frn_fig_001

Picasso en Gósol, 1906: un verano para la modernidad




Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

De la misma autora
en
La balsa de la Medusa:


129. La estética del románico y el gótico

Jèssica Jaques Pi

Picasso en Gósol, 1906: un verano para la modernidad

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 161





© Jèssica Jaques Pi

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-228-7






A las mujeres de Gósol

Índice

Prólogo

Acerca de Picasso en Gósol, 1906: un verano para la modernidad

I. Picasso en 1906

1. Picasso y Barcelona

2. Picasso y Gósol

II. Un verano para la modernidad

1. La clasificación de las obras

2. De las figuras a los iconos

3. Momentos para la modernidad

III. Los hallazgos plásticos de Picasso en Gósol y la ruta de la modernidad

IV. Descripción del Carnet Catalán y del Álbum MPP 1857

1. La clasificación de las obras

V. Catálogo

VI. Bibliografía

Prólogo

Cuando Picasso llegó a Gósol a finales de mayo de 1906 era un pintor decimonónico; cuando, doce semanas después se fue, llevaba las hebras de la modernidad enrolladas en sus lienzos. No hubo milagro ni embrujo, sí un viaje interior vertiginoso, un ánimo insólitamente alegre, un tiempo robado, un espacio casi inimaginable de puro sublime y unas gentes con fascinantes rasgos de belleza ancestral, austeridad máxima en sus formas de vida y extraordinaria autenticidad y rusticidad en el trato.

Picasso fue feliz en Gósol. Y eso es todo lo que el pueblo le dio, que no es poco. Por supuesto, un pueblo de dificilísimo acceso en el Pirineo catalán no podía llegar a ser, para un pintor con pretensiones de contemporaneidad, el lugar idóneo donde ir a buscar las claves de la solución a la grave crisis pictórica en la que el pintor se encontraba embarrancado. Si Gósol resultó un lugar fructífero para él fue porque le proporcionó la calma y el bienestar requeridos para dejar emerger lo que llevaba dentro, que había quedado bloqueado por una especie de languidez desconocida hasta entonces. Es a causa de esta languidez que, justo antes de partir primero hacia Barcelona y después hacia Gósol, el retrato de Gertrude Stein quedó aparcado en un rincón del estudio del Bateau-Lavoir, en París, sin acabar, hecho cisco después de los muchos borrones superpuestos en el centenar de sesiones en que la pobre rica posó. Simplemente, aquel experto retratista no podía volver a la abulia de la época rosa, con la que claramente rompía el retrato que había de revolucionar el género, pero tampoco tenía la más mínima idea de qué rumbo tomar. Y allí se quedó la señora pintada, sentada en su sillón raído, con talle, con manos, sin rostro y criando alguna que otra polilla y mucha mugre.

Era la primera vez en su vida que Picasso se sentía así. Su perplejidad y malestar debían de ser feroces y probablemente tuvieran ciertos atisbos depresivos. La compañía de Fernande Olivier suavizaba poco la inquietud de su ánimo desorientado y la vida en París se hacía minuto a minuto más insoportable. Necesitaba las faldas de otra mujer y la hospitalidad y amistades de otra ciudad: su madre y Barcelona. El viaje a Gósol fue algo totalmente imprevisto e improvisado para Picasso y Fernande, quienes, dispuestos a una estancia urbana, se encontraron en medio de la mayor fortaleza de montañas que habían visto en su vida. Pero, en realidad, se estaba esgrimiendo un viaje mucho más audaz y definitivo: el tránsito vertiginoso del pintor hacia un nuevo lenguaje plástico y, con él, hacia la modernidad. Gósol fue, simplemente, el maravilloso escenario de esta Gran Aventura, probablemente el mejor de los que Picasso, urbanita de alma rústica, hubiera podido pergeñar jamás.

El día en que volvió a París, Picasso llegó al Bateau-Lavoir y, con un extraño arrebato lleno de seguridad y madurez, acabó en una tarde y sin modelo el retrato de Gertrude Stein. Los once meses siguientes los dedicó a preparar frenéticamente Les demoiselles d’Avignon, realizadas entre junio y julio de 1907, cuando se cumplía un año de su estancia en el pueblecito catalán. La ruta picassiana hacia la modernidad partió de aquel lugar completamente ajeno al ritmo de los tiempos y no tuvo, ni para Picasso ni para el nuevo arte occidental, un ápice de recato, arrepentimiento o retorno; vista cien años después, fue la implacable ruta de un destino.


Este libro no hubiera podido realizarse sin la ayuda entusiasta de muchas y muchos gosolenses. Mi agradecimiento más profundo a las personas de Cal Calis, Cal Nogués, Cal Lluís, Cal la Benita, Cal Treiró, Cal Nen Xic (especialmente a Pepa), Cal Franciscó, Cal Triuet, Cal Castellana, Cal Xuriguer, Cal Fuster, Cal Tacany, Cal Paraire, Cal Mingo, Ca la Joana, Cal Bepus, Cal Pipeta, Cal Primal, Cal Rita, Cal Sília, Cal Vermell, Cal Treneta, ca l’Agustina, Cal Tòfol, Cal Mosoi, Cal Puixica, Cal Serres, Cal sastre, Cal Quel, Ca l’Esteve, Cal Joan Andreu, Ca la Matilda, Cal Vila, a Mossen Ramon y a Mossen Ballarin y a Emilia, a Laura Puello. Josep Corominas y Carmen Marcos, respectivamente alcalde y secretaria del Ayuntamiento de Gósol, me ayudaron con todo el trajín del contraste de partidas de nacimiento, muertes, habitantes. A Ana Tuset, por ayudarme a identificar a «Herminia» o la Dona dels pans. A Montse Marcos y a Nené Pi les debo la alegría que ha acompañado cada una de estas páginas, a José Montserrat el aplomo requerido para un trabajo reposado, a los dos Pàtrick Jaques la complicidad máxima, a Àgata Ballester una afabilidad balsámica y a Pere Pi y Mercedes Romera grandes lecciones de serenidad e ilusión.

Mis compañeras y compañeros de la universidad han contribuido de modo imponderable a la redacción del texto. Gerard Vilar ha dado fuerza, aire y rigor a cada uno de los capítulos del libro; Miquel Molins, Teresa Camps, Joan Rovira, Daniel Rico, Simón Marchán, Ramón Garriga, Ricardo Piñero, Anna Calvera, Anna Estany, Pedro Azara y Diego Romero de Solís me regalaron una lectura pletórica de sugerencias; Gemma Arguello realizó el arduo trabajo de la manipulación de imágenes; familia Casals, Marta Tafalla, Eva Jiménez, Remei Capdevila, Gabriela Berti, Helena Cordón, Joan Minguet, Manel Sabés, Montserrat Planell, Núria Lleonart, Jordi Ibáñez, Félix de Azúa, Eva Fidalgo y Paca Pérez Carreño han dado ánimos perseverantes a todo el proyecto; Valeriano Bozal ha confiado en él y ha sostenido la elaboración del proceso final. A ellas y ellos, mi máxima gratitud.

Un libro como éste no puede realizarse sin la ayuda de las documentalistas y bibliotecarias. Sin el empeño y la empatía de Margarida Cortadella, del Museo Picasso de Barcelona, no hubiera podido realizar el Catálogo ni la Descripción del carnet catalán; Jeanne Sudour acompañó mis pesquisas en la biblioteca del Muso Picasso de París. También la diligencia de Pierre Eugène. Igualmente, la colaboración de Teresa Martí y Cristina Pérez, de la Fundación Joan Miró de Barcelona y los ánimos de personas que trabajan en el Museo Picasso de Barcelona.

Javier Fernández de Castro, María Belmonte, Alejandro y Pierrette Montserrat realizaron la lectura final que la autora fue incapaz de hacer. Mil gracias a los cuatro.


Gósol, 27 de mayo de 2006

Acerca de Picasso en Gósol, 1906: un verano para la modernidad

Picasso estuvo sólo unos ochenta días en Gósol. Si no he contado mal y la información que presento es completa, los trabajos que deben ser atribuidos a este período son trescientos dos. Si se repartieran de una manera estrictamente cuantitativa, significaría tres o cuatro por día. Entre ellos se cuentan veinte óleos y unos cuantos guaches de mucha calidad. Pero la obra picassiana realizada en este pueblo del Pirineo catalán no es importante por razones numéricas, sino porque se trata del momento en que Picasso dejó de ser un pintor vinculado a la tradición representativa que pautó la pintura desde el Renacimiento hasta los diversos impresionismos de finales del siglo XIX para iniciar su peculiar modernidad.

En Gósol Picasso presenta por primera vez unas obras deliberadamente no acabadas y desplaza programáticamente la anécdota y lo narrativo en favor de la reflexión sobre el medio pictórico y la enfatización del estilo. Es allí donde revitaliza arcaismos pictóricos con nuevas miradas antilusionistas, tensa hasta la distorsión figuras y espacios, se empeña en el hallazgo de formas universales y ahistóricas que conviven agónicamente con la plena consciencia de la historicidad del arte y su capacidad revolucionaria. Es en el verano de 1906 cuando estereotipa estas formas, que configurarán unas presencias (y no unas representaciones) que ya no dependerán de nada externo, sino que permanecerán en el estricto ámbito de la ficción pictórica. Como analizará pormenorizadamente este libro, Picasso encontró en Gósol su peculiar lenguaje para el arte autónomo reclamado por la incipiente modernidad (de Cézanne, de Manet, de Matisse), desterrando no sólo la categoría de la representación y la técnica ilusionista, sino también la sumisión a la belleza, a la expresión, a la emotividad, a la armonía.

Ciertamente, las primeras obras modernas de Picasso fueron realizadas en Gósol. Se trata de El harén (IX. 36)1, Fernande con pañuelo en la cabeza (XIV. 93) y Fernande acostada (XIV. 94), que precipitarán sus hallazgos plásticos hacia el Retrato de Gertrude Stein (D), concluido inmediatamente a la vuelta de Gósol, y Les demoiselles d’Avignon, pieza realizada once meses después.

A pesar de ello, esta monografía tiene el privilegio, no sin cierta perplejidad por parte de la autora, de ser la primera dedicada al breve período gosolense de Picasso. La falta de estudios sistemáticos sobre el verano de 1906 probablemente sea debida a que durante mucho tiempo (de hecho, hasta la exposición comisariada por Alfred H. Barr para el MOMA en 1939, titulada Picasso, Forty Years of his Art) la mayoría de las piezas se fechaban en 1905. Ello generó un tipo de narrativa que incluía el período pirenaico dentro de la época rosa y, aunque las fechas de composición se corrigieran, el relato sobre estas obras quedó vinculado de una manera u otra a ese período, restándole a Gósol el protagonismo merecido y, en el mejor de los casos, viéndolo como un momento clasicista y arcaizante. Sin embargo, y como intentaré demostrar, la obra gosolense de Picasso es, por una parte, un abandono radical y casi violento de las épocas azul y rosa, esto es, de «todo lo que pasó antes» y, por otra, un momento privilegiado de hallazgos plásticos para «todo lo que vino después».

«Lo que pasó antes» era una pintura que, pese a estar realizada a principios del siglo XX, todavía estaba anclada en la tradición humanista inaugurada en el Renacimiento. Picasso no hubiera sido «Picasso», es decir, no se hubiera convertido en el máximo representante de una cierta modernidad si se hubiese estancado en la elocuencia del simbolismo de la época azul, o si se hubiera encantado en la abulia esteticista de la época rosa, períodos guiados todavía por el viejo paradigma de la representación y del tema. Tuvo que romper con las categorías tradicionales de la mímesis, la expresión, la belleza, el agrado, la emotividad, la narratividad y el ilusionismo para conseguir que su pintura fuera simplemente «pintura», que en el transcurso de la modernidad significó un arte capaz de autorreflexionarse y autoafirmarse ficcionalmente en dos dimensiones y con pigmentos desde una distancia casi agresiva respecto a las categorías aludidas. Y esto sería precisamente «todo lo que vino después», que tuvo su momento de más rotundidad en Les demoiselles d’Avignon. Las nuevas categorías que suplantarían a las antiguas serían la audacia, la fuerza, la distorsión, la construcción y la autonomía, nociones definidoras de algunos de los aspectos esenciales de la modernidad.

Este libro pretende mostrar cómo las obras realizadas en Gósol son el terreno donde Picasso realiza su revolución hacia su nuevo lenguaje. Para ello, desarrollo los siguientes aspectos:


1. Presentación de todos los trabajos realizados en Gósol. Debido a las muchas dificultades encontradas para reunir todos los datos para este primer recuento exhaustivo, debo dejar un pequeño espacio para la duda de que realmente haya podido dar cuenta de todas las obras aunque, en todo caso, el listado resultante no puede andar lejos de la completud. El catálogo se ofrece en el capítulo VI del libro, y se ordena atendiendo a tres categorías fundamentales: naturalismo, clasicismo y primitivismo, que son subdivididas según lo que he considerado como los principales matices estéticos de cada una de ellas: para el clasicismo, la disciplina y la experimentación, así como los adjetivos cézanniano, noucentista, grequeante (utilizo este participio de presente para indicar el grado superlativo de apropiacionismo que Picasso hace de El Greco), moderno y lúdico; para el primitivismo, los adjetivos románico, gauguiniano e ibérico. Siempre que me han parecido adecuados, he mantenido los títulos tradicionales de las obras; si resultaban equívocos, los he cambiado o precisado (recuérdese que Picasso no titulaba sus obras y que normalmente los títulos han sido otorgados por la tradición historiográfica). Además de ordenarlas en estas tres grandes categorías, he distribuido las obras en dieciocho grupos, puesto que en su jerarquización plástica he considerado afinidades y variantes para esta distribución; las obras singulares en las que convergen los hallazgos plásticos de cada momento se designan como «hitos» de cada uno de los grupos. Así mismo, he añadido alguna obra que no ha sido tradicionalmente atribuida a Gósol pero que a mi me parece manifiestamente gosolense. Lo indico convenientemente.

2. Presentación de los dos elementos plásticos fundamentales de la obra gosolense: la conversión de las figuras en iconos y el ocre como el elemento renovador de la paleta. A esto se dedican el capítulo II de la segunda parte, titulado «De las figuras a los iconos».

3. Análisis estético de cada una de las obras según el esquema propuesto. Se desarrolla en el tercer capítulo de la segunda parte, titulado «Momentos para la modernidad». Al de las obras realizadas en Gósol se añade el análisis de tres más: Composición: los payeses con bueyes (XVIII. 8), trabajo iniciado en el pueblo y acabado en París; El peinado (XVII. 2), una obra realizada también de retorno a París pero concebida en Gósol y el Retrato de Gertrude Stein (D), por ser el lienzo que recoge de manera inmediata los hallazgos plásticos gosolenses.

4. Presentación sintética de los principales hallazgos gosolenses para la configuración de la peculiar modernidad picassiana. A ello está dedicada la tercera parte de la monografía, titulada «Hacia una nueva plástica».


Como se ve en los puntos enunciados, Picasso en Gósol, 1906: un verano para la modernidad está enfocado al estudio estético de los trabajos gosolenses, aunque no obvia los aspectos históricos o biográficos. Se atiende especialmente a la dinámica plástica de las obras y, a partir de ésta, a su concatenación creativa. La pregunta que siempre me ha acompañado es: «¿Aporta esta obra algo a la peculiar ruta picassiana de la modernidad?» Al formularla he tenido muy presente que mi comprensión y la del lector tienen una narrativa de la modernidad muy diferente a la que se tenía en el momento, cuando «la modernidad» era algo todavía balbuceante. Si bien es cierto que en el presente no hemos conseguido concluir de una manera satisfactoria esta narrativa, sí lo es que nuestro relato se ha acostumbrado a tomar ciertos asideros firmes, como el de establecer algunos hitos e interpretar desde ellos teleológicamente las obras precedentes. Así, los trabajos picassianos del verano de 1906 toman plena coherencia cuando son interpretados desde El retrato de Gertrude Stein (D; acabado inmediatamente después de Gósol) y desde Les demoiselles d’Avignon (acabado once meses después). Naturalmente, asumo que en el momento en que fueron realizadas Picasso desconocía a dónde irían a parar sus hallazgos plásticos.

Según esta narrativa retrospectiva, hay siete obras que valoro especialmente: El harén (IX. 36), Fernande con pañuelo en la cabeza (XIV. 93) y Fernande acostada (XIV. 94), de las que ya he dicho que son las primeras obras de Picasso que pueden calificarse de modernas; Talla de Fernande (XII. 5) y Desnudo con los brazos levantados (XIII. 5), dos tallas en madera de boj (las únicas que Picasso hizo en su vida) de una gracia y una audacia irrepetibles, especialmente la primera, hecha a manera de talla románica; La dona dels pans (XIV. 91), una de las obras picassianas de belleza más enigmática y emblema de Gósol. Es por esta razón que, sólo en este caso, he preferido mantener la designación en catalán; resulta muy extraño el título en otro idioma, como nos pasa, por otras razones, al hablar de la Gioconda o de Les demoiselles d’Avignon. Por último, también destaco la importancia como obra de un grado elevadísimo de experimentación y de síntesis el óleo Composición: los payeses con bueyes (XVIII. 8).

Espero que esta monografía resulte suficientemente convincente para que los estudiosos de Picasso comiencen a disponer el período gosolense en el lugar que le corresponde en el conjunto de su extensísima obra y, sobre todo, para que el lector se deje cautivar por la fuerza de una plástica que se inició en el desconcierto de un retrato sin resolver y que acabó por esgrimir la peculiar ruta picassiana de la modernidad.

Notas al pie

1 La numeración corresponde al listado de obras que se presenta en el Apéndice. El orden de este listado se explica al inicio de la segunda parte.

I

Picasso en 1906

1

Picasso y Barcelona

Pablo Picasso tenía veinticuatro años cuando el veintiuno de mayo de 1906, a las 18 horas, tomó un tren en la estación de Orsay de París con destino a Barcelona. Le acompañaba Fernande Olivier, también de veinticuatro años, una modelo de los artistas de Montmarte de quien se había enamorado en el verano de 1904 y con quien convivía desde septiembre de 1905, a pesar de que ella estaba casada y de que jamás se divorciaría.

Gracias a la venta de unos cuadros a Ambroise Vollard por 2000 francos, era la primera vez desde que vivía en París que el pintor tenía algo de dinero para desplazarse a Barcelona y poder presentar su compañera a sus padres. Guillaume Apollinaire y Max Jacob, amigos inseparables de la pareja, les ayudaron a cargar unos baúles especialmente pesados a causa del vestuario de Fernande y de los bártulos de Picasso. Una vez razonablemente acomodados en un vagón de tercera partieron hacia Narbonne, donde cambiaron, ya al mediodía siguiente, a un vagón de primera por aquello de las apariencias ante la familia y unos amigos a quienes impresionar. Pero no sirvió de mucho: llegaron a Barcelona a eso de las siete de la tarde y Fernande, agotada, gritó, vomitó y lloró inconsolable diciendo que quería volver a casa. Al día siguiente sin embargo (ya veintitrés de mayo), después de un buen baño, una copiosa cena preparada por doña María y el descanso de una noche, volvió a ser la Fernande alegre, coqueta, divertida, inteligente, perezosa y algo indolente de siempre, lista para hacer muy buenas migas con los círculos más íntimos de Picasso.

Barcelona vivía entonces una época especialmente ajetreada. El veinte de mayo, tres días antes de la llegada de la pareja, se había realizado una manifestación multitudinaria de la Solidaritat Catalana, un movimiento político surgido ese mismo año y que reunía a casi todo el espectro del catalanismo, desde el carlista hasta el republicano; la ciudad todavía estaba inmersa en la resaca de ese acto. Hacía muy poco que se había publicado la bíblia del movimiento, la Nacionalitat catalana de Prat de la Riba, y todos los amigos de Picasso, miembros destacados de la intelectualidad catalana, contribuían entusiasmados a la gestación de algo que se pretendía un nuevo catalanismo cultural.

Picasso estaba encantado de encontrarse en medio de una actividad cultural frenética y reivindicativa, básicamente por el grado de anarquía y de sublevación que implicaba. Conocía bien el magma literario y artístico que dio lugar a estas nuevas efervescencias, dado que había vivido en Barcelona desde septiembre 1895 hasta septiembre 1897, y con algunas interrupciones desde 1899 hasta 1904, año en que se trasladó definitivamente a París, concretamente a Montmartre. Allí vivió instalado en el Bateau-Lavoir (13, Rue de Ravignan), en el mismo estudio que anteriormente había ocupado Paco Durrio, y se rodeó de los nuevos amigos que se aglutinaron en lo que Fernande llamaba la bande Picasso: además de los citados Guillaume Apollinaire y Max Jacob, estaban André Salmon, André Derain, Paul Fort, Gertrude y Leo Stein, Ricard y Benedetta Canals, Ignacio Zuloaga, Isidre Nonell y Joaquim Sunyer, los hermanos Pichot, Gustave Coquiot y Olivier Sainsière. Todos ellos eran lectores de Le Mercure de France y se reunían en el Lapin agile, un bistrot con terraza donde bebían sin ninguna moderación la combine, vino blanco fresco con cerezas maceradas en alcohol y granadina. Gat, Frika y Feo, los perros de Picasso, completaban la tropa. El ambiente artístico de Montmartre era por aquel entonces simbolista y el político anarquista, asunto que comportó algún que otro problemilla a los miembros de esta peculiar banda.

Los años que Picasso pasó en Barcelona se rodeó de la intelectualidad más avanzada, que influyó especialmente en él durante la época en que se vinculó a la taberna Els Quarte Gats. Este lugar, alojado en una casa modernista de Puig i Cadafalch, fue fundado el 12 de junio de 1897 y clausurado en junio de 1903; Picasso acudió a él casi diariamente a partir de 1899, expuso allí en diversas ocasiones y compartió vida cultural y afectiva con sus cuatro fundadores: Pere Romeu, Santiago Rusiñol, Ramón Casas y Miquel Utrillo, los cuales, junto a Isidre Nonell, constituían además el grupo esencial de los catalanes en Montmarte. Allí frecuentaban el cabaret Le chat noir, que inspiró el nombre de la taberna barcelonesa. Parece que fueron ellos los que comenzaron a dejar de llamarle Pablo Ruiz para consagrar el segundo apellido, Picasso, porque la doble «s» lo acercaba inmediatamente a Matisse y Poussin, pintores a quienes el malagueño adoraba, como adoraría después al aduanero Rousseau. A Els quatre gats también acudían Sebastià Junyent, Joaquim Mir, Ricard Canals, Pau Gargallo, Eliseu Meifrén, Rafael Moragas, Ramon Pichot, Joaquim y Josep Bas, Josep y Santiago Cardona, Mateo y Angel Fernández de Soto, Ramón y Jacinto Reventós, Josep y Emilio Fontbona, Carles y Sebastià Junyer–Vidal, Jaume Brossa, Eugeni d’Ors, el malogrado Carles Casagemas, Josep Maria Folch i Torres, Joan Vidal Ventosa, Joan B. Fonte, Hermenegildo Anglada Camarasa y Manolo Martínez Hugué. Todos ellos eran hijos de la burguesía catalana y se definían como modernistas, anarquistas, anticlericales y decadentes, además de sufrir un autismo profundo respecto a la generación del 98 y tener unas tragaderas enormes para la gran cultura europea, que engullían desordenadamente, casi con gula, con tanto entusiasmo como poco rigor. Desde 1901 tenían su propia revista, Pèl & Ploma, inspirada por la parisina La Plume. La revista catalana incorporaba resúmenes de artículos dedicados al arte de publicaciones extranjeras. Su último número fue el de diciembre de 1903, siete meses después del cierre de la taberna, y se sustituyó por la revista Forma, que acabaría dedicándose a la historia del arte y no al arte coetáneo y en la que, como puede adivinarse por su nombre, se exaltaba la forma como el valor estético por excelencia.

Picasso absorbía como el que más todos estos entusiasmos, excepto el que tuvo por objeto el modernismo gaudiniano, que siempre aborreció. Por otra parte, él no ignoró a la generación del ’98, puesto que en 1901, en Madrid y junto al escritor catalán Francesc d’Asís Soler, fundó, dirigió y promovió la revista Arte Joven, de aires anarquistas y en la que, entre otras, se publicaron contribuciones de Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Alberto Lozano y Azorín.

En Els Quatre Gats se dieron conciertos Albéniz y Granados, se celebraron reuniones de la Sociedad Wagneriana, lecturas de poesía, producciones teatrales y sombras chinescas a cargo de Eliseu Meifrén. Se leían en voz alta leyendas medievales, así como textos de Nietzsche, Schopenhauer, Goethe, Novalis, Kropotkin, Maeterlinck, Ibsen, Verlaine y Wilde. Sus asiduos eran unos apasionados de Goya y de El Greco, hasta el punto que Rusiñol había comprado en París, en 1894, dos lienzos del maestro toledano, y que en 1906 apareció una monografía de Utrillo sobre este pintor; además, adoraban a Toulouse-Lautrec, a Munch, a Turner, a Rossetti, a Holman, a Hunt y a Millais.

En la taberna barcelonesa se redescubría y se reinventaba el pasado cultural catalán. A este respecto fue especialmente importante para Picasso la influencia de Joan Vidal Ventosa, que se dedicaba a la restauración de altares góticos y que era un enamorado del románico catalán, pasión que transmitió a Picasso llevándoselo de excursión, a partir de 1902, a las ermitas del Pirineo, concretamente a las del valle de Boí, que fotografiaba (hay que decir que Vidal Ventosa era un magnífico fotógrafo, como se puede apreciar en la fotografía que le hizo al pintor, a Fernande y Ramón Raventós el atardecer anterior de la partida a Gósol en el Guayaba, un centro artístico fundado por el propio Ventosa y por Quim Borralleres). Además, en otoño de este mismo año hubo una gran exposición dedicada básicamente al arte medieval en el Palacio de las Bellas Artes de Barcelona, acontecimiento que se vistió con visos nacionalistas incrementados por la muerte de Jacint Verdaguer el diez de junio.

Pero cuando Picasso volvió a Barcelona en 1906 no era el mismo que antes de instalarse en París. Había sufrido algún fracaso estrepitoso, como la devolución de dos cuadros de saltimbanquis desde la Bienal de Venecia de 1905, y algún éxito moderado con la intelectualidad avanzada y más adinerada de la capital francesa (Gustave Kahn, Père Soulier, Clovis Sagot, los Stein). Sus amigos barceloneses tampoco eran los mismos. El pintor se encontró con una catalanidad diferente a la que había dejado en 1904. Al igual que sus copains de Montmartre, que estaban todos fascinados por Jean Moréas, sus amigos de Els Quatre Gats, ya desaparecido, estaban dejando las nieblas del norte como factor diferencial de la cultura catalana respecto a la ibérica para desplazarse hacia un entusiasmo por el mediterráneo clásico o, dicho de otra manera, se alejaban del modernisme para elaborar las primeras bases del noucentisme, siguiendo los pasos trazados, entre otros, por Joan Maragall, que dejó de traducir a Nietzsche, Novalis y Goethe para elaborar poemas como Enllà (Allá). Así, siguieron todos a una la consigna d’Eugeni d’Ors publicada en su Glossari de 1906, concretamente el diez de abril, acerca del «deber de mediterraneizar el arte actual». En enero se había estrenado en el Gran Teatre del Liceu la ópera Emporium, con letra de Eduard Marquina y música de Enric Morera. Joaquím Torres-García y Joan Llaverias practicaban el clasicismo pictórico; Pompeu Gener había publicado L’Intel·lecte grec antic (El intelecto griego antiguo) en 1905, y en el mismo año Arístides Maillol esculpió Mediterránia.

Algunos historiadores del arte imaginan que, en este contexto, Picasso hizo algo así como un cursillo acelerado de clasicismo (¡en una semana!), y que se fue a Gósol a practicar y defender a ultranza un clasicismo plástico propuesto como síntoma visible de una cierta concepción de la catalanidad. En mi opinión, esta tesis no es correcta: el clasicismo gosolense de Picasso fue una actitud estrictamente estética y experimental, casi de prescripción facultativa para poder salir del desarraigo pictórico en el que se encontraba dolorosamente instalado.

Ciertamente, el artista malagueño sentía este desarraigo porque la pintura de la época rosa le había llevado a un estancamiento del que parecía no poder salir, sólo quebrado fugazmente pero con una fuerza insólita por las pinturas de Holanda. Picasso estaba harto del maravilloso tecnicismo de su pintura adolescente, de la narratividad de la época azul y del esteticismo de la rosa. Buscaba un lenguaje diferente al finisecular, aunque no sabía todavía cuál; su situación era de perplejidad y de duda. En este contexto, el clasicismo reivindicado por sus amigos catalanes podría ser un buen remanso para relajarse y comenzar una nueva indagación plástica. Además, en su museo imaginario, convergían con fuerza las soluciones pictóricas de los frescos y los bajorrelieves egipcios, de la escultura ibérica y la griega, de las pinturas pompeyanas, de las tallas románicas, de la pintura de Velázquez y Zurbarán, de la del Greco y Goya, Poussin, Puvis de Chavannes y Manet, de Cézanne, Rodin y Matisse. Todo ello fue convenientemente procesado en Gósol para la gestación del nuevo lenguaje de la modernidad.

2

Picasso y Gósol

La narrativa habitual de la partida hacia Gósol se ha construido normalmente a la zaga del viaje a Horta de 1898. Así, los historiadores no dudan en afirmar que tal como Picasso fue a Horta para recuperarse de la escarlatina contraída en Madrid en la primavera de 1898, fue a Gósol para recuperarse de la tisis, o incluso de «algo peor», como la sífilis. Pero lo cierto es que en la biografía del pintor no hay ni rastro de estas enfermedades. Además, personas de edad del pueblo recuerdan a sus abuelos diciendo que Picasso no tenía un aspecto diferente del de cualquier joven varón de ciudad que se acercaba a esas montañas. Otra versión de la supuesta curación del pintor es la de que fue a Gósol a «quitarse» del opio. Es cierto que Picasso y Fernande fumaban opio; lo hacían asiduamente y en cantidades considerables. Pero no tuvieron conciencia de su carácter pernicioso hasta 1908, año en que su amigo el pintor polaco Wiegels murió a consecuencia de una sobredosis. Así que, probablemente, en las maletas que llevaron al pueblo no sólo había un montón de vestidos femeninos excesivamente elegantes y bártulos de pintor, sino también grandes cantidades de esta droga, que debieron fumar a su pleno antojo en los interiores más frecuentados. De hecho, en una de las páginas del carnet català (concretamente la setenta y cuatro) aparece una receta vinculada a esta substancia: «Opio, azafrán, alcohol, láudano».