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Estética del cine




Traducción de

Leyre Bozal Chamorro

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Mario Pezzella

Estética del cine

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 142


Colección dirigida por

Valeriano Bozal


Léxico de estética

Serie dirigida por Remo Bodei

Título original: Estetica del cinema

© Società editrice il Mulino, Bologna, 1996

© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-212-6

Índice

Introducción

I. Un arte de la modernidad

II. La imagen mimética

III. La narración y lo visible

IV. El gesto y el montaje

V. Un análisis: «Fitzcarraldo», de Werner Herzog

Bibliografía

Introducción

En este libro he intentado considerar la estética del cine desde dos puntos de vista complementarios: en primer lugar he subrayado la relación entre el arte fílmico y los factores económicos, sociales, técnicos, que han determinado su nacimiento y desarrollo; después, he intentado indicar las aspectos generales que caracterizan las formas y las imágenes de dicha estética.

El primer capítulo considera los motivos por los cuales el cine ha sido entendido, acertadamente, como el arte más emblemático de la modernidad desde finales del siglo pasado y hasta la mitad del novecientos. Desde hace un tiempo, el cine ha perdido su papel hegemónico como representación de masas y ha sido sustituido por las formas más recientes del espectáculo, como la televisión y las nuevas técnicas de comunicación, entre ellas, las electrónicas. La imagen cinematográfica corre hoy día el riesgo de parecer trasnochada frente a tecnologías mucho más refinadas, a pesar de que haya creado la posibilidad de una sociedad del espectáculo con todas sus consecuencias políticas y estéticas. La relativa distancia que nos separa de la época de máximo auge comercial del cine nos ofrece, por otra parte, la posibilidad de una reflexión más madura y lógica sobre su contenido.

He intentado mostrar, en el segundo capítulo, el conflicto interno que caracteriza a la historia del arte cinematográfica. Si el cine denominado correctamente «espectáculo» estimula la identificación pasiva y casi el estupor mágico del espectador, el cine «crítico-expresivo», por el contrario, desearía llevar al espectador a profundizar y a elaborar críticamente el fluir de las imágenes que pasan ante sus ojos. El arte del montaje puede moverse en dos direcciones opuestas: o bien hacia la creación de una ilusión espectacular, que literalmente enajena al espectador, o bien hacia la composición de imágenes complejas y fragmentadas que requieren una continua labor de interpretación. En el cine –y quizás en cualquier film digno de este nombre– conviven y se encuentran ambas tendencias.

En el tercer capítulo he considerado la relación dinámica y a veces conflictiva que une los dos momentos constitutivos de un film: la narración de una «historia» que se desarrolla en el tiempo de la proyección, evidentemente condensado, y su unión con el significado metafórico y simbólico de las imágenes. En el cine comercial, por lo demás, las imágenes no hacen otra cosa más que ilustrar y acompañar el desarrollo del suceso narrado; en el cine crítico-expresivo, por el contrario, las imágenes consiguen tener su propio significado y una profundidad relativamente independiente de la imagen misma.

En el cuarto capítulo he indicado los dos momentos que caracterizan la construcción del lenguaje cinematográfico: el montaje –que determina la estructura consciente del film y la idea del director que articula sus partes– y el gesto que aflora, por el contrario, en una escena en particular y por tanto en una imagen concreta. Como han señalado los mayores teóricos del arte cinematográfico desde sus inicios, el gesto y la célula elemental del movimiento que se desarrolla en tiempo fílmico es prácticamente su fundamento fisiológico y fisiognómico.

El libro se cierra con el breve análisis de un film (Fitzcarraldo, de Werner Herzog), para mostrar directamente cómo en la obra se componen y se encuentran los distintos elementos que forman parte del lenguaje cinematográfico.

I

Un arte de la modernidad

El cine y la técnica moderna

El cine es el único arte capaz de expresar adecuadamente la experiencia de la técnica y sus efectos sobre la percepción. En un fragmento de «París, capital del s. XIX», Walter Benjamin definía el cine como la «acumulación de todas las formas de visualización de los tiempos y los ritmos prefigurados de las máquinas modernas, de tal modo que todos los problemas del arte contemporáneo sólo en el cine encuentran su formulación definitiva». El cine expresa –por su naturaleza técnica y productiva– la experiencia de la discontinuidad que las «máquinas modernas» introducen en cada uno de los aspectos de la vida cotidiana. Para entender esta afirmación hay que tener presentes los cambios que la técnica –a finales del siglo pasado y en los primeros decenios del novecientos– imponía en la relación del hombre con la naturaleza y consigo mismo.

El trabajo humano abandonaba cada vez más el modelo artesanal, que procedía de modo orgánico y continuo desde la materia indeterminada hasta la forma del objeto. La automatización configuraba la actividad laboral como una serie de gestos fragmentados, sincopados, repetitivos, y ya sin ningún criterio de unificación con respecto al objetivo final. Estos gestos, si acaso, serán unidos «a posteriori» por una inteligencia externa que determinará los ritmos, las cadencias, las fases de actividad. El cuerpo humano se somete, se unifica al ritmo de la máquina: sus movimientos se trasforman en una serie de impulsos automáticos, parecidos a los de una máquina o a los de las cadenas de montaje, algo absolutamente impersonal.

El trabajo industrial no será el que sufra esta transformación: en las metrópolis de finales del ochocientos, el universo perceptible es invadido por una serie de señales que cuesta asimilar a la experiencia tradicional. La discontinuidad se encuentra en el modo de ser, de ver, de relacionarse con los otros. La experiencia se configura, en términos generales, como un montaje del disparate. Su significado siempre se obtiene en un segundo grado y de algún modo se une a la serie fragmentada de las percepciones.

Como han mostrado Rielg y Wickhoff para el clasicismo tardío y Panosfky en el Renacimiento, el estudio de las formas de representación nos deja intuir el «modo de percepción particular» de una época: en este sentido, el cine expresa el modo perceptual de la modernidad y su manera de abrirse al mundo. Desde este punto de vista, la experiencia sensorial del hombre de la multitud es el antecedente más inmediato de la representación cinematográfica. Al igual que en la novela homónima de Edgar Allan Poe, en la que el individuo recorre hasta la extenuación las calles de la ciudad, agredido a cada paso por una montaña de estímulos y seducciones, sin poseer una visión ordenada que le permita unir orgánica y jerárquicamente los elementos del cosmos, los hombres, los objetos, la naturaleza se muestran como fotogramas que fluyen, que el hombre intenta alcanzar luchando contra su evidente fugacidad.

Es difícil reconocer el rostro o la forma de un objeto que en el espacio de un segundo se presenta ante nosotros para desaparecer inmediatamente entre la multitud como una línea o una mancha deforme. La excitación y el shock que produce en el sujeto, le impiden, en un fragmento temporal tan breve, asimilarlo mentalmente. Al igual que en la «cámara oscura», de la que hablaba Baudelaire en sus poesías, sólo después el hombre de ciudad intenta establecer un orden en el difuso caos producido por el shock y los estímulos. «Baudelaire ha introducido la experiencia del shock como centro mismo de su trabajo artístico (...) ha adoptado el deber de parar el shock, da igual de donde provenga, de manera intelectual y física. La pantalla le sirve para este objetivo»1. Pero se fundará siempre sobre un sentido derivado y automático que no se basa en una tradición asimilada lentamente, sino en la espontaneidad. Nos encontraremos con un puro «montaje» que coordina solo una parte de las muchas y mutables impresiones ocurridas. Los tableaux parisiens, que Baudelaire trataba de reconstruir en composiciones alegóricas, no se fundan en ningún saber común, en ningún impulso orgánico de la experiencia. El significado que debería reunificarlos surge del esfuerzo subjetivo por hacerlos inteligibles y por detener de algún modo el flujo incesante de los estímulos y las sugestiones. «Moverse a través del tráfico comporta para el individuo una serie de shock y colisiones. En los cruces peligrosos se encuentra con numerosas contradicciones que se suceden rápidamente. Baudelaire habla del hombre que se mueve entre la multitud como si fuera un depósito de energía eléctrica»2.

El cine incorpora íntegramente la mirada del flâneur baudelairiano3 y comparte con él la ambigüedad. Con su misma técnica intenta «montar» una unidad de significado en el flujo incesante y continuo de los encuadres. Por una parte, reflexiona sobre lo efímero de la experiencia visiva, por otra, intenta ponerle remedio a este hecho extrayendo algún sentido al flujo incesante de las impresiones. Toda película se compone de una sucesión de planos que, tras un instante, se vuelven invisibles: el montaje intenta salvarlos, creando un sistema de uniones o enlaces, de cortes, de relaciones que compensen de alguna manera su carácter efímero: «Ha llegado el día en el cual las películas responden a una nueva y urgente necesidad de estímulos. En una película, la percepción fragmentaria, se afirma como un principio formal. Lo que determina el ritmo de la producción en cadena, condiciona, en la película, el ritmo de la recepción»4.

Incluso la técnica de la recitación parece expresar en el cine la descomposición de la experiencia en fragmentos. El actor teatral todavía podía identificarse con su personaje y, de este modo, ofrecérselo al espectador con el aura de lo irrepetible: la aparición iba unida al momento mismo de la interpretación y al momento en el que se presentaba en escena. Sin embargo, la recitación del actor cinematográfico está condenada a descomponerse en fragmentos: «Su acción se compone de numerosos momentos individuales, nunca es unitaria, todo esto se encuentra unido a consideraciones prácticas: el alquiler de los estudios, la disponibilidad del intérprete, la escenografía [...] para descomponer la recitación del intérprete en una serie de episodios montables se necesita un conjunto de instrumentos y aparatos»5. Al recitado cinematográfico se le reconoce un efecto natural de extrañamiento que en teatro puede derivar simplemente de una intención estética estudiada de antemano, como ocurre en los dramas de Brecht. En general, la producción de la imagen cinematográfica supone un continuo enfrentamiento con la discontinuidad impuesta por el aparato técnico. Este es un punto en el que se diferencia radicalmente de la imagen figurativa. La imagen pictórica se presenta como una totalidad, mientras que la cinematográfica lo hace como un compuesto artificial de elementos diversos a los cuales tan sólo el montaje proporciona un carácter unitario: «la labor del pintor es total, por el contrario, la del operador está multiformemente fragmentada y se basa en una nueva ley»6.

La imagen pictórica conserva incluso en su expresión más moderna alguna relación con las características tradicionales de la contemplación: un significado completo recubre cada una de sus partes y se expone a la lenta y, progresiva exploración de la mirada. Sin embargo, la contemplación cinematográfica es más afín a la alegoría y deriva del montaje de lo discontinuo: el sentido llega en un segundo momento y desde el exterior. Para comprender de qué manera el cine llega a «visualizar» la naturaleza de las «máquinas modernas», hay que entender una naturaleza asimismo compleja que se mueve entre dos tendencias opuestas. La «técnica primera» –en la terminología de Benjamin– deriva de la impotencia originaria que el hombre siente ante la naturaleza y de su deseo de atenuar esta amenaza. En este sentido, advertimos que conserva una línea de continuidad con la magia arcaica, que prefigura la razón causal y su esfuerzo por dominar lo extraño con respecto al cosmos. Existe una «técnica segunda» que, por el contrario, tiende a disminuir la discordia con la naturaleza, potenciando las capacidades lúdicas y estéticas del hombre. Si la primera forma de técnica se dirigía a servir a la naturaleza, la segunda tiende mucho más a una armonía con ésta y con la humanidad»7.

Con esta segunda premisa, el cine educa el «sensorium» humano para las nuevas formas de vida que laten en la técnica. La omnipresencia del aparato tecnológico en todas las fases de producción y distribución de una película tiene una gran importancia en atención al modo en el cual las imágenes llegan, se entienden y producen. Gracias a la representación cinematográfica el hombre moderno integra la técnica en la propia vida cotidiana y en su mundo habitual, en vez de reconocerla como un producto desconocido e inalcanzable. «Entre las funciones sociales del cine, la más importante es la de introducir un equilibrio entre el hombre y el aparato técnico»8. A través de un continuo adiestramiento perceptivo, asimilando la rapidez de las imágenes de la pantalla del mismo modo que se asimila el shock o un intervalo mecánico, el ser humano se dispone a conocer y dirigir la máquinas modernas.

La humanidad se ha acostumbrado lentamente a hacer frente a los peligros y a las trampas de la naturaleza, y del mismo modo –gracias a la ayuda imaginaria del cine– podría adquirir familiaridad con la técnica. Por otra parte, el cine puede transformar al espectador en actor, extraerlo de cada situación de la vida cotidiana e introducirlo en su proceso de producción: «cada uno de los hombres modernos puede tener la pretensión de ser filmado»9.

Obviamente, el éxito no esta asegurado. Unida a la técnica inicial, la voluntad creadora no siempre es adecuada para la experiencia de la modernidad: todavía su impulso mítico y arcaico dominará en todos los aspecto de la vida. Las «máquinas» han terminado por ser la prótesis de un proyecto de dominación que se expande a escala planetaria, amenazando incluso el ritmo biológico. Mientras que sus mejores posibilidades son ignoradas y ralentizadas, la técnica asume los rasgos de una segunda naturaleza que se queda impasible ante aquello que amenazaba a la sociedad primitiva: «En vez de encauzar ríos, desvía la riada humana hacia las trincheras, en vez de usar los aviones para sembrar semillas, los usa para dejar caer bombas incendiarias»10.

La técnica inicial no ha desaparecido, como debería haber ocurrido. Las máquinas se utilizan todavía con aquella arcaica intención mágica y, a la vez, la superan en su tendencia más profunda. Constituyen la encarnación de un espíritu legado por la prehistoria que, además, podría haberse liberado con un simple golpe. Si es verdad que el cine es inicialmente la expresión de un espíritu parecido, habrá que esperar un poco para encontrar la ambigüedad que lo distinga de todo aquello. A un primer significado mágico, que suscita fascinación y que deslumbra, se opondrá un segundo significado expresivo que, por el contrario, libera e intensifica las potencias perceptuales y psíquicas de la humanidad. Desde su inicio, la historia del cine está dividida entre la tendencia apologética del espectáculo y la crítica de la expresión.

Distracción y presencia de espíritu

Dadaístas y surrealistas habían concebido ya un arte fundado sobre el fragmento, el shock y la sorpresa: el cine cumple todas estas intenciones. Si los encuadres impactan al espectador con la misma velocidad de un shock, este hecho tendrá consecuencias muy importantes sobre la estructura psíquica. Cada una de las miradas dirigidas a una pantalla adquiere el tono parecido a un microtrauma. El shock traumático verdaderamente eficaz –como ha demostrado Freud– elude la fuerza de asimilación de la conciencia y se deposita, latente, en el inconsciente. Si la experiencia de la visión adquiere siempre este carácter traumático, la conciencia podrá ser fácilmente eliminada. El mundo entero visto y representado de este modo adquiere un carácter enigmático y fugaz, como la alucinación y el sueño. El Yo se reduce a un estado de impotencia, lo que permite que cada uno de los elementos de la percepción se unan y compongan de manera parecida a los elementos que conforman la experiencia onírica. «Muchas de las alteraciones y de los estereotipos, muchas de las transformaciones y catástrofes que las personas pueden aceptar en una película, hacen realmente daño en la psique, en las alucinaciones y en los sueños. Los errores de la cámara son otros tantos elementos gracias a los cuales la percepción colectiva se apropia de los modos perceptuales del psicópata y el soñador»11. Desde este punto de vista, el cine es la expresión más adecuada del «sueño colectivo», de los «fantasmas sádicos y de las imágenes delirantes» de la modernidad; la técnica del cine ayuda a acelerar las metamorfosis del mundo de la experiencia en una sucesión de escenas oníricas.

El cine presenta también el punto de vista opuesto, ya esbozado por el «duelo» de Baudelaire contra el carácter absolutamente incontrolable del shock. En el cine, la muerte de la visión se compensa con el desarrollo de una nueva manera de atención, de una mayor «presencia de espíritu». Si el cine-espectáculo perfecciona sobre todo el encanto de la representación, el cine crítico-expresivo intenta «elaborar las imágenes del sueño», que constituyen casi la materia prima del lenguaje cinematográfico. Estas imágenes, intentan desarrollar una forma refleja y superior de conocimiento que pueda integrarse en la psique misma. El cine crítico se mueve también –en una ineliminable polaridad– entre el sueño de las imágenes y el despertar de las mismas. A esta polaridad de la representación corresponde –por parte del espectador– una posición del espíritu que se encuentre entre «la distracción y la presencia».

La recepción distraída de una obra de arte no es en absoluto una novedad. Tiene un precedente en el modo en el cual, desde el medioevo, se percibe la arquitectura. Más que una atención predefinida, lo que se pide es que se cree un hábito, de tal manera que su articulación en el espacio acabe siendo objeto de una percepción cotidiana e inadvertida. Algo parecido ocurre con las imágenes de cine y con la velocidad con la que discurren: «el público es un examinador, pero un examinador distraído». Al igual que la articulación del espacio en la arquitectura, aquí es la metamorfosis en el tiempo o, si se quiere, su terrible carácter efímero el que traspasa el hábito y será asimilado como forma universal de experiencia. En la recepción cinematográfica, cada objeto, cada rostro, cada gesto, aparecen como un relámpago que se disuelve rápidamente; mientras, ya está muriendo. El cine hace habitual la muerte de cada objeto de la percepción y de este modo hace explícito el carácter esencial de la modernidad. Porque carácter efímero, incesante novedad, recepción distraída, sorprenden a todos los objetos que aparecen como una forma de mercancía, cuyo pleno dominio –como se ve– se afirma en la misma época en la que el cine nace: «las exposiciones universales transfiguran el valor de cambio de las mercancías [...], crean un mundo de tinieblas donde el hombre entra para distraerse»12.

La presencia del espíritu interviene sobre el carácter disperso, fragmentario, distraído de la experiencia, focalizando la atención, consecuentemente, sobre todo aquello que pasa velozmente. Primero, crea un efecto de parálisis en el devenir continuo. La presencia del espíritu rompe la continuidad sin sentido donde los fragmentos se sobreponen, sin un nexo aparente, aísla los particulares, los pone en primer plano, los estudia micrológicamente, los deja en suspenso, por decirlo de alguna manera. El cine tiene en un alto grado esta capacidad, que compensa su componente de distracción: «Ha hecho saltar en décimas de segundo, con dinamita, este mundo que parece una cárcel; de este modo, podemos aventurarnos tranquilamente a través de sus ruinas. Con el primer plano se dilata el espacio, con el uso de la cámara lenta, se dilata el movimiento»13. El cine es el síntoma expresivo y a la vez el antídoto de la distracción de la experiencia moderna. Con las técnicas del primer plano, de la cámara lenta, de la aceleración, nos deja ver todo aquello que normalmente no vemos con la percepción habitual. Nos revela de este modo un «verdadero inconsciente óptico», dilatando y dividiendo todos los pequeños gestos y haciéndoselos presentes al espíritu. El gesto es la verdadera célula originaria del cine crítico-expresivo, lo cual le aleja de la recepción distraída del cine espectáculo.

Si estamos más o menos habituados al gesto de coger un mechero o una cuchara no nos damos verdaderamente cuenta de lo que sucede realmente entre la cuchara y el metal, para no hablar de cómo varía este gesto dependiendo del estado de ánimo en el que nos encontramos. Aquí interviene la cámara con sus medios auxiliares, con su bajar y subir, con su interrumpir y anular, con su ampliar y contraer el proceso, con su engrandecer o reducir14.

La «presencia de espíritu» podría ser equiparable a una readquirida capacidad de orientarse en el territorio ambiguo de la apariencia, de reconocerla como tal, de medir los efectos y el contenido de verdad que ésta puede tener. Esas mismas técnicas que permiten que aparezcan las imágenes del sueño, pueden favorecer la no identificación y su despertar, y por lo tanto su propia identificación. Así, en el cine de Eisenstein, modelo insuperable de esta dialéctica, la exhibición del montaje produce un shock de segundo grado entre la identificación de la imagen y la conciencia de que ésta es artificial. Las técnicas de producción se hacen visibles en el acto mismo de la recepción y permiten al espectador reconocer su propio sueño. Pero esto comporta una metamorfosis de la conciencia y su acercamiento a una percepción más receptiva, en grado de entregar a la vida misma la potencia fascinante de las imágenes.

La potencialidad crítica del cine de Eisenstein, sobrevive a la caducidad de sus concepciones ideológicas y no cesa de ser actual en el ámbito de la forma. El montaje –plenamente evidente en sus películas– impide una percepción naturalista y mecánica de las imágenes, haciéndolas colisionar y casi explotar las unas con las otras. El espectador no se puede abandonar ya al encanto del espectáculo y al flujo continuo y amorfo de las secuencias donde todo esto se configura. La violencia del montaje de Eisenstein lo sitúa por el contrario frente a «un sistema de la discontinuidad que contradice a cada instante la tendencia al continuo del cual se alimenta [...] la impresión de realidad»15.

En el cine crítico-expresivo el emerger de los fantasmas y los delirios de la modernidad se une a una forma simbólica que permite la comprensión y la integración. Todo esto podría parangonarse con una especie de terapia colectiva en la cual la modernidad intenta reconocer y modificar el carácter traumático de la experiencia.

Por el contrario, el cine espectáculo actúa como una pura válvula de escape, como «inmunidad» fisiológica contra el imaginario psicótico de la modernidad: en vez de integrarlo y reflexionar, nos habituamos a él, alegorizando la patología como normalidad. De este modo permite aceptar «con alegría de corazón la brutalidad y la violencia».

La reproductividad técnica y el declinar del arte tradicional

En el ámbito estético, el cine realizará las formas de representación que inició la moderna técnica de la reproductividad. En sus aspectos generales, se basa en la creación de un mundo de obras de arte producidas en serie que ya no pueden ser reconocidas por su cualidad o por su carácter único o particular: «la técnica de la reproducción [...] sustrae lo reproducido del ámbito de la tradición». Lo que va a desaparecer es «el aura de la obra de arte»16. El aura constituía el «fundamento teológico» del arte tradicional, el gran suceso de la relación entre lo humano y lo divino. Se podría definir como «la aparición única de la lejanía». «Pasear después de comer en verano, las montañas en el horizonte o una rama que proyecta su sombra sobre alguno que descansa, esto significa respirar el aura de aquellas montañas, de aquella rama»17. En la leyenda mística, la aparición de lo divino coincide con el reconocimiento de la gran distancia que hay respecto de nosotros, de su gran intangibilidad. Lo sacro, cuando se hace visible en el mundo, a la vez, va más allá, como un fondo inalcanzable que no se hace visible a través de ninguna representación particular.

El símbolo místico afirma la simultaneidad de la presencia y de la ausencia, del límite y de lo ilimitado, de las relaciones y las distancias que deben coincidir en un único momento. Estas narraciones teológicas sobreviven por largo tiempo en el arte figurativo mientras que el cine destruye esta opción. Disuelve la inmovilidad contemplativa necesaria para este tipo de experiencias y la idea de lo irrepetible que caracteriza tales manifestaciones.

Benjamin se despidió de buena gana del aura y no siempre aludiendo a buenas razones. Es cierto, no se puede reducir la experiencia aurática a una ilusión o engaño: de ese modo se considera su existencia tan sólo como algo caduco, como algo que es fruto de la superstición; el aura sería entonces un mito «tecnificado», su único fin sería el dominio de las conciencias. Pero la experiencia auténtica del aura no puede reducirse simplemente a un simulacro. Por el contrario, en el instante de plenitud suspendía las relaciones de dominio con la naturaleza en relación al tiempo cronológico e instrumental. En la experiencia mística del aura vencía el carácter instrumental de la magia, la naturaleza era digna de respeto en su analogía con la divinidad. Tal era la perspectiva en la que se ofrecían a la mirada la «rama» o la «cadena de montañas» que Benjamin ofreció como ejemplo.

La decadencia del aura coincide, además, con la corrupción de su experiencia originaria. En el contexto de la modernidad, la evocación estetizante del aura –de la que hablaban el círculo de George y las obras de Klages– se resuelve como una ceremonia absolutamente inauténtica. Perdiendo la tensión casi dolorosa de la narración tradicional, el aura se concibe como una fascinación genérica que induce a la unión con las potencias míticas arcaicas. Ya no es la expresión de una diferencia insondable, sino de un increíble pánico indeterminado. Esta compensación estética oculta la verdadera pobreza de la experiencia y su destrucción.

Mientras el sujeto moderno descompone –en su concepción esencial– toda relación sacra con el cosmos, reduciéndolo a materia de dominio, del aura sólo queda un simulacro artificial. Los demonios, los fantasmas y los héroes llenan el arte de fin de siglo, sugiriendo una gran profundidad esotérica, pero casi siempre se trata de representaciones evidentes, así como de gestos del propio sujeto que los reproduce sin llegar más lejos. El arte será fantasmagoría celebrativa del autor-medium: pero la imagen aurática concebida de este modo es tan sólo una caricatura de la tradicional. «Arte por el arte», superhombre y «vidas de héroes», ya no conservan nada de la silenciosa y densa experiencia de la contemplación, de la cual la modernidad cancela cualquier traza.