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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 127 - octubre 2019

 

© 2012 Gena Showalter

Noches perversas

Título original: Wicked Nights

 

© 2013 Gena Showalter

Ángel sin alas

Título original: Beauty Awakened

Publicadas originalmente por HQN™ Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-742-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Noches perversas

Prólogo

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Ángel sin alas

Prólogo

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Si te ha gustado este libro…

Noches perversas

 

 

 

 

 

Querida lectora:

 

Me he sentido fascinada con Zacharel, el ángel glacial, desde el primer momento en que apareció en las páginas de la serie de los Señores del Inframundo, en El secreto más oscuro. Lo digo muy en serio. ¿Un guerrero inmortal a quien le resulta más fácil acabar con un enemigo que sonreír a un amigo? Sí, tenía que conocer sus secretos.

También he tenido que poner su mundo del revés, y ¡cuánto me he divertido! Lo he puesto a cargo de los seres más grandes y más malos de la creación, un ejército de ángeles que están a punto de ser expulsados para siempre de los cielos. Ha conocido a la primera mujer que le ha hecho sentir fuego en las venas, y está en peligro de perder su mayor tesoro. Y, no, no me refiero a su virginidad.

¿Qué mejor modo de comenzar mi nueva serie sobre los Ángeles de la Oscuridad?

Tendrán que hacer sacrificios, y habrá batallas entre el bien y el mal. Zacharel solo tiene una oportunidad para arreglar esto; solo una, porque es la última. Si falla, le quitarán todo aquello que le importa: su posición, su poder… e incluso su amor.

Espero que tú disfrutes tanto haciendo este viaje como he disfrutado yo escribiéndolo. Después de todo, mientras viajas, estarás en los brazos de un exquisito guerrero alado…

 

Con cariño:

 

Gena Showalter

 

 

 

 

 

A Jill Monroe, por sus llamadas y correos electrónicos de ánimo, ¡y por las carcajadas!

Y quiero que conste para siempre que eres la primera.

 

A Sheila Fields y Betty Sanders, por la amistad, las ideas, ¡y las carcajadas!

 

A Joyce y Emmett Harrison, a Leigh Heldermon, a Sony Harrison, por el apoyo, el amor, ¡y las carcajadas! Sí, me encantan las carcajadas.

 

A Mickey Dowling y Anita Baldwin, ¡unas damas fantásticas a las que adoro!

 

A Kresley Dowling y Beth Kendrick; mil gracias, señoras. En realidad, eso no es suficiente. ¡Un millón de gracias, señoras!

 

¡Y a Kathleen Oudit y Tara Scarcello, por haber hecho un trabajo tan estupendo! ¡Magnífico!

Prólogo

 

 

 

 

 

La mañana de su décimooctavo cumpleaños, Annabelle Miller se despertó del sueño más asombroso que hubiera tenido en su vida sintiéndose como si le hubieran sacado los ojos, los hubieran sumergido en ácido y se los hubieran colocado de nuevo en las cuencas. Fue notándolo poco a poco, porque todavía tenía la mente embotada. Cuando por fin despertó completamente, todo su cuerpo se tensó y se arqueó, y un grito se le escapó de la garganta.

Abrió los ojos, pero… no había luz. Solo vio oscuridad.

El dolor se le extendió por las venas, con tanta fuerza que Annabelle pensó que iba a estallarle la piel. Se frotó la cara, incluso se clavó las uñas, pensando que podría arrancar lo que le estaba causando aquel problema, pero no había nada extraño. No tenía bultos ni arañazos. No… un momento. Sí había algo. Notó un líquido caliente en las palmas de las manos.

¿Era sangre?

Gritó de nuevo, una y otra vez, y cada uno de los gritos fue como un cristal que le rasgaba la garganta. En pocos segundos, el pánico se apoderó de ella. Estaba ciega y sangraba. ¿Se estaba muriendo?

Alguien abrió la puerta de su habitación.

–¡Annabelle! ¿Estás bien? –preguntó su madre. Después, hubo una pausa, y exclamó–: ¡Oh, nena, tus ojos! ¿Qué te pasa en los ojos? ¡Rick! ¡Rick! ¡Ven corriendo!

Se oyó una maldición y, después, unos pasos apresurados. Un segundo más tarde, se oyó un jadeo de horror.

–¿Qué le ha pasado en la cara? –gritó su padre.

–No lo sé, no lo sé. Estaba así cuando entré en su cuarto.

–Annabelle, cariño –le preguntó su padre con ternura y preocupación–. ¿Me oyes? ¿Puedes decirme qué te ha pasado?

Annabelle intentó pedirle ayuda a su padre, pero las palabras no le salían de la garganta. Y el calor se trasladó a su pecho, provocándole chispas cada vez que le latía el corazón.

Su padre la tomó en brazos; a causa del movimiento, el dolor se intensificó, y ella gimió.

–No te preocupes, nena. Voy a llevarte al hospital y te pondrás bien, te lo prometo.

El miedo se mitigó. ¿Cómo no iba a creer a su padre? Él nunca había hecho una promesa que no pudiera cumplir y, si pensaba que se iba a poner bien, se pondría bien.

La llevó hasta el coche, que estaba en el garaje, y la tendió en el asiento trasero mientras su madre sollozaba. Esperaba que sus padres entraran también, pero… nada.

Annabelle esperó… y esperó… Los segundos pasaban con una insoportable lentitud, y, poco a poco, el aire comenzó a llenarse del olor fétido de los huevos podridos, tanto que comenzó a escocerle la nariz. Se encogió, confundida y asustada por aquel cambio.

–¿Papá? –dijo.

Sin embargo, no oyó la respuesta de su padre. Solo oyó…

Voces amortiguadas al otro lado del cristal.

El estridente sonido de unos arañazos en el metal.

Una risa sobrenatural.

Un gruñido de dolor.

–Entra, Saki –gritó su padre, con un tono de voz de terror que ella nunca le había oído–. ¡Ahora mismo!

Saki, su madre, que había empezado a gritar.

Annabelle se incorporó con un gran esfuerzo y se dio cuenta de que, por fin, el insoportable ardor que sentía en los ojos había cesado. Cuando se quitó la sangre de los párpados, vio unos pequeños rayos de luz. Pasaron varios segundos y fueron apareciendo los colores, hasta que pudo ver el garaje.

–¡Ya no estoy ciega! –gritó; sin embargo, su alivio no duró mucho.

Vio a su padre, protegiendo a su madre contra la pared más alejada, mirando hacia el coche. Tenía unos horribles cortes en las mejillas y sangraba profusamente.

¿Qué le había ocurrido?, se preguntó Annabelle con horror. No había nadie más en el garaje y…

De repente, apareció un hombre delante de sus padres.

No, no era un hombre. ¿Qué era?

Annabelle se arrastró hacia atrás, hasta que su espalda tocó con la otra puerta. Lo que había aparecido no era un hombre, sino una criatura salida de la peor de sus pesadillas. Aunque quiso gritar, no pudo. No podía tomar aire y tenía la garganta seca. Solo pudo seguir mirando, con repulsión.

La… cosa era muy alta, tanto que su cabeza tocaba el techo. Tenía enormes huesos, los colmillos afilados, como de vampiro, y la piel de color morado, suave como el cristal. Tenía los dedos manchados de sangre. En la espalda tenía dos alas de color negro, y en la espina dorsal tenía protuberancias picudas como si fuera un reptil prehistórico. Tenía una cola terminada en algo como una cabeza de flecha de metal, también manchada de sangre, con la que golpeaba el suelo al agitarla de un lado a otro.

Aquella cosa tenía que ser lo que le había hecho las heridas a su padre.

Al darse cuenta de que seguramente iba a hacerle más daño, sintió un miedo atroz. Se arrastró hacia la ventanilla del coche y golpeó el cristal con un puño.

–¡Deja en paz a mis padres!

La bestia la miró con unos ojos de color rojo, como dos rubíes, y le mostró los colmillos con una sonrisa. Después, con un movimiento veloz, le cortó el cuello a su padre con las garras.

En un instante, la carne se rasgó y una lluvia de sangre cayó sobre la ventanilla del coche. Su padre se desplomó, agarrándose la garganta e intentando tomar aire…

Annabelle sollozó con una incredulidad que, rápidamente, se transformó en rabia.

Su madre volvió a gritar, y miró a su alrededor sin saber de dónde había salido aquella amenaza. Tenía la cara manchada de salpicaduras de sangre y se le estaban cayendo las lágrimas.

–No nos hagas daño –tartamudeó–. Por favor…

La criatura sacó una lengua bífida y se relamió, como si estuviera saboreando su miedo.

–Me gusta cómo suplicas, mujer.

–¡Ya basta! –gritó Annabelle. «Tengo que ayudarla, tengo que ayudarla», pensó. Entonces, abrió la puerta del coche y salió, pero se resbaló y cayó en un charco de sangre de su padre. No, no, no. Intentó ponerse en pie–. ¡Tienes que parar!

–¡Corre, Annabelle, corre!

Más carcajadas horrendas y, después, aquellas garras volvieron a golpear y silenciaron a su madre, que se desplomó.

Annabelle dejó de moverse y cayó al suelo nuevamente. Su madre estaba encima de su padre, retorciéndose… y, al final, quedó inmóvil.

–No, no puede ser… No…

–Oh, sí –dijo la criatura, con su voz grave y ronca.

Annabelle percibió un tono de diversión, como si el asesinato de sus padres no fuera más que un juego para la cosa.

Asesinato.

No, no podía aceptar aquella palabra. Sus padres habían sufrido una agresión, pero se recuperarían.

–Viene la policía –dijo–. Márchate. No querrás tener problemas, ¿no?

–Ummm, me encantan los problemas –dijo el monstruo, y se giró completamente hacia ella con una gran sonrisa–. Te lo voy a demostrar.

Entonces, comenzó a cortar los cuerpos de sus padres con las garras. Rasgó la ropa y la piel, aplastó los huesos y desgarró la carne y los tejidos.

Con horror, Annabelle se dio cuenta de que sus padres ya no podrían sobrevivir.

«¡Levántate! ¡Estás dejando que esa cosa mutile a tus padres! ¿Vas a dejar que te mutile a ti también? ¿Y qué pasa con tu hermano, que está arriba durmiendo, y que no sabe nada de esto?».

¡No! ¡No!

Annabelle se lanzó contra el pecho enorme y huesudo del monstruo y le golpeó la cara. El monstruo cayó hacia atrás, pero se recuperó rápidamente; la agarró, la tumbó boca arriba y la sujetó con fuerza mientras extendía las alas negras para aislarla del resto del mundo, como si solo existieran ellos dos.

Ella siguió golpeándolo sin parar. Por algún motivo, aquella criatura no le clavó las garras ni le hizo daño. De hecho, le apartó las manos e intentó… ¿besarla? Sin parar de reírse, apretó sus labios contra los de ella, le exhaló su repugnante aliento en la boca y se estremeció de placer.

–¡Basta! –gritó Annabelle, pero el monstruo aprovechó para hundirle la lengua tan profundamente que ella tuvo náuseas.

Cuando levantó la cabeza, le dejó en la cara una asquerosa sustancia blanca y caliente, y la miró con éxtasis.

–Esto sí que va a ser divertido –dijo.

Entonces, desapareció, dejando tras de sí una nube de olor pútrido.

Annabelle se quedó paralizada. Lo único que cambiaba en ella eran las emociones, que aumentaban a un ritmo alarmante. El miedo… el espanto… el dolor… Todas ellas le apretaban el pecho con tanta fuerza que estuvieron a punto de ahogarla.

«¡Haz algo!», pensó de repente. «¡Esa cosa puede volver!».

Al darse cuenta de que el monstruo podía reaparecer en cualquier momento, consiguió reaccionar. Se arrastró hacia sus padres. Los cuerpos estaban desmembrados, y ella no podría unirlos, por mucho que lo intentara.

Aunque todo su ser se rebelaba contra ello, tuvo que dejarlos solos para intentar salvar a su hermano.

–¡Brax! –gritó–. ¡Brax!

Subió tambaleándose a la casa y llamó a la policía. Después de dar unas apresuradas explicaciones, subió las escaleras sin dejar de gritar el nombre de su hermano.

Lo encontró en su habitación, durmiendo plácidamente.

–Brax, despiértate. ¡Tienes que despertarte!

Por mucho que lo zarandeara, él no se despertó. Tan solo murmuró que le dejara dormir un poco más.

Annabelle se quedó a su lado, protegiéndolo, hasta que llegó la ambulancia. Entonces, llevó a los sanitarios hasta sus padres, pero ellos tampoco pudieron recomponer sus cuerpos.

La policía llegó poco después y, en menos de una hora, culpó a Annabelle de los asesinatos.

1

 

 

 

 

 

 

Cuatro años después

 

–¿Y eso cómo hace que te sientas, Annabelle?

Aquella voz masculina puso cierto énfasis en la palabra «sentir», y le añadió un matiz repulsivo.

Sin perder de vista a los otros pacientes que formaban el «círculo de la confianza», Annabelle giró la cabeza y miró al doctor Fitzherbert, también conocido como Fitzpervert. Era un hombre de unos cuarenta años; tenía el pelo cano, los ojos castaños y la piel bronceada, con algunas arrugas. Era delgado y medía un metro setenta y cinco centímetros; tan solo dos centímetros más que ella.

Era un hombre atractivo. Por supuesto, si no se tenía en cuenta la negrura de su alma.

Cuanto más lo miraba ella, guardando silencio, más fruncía él los labios con un gesto de diversión y desdén. Eso la enfurecía, pero no iba a demostrárselo. Nunca haría nada que pudiera agradarle, al menos voluntariamente, pero tampoco iba a acobardarse. Era un monstruo: un hombre sediento de poder, egoísta y mentiroso. Y podía hacerle daño.

Ya se lo había hecho.

La noche anterior la había drogado. En realidad, llevaba drogándola todas las noches desde que había empezado a trabajar en aquella cárcel para enfermos mentales del condado, Moffat County Institution, hacía dos meses. Sin embargo, la noche anterior la había sedado con el único propósito de desnudarla, hacerle tocamientos indebidos y fotografiarla.

«Qué chica tan guapa», decía. «Ahí fuera, en el mundo real, un bombón como tú haría que trabajara a cambio de algo tan simple como una cena. Aquí, sin embargo, estás a mi merced. Eres mía y puedo hacer lo que me apetezca… Y hay muchas cosas que me apetecen».

Annabelle todavía sentía una humillación que le encendía la sangre, pero no podía dejar entrever ni una mínima debilidad.

Durante aquellos cuatro últimos años, los médicos y las enfermeras que se habían ocupado de ella habían cambiado más veces que sus compañeros de habitación. Algunos eran buenos profesionales y otros se limitaban a cumplir unos mínimos, pero unos cuantos habían sido peor que los criminales que cumplían condena en aquel centro. Cuanto más flaqueaba, más la maltrataban aquellos empleados, así que Annabelle siempre estaba a la defensiva.

Si había aprendido una cosa durante su estancia en la prisión, era que solo podía confiar en sí misma. Sus quejas por aquellos tratos vejatorios no eran atendidas; seguramente, las autoridades pensaban que se lo merecía, si acaso llegaban a creer lo que decía.

–Annabelle –le dijo Fitzpervert–. Sabes que no se tolera el silencio.

Bien.

–Siento que estoy totalmente curada. Seguramente, deberían ponerme en libertad.

La sonrisa de diversión desapareció. Él frunció el ceño con exasperación.

–Ya sabes que no puedes contestar a mis preguntas con esa frivolidad. No te ayuda a enfrentarte a tus emociones ni a tus problemas. No ayuda a nadie de los que están aquí, tampoco.

–Ah, entonces soy muy parecida a usted –dijo. A él no le importaba en absoluto ayudar a los demás. Solo a sí mismo.

Varios de los pacientes soltaron risitas. Un par de ellos siguieron ausentes, babeando sobre sus batas.

Fitzpervert puso cara de mal humor.

–Hacerte la lista solo te va a traer problemas.

«No me importa», pensó ella. Vivía en un miedo constante. Temía las puertas cuando se abrían, las sombras y los pasos. Temía la medicación, temía a la gente y temía… otras cosas. Se temía a sí misma. ¿Qué era una preocupación más? Aunque, a aquel ritmo, sus emociones eran lo que iba a terminar con ella.

–A mí me encantaría decirle cómo me siento, doctor Fitzherbert –dijo el hombre que estaba sentado a su lado.

Fitzpervert miró al hombre; era un pirómano que había prendido fuego a un edificio de apartamentos y lo había quemado con todos sus habitantes dentro.

Mientras el grupo hablaba de sus sentimientos e impulsos, y de las maneras de controlarlos, Annabelle se distrajo observando lo que había a su alrededor. La sala era tan espantosa como su situación. Había manchas amarillentas de humedad en el techo, las paredes grises tenían desconchones y el suelo era de moqueta marrón. Los pacientes estaban sentados en incómodas sillas de metal, salvo el doctor Fitzpervert, que disfrutaba de una butaca especial.

Annabelle tenía las muñecas esposadas a la espalda. Teniendo en cuenta la cantidad de sedantes que corrían por sus venas, que la esposaran era un exceso de celo. Sin embargo, hacía cuatro semanas se había peleado salvajemente con un grupo de compañeros, y hacía dos semanas con una de las enfermeras, así que era demasiado agresiva como para poder estar en libertad. El hecho de que todo aquello hubiera sido en defensa propia no tenía importancia.

Durante los últimos trece días había estado confinada en una habitación acolchada, a oscuras, donde la privación sensorial la había vuelto loca de verdad, lentamente. Estaba tan necesitada de contacto que pensaba que cualquier interacción valdría para aliviarla, hasta que Fitzpervert la había drogado y le había hecho fotografías desnuda.

Aquella mañana, él había ordenado que la sacaran del confinamiento y que la llevaran a aquella sesión de terapia de grupo. Ella no era tonta, y sabía que él quería sobornarla para que aceptara su maltrato.

«Si mamá y papá pudieran verme ahora…».

Tuvo que contener un sollozo. La niña dulce a quien ellos habían querido estaba muerta y dentro de ella vivía un fantasma. En los peores mentos, recordaba cosas que no debería recordar.

«Prueba esto, cariño. Es lo mejor que he guisado en la vida».

A su madre le encantaba probar recetas nuevas y mejorarlas.

«¿Lo has visto? ¡Los Sooners han marcado otro gol!».

Su padre era muy aficionado al fútbol americano. Había asistido a la Universidad de Oklahoma durante tres semestres y nunca había cortado aquellos lazos.

No podía permitirse el lujo de pensar en su padre y en su madre, en lo maravillosos que habían sido… Pero tampoco podía evitarlo. La imagen de su madre le ocupó la mente. Vio su melena, tan negra que parecía azul, y que ella había heredado. Los ojos rasgados y dorados, como habían sido los suyos. La piel dorada, sin un solo defecto. Saki Miller, de soltera Saki Tanaka, había nacido en Japón, pero se había criado en Georgetown, en Colorado.

Los padres de Saki, que eran una pareja muy tradicional, se habían asustado cuando su hija y Rick Miller, un blanco, se habían enamorado y se habían casado. Él había vuelto de la universidad para las vacaciones, había conocido a Saki y había vuelto definitivamente a la ciudad para estar con ella.

Annabelle y su hermano eran una mezcla de las razas de sus padres. Tenían el pelo y la piel de su madre, y la forma de su rostro, pero tenían la estatura y la esbeltez de su padre.

Aunque los ojos de Annabelle ya no eran los de Saki, ni los de Rick.

Tras aquella espantosa mañana en el garaje, después de que la arrestaran y la condenaran a cumplir cadena perpetua en un hospital penitenciario para enfermos mentales, le había costado reunir el valor suficiente para poder mirarse al espejo y, cuando por fin lo había conseguido, se había quedado asombrada por lo que había visto. Tenía los ojos del color del hielo, un azul cristalino, sobrenatural, sin ápice de humanidad. Y lo peor de todo era que podía ver cosas con aquellos ojos, cosas que nadie debería tener que ver nunca.

Y… en aquel momento, mientras las personas del círculo de confianza seguían hablando, aparecieron dos criaturas a través de la pared más alejada del grupo. A Annabelle se le aceleró el pulso. Miró a sus compañeros de terapia, esperando ver sus caras de pánico, pero nadie se percató de la presencia de los recién llegados.

¿Cómo era posible? Una de las criaturas tenía el cuerpo de caballo y torso de hombre. En vez de piel, estaba recubierto de una fina capa de metal plateado; los cascos de las patas equinas eran de color cobrizo, probablemente también de metal, y terminaban en una punta afilada.

Su compañero era de menor estatura y tenía los hombros encorvados y terminados en forma de cuerno, y las piernas torcidas. Llevaba tan solo un taparrabos, y tenía el pecho arrugado, musculoso y lleno de cicatrices.

La habitación se llenó de olor a huevos podridos, tan familiar como horrible para Annabelle. El pánico y la ira se apoderaron de ella, pero sabía que no podía permitir que la dominaran, porque le impedirían concentrarse y utilizar los reflejos, sus únicas armas.

Necesitaba armas.

Las criaturas eran de todos los colores y las formas, y de ambos sexos, pero todos tenían una cosa en común: siempre iban por ella.

Todos los médicos que la habían tratado habían intentado convencerla de que aquellos seres solo eran producto de su imaginación, alucinaciones. Para explicar las heridas que le causaban las criaturas, decían que ella misma se las infligía. Algunas veces, ella llegaba a creerlos, pero eso no le impedía luchar. Nada podía impedírselo.

Los monstruos la miraron y sonrieron, mostrando los colmillos.

–Mía –dijo Caballo.

–No. ¡Mía! –respondió Cuernos.

–Solo hay una manera de resolver esto –dijo Caballo, relamiéndose de impaciencia–. ¡De la manera divertida!

–Diversión –dijo Cuernos, asintiendo.

«Diversión» significaba que iban a darle una paliza. Por lo menos, no intentarían violarla.

«¿Es que no se da cuenta, señorita Miller? El hecho de que las criaturas no la hayan violado demuestra que solo son alucinaciones. Su mente les impide hacer algo que usted no podría soportar».

Como si ella pudiera soportar el resto de las cosas.

«Entonces, ¿cómo explica usted las heridas que me hacen?».

«Hemos encontrado las herramientas que tenía escondidas en su habitación. Un martillo que todavía no sabemos de dónde ha podido salir y pedazos de cristal. ¿Quiere que continúe?».

Sí, pero todo aquello era para defenderse, no para mutilarse a sí misma.

–¿Quién va primero? –preguntó Caballo.

–Yo.

–No, yo.

Siguieron discutiendo, pero aquella discusión no iba a durar mucho. Nunca duraba mucho. Ella se echó a temblar a causa de una descarga de adrenalina.

Aunque los otros pacientes no sabían lo que estaba pasando, todos percibieron su cambio de estado de ánimo. Comenzaron a gruñir y a refunfuñar. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, se retorcieron en sus asientos. Querían huir.

Los guardias que había a la salida de la habitación se pusieron alerta, sin saber exactamente quién era el culpable.

Fitzpervert sí lo sabía, y frunció el ceño.

–Annabelle, parece que estás alterada. ¿Por qué no nos dices qué es lo que te pasa? ¿Te has arrepentido de la reacción que has tenido antes?

–Váyase a la mierda, Fitzpervert –dijo ella, y siguió mirando a los monstruos. Eran una amenaza mucho peor–. Ya te llegará el turno.

Él tomó aire bruscamente.

–No puedes hablarme así.

–Tiene razón, lo siento. Quería decir «váyase a la mierda, doctor Fitzpervert».

–Es guerrera –dijo Caballo con alegría.

–Será muy divertido hacerla pedazos –añadió Cuernos, riéndose.

–¡Siempre y cuando sea yo quien lo haga!

Y así comenzó otra discusión.

Annabelle vio por el rabillo del ojo que el médico avisaba a uno de los guardias, y supo que el tipo la agarraría por la mandíbula con fuerza y le estrecharía la cara contra su estómago para inmovilizarla. Aquella era una posición degradante que humillaba y acobardaba, y que le facilitaba a Fitzherbert inyectarle otro sedante.

Tenía que actuar rápidamente; sin pensarlo dos veces, se levantó de un salto, agarró la silla y se la colocó delante, a modo de escudo.

Y lo hizo en el momento más oportuno: justo cuando el guardia intentaba agarrarla.

Se giró hacia la izquierda y le dio un golpe con la silla en el estómago. A él se le escapó todo el aire de los pulmones, y se inclinó hacia delante debido al dolor. Entonces, Annabelle le golpeó la cabeza y él cayó al suelo sin conocimiento.

Algunos de los pacientes comenzaron a gritar de angustia, pero otros la vitorearon. Fitzpervert se colocó detrás del otro guardia para que le sirviera de parapeto y avisó a los refuerzos apretando un botón. Se disparó la alarma, y los pacientes, que ya estaban desconcertados, se pusieron frenéticos.

Las criaturas ya no se conformaban con pelearse a un lado; iban hacia ella, lentamente, provocándola.

–Oh, las cosas que te voy a hacer, niña.

–¡Oh, cuánto vas a gritar!

Cada vez estaban más cerca. Casi podía golpearlos. Giró sobre sí misma con fuerza, pero falló. Los monstruos se echaron a reír, se separaron e intentaron agarrarla.

Ella apartó un par de manos con un golpe de la silla, pero el otro se las arregló para arañarle el hombro. Annabelle se estremeció de dolor, pero lo ignoró y siguió girando. Sin embargo, solo golpeó el aire.

Las risotadas cada vez eran más intensas, y las criaturas también giraban a su alrededor, intentando alcanzarla constantemente.

Cuando Caballo se situó delante de ella, Annabelle le incrustó la silla por debajo de la barbilla, hizo entrechocar sus dientes y enviándole el cerebro, si acaso lo tenía, hacia la parte superior del cráneo. Al mismo tiempo, movió la pierna hacia atrás y le dio una patada en el estómago a Cuernos, que estaba a su espalda. Los dos monstruos se apartaron tambaleándose de ella. La sonrisa se les había borrado de la cara, por fin.

–¿Eso es todo lo que tenéis? –les preguntó Annabelle, para provocarlos.

Lo que tenía ella eran dos minutos más. Después, los guardias llegarían y la inmovilizarían, y Fitzpervert la sedaría. Annabelle quería terminar antes con aquellas criaturas.

–Vamos a averiguarlo –respondió Caballo con un siseo. Abrió la boca y rugió, y su espantoso aliento creó un viento imparable que empujó al pirómano contra Annabelle.

Seguramente, a todos los demás les pareció que el tipo iba hacia ella por voluntad propia, para sujetarla. Otro giro, y la silla lo lanzó a través de Caballo, como si el monstruo no fuera más que una neblina. Aquellas criaturas solo eran tangibles para ella.

En algún momento, Cuernos había conseguido situarse tras ella, y pudo arañarle de nuevo el hombro, que ya le sangraba.

El dolor ya no le resultaba soportable.

Se le empañaron los ojos. Oyó unas risotadas a su espalda, y supo que Cuernos estaba preparado para clavarle de nuevo las zarpas. Ella se echó hacia delante para salir de su alcance, pero tropezó.

Caballo la agarró por los antebrazos e impidió que cayera de bruces, pero le dio un puñetazo en la cara. Más dolor. Sin embargo, cuando él alzó las manos para darle otro golpe, ella ya estaba preparada. Alzó la silla y la sujetó contra su barbilla, de modo que él se rompió los nudillos contra el metal del asiento, no contra su cara. Su aullido de dolor reverberó por la habitación.

Annabelle oyó pasos a sus espaldas y dio una patada hacia atrás. Antes de posar el pie en el suelo, giró y estiró la otra pierna; con los tobillos entrelazados, le dio un golpe con ambos pies en el estómago. Cuando cayó al suelo, intentando tomar aire, ella le golpeó con la silla y le clavó el borde metálico en la tráquea.

Alrededor del monstruo se formó un charco de sangre negra que hizo borbotones en el suelo. Se elevó un vapor fétido que impregnó el aire.

Solo quedaba un minuto.

«Máximo daño», pensó.

Caballo la insultó con ira. Se acercó a ella de dos zancadas e intentó golpearla con los puños, pero ella esquivó los puñetazos agachándose y protegiéndose detrás de la silla y, a la vez, golpeándolo a él.

–¿Por qué habéis venido por mí? ¿Por qué? –le preguntó.

–Por diversión. ¿Por qué, si no?

Siempre hacía la misma pregunta, y siempre recibía la misma respuesta, aunque sus oponentes fueran distintos. Las criaturas solo aparecían una vez y, después de hacer estragos, desaparecían para siempre. Si sobrevivían.

Ella había llorado después de matar por primera vez, y por segunda y tercera, pese a que aquellos monstruos solo querían hacerle daño. Quitar una vida era horrible, fuera por el motivo que fuera. Oír el último aliento… ver apagarse la luz de los ojos de alguien… y saber que ella era la responsable… Sin embargo, en algún momento, el corazón se le había endurecido tanto que había dejado de llorar.

Por fin, llegaron los guardias. La atacaron por la espalda y la tiraron al suelo; al caer, ella se golpeó en la mejilla que ya tenía herida. Sintió un dolor agudo y notó el sabor metálico de la sangre en la boca. Vio luces brillantes y, poco a poco, fue quedándose ciega…

Aquella ceguera le provocó pánico; hizo que reviviera la mañana más espantosa de su vida.

–¡Soltadme! ¡Soltadme!

Una rodilla se hundió entre sus omóplatos, otra en su espalda y otra en la parte trasera de sus rodillas, y un montón de dedos se le clavaron en el cuerpo, hasta los huesos.

–Estate quieta.

–¡He dicho que me soltéis!

Caballo debía de haber huido, porque, de repente, el olor a podredumbre se convirtió en olor a beicon y a loción de afeitar, y ella sintió un aliento caliente en la mejilla. Se controló para no estremecerse, porque no quería que el doctor notara la repugnancia que le causaba tenerlo tan cerca.

–Ya está bien, Annabelle –le dijo Fitzpervert.

–No, nunca será suficiente –replicó ella, con toda la calma que pudo.

Él chasqueó la lengua.

–Deberías haber sido agradable. Yo podía haberte ayudado. Ahora, duerme –dijo.

–Ni se le ocurra…

Entonces, Annabelle notó un pinchazo en el cuello y, en un segundo, se quedó sin fuerzas. Aunque detestaba aquella sensación de impotencia y sabía que Fitzpervert iba a visitarla más tarde, aunque luchó para que no sucediera, la oscuridad se la tragó al instante.