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La lupa de Beckett






Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Jordi Ibáñez Fanés

La lupa de Beckett

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 140


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



Filosofía, serie dirigida por

Francisca Pérez Carreño

© Jordi Ibáñez Fanés

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-210-2

Índice

Agradecimientos

Introducción

I. El texto invisible

II. Una lupa apócrifa. Beckett y las imágenes

III. Beckett y Duchamp. Un problema de ajedrez

Bibliografía

Agradecimientos

La idea de este libro se remonta a una ponencia sobre Beckett que sometí a discusión en la Societat d’Estudis Literaris del Institut d’Humanitats de Barcelona en la primavera del año 1997, y que está en la base de la parte final dedicada al ajedrez y a la relación entre Beckett y Duchamp. A mi contraponente en aquella ocasión, Robert Caner Liese, y al director de la SEL, Jordi Llovet, así como a todos los miembros participantes en el debate, les debo mi reconocimiento. Tampoco puedo dejar de agradecer la paciencia e interés que en su momento mostraron por esta Lupa Eugenio Trías, Juan Antonio Rodríguez Tous, Patxi Lanceros y Daniel Attala. Me temo que ellos tuvieron que enfrentarse a una versión mucho más confusa del texto que la que ahora tiene el lector entre sus manos. Debo agradecer también a Shanon Lawson, del Humanities Research Center de Austin, Texas, su amabilidad para confirmar –en realidad, más bien descifrar– un pasaje clave de la correspondencia de Beckett, en buena parte todavía inédita en el momento de redactar este trabajo. Una conversación con Dolors Oller sobre retórica y percepción espacial me proporcionó una serie de pistas decisivas para explicarme mejor la cuestión de partida planteada en el capítulo primero. Al final fue la inestimable ayuda de Francisca Pérez Carreño la que permitió que el manuscrito asumiera la última vuelta de tuerca necesaria para llegar a convertirse en libro. Las discusiones compartidas con ella, así como con Félix de Azúa y Gerard Vilar, en nuestros encuentros periódicos sobre arte, estética y filosofía, son la parte no escrita de este libro –y, sin duda, la mejor–.

Introducción

Esta Lupa surge de una viva envidia por la pintura. Decir esto no creo que constituya ninguna indiscreción. La envidia consiste en el ansia de ver hacia dentro del cuadro, y esta invidia se convierte entonces en un deseo que no puede satisfacerse ni con la comprensión de los correlatos discursivos o simbólicos latentes en las imágenes, ni en los esfuerzos por decir eso que se ve. El trato con las imágenes es en primera instancia algo visual. Pero no es tan evidente que las condiciones constitutivas de la visibilidad logren sustraerse a las jerarquías de lo discursivo, o viceversa. En este círculo crítico, el sentido se desmonta en una secuencia en la que lo dominante es la dificultad de decir eso que vemos superpuesta a la de ver eso que decimos. Pensar esta doble dificultad como una fisura a través de la cual pueda comparecer lo incomprensible para hacer el mundo más comprensible –para decirlo parafraseando una conocida expresión de Kleist– es una de las tareas más ambiciosas de este ensayo, aunque quizá por ello de las menos explicitadas.

Por lo demás, esta Lupa trata de la relación de Samuel Beckett con las imágenes. El tema de la relación de Beckett con las artes plásticas no es en absoluto raro en la prácticamente ya inabarcable bibliografía sobre el autor de Esperando a Godot1. Pero la pretensión de este ensayo es sobre todo la de sobreinscribir las posiciones de Beckett sobre la pintura en el horizonte de los llamados estudios visuales y otras posiciones teóricas colindantes. Pienso aquí especialmente en los trabajos de autores como Martin Jay, Rosalind Krauss, Hal Foster, Norman Bryson o Jonathan Crary, así como en la reconsideración teórica, por parte de estos historiadores y críticos de la cultura y el arte contemporáneos, del problema de la visión en un ámbito que podemos caracterizar, con palabras del mismo Samuel Beckett, como el de «la contemplación del mundo independientemente del principio de razón»2.

Este otro modo de ver supone un esfuerzo por pensar críticamente la modernidad, que a su vez es entendida como un proceso que conduce a la reificación imaginaria de lo real en el sentido de lo espectacular, tal como aparece formulado en La sociedad del espectáculo (1967) de Guy Debord. El desprestigio crítico que se da en esta constelación teórica de una visión ilusionista y productivista se combina con el esfuerzo por redescubrir a la visión misma en su estado de espontaneidad «salvaje» previo a toda reificación ideológica, no solamente de las imágenes, sino también de los procesos estratégicos de constitución de lo imaginario. Se trata, en suma, de tomar conciencia y repensar aquello que Martin Jay caracteriza como regímenes escópicos, y que suponen una comprensión de las condiciones de visibilidad a partir de las condiciones de percepción producidas por el poder de los procesos sociales hegemónicos en un momento histórico determinado3.

Por otra parte, una de las ideas nucleares de los llamados estudios visuales consiste en destacar como una de las marcas o indicios del paso de una modernidad a una supuesta posmodernidad la crisis de lo visual frente a lo textual4, su hipertrofia y su degradación, pero también su proliferación y su potencial como instrumento de comunicación y de subversión. La tensión que ello supone para la pervivencia de lo textual y lo discursivo estaría en la base tanto de un especial reforzamiento e intensificación de las potencias poéticas del lenguaje, como de un empobrecimiento del lenguaje de los medios de comunicación de masas, que invaden y se apoderan de los recursos expresivos de los individuos y de los grupos sociales. Los usos del lenguaje se volverían entonces extremos y se polarizarían hacia una exacerbación de la función poética y expresivista por un lado, convertida en reserva testimonial tanto de lo más revolucionario como de lo más apegado a determinadas tradiciones, y hacia un reflejo paródico de lo que en algún momento valió como diversidad de registros lingüísticos, la pérdida de control sobre los cuales hace que los actos de habla se conviertan a menudo en una parodia de lo disonante dentro de contextos pretendidamente comunicativos.

Los usos del lenguaje aparecen, desde la perspectiva de los estudios visuales, o bien como un campo arrasado ya por el poder, o bien como un territorio muy restringidamente audible a causa de su capacidad de resistencia expresiva y de su esfuerzo por mantener una relación transparente con el saber. El lenguaje se reduce a la visibilidad del eslogan y del titular, y pierde buena parte de su potencial argumentativo en favor de una supuesta, aunque en realidad muy deteriorada, eficacia comunicativa. El poder, según esta perspectiva teórica, necesitaría de espacios de relativa resistencia para desplegarse y expandirse, pero no núcleos tan irreductibles como inaudibles, y tampoco zonas de balbuceante y tontiloca sumisión. De acuerdo con esto, la tesis fuerte de los estudios visuales apuntaría al hecho de que el estándar de calidad en el que una sociedad imprime la marca de su poder se ha desplazado desde una supuesta competencia lingüística media a una competencia de reconocimiento y asimilación de imágenes sobreestimulada, y en la que se dirime la eficacia conformadora del poder y la habilidad en las estrategias de adaptación y sumisión. El ámbito de lo visual, la producción y el consumo de imágenes, sería donde el poder se manifestaría con más claridad, pero también –según esta tesis– donde la intervención crítica podría tener más eficacia5.

De este modo, parte de la teoría crítica contemporánea encontraría en la imagen la verdadera constitución conflictiva del espacio público, que ya no sería ciertamente el «público lector» en el que Kant fundamentaba el proceso de la Ilustración, sino el ojo público identificado con el ojo abstracto pero omnipresente del poder6. La activación de un supuesto inconsciente óptico supondría en este contexto la respuesta a un mecanismo de conversión espectral de lo real, que podemos relacionar, por ejemplo, tanto con la crítica de Guy Debord a las condiciones gnoseológicas impuestas por el capitalismo en su Sociedad del espectáculo, como con el carácter de conflicto siempre aplazado que Lacan sitúa en la constitución misma del sujeto como imago7.

Este tipo de planteamientos teóricos, dominantes en ciertos ámbitos de discusión sobre la cultura y el arte contemporáneos, nos retrotraen, al igual que sucede con el inconsciente óptico, a otra idea también benjaminiana: la de la imagen dialéctica. Benjamin no prestó atención a las imágenes autónomas del así llamado gran arte, pero sí a la dimensión imaginaria que los objetos, deslumbrantes o fantasmagóricos, adquieren en el flujo de lo cotidiano bajo el dominio del capitalismo y en el escenario de la metrópolis moderna. Su proyecto sobre los pasajes comerciales del París de la segunda mitad del XIX responde, como es sabido, a esta investigación. Y es en el marco de este trabajo donde formula la idea de un tipo de imagen capaz de activar de modo permanente aquello que ella misma rechaza en su constitución formal, que vuelve como un resto de visibilidad negativizada. Dicho de otro modo: la imagen dialéctica es aquella que arrastra consigo su propia sombra, la huella de todos los deseos a los que apela y, al mismo tiempo, niega –como si fuera una imposibilidad perceptible y desplazada a otra instancia, la de lo utópico o la de la teoría–. Esto es algo que, en una dirección, va hacia el descubrimiento surrealista del potencial asociativo del objeto y, en otra, a la reificación y al kitsch. La imagen dialéctica consiste de hecho en la inclusión de una perspectiva dialéctica que permite ver eso que se ve como un fracaso, como una argucia encubridora de las propias limitaciones y contradicciones de lo imaginario. Así relaciona Walter Benjamin, en un momento determinado de su Passagen-Werk, la imagen dialéctica con la rememoración e interpretación de los sueños: ver dialécticamente supone ver como frotándose los ojos al despertar, de manera que la imagen presente se confunde con la imagen soñada8. Lo más arcaico se confunde con lo más contemporáneo. Por eso los objetos sometidos al proceso de reificación característico del capitalismo, a partir del conocido análisis de Lukács en Historia y conciencia de clase, son vistos por Benjamin como si fueran fósiles. Y por eso también el tiempo histórico se muestra con sentido a partir de la gran sombra que el tiempo de la naturaleza proyecta sobre él. El inconsciente óptico, producido por una intervención inhumana o muy parcialmente humana como es la máquina fotográfica, se corresponde con la imagen dialéctica en la medida en que ésta es sometida de hecho a una desideologización y a una deshumanización. Sólo así las imágenes pueden ser vistas como las fantasmagorías de un mirar característicamente fantasmagórico. Y sólo un mirar radicalmente desnudo logra desprenderse de estas fantasmagorías. Un mirar que no dice, sino que sólo ve.

En el Passagen-Werk, Benjamin declara lo siguiente: «Método de este trabajo: el montaje literario. No tengo nada para decir. Sólo para mostrar. No voy a sustraer nada valioso, ni me apropiaré de formulaciones cargadas de ingenio. Sí en cambio de los harapos, de los desperdicios: no quiero inventariarlos, sino hacerles justicia de la única manera posible: empleándolos»9. La función de uso no solamente restablece el derecho que se le ha negado a lo inútil; también lo vuelve a hacer visible. Y es esta operación de restablecer unas condiciones de visibilidad negadas la que pone indirectamente en evidencia los procesos mediante los que el poder –y la historia como relato de los vencedores– administra eso que se ve y cómo se ve.

En este sentido, los estudios visuales suponen una actualización, una radicalización y, en ocasiones, una coagulación doctrinaria –a menudo más ilustrativa que ilustrada– de estas ideas benjaminianas. Pero el lector se preguntará qué tiene que ver todo esto con Beckett. Planteo esta pregunta prescindiendo intencionadamente de todos los esfuerzos por implicar la escritura beckettiana con polémicas contemporáneas como la discusión sobre la posmodernidad. Lois Oppenheim dedica un capítulo entero de su Painted Word a esta cuestión de la posmodernidad, y uno no logra desprenderse de la sensación de asistir a una tremenda ingenuidad académica que hubiera hecho encoger de hombros al mismo Beckett. Naturalmente, esto no quiere decir que no pueda ser un tipo de cuestión que nos interese. Pero quizá hay otras cuestiones que nos interesan más, simplemente porque –y esto acaso sea una presunción muy atrevida– pueden aspirar a no provocar la hipotética indiferencia de nuestro objeto de estudio. Así, si pensamos en qué incumben todos estos debates a Beckett, al margen de que sus textos sirvan para ilustrar unas ideas determinadas, no es difícil ni del todo estrambótico imaginar que el autor de Final de partida hubiera podido suscribir casi palabra por palabra la citada declaración de intenciones de Benjamin. Quizá para ello bastaría con adaptar la idea benjaminiana del montaje literario a la práctica beckettiana del monólogo, concebido de tal manera que el lenguaje represente el descentramiento del sujeto y su progresiva disolución en una especie de flujo lingüístico a la deriva. En este sentido, me interesa más la utilización de Beckett como figura ejemplar, o incluso como escritura ejemplar con respecto a un determinado modo de comprensión del mundo, que no como ejemplo de cómo andan las cosas, y con esta idea he recurrido a él para esta Lupa: apelando más a una hipotética ejemplaridad que no a un potencial para ejemplificar nada.

Esta suerte de vinculaciones nos permiten ver más la operatividad de los documentos de que disponemos que las intenciones que supuestamente inspiraron estos productos, y de las que sólo disponemos referencias a menudo confusas y contradictorias (en el caso de Beckett no hay duda de que premeditadamente confusas y contradictorias). No obstante, en la obra del escritor irlandés, y singularmente en sus breves pero decisivos escritos sobre pintura, nos encontramos con una serie de ideas que pueden ponerse en relación con todo lo dicho sobre el problema de la visibilidad, el poder y la razón. No al modo de una simple anticipación, pero sí como una perspectiva complementaria y en cierto modo –ésta es mi tesis– demasiado negligida en su momento, en el contexto del informalismo de posguerra, y ahora demasiado olvidada en nuestro momento, definible como un contexto que oscila entre la antipintura y las prácticas pospictóricas. Y ello a pesar de que en estos mismos contextos en los que creo que se ha producido tal olvido el mero hecho de pronunciar la palabra «Beckett» equivalga a mentar un auténtico fetiche del modernismo –¿y también del posmodernismo?: la verdad es que qué importa eso–. Con respecto a esto me parece revelador que al comentarle a un colega muy moderno y muy fashion (para entendernos) mis pesquisas sobre Beckett, pusiera dos ojos como platos, pero cuando le aclaré que no trabajaba sobre el Beckett de Bruce Nauman (para entendernos), sino sobre el Beckett amigo de Bram van Velde, hizo un inequívoco gesto de «vaya cosa más aburrida». Por cierto, otro de los objetivos no siempre explicitados de esta Lupa es el de repasar a contrapelo algunos de los lugares comunes del discurso hegemónico dominante entre los restos de serie de las vanguardias artísticas contemporáneas. Sobreinscribir: éste, ya lo he dicho, es el método historiográfico del libro. Y sobreinscribir no significa tachar, sino complicar las lecturas demasiado fáciles y consignatarias.

Pero volviendo a los vínculos ejemplares entre Beckett y las cuestiones expuestas desde la periferia teórica de los estudios visuales: en su momento veremos cómo la idea de fracaso, que aquí he asociado con la constitución dialéctica de la visibilidad según Benjamin, es central en el modo que Beckett tiene de entender las imágenes que más le interesan, y en particular la pintura de Bram van Velde.

Veremos también cómo hay una correlación entre el modo beckettiano de entender la escritura y el lenguaje y su esfuerzo –fugaz, pero no por ello menos incisivo– por «hacer otra cosa con las imágenes». Creo que esto puede entenderse mejor desde un marco teórico que asuma críticamente la centralidad de las imágenes como espacio de dominio y poder, y la posibilidad, repentinamente renovada –si es que hay algo que pueda ser repentino en la historia–, del lenguaje y la escritura como una base de acceso a otro modo de ver y otro modo de representar o producir visibilidad que no suponga una sujeción ciega a un régimen escópico hecho de deslumbramiento, avalancha de imágenes y fugacidad.

Aislar las imágenes como estructuras elementales de un fracaso supone destacar un esfuerzo de visión y representación distinto. Este otro modo, si bien asume la tentación de lo absoluto y lo trascendente romántico como trasfondo –algo que queda recogido en las posiciones de Beckett–, lo cierto es que también la supera mediante un giro a la inmanencia que ya sólo podemos entender dentro de una tradición radicalmente contemporánea. El viejo tema de la pintura romántica entendida como visión abismada en lo absoluto se convierte en un modo especial de entender lo informe como la representación inmediata del abismo. El hecho de que este nuevo abismo se pueda ver como el de la materia ruda –no convertida en forma–, o como el de lo interior prerracional, o incluso como el de la condición humana lanzada a la ceguera de todo presente, no debe hacernos olvidar que la pintura romántica rodea esta inmediatez mostrándonos a los que se esfuerzan por ver más allá, sin adentrarse en la representación aporética de lo invisible. La pintura romántica incluye al espectador dentro del cuadro como mirada implícita10. Esa mirada hace que lo invisible sea todavía visible. Nos muestra un paisaje que funciona como el escenario del límite en el que se refleja esa visión que busca ir «al fondo» de sí misma o, si se quiere, al «más allá» de las cosas. Con relación a esto, Beckett puede hacernos pensar en un cierto romanticismo de la mirada, su lupa puede parecernos un intento por adentrarse en el enigma de la representación destruyendo sus elementos ilusorios.

Pero el informalismo europeo de la segunda posguerra no busca representar a los que miran eso invisible, sino directamente la inhumana visión de lo imposible, y ahí nos encontramos plenamente a Beckett y Bram van Velde. Así, por ejemplo, fue en el fondo mismo de la visión más radicalmente abierta a la inmediatez de lo inmanente pictórico y en la coagulación paródica de los rasgos de autor y originalidad donde Bram van Velde pudo reinterpretar la lección del primitivismo en la pintura moderna. Fue una discreta lección de historia a la que Beckett asistió como testigo ocular y como cómplice dispuesto a comprometerse, hasta donde le fue posible, con unos pocos textos que, de hecho, nunca dejaron de ser una mezcla de gestos semiprivados de amistad. También eso, para mí al menos, contribuye a su ejemplaridad en medio de una historia hecha de vociferantes manifiestos y grandilocuentes cambios de paradigma.

* * *

Además de reconstruir del modo más productivo posible las ideas de Beckett sobre las imágenes del arte, esta Lupa busca plantear también otra cuestión que quedaría por así decirlo encerrada en la primera. Las premisas teóricas que dominan los estudios visuales y la iconoclastia de la teoría crítica contemporánea parecen conllevar un indefectible rechazo a la pintura. Para muchos de los teóricos y críticos comprometidos con esta orientación teórica, la pintura representa el ámbito residual de una celebración engañosa de los sentidos. O también, lo que es peor todavía, una esfera rezagada –con respecto a una vanguardia crítica puesta al día– en la que el gesto físico del artista se expresa sin ironía, y en la que las huellas de lo corpóreo no logran presentarse más que como la ilusa infatuación de un sentimentalismo y una subjetividad en fuera de juego. Frente al carácter liberador que el uso crítico del paradigma de la reproductibilidad técnica supone, la pintura ya sólo parece servir como el campo en el que la compulsión se pone en evidencia a sí misma. Desde esta perspectiva, la pintura no puede ser el emblema de una liberación, sino sólo la manifestación de un síntoma –el significante de un significado reprimido, según la célebre definición lacaniana de síntoma–. En el cuadro no puede haber «zonas de emoción», para decirlo con una expresión de Francis Bacon; únicamente falacias saturadas de pigmento, admisibles sólo en la medida en que se muestran mortificadas por un esfuerzo autoirónico en pintar mal, en negar todo vestigio de un oficio que debe ser visto ya como algo del pasado11. ¿Se trata del melancólico y populoso Benjamin cruzado por fin con el elitismo puritano y estético de Adorno? ¿Es la dialéctica negativa recalentada y vuelta a servir en forma de hipercorrección política frente a cualquier género de diferencia? No es raro que la asunción literal y excluyente de determinados argumentos llegue a convertir estos argumentos en meras consignas. La pervivencia de una práctica activa del juicio podría servir aquí de antídoto. Y la lupa que en este ensayo se vincula a Beckett no deja de funcionar también como un emblema de esta práctica. Al fin y al cabo, con ella se enfoca y desenfoca la posibilidad de una reinvención constante de la historia. Basta con no interpretar esta reinvención de un modo ni aleatorio ni reaccionario, sino como un esfuerzo de insistente relectura hasta lograr la proliferación no canónica de destellos de sentido.

En un momento en que la pintura ya sólo es admisible con grandes reservas y restricciones, quizá no esté de más imaginarnos que comenzamos a explicar la historia de nuevo. En este sentido, volver a Samuel Beckett y a sus escritos sobre pintura, con todos los problemas teóricos que éstos plantean, constituye un ejercicio de reconsideración de ideas malogradas y de caminos perdidos en el laberinto del arte del siglo XX. Si Beckett nos sirve para repensar la pintura con al menos una parte de aquellos mismos argumentos con los que se nos ha invitado a considerarla como algo del pasado, creo que el objetivo de este ensayo habrá quedado más que cumplido. Pero también soy consciente de que decir esto equivale a mostrar demasiadas cartas para que la jugada tenga eficacia. De modo que démoslo por no dicho.

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Dos palabras sobre la estructura del libro. La primera parte está dedicada a la escritura de Beckett y al estatuto de lo visible en sus textos. Se trata de un tema muy tratado entre los críticos y exegetas beckettianos, pero he procurado no repetir los lugares comunes de la evidencia literaria, sino intentar responder a una pregunta tan simple y arriesgada como ésta: ¿por qué escribe Beckett así y qué significa, qué problemas plantea y a qué responde esta manera determinada de escribir? En mi argumentación intercalo una suerte de largo excurso sobre la cuestión de lo sublime con la intención de poner de manifiesto la raíz de los enfoques tardomodernos sobre la visión y la visualidad que afloran en las estrategias de la escritura beckettiana. Sé que es temerario asociar lo sublime en Kant con lo informe en Bataille, que sí tiene una relevancia directa para Beckett, o por lo menos para el modo en que fue posible leer a Beckett en el mismo contexto histórico en el que él escribió sobre pintura. Pero confío en que el vínculo hegeliano sea capaz de demostrar la productividad conceptual del enlace12. En esta primera parte rozo, aunque no he querido desarrollarlos más que como contrapunto y mediante algunas notas a pie de página, una serie de tópicos propios del contexto posestructuralista y deconstructivista: la revisión del estatuto del autor, la crisis y la iterabilidad del sentido, la inmanencia del lenguaje, la fusión y la confrontación entre escritura y actos de habla –entre fonación y grafía–, etc. En cualquier caso, no tengo dudas de que el bagaje teórico que se deriva de esta constelación de temas es el que más productivo se revela para acercarse a Beckett y al valor que se le imprime en su primera recepción, en la que intervienen nombres como Bataille, Blanchot o Maurice Nadeau, pero no –por ejemplo– Sartre, Camus o Paulhan. De modo que, aunque la primera parte sirva para encuadrar teóricamente un problema –el de la visibilidad y la escritura–, también puede ser leída como el reconocimiento de la relevancia histórica de un ambiente concreto, que dará sus frutos y mostrará sus problemas por lo que respecta a la pintura en la segunda parte de la Lupa.

Esta segunda parte está dedicada a Beckett y la pintura –concretamente a la de Bram van Velde–. De nuevo he intentado contextualizar históricamente la posición de Beckett, pero sobre todo he intentado interpretar las posiciones del escritor con respecto a lo expuesto en la primera parte y al programa teórico esbozado en esta introducción. Creo que a partir de sus pocos escritos sobre el arte se abre una vía de estudio del informalismo que, sin pretender ser del todo original o poner patas arriba lo ya sabido, puede contribuir a matizar mejor algunas posiciones en la abstracción de posguerra europea, singularmente en la parisina. Pero, puesto que el motivo conductor de esta segunda parte no deja de ser una anécdota que además, posiblemente, también sea apócrifa –la que permite ponerle una lupa al título de este libro–, no he querido renunciar a explotar las implicaciones de orden crítico y teórico que esta anécdota nos brinda. De este modo el lector constatará que la renuncia a la construcción ilusoria de la mirada expuesta en la primera parte tiene una continuidad en la búsqueda de una mirada real en la segunda parte.

Finalmente, hay una tercera parte dedicada al ajedrez –y a Duchamp–, y que puede interpretarse como una coda o un excurso con rasgos tan abiertos en un sentido como conclusivos en otro. No creo que esté de más advertir del humor con que escribí esta tercera parte. Sé que el argumento de partida que utilizo, la homofonía en francés entre échec (fracaso) y échecs (ajedrez), es igual de precario que el de la segunda parte –la lupa apócrifa –. Pero no he querido renunciar a él por una razón muy sencilla: creo que proporciona la clave de la posición de Beckett con respecto a la pintura y explica su idea, abierta bajo la forma de un aparente fracaso, de «hacer otra cosa con las imágenes», todo ello sin necesidad de recurrir a recetarios que simplifiquen la experiencia de la historia desde un frágil –y falso– confort historicista o incluso post-histórico. Quizá por ello este libro sea también, a todas luces, un desastre como libro de historia del arte, y a la vez haga no pocas trampas como libro de filosofía o de teoría que se empeña en trapichear con retazos de historia. En cualquier caso, y atendiendo a la ejemplaridad de Beckett y Bram van Velde, he procurado que, por lo menos, el libro no fuera insípido.

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Querría añadir algo sobre las fuentes que utilizo para citar a Beckett. Como es sabido, Beckett ejerció el bilingüismo literario, escribiendo unas veces primero en inglés o en francés –iba a épocas–, y luego traduciéndose a sí mismo, a menudo no sin ciertas licencias. Leer a Beckett en bilingüe es una aventura apasionante, pero no está entre los propósitos de esta Lupa. Por lo demás, creo que Beckett ha sido prácticamente traducido en su totalidad al castellano, y por una vez, y sin que sirva de precedente en el asilvestrado mundo editorial español, no hay dificultades para encontrar la mayoría de estos libros. La prosa y las novelas suelen estar bien traducidas, hasta donde he podido comprobar, de modo que no he tenido reparos en dar únicamente la versión castellana disponible. Por lo que respecta al teatro, y teniendo en cuenta lo poco del teatro de Beckett que cito en el libro, sólo la edición que uso de Final de partida requeriría una revisión a fondo. Pero los remiendos necesarios no afectan a las citas –contadísimas, como digo– a las que he debido acudir. Luego está el ensayo sobre Proust, inencontrable ya –vaya–, pero editado en su momento en versión bilingüe y en una gloriosa colección que, como todo lo bueno, duró poco. Por último están los dispersos y contados escritos sobre pintura, editados con un criterio que a veces se parece al del aquí te pillo aquí te mato. El mundo y el pantalón es fruto de una traducción relativamente nueva y muy satisfactoria. En cambio, los Tres diálogos, en una traducción mucho más vieja –¿tan difícil era editarlos juntos?–, están plagados de errores que hacen el texto prácticamente ininteligible en no pocos pasajes decisivos. Estos Tres diálogos constituyen casi, por lo que respecta a Beckett en castellano, la excepción que confirma la regla. Para todos estos textos acudo al original siempre que hace falta, aunque cito a partir de las ediciones españolas.

Finalmente, quiero indicar que la camisa no sólo tiene una mancha, sino que además le falta un botón del puño: Disjecta, el volumen publicado en vida del mismo Beckett con todos sus artículos de crítica literaria, de elucubración pictórica, y con las (contadas) declaraciones del mismo Beckett sobre su propia obra –en fin: toda su obra de crítica menos el Proust –, no ha sido todavía traducido. Pero puesto que Beckett pidió que, tratándose de un libro «compiled for scholars who read several languages», se dejaran sin traducir los originales en inglés, francés y alemán, tampoco seremos nosotros más papistas que el Papa y no reclamaremos la traducción de este libro formidable.

Notas al pie

1 Dentro de la copiosa bibliografía al respecto, voy a limitarme a unas pocas referencias que creo que engloban lo esencial y dejan –hasta donde yo sé– la cuestión bastante al día. Hay tres libros fundamentales sobre el tema: el de James Acheson, Samuel Beckett’s Artistic Theory and Practice, Macmillan, London, 1997; el de Lois Oppenheim, The Painted Word: Samuel Beckett’s Dialogue with Art, University of Michigan Press, 2000, y el de Jean-Paul Gavard-Perret, L’imaginaire paradoxal, ou la création absolue dans les oeuvres dernières de Samuel Beckett, Minard, Paris/Caen, 2001. El libro de Acheson es relativamente decepcionante, y raras veces va más allá de una exposición ordenada –propia del «literary criticism as a book-keeping» que el mismo Beckett rechazaba como práctica crítica– de lo que se puede saber sobre la relación de Beckett con el arte de las imágenes (léase la pintura) a partir de sus propios escritos. El libro de Oppenheim, en cambio, es extraordinario, lo cual no implica que se deba estar siempre de acuerdo con él; no sólo aporta una información a veces preciosa por haber buceado en material todavía inédito, sino que además relaciona con brillantez la posición de Beckett frente a las imágenes con discusiones relevantes en las últimas décadas, sin desconectar por ello a Beckett del crisol del París de posguerra. Por suerte, leí este libro cuando tenía el manuscrito de mi propia Lupa en un estado lo suficientemente avanzado para sentir la seguridad de que yo también tenía algo que decir sobre el tema, aunque escribiendo desde la provincia profunda (de hecho, también sentí que gracias a la libertad que da el escribir desde la provincia más profunda posiblemente mi libro aporta una claridad complementaria al de Oppenheim, y sigue pistas que este autor deja completamente de lado); de otro modo, es decir, de haber leído The Painted Word al comienzo de mis pesquisas, creo que hubiera pensado que el tema estaba ya agotado y que intentar escribir algo más al respecto era redundante. Lois Oppenheim es también editor de una recopilación de artículos que ocasionalmente tratan la relación de Beckett con la pintura (como el de Jessica Prinz, «Resonant Images: Beckett and German Expressionism»): Lois Oppenheim (ed.), Samuel Beckett and the Arts: Music, Visual Arts, and Non-Print Media, Garland Publishing, New York, 1999. Por último, el trabajo de Jean-Paul Gavard-Perret supone un desarrollo profuso y muy detallado de las tesis que yo mismo asumo, a partir de Bruno Clément (L’Oeuvre sans qualités. Rhétorique de Samuel Beckett, Seuil, Paris, 1994), al comienzo de la primera parte de la Lupa. Además de estos libros, hay por lo menos dos artículos que considero de referencia obligada, o que a mí, en un sentido u otro, me han servido para familiarizarme con los términos escolares del asunto: David Read, «Artistic Theory in the Work of Samuel Beckett», Journal of Beckett Studies, n.º 8 (autumn 1982), Florida State University, pp. 7-22 y Rémi Labrusse, «Beckett et la peinture: le témoignage d’une correspondance inédite», Critique, agosto- septiembre de 1990, pp. 670-680. A estos trabajos pueden añadirse el libro de Nadia Fusini, B & B: Beckett e Bacon, Garzanti, Milano, 1994; el de Leo Bersani y Ulysse Dutoit, Arts of Impoverishmment: Beckett, Rothko, Resnais, Harvard University Press, 1994; y por último el de Evelyne Grossman, L’esthétique de Beckett, Éditions SEDES, s.l., 1998. No pongo aquí las monografías sobre otros aspectos de la obra de Beckett que he utilizado para mi trabajo. Todas ellas, en cualquier caso, están consignadas en la bibliografía final.

2 Samuel Beckett, Proust (traducción de Bienvenido Álvarez), Península, Barcelona, 1989, p. 71. En realidad, Beckett está citando una conocida aseveración de Schopenhauer: «Podemos, pues, designar el arte exactamente como el modo de consideración de las cosas independientemente del principio de razón», en El mundo como voluntad y representación, III, 36 (cito a partir de la antología de Ana Isabel Rábade, Schopenhauer, Península, Barcelona, 1989, p. 193). Para una introducción al campo de los estudios visuales, véase Nicholas Mirzoeff, An Introduction to Visual Culture, Routledge, London/New York, 1999; del mismo autor, The Visual Culture Reader, Routledge, London, 1998; también Norman Bryson (et al.), Visual Culture: Images and Interpretations, Wesleyan University Press, Hanover/London, 1994; Christopher Jencks, Visual Culture, Routledge, London, 1995. Constituye una referencia la antología editada por Jessica Evans y Stuart Hall, Visual Culture: The Reader, SAGE Publications, London, 1999. También puede consultarse, con el fin de matizar posiciones, el número monográfico de October «Questionnaire on Visual Culture», n.º 77, verano de 1996. Véase también Martin Jay, Downcast Eyes. The Denigration of Vision in Twentieth-Century French Thought, University of California Press, Berkeley/Los Angeles, 1993; Rosalind Kraus, The Optical Unconscious, MIT Press, 1993 (traducción al castellano de J. Miguel Esteban Cloquell, El inconsciente óptico, Tecnos, Madrid, 1997), y Hal Foster (ed.) Vision and Visuality, Dia Art Foundation, Discussions in Contemporary Art, n.º 2, Bay Press, Seattle, 1988.

3 Véase Martin Jay, «Scopic Regimes of Modernity», en Hal Foster, Vision and Visuality, pp. 3-27.

4 Nicholas Mirzoeff, Visual Culture, p. 3, argumenta que la posmodernidad constituye la crisis de visualidad en la que la modernidad ingresa a causa de una revolución tecnológica (fotografía, cine, televisión, vídeo), que altera por completo los hábitos visuales y las posibilidades de la visión. Pero quizá resulta una tanto esquemática su distinción entre un siglo XIX textualista y un XX imaginista: «La cultura descoyuntada y fragmentaria que llamamos posmodernidad se comprende mejor si la imaginamos visualmente, mientras que el siglo XIX nos lo representamos clásicamente en la prensa escrita y en las novelas.» (p. 4)

5 Sobre el sentido táctico y político de la cultura visual, véase Mirzoeff, ibid., pp. 24 y 26 y s. Para una crítica a este enfoque, que a menudo oscila entre el populismo y la ingenua valoración de las potencias espontáneas de la base cultural, véanse los ya mencionados artículos de October, n.º 77, especialmente Thomas Crow, «On Visual Culture», pp. 34-36.

6 Para la idea de público lector en la Ilustración véase por ejemplo la distinción que propone Kant entre un uso público y un uso privado de la razón en «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?» (1784), en Immanuel Kant, En defensa de la Ilustración, traducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra, Alba, Barcelona, 1999, pp. 63-71. Sobre la idea de ojo público del poder puede acudirse a la entrevista a Michel Foucault «L’oeil du pouvoir» sobre El panóptico de Bentham, en Foucault, Dits et écrits (1977), Gallimard, Paris, 2001, pp. 190- 207 (traducida en Jeremias Bentham, El panóptico, Las Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1989).

7 La idea del inconsciente óptico procede de Walter Benjamin, que la utiliza en su ensayo Pequeña historia de la fotografía (Discursos interrumpidos I, traducción de Jesús Aguirre, Taurus, Madrid 1972, pp. 61-83) y está estrechamente relacionada, como es típico del método benjaminiano, tanto con la producción mecánica de imágenes como con su reverso: la capacidad que tiene lo más nuevo por hacer comparecer lo más arcaico. Sobre Debord, a parte de leer directamente su Sociedad del espectáculo, puede acudirse al estudio de Anselm Jappe, Guy Debord (1993), traducción de L. A. Bredlow, Anagrama, Barcelona, 1998. Sobre la constitución imaginaria del yo, la referencia de partida es, naturalmente, el artículo de Jacques Lacan, «El estadio del espejo como formador de la función del yo», en Escritos, vol. 1, Siglo XXI, México, 1984.

8 Walter Benjamin, Das Passagen-Werk. I, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1983, p. 580 (N 4, 1). Sobre este tema, véase la gran monografía de Susan Buck- Morss, The Dialectics of Seeing. Walter Benjamin and the Arcades Project, The MIT Press, 1989 (traducción al castellano de Nora Rabotnikof, Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el Proyecto de los Pasajes, Visor, Madrid, 1995).

9 Das Passagen-Werk. I, p. 574.

10 Para este modo de entender la pintura romántica, véase Richard Wollheim, Painting as an Art, Princeton/London, 1987 (La pintura como arte, traducción de Bernardo Moreno Carrillo, Visor, Madrid, 1997), la parte del capítulo 3 dedicada a Caspar David Friedrich.

11 Para la cita de Francis Bacon, véase David Sylvester, Entrevistas con Francis Bacon, traducción de Alvarez Flórez y Angela Pérez Gómez, Polígrafa, Barcelona, 1977, pp. 11 y 28. Bacon habla también de «áreas de imaginación», p. 24, y de «coagulación de trazos no representativos» capaces de llegar a componer imágenes maravillosas. Sobre la interpretación del acto de pintar como un gesto compulsivo-sintomático, véase el artículo de Rosalind Krauss sobre el viejo Picasso en Vision and Visuality: «The Impulse to See», pp. 50-75. La idea de una mala pintura – bad painting – como forma de celebración póstuma y posmoderna de la pintura en general fue propia de los ochenta; véase Marcia Tucker, «Pintura «mala» («Bad» Painting)», en Anna maria Guasch (ed.), Los manifiestos del arte posmoderno. Textos de exposiciones, 1980-1995, Akal, Madrid, 2000, pp. 43-55. Para una crítica ideológica al estatuto de lo pictórico expresivista y representacionista, véase la polémica en torno al neoexpresionismo alemán desatada en Nueva York en la década de los ochenta, parcialmente recogida por Brian Wallis (ed.), Arte después de la modernidad (1996, traducción de Carolina del Olmo y César Rendueles, Akal, Madrid, 2001), con los textos de Buchloch, Kuspit y Lawson contenidos en el capítulo III, «Paroxismos de la pintura».

12 Cuando ya tenía acabado este libro cayó en mis manos una monografía que confirma la pertinencia de este desarrollo argumentativo: Bjørn K. Miskja, The Sublime in Kant and Beckett. Aesthetic Judgement, Ethics and Literature, Walter de Gruyter, Berlin/New York, 2002.

I

El texto invisible

Mimético a pesar mío, éste es Molloy,

desde cierto punto de vista.

Samuel Beckett

1. «Pon un espejo en sus labios, se empaña»

Lo que se ve con dificultad se dice también con dificultad, y lo que se ve mal se dice mal, como reza el título de un hermoso y enigmático texto del Beckett más tardío: Mal vu mal dit (Ill seen ill said)1. Difícilmente podremos decir que vemos lo que leemos ni en ésta ni en ninguna de las prosas que Beckett escribió a partir de la década de los cincuenta, y por lo tanto posteriores a su trilogía formada por Molloy, Malone muere y El Innombrable. Bruno Clément, en un afinado y exhaustivo estudio sobre la retórica beckettiana, ha explicado cómo los resortes de la escritura en Beckett producen una especie de artilugio de la desaparición, de la destrucción del campo visual implícito en el texto, y cómo las estrategias retóricas se orientan precisamente hacia la dirección contraria a la habitual, convirtiendo el texto en un denso tapiz hecho de inmanencia y desconectando todo ilusionismo visual y trascendente capaz de transformar el texto mismo en un simulador de lugares en los que, aparentemente, suceden cosas2. De este modo, las categorías de la retórica clásica invierten su propia función y se autodestruyen dejando al descubierto la literalidad del texto concebida como una figura de lo imposible, o como del «estallido total, o incluso totalitario del sentido».

Pero quien habla de «estallido totalitario del sentido» a propósito de Beckett es Stanley Cavell. Las ideas contenidas en su extraordinario trabajo sobre Final de partida –«Ending the Waiting Game»3– creo que pueden contrastarse, o complementarse, con las propuestas de Bruno Clément. La tesis de Cavell, a la que habré de referirme otra vez al final de la sección 3 de esta primera parte, invierte en cierto modo las lecturas dominantes sobre el lenguaje en Beckett y la idea de destrucción de sentido o de final del sentido. Cavell sostiene y argumenta que Beckett no vacía el lenguaje de sentido, sino que lo literaliza, lo carga con una «hidden literarity»4 que en lugar de remitirlo a una idea de final, de hecho lo revierte a una suerte de originalidad abismal y autotransparente. Creo que el énfasis que pone Cavell en la cuestión de la literalidad no desmiente, sino todo lo contrario, la tesis que desarrollaré aquí y en el capítulo siguiente sobre la destrucción del espacio literario. Esta destrucción, que se produciría mediante una especie de uso invertido de la retórica –es la tesis de Bruno Clément, que sigo aquí–, equivale de hecho a la abolición de este espacio como territorio ilusorio de representación mental organizada visualmente. La literalidad de Cavell se corresponde con el achatamiento o la destrucción de este espacio. Pero este achatamiento y esta condensación textual no tienen motivaciones estéticas, como por ejemplo todavía podían tenerlas en Joyce, Eliot o Pound, para los que, al plantearse el problema de la profundidad del texto, podía no valer otra que no fuera la profundidad acústica o conceptual del sonido de las palabras lanzadas contra la bóveda cristalina de la tradición literaria. Beckett, sin duda conscientemente, sólo resuelve sus problemas estéticos cuando logra dejar de verlos como problemas artísticos. Es decir, cuando prescinde de la autosuficiencia de las motivaciones de escritor y hace concordar estas motivaciones con problemas de mayor calado, de los que se abstiene de hablar directamente –a no ser en su ensayo sobre Proust o en sus escritos sobre pintura–. Pero la destrucción del espacio literario, sea mediante un uso invertido de la retórica o mediante una saturación de literalidad, implica la asunción de la imposibilidad de toda acción con sentido –esta vez sí– asociada a los actos de habla. No sé si me resulta posible seguir a Cavell en la interpretación ética que propone de Final de partida, que ve en esta obra, bajo la apariencia de la representación del fin del mundo, el origen de algo así como un estar en falta primigenio, o una especie de Urszene medio psicoanalítica y medio veterotestamentaria –con el Ham bíblico (no el Hamm de Beckett) descubriendo a su padre Noé borracho y desnudo5–. Beckett, sugiere Cavell, no nos expondría el agotamiento crepuscular de la humanidad, sino la infinitud de la tarea del sentido en su renovado grado cero. Por ello la crítica habla de final del sentido allí donde precisamente el sentido empieza como por primera vez y por ello en cierto modo resulta irreconocible. En cualquier caso, la observación de Cavell de que «Hamm renuncia a la parábola a favor de la perfecta literalidad (porque la gente, dice, no tiene la cabeza para figuras)»6, nos remite, aunque sea negativamente, a la idea del lenguaje, y más concretamente al lenguaje de la parábola como una figuración (predominantemente visual) del espacio mental. Es más: aquellas figuras retóricas que tienden a ilustrar algo, o a «mostrar un sentido», como la parábola, serían la expresión de unas funciones neurológicas que necesitan un sentido de la espacialidad para desplegar órdenes, categorías y acciones7.

Pero vuelvo a los argumentos de Bruno Clément. Según lo dicho hace un momento, la inventio no lo es de una trama, no produce un plot que apenas se deja sintetizar sin incurrir en un mutismo perplejo, sino que implica un regreso a la inmanencia –a la literalidad, diría Cavell; a la subjetivización masiva del mundo, diría Oppenheim–. Es el despliegue de la dificultad extrema de significar y construir un sentido capaz de trascender el tiempo y el espacio propios del texto y de la voz. También la dispositio lo es de la ausencia total de objeto; es el trazo de un vacío y de una imposibilidad de orden que hace que Clément defina la obra de Beckett como la «fábula de un desorden esencial» (p. 146). Que el desorden se califique de esencial quiere decir que él es el que constituye el ser de las cosas y del mundo, no que sea indispensable para que las cosas del mundo «sean». Esta dispositio concebida como negación del lugar y disolución de todo espacio orientado según una perspectiva absolutizadora supone la apertura del espacio lingüístico y textual a lo sin forma, que creo que constituye sólo un modo más radical – mucho más radical– de encontrar en la ciega materialidad del lenguaje la literalidad que señalaba Cavell. Pero es que el mismo Beckett se expresó al respecto con la máxima radicalidad, como veremos de inmediato.

De hecho, y para hablar con propiedad, la calculada destrucción de la dispositio nos remite a lo informe. Beckett utiliza este concepto –o una expresión muy afín– en, por lo menos, un par de frases de Malone muere. «Renuncié a querer jugar e hice míos para siempre lo informe y lo inarticulado, las hipótesis vanas, la oscuridad, el largo camino a tientas, el escondrijo.» (p. 9)8. O bien: «Cuántas cosas hermosas, cuántas cosas importantes fallaré por temor, por temor a caer en el viejo error, por temor a no terminar a tiempo, por temor a gozar, una última vez, de una última ola de tristeza, de impotencia y de odio. Las formas varían allí donde lo inmutable descansa de no tener forma (d’être sans forme).» (p. 37) Pero es en uno de los documentos más reveladores sobre su propio programa literario, la impresionante «Carta alemana de 1937» dirigida a Axel Kaun, donde descubrimos hasta qué punto todo este proceso de aniquilación de las estructuras retóricas del lenguaje sigue un programa premeditado y perfectamente razonado9. En el momento culminante de la misiva, Beckett declara encontrarse «en el camino de esta para mí muy deseable literatura del palabro (auf dem Weg nach dieser für mich sehr wünschenswerten Literatur des Unworts)». No se me ocurre otra forma de traducir Unwort que la de «palabro». La masculinización de «palabra» comporta el mismo elemento de pérdida de valor y de forma que se produce con el neologismo Unwortunwert unworthein offizielles Englisch10