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Walter Albán

Ciro Alegría Varona

Rolando Ames Cobián

Adriana Añi Montoya

Enrique Bernales Ballesteros

Manuel Burga

Federico Camino

Gianfranco Casuso

Francisco Cortés Rodas

Jean-François Courtine

Luis Fernando Crespo

David A. Crocker

Alonso Cueto

Federico de Cárdenas

Camila de Gamboa

Julio del Valle

Gonzalo Gamio Gehri

Miguel García-Baró

Diego García-Sayán

Miguel Giusti

Carlos B. Gutiérrez

Gustavo Gutiérrez

Javier Iguíñiz

Richard Kearney

Elizabeth Lira

José Ignacio López Soria

Sofía Macher

Reyes Mate

Juan E. Méndez

Mario Montalbetti

Cecilia Monteagudo

Pepi Patrón

Felipe Portocarrero Suárez

Rosemary Rizo-Patrón de Lerner

Elizabeth Salmón

Javier San Martín

Josef Sayer

Alberto Simons, S. J.

Kimberly Theidon

Carlos Thiebaut

Cecilia Tovar Samanez

Fidel Tubino

Álvaro L. M. Valls

João J. Vila-Chã

Felipe Zegarra

MIGUEL GIUSTI, GUSTAVO GUTIÉRREZ
Y ELIZABETH SALMÓN
(editores)

LA VERDAD NOS HACE LIBRES

Sobre las relaciones entre filosofía, derechos humanos, religión y universidad

Volumen de homenaje a Salomón Lerner Febres con motivo de la celebración de sus 70 años

La verdad nos hace libres. Sobre las relaciones entre filosofía, derechos humanos, religión y universidad
Miguel Giusti, Gustavo Gutiérrez y Elizabeth Salmón (editores)

© Miguel Giusti, Gustavo Gutiérrez y Elizabeth Salmón, 2016

© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2016
Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú
Teléfono: (51 1) 626-2650
Fax: (51 1) 626-2913
feditor@pucp.edu.pe
www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

Diseño de cubierta: Gisella Scheuch, sobre la base de la escultura Logos, de Margarita Checa, fotografiada por Alicia Benavides

Primera edición digital: noviembre de 2016

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

ISBN: 978-612-317-213-8

Salomón Lerner Febres

Introducción

Verdad y libertad son valores que han servido siempre de inspiración a la humanidad para orientar su destino como sociedad y como ámbito de realización de la vida individual. Pero la historia nos ha enseñado, con frecuencia de manera trágica, que en nombre de esos valores se han cometido muchos crímenes, ya sea porque se pretendía tener una propiedad exclusiva sobre ellos o ya sea porque se quería imponer un valor en contraposición al otro. Hemos terminado por aprender, pues, que la verdad y la libertad son ideales normativos que debemos buscar o perseguir sin descanso y que no podemos aspirar a uno de ellos sin el concurso del otro. Como bien sugiere la cita evangélica en la que se inspira el título de este libro, verdad y libertad son dos dimensiones esenciales, recíprocamente necesarias, de un proceso de búsqueda incesante de la humanidad.

Salomón Lerner Febres ha hecho de esta búsqueda una meta personal en su vida. A lo largo de los años ha ejercido cargos e incursionado en áreas de actividad que parecían estar, todos, orientados a buscar la verdad, a promover la libertad y a profundizar los vínculos que unen a estos valores entre sí. Ya sea como filósofo, como investigador, como creyente, como rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) o como presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), su vida parece haber estado inspirada por un ideal que promoviese la reflexión y alentase la conciliación entre verdad y libertad, tanto en una perspectiva teórica como práctica.

Queriendo evocar la amplia significación de esta metáfora evangélica y filosófica, en particular su pertinencia para el caso de Salomón, la hemos elegido para dar nombre al proyecto que congrega a muchos amigos en el deseo de expresarle un agradecimiento sincero y afectuoso. Deseamos, pues, con este volumen, rendir homenaje a Salomón Lerner Febres. La ocasión nos la brinda la celebración de sus 70 años, pero las razones de nuestro reconocimiento y nuestra gratitud se muestran de manera más elocuente en la variedad de los temas y la representatividad de los autores que han deseado estar presentes.

Le debemos gratitud a Salomón por su compromiso de toda una vida al servicio de la PUCP, de la que es rector emérito, luego de haber ejercido por 10 años el cargo de rector, además de muchos otros puestos directivos; por su dedicación intensa y abnegada a la docencia universitaria; por el valor de su obra filosófica y su contribución a la historia de la filosofía en el Perú; por el ejemplar papel que jugó en la conducción de la CVR y, de modo más general, por su firme compromiso con la causa de los derechos humanos, últimamente presidiendo el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP (IDEHPUCP); por su valiente y decisiva participación ética en los debates públicos nacionales; por su genuino testimonio de fe cristiana y sus aportes a las buenas relaciones entre la Universidad y la Iglesia; por su incansable apoyo a la cultura, en especial al cine y a la música, ejerciendo la presidencia de la Filmoteca y la Sociedad Filarmónica de Lima; en fin, por su generosa y bondadosa amistad.

Son, pues, muchos y hondos los motivos que nos llevan a expresarle nuestro reconocimiento. De ello dan claro testimonio los trabajos que componen este libro, en los que se pone de manifiesto una gratitud de amplio espectro que abarca casi todos los campos mencionados. La composición del volumen ha sido, en realidad, el resultado espontáneo de una convocatoria en la que se solicitaba simplemente expresar, de manera libre, algún motivo de complicidad con el homenaje que se estaba preparando. El libro refleja, así, de manera fidedigna, la vasta gama de razones que los colegas y amigos de Salomón hemos querido hacer explícitas como muestras de gratitud.

Para los editores, la iniciativa de organizar este homenaje ha sido entendida por eso principalmente como un modo de canalizar el deseo latente de muchas personas de dar expresión a su reconocimiento. Nos hemos reunido queriendo conjugar editorialmente los ámbitos de la filosofía académica, la reflexión sobre los derechos humanos y la intelección de la fe, para desde allí dirigir una invitación que permitiese la participación de profesores o expertos que, en diferentes perspectivas, quisieran manifestarle a Salomón su agradecimiento por la obra realizada o por las lecciones que nos ha dejado.

El volumen que presentamos comprende una amplia gama de contribuciones académicas y contiene igualmente una sección de semblanzas y testimonios de carácter más personal. Esto último nos exime de hacer aquí una presentación detallada de los méritos o las virtudes de Salomón. Queremos, más bien, manifestar nuestro agradecimiento a los autores que participan en el homenaje y hacer público, además, el entusiasmo que nos expresaron de poder sumarse a esta iniciativa.

Agradecemos al rectorado de la PUCP por el respaldo otorgado a esta iniciativa y a su Fondo Editorial por hacerse cargo de la publicación del volumen. Agradecemos igualmente a Rodrigo Ferradas y Alexandra Alván por el cuidadoso y eficiente trabajo de edición de los textos; a Mónica Belevan, Mariana Chu, Sebastián León y María Alejandra Valdez por la traducción de algunos artículos y a Cristina Alayza por su constante y generoso apoyo en estas tareas.

Expresamos, en fin, nuestro agradecimiento a Margarita Checa, creadora de la escultura Logos, que aparece en la portada; a Alicia Benavides, autora de la fotografía, y a Gisella Scheuch, responsable del diseño de la cubierta, por su generosa participación en el homenaje.

Nos unimos a todos los autores de este libro en el propósito unánime de expresar nuestro reconocimiento y nuestra gratitud a Salomón Lerner Febres por ofrecernos la lección y darnos testimonio, con su vida entera, de que la verdad nos hace libres.

Los editores

Semblanzas/testimonios

Con gratitud. A Salomón el Sabio

Miguel Giusti, Pontificia Universidad Católica del Perú

Cuando llegó a mis manos por primera vez, hace ya muchos años, la obra de teatro Natán el Sabio, de Gotthold Ephraim Lessing, me quedé muy impresionado por el hondo mensaje humanitario y por la fuerza dramática de aquella estupenda obra, pero tuve al mismo tiempo la sensación de que el personaje central, el judío Natán, era una figura tan admirable que parecía poco verosímil. Como se recordará, Natán es presentado en la obra como una persona que reúne cualidades muy valiosas, pero también muy disímiles entre sí: es un hombre cultivado, a la vez que un comerciante exitoso; un defensor de causas humanitarias y un político diestro en negociaciones complejas; una personalidad de gran prestigio y reconocimiento en toda la región, no solo entre los suyos, al mismo tiempo que un hombre bondadoso, capaz de gestos conmovedores de solidaridad con las personas más humildes. De él dice Saladino que «su Dios lo ha bendecido con los más grandes y los más pequeños beneficios: el más pequeño, la riqueza; el más grande, la sabiduría» (Lessing, 2010, p. 86). Pese a su sencillez, o quizás gracias a ella, Natán ejerce un extraordinario magnetismo entre quienes tratan con él e irradia sabiduría y bondad en muy diversas formas. Para describir a una persona así —se me ocurrió entonces—, fue seguramente indispensable para Lessing recurrir a una obra de teatro: solo con la ayuda de recursos dramáticos, con la posibilidad de presentar escenas o episodios vitales en los que fueran apareciendo sucesivamente las múltiples virtudes del protagonista, parecía posible componer un retrato coherente y armónico de su asombroso carácter.

Las dudas sobre la verosimilitud o la existencia posible de semejante personaje se me disiparon pocos años más tarde, cuando conocí a nuestro Salomón, a Salomón Lerner Febres. Descubrí entonces que una persona así podía efectivamente existir, aunque, claro está, no dejé de seguir sorprendiéndome por la tan afortunada convergencia de virtudes dispares en un solo individuo ni por el magnetismo que este era capaz de irradiar. No quiero llevar la comparación con el personaje de Natán más allá de lo estrictamente razonable, pero desearía, sí, destacar que, aun tratándose de personalidades únicas, originales, tienen en común el estar hechas, ambas, metafóricamente hablando, de una sola pieza, aun cuando en su composición intervengan materiales muy variados, muy valiosos y de muy difícil combinación. Siendo también en el caso de Salomón el Sabio una tarea casi temeraria el pretender hacer un recuento descriptivo y verosímil de sus cualidades, a lo mejor habría que emular a Lessing y valerse de los recursos teatrales para escenificar algunos episodios reveladores de su personalidad. Carezco lamentablemente de ese talento, pero me atrevo, pese a ello, a iniciar mi presentación evocando un par de anécdotas que nos ilustren de algún modo sobre sus virtudes. Y empiezo con dos de ellas, que me parecen de las más ostensibles y seguramente las más valiosas: su modestia y su bondad.

Una secretaria de nuestra universidad, a quien por razones de confidencialidad llamaré la señora Teresa, se encontraba en una ocasión en serios problemas familiares, con dificultades en su vida conyugal, con su madre enferma y en grandes apuros económicos. En medio de su desesperación, tomó la decisión —ya esto es revelador— de ir a buscar ayuda adonde el doctor Lerner. Salomón la recibió de inmediato, sin previa cita, como suele hacer con muchas otras personas, porque misteriosamente parece no faltarle nunca el tiempo para los demás. ¡Cómo sería el trato que recibió de parte de él que, al salir, la señora Teresa me comentó, con lágrimas en los ojos, que no podía creer que hubiese en el mundo una persona tan bondadosa! Salomón la había acogido con una actitud afectuosa y comprensiva, se había tomado todo el tiempo para escucharla y se había comprometido con ella, como si fuese realmente un asunto urgente también para él, a prestarle asistencia jurídica en sus litigios personales y a gestionarle un apoyo excepcional de la Universidad, además de ofrecerle una ayuda económica sin compromiso de devolución.

El caso del señor Ramírez, un viejo conserje de nuestra universidad, no dista mucho de la historia anterior. Cambio, también en este caso, deliberadamente algunos datos a fin de evitar su identificación. En una evaluación de rutina llevada a cabo por la administración central, se había tomado la decisión de hacer un recorte de personal y de despedir al señor Ramírez, pese a tener muchos años de servicio, por considerarse que su trabajo era en realidad superfluo o que su función no era ya indispensable para el funcionamiento de la institución. También el señor Ramírez consideró como algo natural ir a pedir ayuda a Salomón y encontró igualmente una inmediata acogida y la mejor buena voluntad para apoyarlo. En su caso, Salomón exhibió un rasgo peculiar de su bondad, también habitual en él, que es el de dar un valor especial a los lazos de solidaridad que se van creando a través de los años en la comunidad de trabajadores de la universidad, de mostrar aprecio por las personas con sus enteras historias familiares, más allá de los criterios anónimos de la rentabilidad organizacional. En esta ocasión, libró una verdadera batalla para obtener una rectificación de aquella medida administrativa y obtuvo sagazmente una fórmula de compromiso, que fue la de garantizar que él le daría cabida en una de sus oficinas y a cargo de su propio presupuesto. Logró así retener al señor Ramírez en un puesto de trabajo, por cierto en uno útil, y le hizo un favor no solo a una persona necesitada sino también a la tradición de solidaridad de nuestra propia comunidad.

Son solo dos casos de los muchos que yo conozco personalmente, y no es una mera presunción decir que de ellos hay cientos, muchos conocidos y muchos otros que no se conocerán, porque si han llegado a filtrarse ha sido contraviniendo el estricto sigilo que guarda Salomón al respecto. Como es obvio, los casos no se refieren únicamente al personal administrativo ni solo a los trabajadores de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Es una actitud bondadosa que se manifiesta también con claridad ante los colegas, los estudiantes, los amigos, ante quienquiera que sea, porque ella forma parte de un estilo de vida benevolente en relación con todos. Pero he seleccionado estos casos de personas con menos recursos, no simplemente económicos, sino sobre todo de poder, porque frente a ellos resalta con más claridad la gratuidad de los gestos generosos de una persona. Luego de muchos años trabajando en diferentes puestos de gestión en la Universidad, me he llegado a convencer de que el trato con el personal administrativo más modesto —la atención que les prestamos, la forma en que nos relacionamos con ellos— es un verdadero termómetro de la calidad de nuestra conducta personal en la vida. ¿Podrá alguien sorprenderse de que el día del cumpleaños de Salomón, año tras año, se forme una fila muy larga de empleados, colegas, amigos, esperando todos poder expresarle de alguna manera el agradecimiento que sienten por sus continuas expresiones de bondad, aunque sea con un abrazo? Así también era Natán: un hombre sencillo y generoso que despertaba la admiración y el afecto de las personas más humildes.

Pero a la bondad se le suma, como hemos dicho y es igualmente ostensible, la modestia. La modestia, esa virtud tan escasa entre intelectuales, políticos o autoridades, Salomón la lleva en la piel, la ha integrado, por así decir, a su forma de ser y la exhibe incluso en su entera gestualidad corporal. En un país tan dado a la ostentación, tan proclive a los alardes y a la invención de méritos inexistentes con el ingenuo propósito de simular un valor que no se tiene, la modestia parece merecer solo el desdén, cuando no la suspicacia. Pero, contrariamente a lo que piensa la mayoría, la modestia no es una debilidad, sino una fortaleza. Salomón ha ejercido a lo largo de su vida muchos cargos de alta responsabilidad y en todos ellos ha dado muestras de una modestia tan visible como inusual, poniendo siempre el sello de un talante austero al que no le hacen falta los adornos engañosos de las falsas apariencias. Hace pocos meses, al publicarse las fotos en las que recibió una condecoración del gobierno de Bélgica, una de las tantas condecoraciones de las que ha sido merecedor, un colega del extranjero comentó, muy consciente del insólito contraste al que aludía, que le había impresionado la «deslumbrante modestia» que se percibía en la actitud de Salomón al recibirla.

El contraste se hace más patente porque Salomón tiene otras virtudes que no suelen acompañar a las anteriores. Ha sido favorecido, por lo pronto, con una inteligencia a la que conviene, sin ninguna duda, el calificativo de brillante. Acostumbrado desde niño a ser siempre el primero de la clase, pudo comprobar permanentemente que su rendimiento intelectual se hallaba muy por encima del de sus compañeros: al ingresar a la universidad, al realizar sus estudios de filosofía y de derecho en el Perú y el extranjero, al beneficiarse de becas y premios que reconocían su talento. Hizo su doctorado en filosofía en la Universidad Católica de Lovaina con los honores de un trabajo sobresaliente sobre el problema del nihilismo en la obra de Martin Heidegger. Eso debe, por supuesto, destacarse en su debida dimensión, porque en una tesis de doctorado uno pone su atención e invierte su energía intelectual por largo tiempo en aquello que más lo apasiona o más lo preocupa. En el caso de Salomón, fue la meditación profunda que lleva a cabo Heidegger sobre la pérdida de sentido de la existencia en el seno de una tradición y una cultura marcadas por el vaciamiento de la ética y el abandono de las preguntas esenciales, en pocas palabras y en el lenguaje del propio Heidegger, por el olvido del ser. Esta sangre metafísica ha corrido siempre por las venas de Salomón: las grandes interrogantes de la vida, de la ética, del lenguaje, del ser, han capturado su interés intelectual y su compromiso vital, y han sido, además, la savia que ha alimentado sus variadas tareas de profesor, de ensayista, de autoridad académica, de personalidad pública.

Pero la suya es, además, la inteligencia de un visionario y de un arquitecto de instituciones. También en esto guarda, por cierto, un parentesco con Natán, cuya sabiduría era altamente apreciada por cristianos, judíos y musulmanes, quienes solicitaban su consejo con asiduidad. Quizás no hace mucha falta explicar la afortunada fusión, en Salomón, de estas dos cualidades —la del visionario y la del arquitecto— porque sus huellas son suficientemente visibles en todas las instituciones que le ha tocado en suerte presidir. Se trate de la jefatura del Departamento de Humanidades o del rectorado de la PUCP, de la presidencia de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), de la dirección del Instituto de Democracia y Derechos Humanos (IDEHPUCP), de la presidencia de la Sociedad Filarmónica de Lima o tan solo, acaso, de la organización de un congreso o de una reunión de colegas de la sección; en todos los casos ha sido siempre sorprendente el despliegue de imaginación, creatividad y destreza ejecutiva con que ha enfrentado esas tareas, así como el impulso vital que dio a cuanto emprendió. Cuando digo «inteligencia visionaria», me refiero a que Salomón ha poseído siempre, y con abundancia, esa capacidad de adelantarse a los acontecimientos, de proyectar al futuro los ideales, de trazar estrategias para alcanzarlos, de atender con inteligencia las debilidades y potenciar las fortalezas que nos son propias, esa capacidad, digo, que en buen castellano se llama visión, pero que hoy se ha trivializado y convertido en una fórmula estereotipada del ideario obligado de la mayoría de las instituciones o corporaciones sociales. Como jefe del Departamento de Humanidades, Salomón, arquitecto visionario, reformó la entera estructura de las secciones, logró encender, por así decir, un pequeño motor que puso en actividad todas las funciones y tareas de los profesores, impulsó la especialización de jóvenes estudiantes en el extranjero para que volvieran con un doctorado a enriquecer la plana docente, fomentó un sinnúmero de actividades académicas internas y públicas y, por si fuera poco, se las ingenió para hallar los recursos financieros que hicieran posible levantar el edificio que actualmente alberga al Departamento de Humanidades, así como para construir un auditorio que sigue siendo, aún hoy, el más solemne, el más sobrio y el más elegante de nuestro campus.

Visionario y arquitecto inteligente ha sido Salomón de modo especial en la conducción de la PUCP. En los 10 años de su gestión como rector, la Universidad experimentó una transformación notable y ejerció un protagonismo hasta entonces inédito en la vida pública del país. No solo puso la casa en orden —me refiero a que se ocupó de sanear y regularizar una gran cantidad de asuntos administrativos de nuestra casa de estudios que requerían de solución—, sino que rediseñó por completo la organización interna de la institución, la adaptó a las necesidades de los nuevos tiempos, puso en movimiento una reflexión de la comunidad universitaria en torno a los desafíos por afrontar, hizo los más grandes esfuerzos por lograr un acuerdo con la jerarquía de la Iglesia, impulsó la mística cristiana de la comunidad universitaria y tomó importantes decisiones sobre la creación de nuevas facultades o institutos que pusieran en práctica su oportuna y original visión de la Universidad. No siempre se conserva en la memoria cuán especial fue ese momento histórico para la Universidad Católica y por eso conviene que recuerde aquí que fue bajo la gestión de Salomón que se crearon las facultades de Comunicaciones, de Arquitectura, de Gestión; que se rediseñó y reestructuró el Centro Cultural; que se fundó CENTRUM; que se proyectó la Escuela de Música, se relanzó el Teatro de la Universidad Católica y se sentaron las bases de una nueva facultad de Artes Escénicas; que se impulsaron nuevos centros e institutos de investigación y que se dio inicio al más importante proceso de incorporación de nuestra universidad a las redes internacionales de cooperación y acreditación. Fue un periodo de gran creatividad institucional en el que se tenía la impresión de que la Universidad andaba verdaderamente al ritmo de los nuevos tiempos, por no decir que se adelantaba a ellos, y que experimentaba una renovación acelerada de sus potencialidades académicas y administrativas.

Pero la Universidad Católica asumió también durante su gestión un protagonismo en la vida pública que hacía honor a su identidad institucional y a su compromiso ético con el país. Eran tiempos oscuros y difíciles los de entonces, en los que reinaba, con prepotente holgura, en el Perú, el fujimorismo, un gobierno autoritario y corrupto que había conseguido con malas artes hacerse del control sobre todos los poderes del Estado, incluida la prensa, y que iba destruyendo, una tras otra, las instituciones democráticas del país. En ese clima enrarecido de múltiples voces condescendientes o cómplices de la corrupción, la Universidad Católica hizo sentir con regularidad su voz de protesta en nombre de valores éticos o principios democráticos, sentando públicamente una posición principista ante la opinión pública nacional, aun corriendo el riesgo de exponerse a represalias de parte de una autoridad gubernamental entonces monolítica y omnipresente. Salomón dio entonces muestras de valentía y de un firme sentido tanto de la responsabilidad como de la oportunidad en la defensa de la democracia.

Esa lección de ética pública, y la bien ganada reputación de haber sido su principal promotor, jugaron sin duda un papel importante en su posterior nombramiento como presidente de la CVR. Conviene recordar que fue el gobierno de Valentín Paniagua —mirado hoy, retrospectivamente, con seguridad como un oasis de respeto a la democracia y a la institucionalidad en el desértico panorama de la historia reciente de nuestro país—, que fue ese gobierno, decía, el que lo eligió presidente de la Comisión en virtud de haber sido considerado, por el entero gabinete ministerial, como la personalidad pública que gozaba de mayor autoridad moral y que poseía las mejores calificaciones académicas y profesionales para hacerse cargo de tan delicada y trascendental tarea.

Podría sostenerse seguramente que el encargo de la presidencia de la CVR sorprendió a Salomón y produjo un giro en su vida que habría de marcar toda su actividad posterior. Pero con una mirada más atenta, o más honda, y sobre la base de lo que hemos comentado anteriormente, podría decirse también que, en cierto modo, Salomón estaba predestinado para ejercer un cargo de esa magnitud. Su formación filosófica, su conducta personal, su compromiso con la defensa de la ética pública, su espíritu visionario y su capacidad ejecutiva, esa combinación venturosa de cualidades, parecían haberlo colocado en el momento y el lugar oportunos, en el kairos, para ser el candidato ideal a ejercer el puesto. Vuelve a mi mente el viejo y sabio Natán, a quien tocó en suerte aceptar el reto del sultán Saladino para definir precisamente cuál era la verdad de las religiones o cuál era la religión verdadera, y demostró estar a la altura del reto porque respondió con la magistral fábula de los anillos, que se ha convertido en un documento de proverbial sabiduría ética sobre la importancia de la tolerancia y el humanitarismo para la convivencia pacífica entre las culturas. Recuerdo una anécdota que puede sernos reveladora sobre la predestinación de la que vengo hablando. El día mismo en que Salomón recibió la noticia del gobierno de su nombramiento como presidente de la CVR, me había dado una cita en su despacho rectoral para que acompañara al destacado filósofo español Carlos Thiebaut, entonces de visita en nuestro campus, a saludarlo y tener una breve entrevista con él. Carlos Thiebaut —quien por cierto participa también de este homenaje con un ensayo— acababa de publicar un estupendo libro titulado De la tolerancia, en el que analiza las raíces éticas del concepto y las vincula al trabajo de las comisiones de la verdad existentes en el mundo hasta aquel momento (1999). Por supuesto, Salomón guardó in pectore la noticia de su nombramiento, de la que nos enteraríamos solo unos días más tarde. Pero la entrevista, que debía ser un saludo rutinario y que estaba pactada para unos pocos minutos, duró más de dos horas. Salomón planteó desde el inicio, casi a boca de jarro, cuestiones fundamentales sobre el sentido de la verdad ética en una sociedad, sobre los alcances teóricos o políticos que debía tener el trabajo de una comisión sobre el tema y sobre la relación entre la justicia y el perdón. Sostuvimos entonces una larga y apasionante conversación, en la que podía apreciarse —lo comentamos luego con Carlos— no solo con cuánta perspicacia y profundidad percibía Salomón la complejidad del problema, sino además de cuántos recursos, personales y teóricos, parecía disponer para conducir él mismo eventualmente un proceso como el que fue materia de la discusión.

Creo que puede decirse con justicia que el trabajo y el Informe final de la CVR llevan claramente el sello personal de Salomón. Encargos políticos de esta naturaleza, sobre todo en el Perú, suelen trabarse en el camino, sufrir recortes o rendirse ante los obstáculos, muchos de ellos meros cálculos políticos, que se confabulan para impedir su cumplimiento. De todo eso hubo algo, pero Salomón mostró la tenacidad y la eficacia que le conocemos, obtuvo el respaldo de la comunidad internacional, montó un equipo de cientos de personas entre las que se distribuyeron las tareas, dirigió lúcidamente esa gran empresa moral tan importante para el país y cumplió con entregar en la fecha prevista un Informe final de 9 volúmenes que sobrepasaba en mucho las expectativas. Fue un verdadero trabajo de equipo, porque parte de su sello personal es precisamente congregar a muchos colaboradores, concertar sus voces, infundir mística en el grupo y saber reconocer los aportes de cada quien. La entera comunidad de activistas de derechos humanos y una amplísima gama de intelectuales se sumaron a la empresa y fueron convenciéndose paulatinamente no solo del buen rumbo que adoptaba el proyecto sino también de la calidad del liderazgo que ejercía Salomón.

Pero si hubo un rasgo que podría considerarse distintivo del trabajo de la Comisión del Perú, uno que replicaba a escala pública el estilo ético personal de su propio presidente, fue el de fijar su atención principalmente en la experiencia de las víctimas de la violencia. A través de audiencias públicas, de entrevistas personales, de visitas a los lugares más apartados y de muchos otros recursos, la CVR se propuso generar la confianza indispensable para que quienes más sufrieron el terror tuvieran la posibilidad de hacer sentir su voz y expresar su derecho a reclamar justicia. Gracias a esa opción y a esa estrategia de investigación, la CVR hizo un doble descubrimiento cuya revelación en el Informe final sería inusitada y desgarradora: de un lado, que, a diferencia de otros conflictos armados en la historia precedente, el movimiento político subversivo Sendero Luminoso tenía en su haber muchas más muertes que las fuerzas del orden y, de otro lado, que la gran mayoría de víctimas de la violencia había sido esa misma población, los campesinos indígenas, que por centurias han padecido toda suerte de escarnios en nuestro país y en cuyo nombre, trágica paradoja, los subversivos pretendían hacer una revolución. Secularmente maltratados y postergados, los campesinos de la región andina podrían hacer suyo aquel legendario reclamo:

Nos desprecian por ser indígenas, pero, ¿es que un indígena no tiene ojos? ¿No tiene manos, órganos, medidas, sentidos, afectos, pasiones? ¿Acaso no se alimenta de la misma comida, no es herido por las mismas armas, no sufre las mismas enfermedades, no es curado por los mismos medios, no siente frío y calor en el mismo invierno y el mismo verano que los demás peruanos? Si nos hieren, ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenan, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajan, ¿no nos vengaremos?1.

No es este naturalmente el lugar ni el momento para hacer un balance del trabajo de la CVR. Su Informe final es uno de esos documentos históricos, como las constituciones políticas o las declaraciones universales de derechos, que no pierden su vigencia con el tiempo y más bien necesitan que el tiempo los ayude a alcanzar su verdadera relevancia. Aquí solo desearía observar que, puesta la mirada en la experiencia de las víctimas, la pregunta central de la investigación no podía restringirse al recuento de los crímenes, sino que debía extenderse a indagar por las causas inmediatas, mediatas y remotas del fracaso de un proyecto nacional del que el conflicto armado interno era una última expresión. La CVR fue muy ambiciosa en el trazado de sus metas y produjo por eso un documento de gran calado, que contiene una honda meditación sobre las causas y los responsables de la violencia en el Perú. No le tembló tampoco la mano en el momento de asignar responsabilidades, nuevamente inmediatas, mediatas y remotas, de los hechos de violencia, y por eso encontró una enconada resistencia de parte de la mayoría de la clase política peruana, para la cual parecía preferible ignorar su responsabilidad, culpar a los terroristas, ya derrotados, de todo lo ocurrido y disponerse a continuar repitiendo la misma historia de discriminación y vejámenes contra las mismas víctimas. Es muy larga la sucesión de malentendidos, la mayoría premeditados, que se han generado con respecto al informe de la CVR, pero ello es solo un reflejo de la insensatez y la falta de responsabilidad de la clase dirigente del país que se resiste a hacer un verdadero examen de conciencia sobre el cambio de rumbo que haría falta en nuestra historia. Por mucho tiempo se han escuchado además las réplicas de los políticos pragmáticos, recientemente incluso de algunos nuevos intelectuales, que usan el argumento falaz, aunque de apariencia persuasiva, según el cual si el mensaje no obtiene el consenso o la aquiescencia de los destinatarios, entonces el problema está en el mensaje. La verdad, según ese argumento, termina por ser lo que la gente o lo que la clase política desea escuchar. El argumento no solo es falaz —porque la función de la verdad puede consistir precisamente en sacudirnos del marasmo moral—, sino que es también autodestructivo, porque parece condenarnos a repetir la historia que con obstinación preferimos olvidar.

La comunidad internacional, en cambio, tuvo una reacción prácticamente unánime de reconocimiento del trabajo de la CVR, incluso como aporte decisivo a la reflexión sobre la justicia transicional en el mundo, y quiso valorar la conducta de su presidente haciéndolo merecedor de un sinnúmero de condecoraciones oficiales. Recuerdo que fue nombrado Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor del Gobierno de Francia; Gran Oficial de la Orden al Mérito de la República de Polonia; que recibió el Premio de Derechos Humanos de la Fundación Friedrich Ebert de Alemania; el Premio Internacional Derechos Humanos de la Asociación Pro Derechos Humanos de España; la Medalla Willy Brandt, otorgada por la Comisión Brandt; el Premio Doctor Carlos Martínez Durán de la Unión de Universidades de América Latina; el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de la Sorbona de París y la Orden de la Corona Belga en el Grado de Comendador. Han sido, por supuesto, muchos más los reconocimientos que recibió, también por otras razones o méritos, pero todos los que he nombrado están vinculados a la valoración de su labor al frente de la CVR y a su contribución a la reconstrucción de la democracia en el Perú.

En la formación de toda personalidad —proceso siempre sujeto a virajes misteriosos— hay capas subterráneas que nos moldean sin saberlo y experiencias familiares que pueden hacernos formar parte de un destino. En el caso de Salomón, no puedo dejar de mencionar que su familia, su propio padre, Pedro Lerner Kligman, tuvo que huir de una pequeña ciudad situada en el corazón de Moldavia, la ciudad de Yedenitz, a causa de las implacables persecuciones de las que fueron víctimas los judíos en las primeras décadas del siglo XX. Toda una región de asentamientos judíos o de localidades en que cohabitaban pacíficamente judíos y cristianos en Europa del Este fue evacuada por la fuerza, lo que produjo una diáspora dolorosa y la ruptura de muchos lazos familiares, cuando no sencillamente la condena a muerte de comunidades enteras a manos del nazismo. Los avatares del destino llevarían a su padre a afincarse en Arequipa, en donde contraería matrimonio con Otilia Febres Tapia, una joven profundamente católica, desafiando ambos, con su decisión, que era un acto de amor, los prejuicios de las tradiciones a las que pertenecían y poniendo por sobre ellos valores superiores2. Esa terrible experiencia del desarraigo, el sentimiento de pertenencia a una estirpe y a una familia diezmadas por la violencia irracional y la fobia étnica de las que son capaces los seres humanos parecen haber dejado hondas huellas en la personalidad de Salomón y han contribuido con seguridad a volverlo particularmente sensible ante el dolor ajeno, a tener oídos para escuchar la voz de las víctimas, a experimentar la solidaridad con quienes sufren cualquier forma de discriminación, a indignarse ante la injusticia. Hay allí una fuente de motivación moral que marca de algún modo el curso que fue siguiendo su historia personal y que se deja percibir indirectamente en los temas que eligió estudiar, en su necesidad de ir sembrando comunidades solidarias en la vida, en su oficio de arquitecto y constructor y en muchas otras tareas que asumió, en particular en la conducción de una Comisión de la Verdad que restaurase la honra e hiciese justicia con las víctimas de la discriminación en el Perú.

Salomón optó por la religión de su madre y se propuso y ha dado testimonio de ser un buen cristiano. Un hombre de fe, un investigador de las relaciones de la filosofía con la teología, un promotor de los valores cristianos y un convencido de la necesidad de cultivar la identidad católica de la Universidad, además por supuesto de ser, por lo ya dicho, un buen samaritano. En todas las tareas que ha desempeñado, ha querido hacer explícita su fe, con la discreción y la gravedad propias de su estilo personal. Cuando ejerció el rectorado de la Universidad Católica logró conciliar de manera fructífera la práctica de la autonomía de la investigación y la docencia con el fomento del espíritu cristiano de la institución, así como con el mantenimiento de una mística solidaria en la comunidad universitaria. Convencido, como buen filósofo y como lúcido creyente, de que la verdad es una sola, sabía que promover su búsqueda sincera y desinteresada equivalía a alentar la conciliación entre la fe y la cultura, así como a tender puentes entre el saber y la ética. Y fue, mejor dicho, sigue siendo, un partidario decidido de la necesidad de generar lazos de afecto, fidelidad y complicidad intelectual entre todos los miembros de la universidad.

Una palabra al menos debería ser dicha, en este tentativo y fragmentario retrato de la personalidad de Salomón el Sabio, sobre su sensibilidad estética y musical. No me refiero, por cierto, a un rasgo que pudiera ser considerado secundario de su forma de ser, sino a uno tan esencial como los anteriores, pero que los complementa y enriquece de manera, nuevamente, insospechada. Desde muy joven, Salomón mostró una sensibilidad especial por el cine y la música clásica, que lo llevaron a convertirse en un devorador de buenas películas y a cultivar casi profesionalmente su oído musical y que lo condujeron, además, dadas sus dotes de emprendedor, a organizar con asiduidad cine-foros y conciertos de cámara en los diversos puestos que ocupó. Siendo rector, en momentos en que el Estado olvidaba sus obligaciones con la cultura y dejaba languidecer sus responsabilidades sobre todas las artes, tuvo el sentido de la oportunidad de adquirir, para la Universidad Católica, la Filmoteca de Lima, prestando así un servicio adicional al país, pues asumía el compromiso de preservar institucionalmente el repertorio cinematográfico nacional. Y, por su amor a la música, no solo se hizo de una colección personal muy valiosa, sino que se dio a conocer como un promotor incansable de la cultura musical, hasta que la propia Sociedad Filarmónica de Lima, en reconocimiento a su dedicación, lo eligiera su presidente. Desde entonces, como consta a los amantes de la buena música, las temporadas de conciertos y las actividades diversas de la Sociedad Filarmónica —publicaciones, folletos, discos, ciclos de cine musical— se han incrementado y enriquecido notablemente. Todo ello es expresión de una sensibilidad estética que trasciende las fronteras del cine o de la música y que se extiende a otras formas de manifestación, como la poesía, la literatura, las artes plásticas, de todas las cuales Salomón es partícipe, conocedor y sugerente interlocutor. Esa sensibilidad es una dimensión de la existencia que nos ayuda a vivirla con mayor intensidad. Es la experiencia de la belleza que, sumada a la bondad y a la verdad, han constituido desde siempre el ideal comprehensivo de la libertad, tanto desde el punto de vista de la razón como desde el de la fe.

Para cerrar nuestro apurado compendio, debo hacer referencia a una última cualidad que es más bien una corriente vital que ha nutrido y encauzado permanentemente la actividad de Salomón, a saber, su vida familiar. Acaso por contraste con el desarraigo experimentado, Salomón ha echado raíces profundas en estas tierras y fundado, con Rosemary Rizo-Patrón, una familia sólida y ya numerosa con la que ha compartido sus ilusiones, sus fatigas y su vida cotidiana. Quienes los conocemos desde hace muchos años, sabemos cuán importante ha sido para él la compañía y el apoyo de Rosemary, tanto, que por momentos no se sabía bien quién de ellos era el roble y quién el junco. Los hemos visto formar una pareja cómplice de muchos proyectos, aliada en la realización de sus ideales y prestándose mutuamente un respaldo tan afectuoso como exigente en los momentos difíciles. Y hemos visto crecer y hacerse adultos a Pedro, a Patrick, a Sharon Jane y a Rosemarie, gozando del calor familiar y haciéndose partícipes de las peripecias visionarias y los trajines sacrificados de su padre. Salomón ha sido siempre un hombre muy cariñoso, no solo con sus hijos sino también con los hijos de sus amigos, a los que trata con entrañable familiaridad. Y ahora, en su nueva condición de abuelos, con la satisfacción de una vida realizada, vemos a Rosemary y Salomón volcar un afecto inagotable en el cuidado o el engreimiento de sus nietos, cuyas fotos inundan sus oficinas en innumerables escenas conmovedoras de orgullo patriarcal.

Con la gratitud de haber sido favorecido por su amistad y de haber podido aprender tanto de la originalidad, la energía y la irradiación de su personalidad, dedico estas líneas a Salomón Lerner Febres, en reconocimiento a la afortunada y aleccionadora confluencia de sus atributos: a su modestia, su bondad, su inteligencia privilegiada, su espíritu visionario, su destreza ejecutiva, su compromiso ético, su servicio al país, su solidaridad con las víctimas, su testimonio cristiano, su sensibilidad estética y su ejemplo de vida familiar. Poseedor de tantas cualidades pero hecho de una sola pieza, como el viejo Natán, él merece sin duda el nombre de Salomón el Sabio.

Bibliografía

Lessing, Gotthold Ephraim (2010). Natán el Sabio. Versión castellana de Stefanie Weiss y Luis de Tavira. México DF: Jus-Compañía Nacional de Teatro.

Thiebaut, Carlos (1999). De la tolerancia. Madrid: Antonio Machado.


1 Versión adaptada del monólogo de Shylock en El mercader de Venecia de William Shakespeare, acto III, escena I.

2 Paul Rizo-Patrón Boylan me ha hecho llegar gentilmente la siguiente información, por la que le estoy muy agradecido: «Salomón Lerner Febres es el hijo menor (de tres) de Pedro Lerner Kligman y de Otilia Febres Tapia, nieto paterno de Bernardo Lerner y de Rosa Kligman, ambos vecinos de Edintsi, en Besarabia (Moldavia, luego en el reino de Rumania); nieto materno de Rodolfo Febres y Andía y de Livia Tapia y Moscoso; bisnieto materno paterno de Aurora Andía y de don José Domingo Febres y Zúñiga, este, a su vez, hijo de José Mariano Febres y Carpio y de María Catalina Zúñiga y nieto paterno de Calixto Febres y de María del Carpio y Pantigoso (a su vez hija de Andrés del Carpio y de Francisca Pantigoso), todos estos, antiguos vecinos de Arequipa y de Mejía. Livia Tapia, abuela materna de don Salomón Lerner Febres era, por su parte, hija de Mariano Francisco de Tapia y de Victoria Moscoso, también arequipeños» (información proporcionada por Paul Rizo-Patrón Boylan, así como proveniente de apuntes de Felipe Voysest Zöllner y Mela Bryce de Tubino sobre familias arequipeñas).