me llaman a presencia del emperador? Sabrá enseguida que soy una impostora —musitó.

Su señora sonrió con tristeza.

—Te recuerdo que mi verdadero tío fue suplantado y encerrado en un monasterio. Este emperador no me ha visto nunca.

—¿Pero no se casó con la esposa del emperador Miguel? Ella se dará cuenta…

—Katerina, hace diez años que salí del palacio —la interrumpió la princesa—. Era una niña. Nadie sabrá que no eres yo, te lo prometo —sonrió y dio una palmada—. Si pensara que había algún peligro para ti, no te pediría que hicieras esto. Estoy segura de que el comandante Ashfirth te tratará con cortesía y todo irá bien. Unas cuantas semanas, no te pido nada más. Martina será más fuerte entonces. Y piensa… tendrás riqueza y tierras.

—Si sobrevivo.

—Ya te he dicho que llevarás cartas que te exoneran si esto sale mal. Te he tomado aprecio; debes saber que yo no permitiría que sufrieras —la princesa miró la puerta y alzó la voz—. Anna, ¿estás ahí?

La entrada se oscureció.

—¿Mi señora?

—Mira a ver si puedes encontrar un escriba en el convento. Si no, búscame tinta y pergamino.

—Sí, mi señora.

La princesa miró a Katerina.

—No te preocupes. Llevarás tus órdenes contigo. Y tenemos dos horas para transformarte en una princesa.

Dos horas. Katerina miró las zapatillas moradas y después a Martina. Sentía las manos pegajosas. La princesa podía asumir que harían caso a sus cartas, pero en su experiencia, los hombres que eran engañados no reaccionaban muy bien con aquellos que los engañaban. Pensó en un par de penetrantes ojos azules. Y la primera persona a la que tenía que convencer no era otro que el comandante de la Guardia Varega. «Santa María, ayúdame».

—Katerina, confío en ti. Unas cuantas semanas cuando llegues al palacio. Es todo lo que te pido, solo unas semanas.

 

 

Mientras esperaba que pasaran las dos horas, Ashfirth caminó con Brand hasta la cima de la colina. La pierna estaba resentida de cabalgar y el instinto le decía que necesitaba aquella forma distinta de ejercicio o se agarrotaría, quizá para siempre. Habían pasado demasiado tiempo en el mar.

Se detuvieron a poca distancia de la cima. Debajo de ellos estaba el convento, con sus muros semiderruidos y su jardín. Al lado había también un huerto, y brotes verdes por todas partes. El viento le revolvió el pelo a Ashfirth; había cortado las nubes y las empujaba por el cielo como velas blancas navegando por el azul. Una ráfaga azotó los frutales y las ramas se agitaron.

Pasado el huerto del convento, la colina caía más en picado y la pendiente hasta el mar estaba cubierta de arbustos y maleza. El mar estaba picado y la espuma cubría las crestas de las olas. Mar adentro, una vela blanca y roja avanzaba lentamente de oeste a este, en la misma dirección que seguiría el barco de ellos.

—Brand, ¿eso es un barco bizantino?

—A esta distancia no puedo decirlo, señor. Puede ser, pero también podría ser normando.

—Ese es mi temor —Ashfirth suspiró. Había demasiada actividad normanda en aquellas aguas. El mandato del emperador corría peligro allí. Tendría que informar de aquello a su regreso—. Tendremos que ser discretos.

El puerto y sus barcos se encontraban al final de un promontorio que tenía el mar a un lado y al otro salinas.

—¿Creéis que la princesa creará problemas, señor?

Ashfirth pensó en aquellos ojos marrones y negó con la cabeza.

—Sabrá que no puede huir siempre. Cuando cambie el mes, la princesa Teodora estará sana y salva en los aposentos femeninos del Gran Palacio.

Brand lo miró a los ojos.

—Antes de marcharnos, la gente estaba descontenta con los impuestos y las subidas de los precios. ¿Esperáis problemas cuando volvamos?

Ashfirth vaciló. Debía lealtad al emperador, pero no creía en mantener a sus hombres en la ignorancia. Y Brand decía la verdad. En Constantinopla circulaban muchos rumores perturbadores.

—La subida de los precios es lo de menos —contestó—. Algunos en el ejército hablan de aclamar a un emperador rival.

—¿El general Alexios Komnenos?

—El mismo.

En opinión de Ashfirth, el general Alexios sería mucho mejor emperador que Nicéforo, que había envejecido de la noche a la mañana y parecía haber renunciado a gobernar. El Imperio necesitaba una mano firme, sobre todo con tantos normandos moviéndose en las fronteras.

—El general Alexios no es el único pretendiente al trono —comentó Brand.

—Parece que no. Sea como sea, hay tormenta en el horizonte.

—Sí, señor. ¿Disturbios callejeros?

Ashfirth hizo una mueca.

—Es posible —el precio del trigo había subido tanto que muchos no podían pagarlo. En otro tiempo, el emperador había repartido pan entre los necesitados, pero ya hacía años de eso. El emperador actual estaba encerrado en su palacio, ciego a las necesidades de sus ciudadanos y su impopularidad crecía por días—. Pase lo que pase, nuestro deber está claro. No estamos para controlar al populacho, servimos al emperador.

«Y rezaré para que haga caso a mi informe». Ashfirth no quería que se repitiera el incidente perturbador de dos años atrás, cuando un grupo de varegos furiosos había atacado al emperador al que debían proteger. Había ocurrido antes del ascenso de Ashfirth y este estaba decidido a que no se repitiera mientras él fuera comandante. Pero era muy consciente del descontento que había incluso dentro de la Guardia.

—Sí, comandante. Obedecemos al emperador; nuestra lealtad es para él.

Ashfirth asintió, aunque le habría gustado servir a un hombre que suscitara más respeto. Era una sorpresa que el emperador Nicéforo se hubiera aferrado tanto tiempo al poder. En particular cuando en el ejército había otros mucho más capaces. Ashfirth tenía que admitir que el general Alexios encabezaba esa lista.

Alexios Komnenos procedía de la aristocracia militar. A sus veinticuatro años, había cumplido ya diez de servicio en el ejército. Su historial era impecable; nunca había perdido una batalla. Sería un gran emperador.

Ashfirth movió la cabeza con brusquedad, como para sacudirse un pensamiento tan desleal. El comandante de la Guardia Varega debía servir al emperador al que había jurado lealtad. Y Ashfirth había jurado proteger al emperador Nicéforo.

«Se avecinan problemas y yo estoy comprometido con un hombre al que no respeto. Un hombre que hasta ahora no ha seguido mis consejos». Ashfirth fijó la vista en la distancia. Había hecho un juramento sagrado y no lo rompería. Pasara lo que pasara, él era un hombre del emperador.

—Brand, cuanto antes llevemos a la princesa Teodora al Gran Palacio, mejor.

 

 

Un par de horas después, Ashfirth y Brand estaban sentados en un muro bajo enfrente de la puerta del convento con una hogaza de pan y un pellejo de vino entre ellos.

Ashfirth miró la posición del sol y apartó el pan. Para ese encuentro con la princesa, le había parecido de buena educación quitarse la ropa de guerrero y vestir como un cortesano. Había prescindido de la cota de malla y la casaca de cuero y llevaba una túnica de lino azul. Sus calzas, sujetas con jarreteras con una cruz, iban remetidas dentro de las botas de montar.

La puerta crujió y se abrió lentamente. Ashfirth intercambió una mirada con su capitán. ¿La princesa era puntual? ¡Qué extraordinario!

Se sacudió las migas de la túnica y se acercó.

Ella estaba en pie en medio de sus damas de honor. «Ojos de paloma. Muchas damas, una mujer importante. No le gustará recibir órdenes».