hqgn248.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Mercedes Pérez Gallego

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nayeli. El regalo del duque, n.º 248 - octubre 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-744-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Nota de la autora

Biografía

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Créeme, en tu corazón

brilla la estrella de tu destino.

Fiedrich Schiller

 

 

 

 

Lo que puedes hacer

o has soñado que podrías hacer,

debes comenzarlo.

La osadía lleva en sí

genio, poder y magia.

Goethe

 

 

 

 

 

Para Leo, léeme desde las estrellas.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Londres, primavera de 1822

 

Dolerman House brillaba en todo su esplendor. Las farolas de la calle iluminaban la llegada de los carruajes mientras la luna llena se ocultaba y aparecía entre las nubes que surcaban el cielo londinense de una noche de mayo. La temporada estaba recién iniciada, pero no era ese el motivo del ir y venir de visitantes de alta alcurnia; lo que les traía hasta la mansión del duque de Ivory era contemplar con sus propios ojos que uno de los solteros estrella del país había regresado de su extraño exilio en la India y volvía a estar disponible.

Con una sonrisa en sus sensuales labios y haciendo gala de su exquisita educación, Andrew Perry fue recibiendo en solitario a sus invitados. Saludó ceremoniosamente a lord Liverpool, primer ministro de Jorge IV, y besó la mano de su anodina segunda esposa para después continuar con la larga lista de aristócratas que deseaban echarle un vistazo, solicitarle un favor o endosarle a alguna de sus hijas en edad casadera. Sin embargo, aunque lo disimulara, solo tenía ojos para el grupo que se formó a la entrada de su inmenso vestíbulo, el cual coreaba entre besos y saludos el tiempo que llevaban sin verse. Lord Michael Sinclair, recién llegado de Francia, estaba siendo objeto de interés por parte de la condesa Blackmoon, la vizcondesa Dermont, lady Elizabeth y la señora Vernot. Todas lucían atuendos elegantes y espectaculares joyas, pero no por ello dejaban de recibir significativas miradas de maledicencia de las matronas de la fiesta. A ninguna le pasaba desapercibida la belleza de aquel ramillete de mujeres que bien podían quitarle el protagonismo a sus jóvenes hijas a pesar de que la mayoría ya habían sido madres.

Andrew ocultó el regocijo que le inundó el imaginar cómo habría sido el encuentro entre Michael y Bella en la intimidad, ya que ambos eran amantes desde hacía muchos años. No obstante, disimulaban a la perfección de cara a la galería. Fue testigo de cómo su amigo se ofrecía con un gesto galante a acompañar a la supuesta viuda para hacer juntos la entrada en el salón y el resto del corro se reagrupó: Clarence cogió del codo a William, Axel dio la mano a Devon y Beth tomó de un brazo a Steve, quien a su vez ofrecía el otro a su hermana. Fue entonces cuando se percató de que Megan Cameron había estado estudiándolo. Al sentirse descubierta, ella le sonrió con un mohín de afabilidad no exento de ironía. Parecía una mujer observadora, atenta a los detalles, y se prometió dedicar un tiempo a conocerla. Pero no esa noche; cientos de invitados estaban pendientes de él y debía comportarse como exigía la etiqueta: siendo el duque de Ivory. Oportunidades habría para mostrar a Andrew Perry.

 

 

Sonaba el tercer vals de la noche cuando se atrevió a sacar a Axel a la pista. Apenas había tenido ocasión de departir con sus amigos, aunque Clarence había acudido en su auxilio en un par de ocasiones para librarle de algunas entrometidas y había bailado con ella. También con Beth y Bella.

Cada vez que pensó en invitar a la joven americana le había desazonado su sonrisa irónica y había dado marcha atrás, especulando qué sabría realmente de él. Aparte de sus íntimos, nadie conoció sus sentimientos hacia la señorita Birmingham, y si en alguna fiesta se les vio más unidos de lo normal se atribuyó al carácter galante del duque. Sin embargo, ignoraba qué confidencias habrían compartido las mujeres entre ellas.

Se centró en el objeto de su interés, perdiéndose en los ojos verdes, procurando desentenderse del magnífico vestido que dejaba los hombros al aire y realzaba los pechos y caderas de su portadora como si fuera una ninfa.

—¡Creí que no me sacarías nunca! —se quejó Axel con evidente sarcasmo.

—¿Acaso Devon te tiene mal atendida? Si es así, tendré que retarle en duelo. ¡No te perdí para que tuvieras quejas tan pronto!

Su risa espontánea le arrancó destellos de felicidad. Por mucho que pretendiera haberla olvidado resultaba imposible estar a su vera y no contagiarse de su alegría.

—Tranquilo, no habrá lugar… —Frunció la nariz con un mohín coqueto—. ¿Te hemos presentado las disculpas de tía Elena y Stephen? El pobre anda acatarrado y ella no quiso que se enfriara más… De todos modos, ya sabes que no son dados a las fiestas, aunque con la tuya hubieran hecho una excepción. ¡No todos los días se junta lo más granado de la sociedad para recibir a un duque!

Los labios sensuales se expandieron divertidos y a sus ojos asomó la eterna ironía que lo caracterizaba.

—¡Lo único que buscan es cotillear! Comprobar de primera mano si he perdido mis modales al mezclarme con los indígenas orientales. Escuché que corren rumores acerca de mi interés por las costumbres indias. Quizá esperaban verme del brazo de alguna princesa hindú. ¡Quién sabe! Pero, en el peor de los casos, lo que quieren es asegurarse de que sigo soltero para endilgarme a una ternera de ojos claros.

Axel trastabilló en la zancada arrancando la risa de Andrew por el rubor que cubrió su semblante.

—¡Vamos, Axel, no me digas que aún te sonrojas por comentarios como ese! ¡Eres una vizcondesa, por Dios!

—¡Y tú un duque que no debería usar semejantes expresiones! ¿No te da vergüenza? Las pobres ya lo pasan bastante mal con sus madres empujándolas como si fueran al matadero…

Él contestó a su reproche con un rictus cómico.

—¿Ves? Por eso las llamo terneras.

Ella echó de menos no tener a mano su abanico para golpearle un hombro, aunque no se contuvo de apretarle los dedos que ambos llevaban enguantados.

—¡Creí que la edad te haría menos cínico y más encantador!

—¿Aún más? —Su expresión de galanteador llenó de alborozo a Axel y, como siempre, se reflejó en su semblante. Él, aturdido, optó por campos más trillados que le distrajeran de su embobamiento—. ¿Cómo está tu hijo? ¿Lograste quitarle el azul de las manos?

La alusión al pequeño Andrew modificó los rasgos de la vizcondesa, dulcificándola.

—Fue Meg en realidad. Usó no sé qué hierba para conseguirlo, pero costó lo suyo, no creas. ¿Cuándo vas a venir a conocerlo?

—Mañana con toda probabilidad. Devon me ha invitado a almorzar. —Dada su sorpresa, comprendió que no sabía nada—. He andado demasiado ocupado proporcionando informes a mis socios y organizando esta alharaca. Estoy deseando retomar las buenas costumbres y recuperar a mis amigos.

—Devon me dijo que ocuparás tu escaño…

Andrew contuvo el anhelo de acariciar sus mejillas. Sabía cuánto significaba para ella que los políticos lucharan por mejoras sociales. Como tenía bien encauzados a su esposo y a Blake era evidente que solo le quedaba él.

—Descuida. Tienes en mí a un aliado.

—Eso no lo he dudado nunca —aseveró ella, deteniendo los pasos al tiempo que cesaba la música—. Por cierto, ¿por qué no has sacado a bailar a Meg? ¿No te parece una mujer atractiva?

Él simuló un terror desmesurado mientras la llevaba de regreso con su esposo.

—¿Estás ejerciendo de casamentera? No veo a la señorita Cameron con cara de ternera…

Los ojos verdes lo fulminaron sin querer disculpar la burla de su rostro. A cambio, Axel se volvió a su esposo y enlazó su brazo con energía.

—¿Cómo se te ocurre invitar a este desaprensivo a almorzar mañana? ¿No sabes que es el «día de las chicas»?

Devon Hunt enarcó una ceja, aunque sus ojos risueños desmintieron el olvido.

—¡Invadís mi casa todos los domingos! Me pareció justo tomarme la revancha. También se lo he dicho al resto —confesó.

Axel se dejó envolver por el grupo y lo besó en los labios con brevedad, el gesto pícaro.

—Ya hablaremos tú y yo más tarde… ¡Tu casa!

La mirada castaña mostró la adoración que sentía por ella.

—Es una manera de hablar, cariño. ¡Ya sabemos quién manda en ella!

Clarence golpeó el hombro de Devon con su abanico lila, conjuntado con el color de su vestido.

—Sí, ya sabemos quién maneja este grupo desde que se te ocurrió sacarla de Marion Hill. ¡Con lo bien que le sentaba el atuendo campestre!

De reojo, Andrew vio cómo la expresión de Megan Cameron se sumía en el desconcierto y se volvió hacia ella.

—Por su rostro, parece que últimamente se han portado de lo más decente. ¡Debe de ser que saco sus peores instintos a relucir! ¿Nunca había oído a Clarence celosa de Axel o a Beth besando el suelo que pisa? ¡Me temo que me he ausentado demasiado tiempo! Habrá que ponerle remedio a tantos años de tedio… Por cierto, ¿desde cuándo vive en Londres?

—Llegué hace dos años —confesó, aturdida por la abierta camaradería del corro.

Comenzó un vals de nuevo y Andrew tiró de su mano sin ningún preliminar, alentado por aquella voz ronca que le resultaba tan sensual.

—¿Y aún no ha pillado a un aristócrata? ¡Qué refrescante! Creo que será un placer mantener una conversación con usted.

El gesto de Megan se mantuvo serio, aunque lo siguió a la pista no deseando dar un espectáculo. Cuando él le sujetó la cintura ella se mantuvo hierática.

—¿No le gustamos los hombres con título? ¿Es usted declaradamente demócrata?

—No entiendo las relaciones sociales basadas en la desigualdad, si es a lo que se refiere; pero no creo que sea un tema para tratar bailando un vals —contestó esquiva, no sabiendo cómo lidiar con un hombre de semejante desenvoltura.

Andrew se perdió en el azabache de sus ojos y esbozó una sonrisa sincera mientras la estrechaba aún más contra su sólido cuerpo.

—Tiene usted razón, señorita Cameron. Mis disculpas. El vals se inventó para disfrutar de la proximidad del acompañante.

Ella no supo qué decir, asombrada por su descaro al cercarla. Había contemplado cómo devoraba a Axel con los ojos y estaba enterada de su fallido interés, por eso le sorprendió que ahora la abrazara a ella como si fuera la única mujer sobre la faz de la tierra. Se dijo que aquello debía de ser lo que temían las mujeres de buena reputación. Hombres que al tocarte te hacían sentir única.

 

 

Terminaron la velada con fuegos artificiales en los jardines que daban al Támesis. La mansión contaba con elegantes parterres en la entrada principal, sita en la calle Strand y con una extensa pradera ajardinada en la parte de atrás con terrazas que descendían hasta un embarcadero privado.

Mientras contemplaban el espectáculo entre aplausos y exclamaciones, Megan miró en rededor, asombrada de lo peculiar que le resultaba la residencia del duque de Ivory. Había imaginado un lugar suntuoso dado su título, pero comprobó que la residencia de los Blackmoon tenía más de todo, más escaleras, más alas, más decoración… Sin embargo, Dolerman House adolecía de una encantadora sencillez. Su doble planta de piedra blanca erguida sobre un basamento que cobijaba las habitaciones de los sirvientes y la bodega, contenía un primer piso para actos sociales y un segundo para las dependencias privadas, según le cuchicheó Beth. El edificio se remataba con una cresta de balaustrada y un tejado del que sobresalían cinco chimeneas. No obstante, lo que más le había impactado era la escalera de acceso a la terraza principal. Contaba con dos tramos paralelos de curvas contrapuestas a la que venían a confluir los dos caminos de grava que comenzaban tras la elaborada verja de hierro donde se distinguía el escudo de armas de la familia, el cual incluía un león, un castillo y una flor de lis. En aquella noche ceremoniosa la verja estaba abierta de par en par, aunque Megan observó que los caminos surgían de las puertas laterales, más pequeñas y menos adornadas, coronadas por farolas de gas como casi todo el recinto.

Andrew, que había notado su interés, se acercó con parsimonia, aceptando de paso los parabienes que sus invitados le otorgaban por la fastuosa fiesta mientras iban despidiéndose. Sabía que sus íntimos se quedarían hasta el final y no había temor de que la americana desapareciera antes de cruzar unas palabras con ella.

Un ligero tentempié les esperaba en una de las alas porticadas y tomó del brazo a la señorita Cameron con descuido, guiándola hacia la mesa que sus criados habían organizado con el esmero del que solían hacer gala. Bocaditos de delicatessen y espumoso champán recién servido abrió el apetito de su exclusivo grupo.

—¡Desde luego, tú sí que sabes organizar fiestas! —afirmó Clarence llevándose un sándwich de salmón a la boca.

William, divertido, se lo quitó antes de que tocara sus labios y se lo zampó con ademán provocativo.

—¿Insinúas que las nuestras son menos fastuosas? Tendré que quejarme, entonces, de vuestra capacidad, mi condesa…

Ella le abofeteó blandamente con su mano libre de guantes mientras una sonrisa gatuna se extendía por su boca.

—¡Eso era mío!

—Empiezas a ensanchar en las caderas, mi amor. Quizá te convengan más las delicias de puerro.

La mirada azul contuvo la risa mientras un rictus de reproche perfilaba sus bellos rasgos. Sabía que los miraban y le encantaba dar un espectáculo.

—¿Me estás llamando gorda?

—Tal vez deberíamos comentarle a nuestros amigos que vamos a agrandar la familia. ¡Además de tu preciosa tripa!

Blake había abrazado por la espalda a su esposa y le acariciaba sin disimulos las caderas mientras posaba sus labios sobre su sien, visiblemente enamorado.

—¡Blackmoon, por Dios, cómo os gusta dar la nota! ¡Luego decís de Axel! —reprochó Andrew, en apariencia enojado—. Hoy era mi —recalcó— día; y ahora lo habéis convertido en el vuestro. ¿A quién le importa que yo regrese si la condesa se empeña en darte herederos a manta? ¿No habéis tenido bastante con los gemelos?

Clarence se soltó de su marido para dar un beso al histriónico duque, arrancando risas y parabienes de los demás.

—No te pongas cascarrabias, que todos sabemos que te tirarás por los suelos para malcriarlos en cuanto tengas ocasión. Y si tanta envidia te da, búscate una duquesa que nos haga la competencia. ¿Verdad, chicas?

Beth alzó su copa y propuso un brindis con su habitual calma, chocando el cristal con el de su apuesto marido.

—¡Por la generación que seguirá nuestros pasos! Porque les eduquemos con los valores que hemos aprendido a desarrollar… ¡Y por Andrew, que, aunque estuvo lejos, jamás se apartó de nuestros corazones!

Los diez brindaron emocionados y después Steve besó a su mujer con una pasión que empujó al resto a seguir sus pasos.

Megan, sonrojada hasta lo más profundo de su escote, no supo dónde posar la mirada, así que Andrew la tomó del codo y la alejó hacia el interior de la pradera, dándole tiempo a serenarse.

—Me pareció que le gustaba mi casa…

Ella agradeció el giro que intentaba darle a la conversación, pero no pudo menos de mostrar su asombro por lo acontecido.

—Llevo dos años en Londres, alternando con los Valmont y los Blackmoon, y le aseguro que jamás les había visto tomarse tamañas libertades en público… He reído muchas veces con la deslenguada condesa, y con la ágil habilidad de Axel para replicarle, pero no estando sus esposos delante. ¡Creí que por eso habían establecido los almuerzos dominicales, para desfogarse de las tonterías!

Andrew frunció el ceño, sorprendido por sus palabras.

—¿Es usted conservadora? ¡Siendo americana la esperaba más progresista! Lo cierto es que se portan así porque no están en público como usted parece pensar. La amistad entre nosotros está enraizada desde muy antiguo y la libertad de palabra y hecho es absoluta, tanto en hombres como en mujeres.

Las mejillas de Megan se sonrojaron con violencia.

—Lo siento, no pretendía que sonara a reproche. Todo lo contrario. ¡Me resulta maravilloso que se comporten con semejante naturalidad! Me recuerdan a una gran familia. Es solo que no les había visto antes así.

Andrew se solazó por el comentario, que indirectamente le favorecía.

—Será que mi presencia, además de alentar el descaro, también provoca sentimientos hermosos.

A pesar de la oscuridad nocturna, Andrew, gran conocedor del género femenino, supo que había logrado aturullarla y una sonrisa victoriosa asomó a sus labios. Sin embargo, prefirió ganársela por otros derroteros.

—Le preguntaba por mi casa. ¿La encuentra de su gusto?

Los ojos negros le confrontaron, más segura Megan del terreno que pisaba.

—¡Mucho! Resulta de una sencillez conmovedora.

La carcajada del duque resonó en los jardines y atrajo la mirada de sus amigos, pero viendo que charlaba con la señorita Cameron retomaron sus bromas y carantoñas.

Ella se volvió a sonrojar, preguntándose si habría dicho algo incorrecto.

—Espero que sencillez no rime con simpleza —ironizó él.

—¿Hay manera de hablar con usted sin caer en malentendidos? —replicó, contrariada.

Andrew le tomó una mano que aún conservaba enguantada y le besó el dorso con parsimonia.

—Soy travieso por naturaleza. Discúlpeme. —Sin transición posó una mano sobre su cintura y la guio al interior del pabellón, iluminado por candelabros—. Esta casa se construyó hace trescientos años en un estilo clásico llamado Palladiano. Tengo la fortuna de que mis antepasados fueran tan dados a lo sencillo en arquitectura como yo mismo, si no, la habría derribado. Mi tía abuela Alberta era una apasionada pintora y su marido le construyó estas galerías para que trabajara en sus telas a lo largo de todo el año. Se conservan en las paredes del palacio. Cuando realice una visita más detenida se las mostraré. Si es que el arte le interesa.

—Me apasiona —confesó Megan, subyugada por las desconocidas facetas del duque. Había esperado de él un aristócrata fatuo y altivo, no un profundo conocedor de pintura y escultura.

—Entonces, le haré llegar una invitación formal para tomar el té y reanudaremos el tema —concluyó él.

Habían llegado donde sus amigos degustaban los últimos bocados y sacó a relucir su lado más bromista.

—¡Menos mal que mañana comeremos en tu casa, Devon! ¡Y que mis criados cenaron antes de la fiesta! ¡No habéis dejado ni las migas! Espero que no tuviera hambre, señorita Cameron.

Ella sonrió, integrada en el jolgorio del grupo.

—Por suerte, la cena resultó suficiente.

—¡Nadie lo diría al ver esta mesa!

—¡No olvides que ahora como por dos! —replicó Clarence, radiante, aunque de improviso su rostro se contrajo en un rictus de susto—. ¡Dios santo, espero que no sea de nuevo por tres!

—No diría yo que no —rio William, pasando la mano por la inexistente tripa de su esposa.

—¡Siempre tan arrogante, escocés! —masculló Andrew, recibiendo el aplauso de sus amigos varones.

Blake enarcó una ceja con ironía sin dejar de abrazar el esbelto cuerpo de Clarence.

—Burlaos, pero hasta ahora soy el único que tiene dos hijos.

Axel sujetó el brazo de Devon y le tentó con una insinuante sonrisa.

—Cariño, creo que deberíamos regresar a casa.

—¿Te ha motivado el reto de William? —replicó él, burlón y encantado.

—¡Como si nosotros necesitáramos retos para retozar!

—Señores, señoras —intervino Steve Cameron con fingida seriedad—. Se os olvida que contamos entre nuestros componentes con un miembro del género femenino que aún no ha pasado por el altar.

Todas las miradas confluyeron en Megan. Sus mejillas se incendiaron y reaccionó contra su hermano.

—Si no te importa, tengo veinticinco años, uno más que tú, y no soy ninguna mojigata. ¡He visto aparearse animales en dos continentes e incluso he ayudado en el parto de más de una yegua!

—Me quedo mucho más tranquilo, entonces —contestó flemático su hermano, ignorando el pellizco de Beth sobre su brazo.

—De todos modos, diría que es hora de que cada cual parta a su guarida —sugirió Michael con sorna, sin soltar de su abrazo la estrecha cintura de Bella Vernot—. Los criados del duque tienen trabajo por delante y nosotros habremos de recuperarnos para el magnífico ágape que los Valmont han prometido…

—¡Ya veremos si la señora Collins no os pone de patitas en la calle! —rio Axel—. ¡Cuando le sale su genio irlandés no se para en mientes con ningún lord!

—Ya envié aviso a Benson —la tranquilizó Devon.

—¡Perfecto! Pero mañana bajas tú a las cocinas y le cuentas que la idea de doblar el número de invitados fue tuya. Ya sabes que a mí me tiene en gran aprecio.

—¡Faltaría! —replicó Clarence, divertida.

—La sacaste de un tugurio de mala muerte para introducirla en el Centro y después te la llevaste a tu casa. ¡Como para que no te bese los pies! —coincidió por una vez Beth con su prima.

—¡No digáis que no supe valorar su talento! ¡Es una cocinera excelente!

—Te adelantaste, sí —admitió Steve—. Meg también le había echado el ojo.

Un carraspeo de Andrew les hizo retomar la idea de marcharse. Entre risas y algún que otro reproche por nimiedades recogieron sus capas y sombreros y abandonaron la fiesta sabiendo que podrían reanudarla al día siguiente como si el tiempo no hubiera transcurrido.