Porque éramos guerreros

Wajima Safi

© 2109. Ediciones Especializadas Europeas, SL

© Traducción: Joan Estapé

EEEliteraria - www.eeeliteraria.com

Diseño portada: Elena Karaumpali

ISBN: 978-84-121078-4-5

Todos los personajes de la novela son ficticios, el parecido con personas vivas o fallecidas son pura coincidencia y la autora declina cualquier responsabilidad.

Todos los derechos reservados, incluyendo, entre otros, conferencias públicas y transmisiones por radio y televisión, incluidas partes individuales. Ninguna parte del trabajo puede reproducirse de ninguna forma (por fotografía, microfilm o cualquier otro medio) o procesarse, duplicarse o distribuirse utilizando sistemas electrónicos sin el permiso por escrito del editor.

Más allá del bien y del mal hay un jardín. Allí nos encontraremos.

Rumi

Lagartijas

Cuando los rayos de sol del amanecer de un día de finales de 1980 descendieron a través de las altas ventanas luminosas y sucias de la estación central de Múnich y deslumbraron los ojos soñolientos de Layla, ésta supo de repente que la guerra había terminado.

La calma del sol matutino que se reflejaba en el rostro de su pequeña hija, que dormía en su regazo, marcó una cesura en el tiempo. Y el tiempo, simplemente, se había detenido para ella, para su hija y para su marido Jamal. Unas décadas después, su hija tuvo que leer Anna Karenina, y Anna Karenina, en su fantasía, se arrojó al tren en esa misma estación. Pero hoy no iba a morir nadie. Hoy, en esa estación, comenzaba una vida nueva.

Jamal puso la chaqueta de su traje debajo de la cabeza a guisa de cojín y durmió estirado en tres asientos de un banco en el que normalmente se sientan los viajeros que esperan el tren. Su hija Mina descansaba en su regazo y se abrazaba a su gran vientre de embarazada, mientras ella misma se había quedado dormida sentada en el banco junto a su marido.

Parecía que la estación se despertaba lentamente con ella y su familia. La mirada de Layla se deslizó suavemente por la imagen en movimiento que, como un cuadro líquido de diversos colores desconocidos, de personas desconocidas para ella, pasaba por delante de sus ojos. Los pasos de los viandantes, igualmente soñolientos, cuya observación sería la primera lección de un aprendizaje eterno, parecían aumentar de velocidad al mismo tiempo que el sol de la mañana. Los hombres que pasaban por delante de ella eran blancos, de ojos claros y solo a veces de pelo y ojos oscuros. Sorprendida, constató enseguida que parecían estar sin daños e ilesos. Habían llegado a un lugar que no podía ser más extraño. Todavía no podía pensar que ella, con sus largos y lisos cabellos negros y ojos negros, era absolutamente extraña en un mundo en el que todo lo extraño conlleva una amenaza de ruptura. La poderosa y enorme rareza de los alemanes aquella mañana en la estación central de Múnich quedó grabada en su memoria para el resto de su vida y cortó de raíz cualquier otra imagen por mucho tiempo. Muchos años después, a la vista de grandes aglomeraciones de alemanes, pensaría que eran extraños para ella y entonces vería con claridad una verdad que tal vez se le había escapado en aquellas primeras horas en su nuevo país: la extrañeza se basa en el ángulo de observación. Sin embargo, esto no tenía importancia, pues en todo momento la extrañeza le ofrecía un nido cálido, un escondite donde nadie sospechaba de ella. Se rió con la idea de un nido de blancos alemanes. Del polvoriento Kabul la separaba una distancia de mundos, incluso de planetas, aunque ciertamente estaba solo a unas horas de viaje. Entonces no tenía miedo a lo extraño, pues lo familiar era mucho más amenazador en aquel momento. Estaba convencida que en lo sucesivo desaparecería entre una multitud de personas extrañas, tal y como le ocurrió a primeras horas de aquella mañana en Múnich. Volvería a sentir la cálida sensación de lo extraño y olvidaría otras muchas cosas. Por un momento, fue capaz de olvidar el miedo que, en su infancia, las lagartijas habían sembrado en su corazón en forma de un germen pequeño e insignificante. No se dio cuenta de cómo, con el tiempo, una leve sensación de miedo encontraría en ella un nutriente agotador. El miedo se haría más grande, florecería, crecería, y un día se convertiría en un monstruo. Pero no hoy.

“Hoy, no”, pensó, y sumida en sus pensamientos acarició la cabeza de su hija. Nadie se fijó en ella ni en su pequeña familia. Algunas personas pasaban junto a ellos, otros, con una bebida marrón y caliente en la mano, con un aroma penetrante y agradable que ella no había olido nunca, estaban sentados a una mesa o permanecían de pie. En el vestíbulo de la estación vio casetas donde vendían bocadillos y pasteles.

Los rayos del sol, que caían oblicuamente, duplicaron la cantidad de gente e inocentes objetos mientras les prestaban largas sombras móviles. Los trenes que entraban con mucho ruido parecían trazos toscos en la imagen de ella, tragándose todas las pequeñas sombras humanas de los andenes. La estación era un territorio libre de los demonios, brujería y magia de los afganos, que podrían abrir las puertas del cielo y el infierno. Aquí las criaturas fabulosas y los espíritus de Afganistán habrían muerto de hambre en las calles.

“Nos hemos escapado”, pensó Layla.

“Hemos entrado”, fantaseó al lado de su marido echado en el banco. Miró un trozo del suelo que de ahora en adelante se convertiría en el suelo bajo sus pies y los de Jamal. Con cuidado estiró sus pies en el pavimento donde envejecería y en el que un día sería enterrada. Pero ahora, antes que nada, viviría. Los muertos de las numerosas guerras posteriores acusarían a Layla y su familia en la televisión por cable alemana, entre anuncios de sopas de sobre y nuevos modelos de pequeños coches, de haber escapado.

“Afganistán, oh Afganistán, nunca me soltarás. Tu llanto, tu gemido, tu rebelión, tu destrucción sin fin, tu fuente siempre será la mía y la de mis hijos.” Layla abrazó más estrechamente a su hija.

Una mujer alemana de cabellos encanecidos y baja estatura les llevó un plato con tres rebanadas de pan. Se lo dio con una sonrisa. Layla no pudo evitar devolvérsela, solo que en ella no había una esperanzadora amabilidad, sino todas sus esperanzas, deseos y melancolía que en esos momentos no podía expresar a nadie más que a aquella pequeña mujer. En ese momento fue incapaz de hablar o llorar, y sonrió con su incomodidad. La expectativa en su sonrisa estiró el momento hasta el infinito. Al final, esperó un gesto amable de la alemana antes de irse y luego oyó que se cerraba una puerta.

En Alemania las puertas se cierran, constató con sobriedad. En Afganistán suena de otra manera. No podía recordar haber oído nunca cerrar una puerta. En Afganistán las puertas estaban siempre abiertas o no hacían ruido cuando se cerraban suavemente. En Alemania las puertas se cierran con un sonido que no puede ser más alemán. Le gustaba el sonido. Era absoluto, divisorio, aquí había espacios cerrados.

Miró las rebanadas de pan, cubiertas con una crema dulce oscura y blanca. Había sido meticulosamente extendida sobre el pan en tiras oscuras y blancas alternativamente, con el mismo grosor. Nunca antes había visto nada igual. Su sonrisa se esfumó gradualmente. Su sonrisa se fue apagando poco a poco, porque su corazón sufrió un segundo la opresión que sentía por todas las cosas que nunca antes había oído, visto u olido.

En Afganistán la comida desaparecía en grandes ollas, era cocinada y luego colocada en grandes tazones en el centro de la habitación. Todos se sentaban en torno a los grandes tazones y tomaban porciones de comida hasta dejarlos vacíos. Nadie prestaba atención al pan, era un acompañamiento saciante, y hasta lo hacían principalmente sólo los pobres. Al ver el pan untado en su regazo, se sintió segura por vez primera desde hacía meses. Estaba en un país en el que la gente presta atención a una rebanada de pan de aquella clase, como si se tratara del palacio del presidente. En este país, la preparación de la comida era una disciplina como la arquitectura, era un arte. No era sencillo limitarse a comer.

“No pueden ser malos”, oyó decir a Jamal, quien levantó brevemente la cabeza y la miró. En sus ojos negro azabache yacía toda la melancolía de Afganistán. Una melancolía que no dejaba entrever una diferencia entre el bien y el mal. Miró en silencio y agotado a su hijita.

“Creo que el mundo es mejor aquí. Yo no escogí Afganistán”, murmuró.

“No seremos nunca una parte de él. Fuimos escogidos por Afganistán. Siempre nos llamará”, suspiró Jamal antes de dormirse otra vez. Sí, tenían que pasar veintitrés años antes de que ella quisiera ser uno de ellos. Ella reconocería en un momento oscuro y doloroso que no podía ser uno de ellos. No podía ser uno de ellos si su hija no podía serlo. La gente que pasaba junto a ella tampoco había podido elegir, pero habían tenido mejor suerte. No conocían esa lejana tierra, polvorienta y dolorosa, donde el pan solo llenaba estómagos hambrientos. Esa tierra que se había clavado en la carne de sus habitantes como una espina sucia. Sí, su Afganistán moriría. Se desvanecería en su memoria y en el momento de su último aliento el Afganistán que había conocido moriría con ella.

Dio una rebanada de pan a Mina y entretanto dejó vagar otra vez su mirada. En una de las paredes de enfrente habían colgado un anuncio luminoso en el que se mostraba un lagarto rojo e intermitente. Maravillada, se preguntó cómo alguien serio podía utilizar la figura de un lagarto para decorar una pared. En Afganistán los lagartos eran sucios, molestos y nadie los habría querido en su casa. Era la única cosa en su corazón que todavía estaba envuelta en sus experiencias infantiles. Ella siempre se imaginó que su corazón de niña había guardado dentro de sí todas las imágenes y que su corazón actual había crecido solo con la edad. Su corazón de niña encerraba una lagartija que era el germen de todos sus miedos. Sorprendida, se dio cuenta de que no sentía sus miedos, su miedo antiguo. En ese momento, inadvertido para todas las personas, su marido, su hija y los sonidos de los trenes, un recuerdo se sentó a su lado en el banco.

Las lágrimas brotaron de sus ojos. Estaba lejos. Estaba increíblemente lejos.

La cara arrugada de su madre enferma, que iluminaban los rayos de un sol afgano que entraban por la ventana de su sala de estar. Quitó cuidadosamente una hebra de su cara y susurró quedamente: “Mantén la calma, no tengas miedo, llevas algo en el pelo que yo te quitaré. No te muevas, cariño...”

Layla saltó histérica de su silla y gritó. “¡No me mientas, no me mientas, sé que son lagartijas! ¡Son lagartijas!” Se arrancó el vestido del cuerpo e incluso un par de cabellos de la cabeza en la habitación en la que entró su padre, un musulmán profundamente religioso que, al ver a su hija de doce años desnuda, que se sujetaba el pelo con las manos como si fueran broches, tuvo la sensación de que, por vergüenza, debía quedarse ciego. Se quedó tan mudo que ni siquiera podía regañarla, así que dio media vuelta y desapareció durante dos días. Su madre agarró una correa y le golpeó tan fuerte en la cabeza que ella, débil, cayó de repente al suelo. No se acordaba de lo que ocurrió entonces, pero cuando se levantó su hermana Fausia le dio de beber. “¿Has perdido el entendimiento? ¿Cómo puede ser que te desnudes en medio de la habitación con la edad que tienes?” Escuchó la voz que ahora estaba tan lejos como nunca antes. Las habitaciones en que sonaban las voces también estaban muy lejos. Nada de ello estaría cerca de ahora en adelante. Sin embargo, lo peor y más doloroso de este recuerdo era la cuestión de quién le diría “cariño” ahora. Ya nadie la llamaría “cariño” ni la vería como la había visto su madre. Hacía tiempo que su madre se había convertido en polvo de Afganistán. La cara arrugada, las manos llenas de anillos, cuyas huellas había visto con demasiada frecuencia en la cara de uno de sus hermanos, habían desaparecido. Su madre sólo pegaba con el revés, de modo que cada faceta de las piedras talladas quedaba marcada en la carne de todos los que la disgustaban. Los dedos que llevaban esos anillos se habían convertido en polvo. Sí, su madre, que la quería a ella, que solo podía querer tanto a una persona, tenía un revés fuerte. Ella y sus hermanos solían reírse de ello y ahora ella también se rió al pensar en las mejillas inflamadas que observó en el espejo cuando tenía nueve años.

Layla había visto de niña a su hermana Fausia, que se preparaba para la boda, depilarse las cejas. Sus hermanas mayores habían vuelto de la peluquería con peinados impactantes que brillaban bajo el sol del mediodía por los litros de laca que llevaban y juntas, solemnemente, depilaron las cejas de la novia. No paraban de reír y cada vez que, riendo, echaban la cabeza hacia atrás, sus rizos negros, como cementados por la laca, resonaban a cámara lenta. El acto de la depilación de las cejas era el momento festivo más importante en la vida de una joven afgana, que espera desde la víspera de la boda el momento de la primera depilación de las cejas. Layla miraba fijamente con sus grandes y curiosos ojos de niña a su hermana mayor, que estaba sentada en el centro de la habitación con su vestido de seda verde oscuro y parecía una princesa. El resto de las muchachas bailaban alrededor de Fausia y tiraban una y otra vez de sus cejas. Cuando finalmente estuvieron listas, Fausia estaba más bonita que nunca. Sí, por eso, las jóvenes esperaban hasta ese día especial para depilarse las cejas. Su verdadera belleza debía resplandecer entonces y debía ser más fascinante que nunca. De hecho, las nuevas cejas de Fausia eran como un dulce para sus ojos, algo para lo que no había palabras. Fausia se miró con seguridad en sí misma en un pequeño espejo de mano, tal y como solo puede mirarse una joven que es consciente de haber llevado una vida perfecta y sin tacha.

Esa misma noche, Layla cogió una cuchilla de afeitar de su hermano, se rasuró las cejas y se puso rulos en el cabello. Al día siguiente, se subió al destartalado autobús escolar con el orgullo de una muchacha que se considera una princesa y lleva las cejas depiladas y los rizos caídos y desaliñados como una insignia legítima. Ya en la puerta de la escuela, la profesora de su clase, horrorizada, la interceptó y le explicó a gritos qué significaba su atuendo. Paralizada de miedo, respondió que quería casarse la mañana siguiente.

“Layla, si te casas, iré en busca de tu madre y si Dios quiere, me encargaré de que termines detrás de un horno como una inútil analfabeta que cocina y limpia un día sí y otro también. ¡No quiero ver como estropeas a todas las chicas decentes con esta facha! ¡Vete a casa y regresa cuando vuelvas a tener cejas!

Arrepentida, hizo el polvoriento camino de vuelta a casa con los ojos llenos de lágrimas, sabiendo que sus días como princesa estaban contados. De regreso hizo una breve parada, se sentó en una piedra y lloró amargamente. Esperaba y tenía la esperanza de que una gran ave descendería del cielo y se la llevaría con sus alas lejos de allí.

“Ahora estoy muy lejos, mamá. Mamá, estoy lejos, muy lejos”.

Le dolían los pies porque las suelas de sus zapatos tenían grandes agujeros, pero su madre ya le había enseñado cómo tenía que ir para que nadie viera sus agujeros. Le había inculcado también que no debía recorrer grandes trechos con los zapatos, pues los agujeros se harían más grandes y ya no podría ocultarlos a la vista de los demás. No le había enseñado lo que tenía que hacer cuando fuera expulsada de la escuela por llevar ilícitamente unas cejas depiladas y luego tener que hacer un largo camino a pie de vuelta a casa. Su madre la recibió con una resonante bofetada y la ocultó al resto de los parientes hasta que las cejas le crecieron para ahorrar la vergüenza a la familia. Todos habrían pensado que la niña de nueve años de la familia Ibrahim quería seducir a los jóvenes del vecindario y por eso se había arreglado las cejas, un privilegio reservado a las novias y las casadas. La reputación de Layla se habría arruinado para toda la eternidad.

Layla se acarició las cejas mientras Mina la miraba durante la comida. Durante una eternidad no había pensado en sus cejas, no se podía acordar cuándo había sido la última vez que se las había depilado. Tan poco importante se habían vuelto en sus pesares. Para defender las cejas de una niña, se necesita una tierra natal. Se necesitaban hombres que conocieran el significado de las cejas. Las alemanas que pasaban a su lado llevaban cejas arqueadas que se adaptan más o menos perfectamente a la forma de su cara. Muchas no se habían arreglado las cejas, pero qué más daba si las modelaban o no, es obvio que para ellas no significaba lo mismo que para la madre y la abuela de Layla.

“Jamal, podremos volver algún día, ¿no?” Lo miró con dolorosa nostalgia.

Jamal abrió ligeramente los ojos y los mantuvo entreabiertos por un momento.

“Puede que regresemos algún día”. Ambos eran conscientes de que Layla necesitaba consuelo. Ella no le creyó, no más de lo que él se creyó a sí mismo. No encontró unas palabras más adecuadas. “Si solo hubiese pronunciado la palabra cariño”, pensó. “Cariño” habría sido la palabra más correcta en ese momento.

Se incorporó y le cogió la mano sin mirarla. La estación palpitaba delante de sus ojos, vivía y respiraba, la gente pasaba de largo y nadie dedicaba un solo pensamiento a la pareja morena con una niña pequeña. Intentó decir algo que nunca había dicho antes, y luego no dijo nada más.

“Yo...” No le vino a la mente ninguna palabra pastún o persa para “amor”.

“Tú...” quiso Jamal arreglar la frase. “Tú estás muy cerca de mi corazón”.

Ella miró su cara inmóvil desde un costado. Se sentó derecho, alisó su traje y miró a lo lejos. Él, el huérfano salvaje de las altas montañas de Afganistán, que no tenía ni madre ni padre que pudieran haberle dicho que lo amaban, tenía unos treinta años y buscaba por primera vez en su vida en una estación de tren alemana una palabra que nunca antes había oído. Era una palabra que otros conocían en diferentes idiomas, pero él ni siquiera podía decirla en su lengua materna. No había pensado que la necesitaría alguna vez. 

Ella le dio en silencio una de las rebanadas de pan. Esparció la mitad en el suelo a su alrededor mientras se la comía. Ella siempre se había avergonzado de su manera de comer, pero sentía una especie de miedo, de tensión, en su presencia y por eso no lo reprendió. Era como un animal grande, fuerte y muy inteligente que tuvo que domar toda su vida. Más tarde, cuando su brillante pelaje negro iba a ser gris y una delicada línea de ruptura a través de los ojos, que todavía iluminaban su fuerza salvaje y sus párpados se volverían pesados y arrugados, incluso entonces, cuando se inclinaba sobre su comida, todavía no podría hacer una comida completa sin esparcir ocasionalmente migas de pan sobre la mesa. Ella alisó su traje. Más tarde, ella ni siquiera notaría los movimientos de las manos que limpiaban la comida que le rodeaba y que todavía estaban despertando en su juventud, porque se convertirían en una parte fija de su matrimonio y amor. 

"Estamos vestidos inapropiadamente", susurró en voz baja. 

"¿Qué te pones cuando pierdes tu patria y llegas con las manos vacías a un nuevo país?"

Simplemente se habían puesto lo mejor que tenían, esperando que fuera lo correcto. Ahora parecían una familia de camino a una boda, no lo que realmente eran. Le estrechó la mano. Estaban tan absortos en sus pensamientos, recuerdos y fragmentos de conversación que no se habían dado cuenta de la persona que se acercaba. De repente, frente a ellos, un hombre de piel oscura -un indio, como se vio más tarde- les sonrió amistosamente y les habló en farsi.

"¿Ustedes son la familia de Kabul que llegó a Múnich anoche?" Ambos lo miraron con los ojos muy abiertos, incluso Mina se detuvo, porque ella también sintió que algo nuevo había sucedido. La lengua de sus mayores sonaba por primera vez en este nuevo y desconocido ambiente y no provenía de sus padres. Parecía que los techos de la estación de trenes de Múnich se tragaban las palabras con asombro. Los tres se fusionaron de repente con la imagen que antes sólo habían contemplado. Jamal quedó impresionado durante una fracción de segundo, pero reaccionó de inmediato. 

"Sí. ¿Es usted el intérprete?" 

"Sí, vengan conmigo." Lo siguieron por el andén con su escaso equipaje hasta que de repente se giró, abrió una pequeña y sucia puerta junto a una comisaría de policía y los condujo a una habitación. Les pidió que se sentaran y les ayudó a guardar su equipaje.

 "Les ayudaré a solicitar los papeles necesarios para quedarse aquí por un tiempo. También se les proporcionará alojamiento". 

Se sentaron, Mina se sentó en el regazo de Layla otra vez."

"¿Cómo se llaman?" Sacó lápiz y papel.

"Layla Paktiawal. Jamal Paktiawal". 

"¿Nombre de pila?" 

"Ibrahim", contestó Layla. 

"¿Fecha de nacimiento?" Lo miraron con expresión de extrañeza.

 "Aquí es común que la gente tenga fecha de nacimiento, que se rige por el calendario gregoriano", explicó pacientemente el indio."¿Saben cuántos años tienen?" 

"Comencé la escuela a la edad de cinco años, la terminé con un año de retraso y luego fui maestra durante tres años. Son cinco más trece más tres. Después de eso pasamos casi tres años... en la carretera. Tengo veinticuatro años."

"Soy seis años mayor que ella, su padre lo calculó antes de nuestra boda. Tengo treinta. Ambos nacimos en invierno según los recuerdos de los miembros de nuestra familia". 

"Invierno, ¿a principios o a finales de año?" 

"A comienzos de año". 

"De acuerdo, les daré las fechas de nacimiento, deberán recordarlas de ahora en adelante y decirlas cuando se las pidan. Es muy irritante no conocer la fecha aquí, así que deben aprenderla bien. Los años aquí no son idénticos a los años del calendario lunar afgano, ¿lo sabían?" Jamal y Layla asintieron. 

"¿Los dos son profesores?" El indio parecía aburrido a pesar de su superficial objetividad, apenas levantó la vista de su periódico. Ambos asintieron con la cabeza. “Lo preguntó varias veces”, pensó Jamal. 

"Ambos descienden del Mahmadzai, la familia real afgana, supongo." 

"Ella es Farsisabán o Kabuli, como se llaman a sí mismos parte de los grupos étnicos de habla persa de Kabul, mientras que yo soy pastún y nací en Jalal-abad. No somos Mahmadzai." 

Interesado y apartando por primera vez la vista de sus registros miró profundamente a sus ojos. 

"¿Eran simples maestros?", preguntó de nuevo el intérprete. 

Layla también notó su repentino interés y lo entendió tan poco como su marido. Le preocupaba y ambos se arrepintieron de no haber respondido a nada más que a la verdad en ese momento.

"¿Tiene algo de malo?", preguntó prudentemente.

El indio sonrió. 

"Siempre estoy recogiendo afganos de la estación. Y luego nos sentamos aquí, inventamos fechas de nacimiento y hablamos de su pasado. Y todos ellos han sido presidentes, reyes, ministros y generales. Son la primera pareja que dice que es..." "Gente corriente", Jamal terminó la frase. 

"Sí. La necesidad afgana de reconocimiento es ilimitada, al igual que su imaginación. Si diera crédito a lo que esta gente me cuenta, uno se preguntaría si todavía hay un pueblo entre todos los reyes del país". El indio se rió a carcajadas. Su risa cortó violentamente el silencio y la gravedad de la habitación. Ambos estaban en silencio, sin saber qué responder. Era demasiado pronto para reírse. Aún era demasiado pronto. Aún no había llegado el momento. Cuando el intérprete volvió a la tarea, enrolló silenciosamente el bolígrafo en el papel con el dedo índice hacia adelante y hacia atrás. No se trataba de una broma ni de la necesidad de reconocimiento de los afganos. Se trataba de poder decir lo que quería y reírse de lo que quería y mantenerlos en silencio. Se recostó en su silla y con su mirada recorrió los contornos de la cara y el cuerpo de Layla. Avergonzada, bajó la mirada y fingió no darse cuenta. Desesperadamente, trató de pensar con claridad, de hacer alguna pregunta sólo para terminar con el comienzo de lo que se convertiría en una humillación para su marido, pero estaba demasiado cansada. No se le ocurrió nada, no se escuchó ningún sonido en sus labios. Se giró cuidadosamente hacia un lado y miró a Jamal. Las comisuras de su boca se movieron, el fuego penetró en los poros de su oscura piel, que dejaron caer gotas ardientes hasta el suelo de la fría habitación, amenazando con prender fuego a su futuro. 

En ese momento, se abrió la puerta, entró un alemán y con él se coló aire frío, lo que volvió a bajar la temperatura de la habitación. Habló con el indio. El fuego en el suelo se apagó lentamente, los músculos de Jamal se aflojaron visiblemente y volvió a respirar. Layla miró por la pequeña ventana. Miró un edificio que nunca había visto antes. Una fachada en amarillo oscuro con decoraciones ornamentales blanas que serpenteaban artísticamente alrededor de ventanas alargadas. El edificio parecía una casa de juguete, la calle estaba llena de ellas.

"¿Quién vive allí?", le preguntó al indio, olvidando lo que él estaba dispuesto a hacer con ella y su familia. Ella sabía que el resentimiento era una carga demasiado pesada que no cabía en el equipaje de los refugiados. 

"Estos son edificios antiguos. Casas construidas antes de 1945. Es caro vivir allí ", dijo, aburrido y molesto por la pregunta.

Parecía salida de un libro para niños. Ni siquiera los juguetes eran diseñados tan artísticamente en Afganistán; ¿qué sentido tiene una fachada así para una casa normal? Una canción infantil afgana, que debió de haber escuchado por última vez en su infancia, resonó en sus oídos. No recordaba el título ni quién la había cantado, sólo cómo sonaba. Los sonidos del armonio y las tablas se arrastraban como fantasmas desde sus oídos a través del suelo de la ventana, subían por la fachada de la casa y se colocaban sobre ella como una cobertura de azúcar glasé en un pastel. Un techo de música afgana cubría la casa. La canción en sus oídos parecía convertir la casa en un hogar.

El indio interrumpió sus pensamientos entregándoles los papeles y pidiéndoles que le siguieran. Volvieron a caminar a través de la estación, hacia la calle, se apresuraron por más calles hacia un edificio austero, gris y sucio, subieron unas escaleras y finalmente se detuvieron frente a una puerta. El intérprete les entregó una llave.

"Podéis quedaros aquí por ahora. Alguien más se encargará de ello de ahora en adelante".

Luego se fue sin saludar. Se miraron el uno al otro. Jamal cargó a Mina en su brazo y Layla abrió la puerta. Entraron en una habitación estrecha y fresca con una cama, una pequeña ventana y un televisor. Tan pronto como cerraron la puerta detrás de ellos, Jamal y Mina cayeron en la cama demasiado pequeña. Tumbada junto a la ventana, miró de nuevo con incredulidad el mundo detrás del cristal. Delante de ella, destellaba un anuncio verde brillante de unos grandes almacenes. Debajo, vio una interminable fila de pequeñas tiendas que ofrecían todo tipo de baratijas de colores brillantes. En la concurrida calle de abajo, innumerables personas pasaron corriendo en muy poco tiempo, los ciclistas se detuvieron, los coches giraron a paso de caracol para no atropellar a nadie.

Alguien había dicho una vez que Múnich es una ciudad resplandeciente. Si esa persona hubiera visto Munich esa tarde con los ojos de Layla, en cuya retina se había marcado otro planeta, otro mundo, el brillo Oriente, habría comprendido que Munich no brillaba. Munich era gris. Un velo de color gris se extendía sobre la publicidad iluminada y sobre las joyas de purpurina baratas de las pequeñas tiendas.

"No es... no es bonito."

"¿Bromeas?" murmuró Jamal, ya medio dormido. "Afganistán tampoco era..." Se quedó dormido en medio de la frase porque no podía llevársela a los labios. A pesar de todo su horror, no es cierto que Afganistán no haya sido hermoso. No podía decirlo. En el momento en que trató de decirlo, recordó que yacía bajo un árbol con una enorme corona verde oscura en un exuberante prado del patio de la escuela, con los ojos cerrados, un mediodía soleado durante las vacaciones escolares. Recordó lo silencioso que había sido, porque el aire podía absorber sonidos innecesarios como las peleas de los niños, y en el momento en que se sintió hambriento, el viento trajo de algún lugar un aroma que nunca antes había olido. Era un olor a guayabas dulces mezcladas con miel y rosas, pero tan suave que había que intentar captarlo con los sentidos. La fragancia descendió inmediatamente de su nariz a su estómago, extendiéndose hasta el infinito y el hambre desapareció. Estaba tendido bajo ese árbol en ese prado, a lo lejos brillaban montañas sin nombre, blancas, rojas, amarillas y verdes, y estaba saturado de una fragancia para la que no había nombre, pensando que esto tenía que ser el paraíso. Pensó entonces que este debía ser el lugar más hermoso del mundo. No se atrevió a traicionar este momento. 

Podrían atarlos con una soga si no les gustaba Alemania. Podrían llamarlos ingratos si no agradecían aquella acogida. Pero el amor no es un mandamiento, la belleza no obedece órdenes. Layla adivinó sus pensamientos.

"Estoy agradecida. Pero es que... no es mi casa. Jamal, el cielo en Afganistán.... tenía un color diferente, incluso en invierno. El sol era diferente. ¿Cómo es posible?" Jamal se giró en la cama y se apartó de ella para que no pudiera verle la cara. Así que escapó como el hombre que una vez había golpeado a otros cinco por ella, el hombre que conducía por las pequeñas y estrechas calles de Kabul con un escarabajo VW azul claro, llamado Fluxwagon por los afganos, del que sólo la familia real era propietaria aparte de él, para dejar claro que él también podía ser rey, como la única lágrima que corría por su cara en treinta años. Era una sola lágrima, y nada más salir por el rabillo del ojo, ya estaba seca antes de alcanzar su fosa nasal en la cara recostada en la cama. Era como si nunca se hubiera derramado. Sólo su hija, tumbada en sus brazos, lo miró con grandes ojos oscuros y lo besó silenciosamente con sus labios de niña húmedos, mojados aún con el pan endulzado, en su mentón oscuro y áspero, en el que su saliva permaneció pegada. Era afgano porque no podía ser otra cosa. Era un combatiente. No podía llorar. 

"El hogar no vale nada si tengo que ver a mi hija morir allí", susurró. Eso es lo que habían buscado. Habían dado un paso tras otro, habían recorrido 6000 interminables kilómetros. Pero la piel de sus pies se había desprendido, dejando todo lo que amaban en tumbas. No querían ver morir a su hija. No habían pensado ni por un segundo en las tumbas de Alemania. Nunca pensaron que su hija podría yacer en una tumba en Alemania. Nunca había pensado que huirían de los cementerios afganos a los alemanes.

“A menudo he oído hablar a los mayores sentados en torno a una taza de té, fumando y recitando poemas, contando alguno que otro chiste para animarse mutuamente. ¿Sabes aquel del diablo?”

Layla miró la espalda de su marido sin saber a qué se refería.

 "¿Eso te viene a la mente ahora?", preguntó incrédula. 

"Deberías conocerlo. El diablo hace una visita guiada por el infierno. La gente se quema clasificada por nacionalidad en grandes y calientes agujeros en el fondo del infierno. En cada una de las zanjas hay ayudantes que devuelven a las personas que logran salir del agujero. Sólo una zanja está desprotegida. Se le pregunta al diablo por qué nadie está vigilando la zanja y él responde: “Hay afganos ahí dentro. No necesitan guardias. Si uno de ellos sale, otro lo arrastrará hacia atrás". 

"Basta". Layla se volvió hacia la ventana. 

"No hay mucho que echar de menos". 

"Sabes que eso no es verdad. Hay que echar de menos todo lo que hemos sido. No quiero quedarme aquí mucho tiempo. Tal vez un año o dos hasta que la situación se calme. Tampoco tenemos que aprender el idioma para eso, ¿verdad? 

"No traicionaremos a Afganistán si aprendemos su idioma. Por eso no podemos retroceder más o menos". 

Ella miró hacia abajo con vergüenza. Sabía que él entendía su tonta irracionalidad, pero en lugar de dejarla, la verbalizó y ahora sus sentimientos eran asimétricos en la habitación y ya no tenía derecho a existir, porque no podía obedecer las leyes del espacio. Su sentimiento no se enderzó hasta que tuvo una forma para la cual existía un nombre.

"¿Viste todas esas librerías de camino hacia aquí? Fui profesor y no he visto tantos libros en toda mi vida como en los pocos minutos que llevo aquí". 

Sabían poemas de memoria. Su madre los recitaba a su padre, a sus hermanas, a sus padres, a sus vecinos. Ellos conservaron esta tradición. Los poemas afganos, los escritores afganos y sus historias estaban firmemente anclados en la memoria de sus gentes. Nadie pensaba que fuera necesario minimizar la grandeza de su cultura escribiéndolos en caracteres. Este sistema, como cualquier otro de gran tamaño, era frágil. Se desmoronó, se tambaleó y se rompió con la muerte prematura de aquellos paisanos cuya memoria era un ancla. Fue una desafortunada coincidencia que la propia poesía de la tierra, que no podía depender de su transmisión entre generaciones de personas, pasara por alto el hecho de que sólo la escritura daba vida eterna a la poesía. Así que con cada afgano muerto, moría también una parte de la poesía afgana. 

Layla abrió un poco la ventana, aunque la habitación ya estaba fría. Jamal había envuelto fuertemente a Mina en una gruesa manta mientras él se puso a dormir con su traje. Ella sabía que él nunca tenía frío, así que podía abrir la ventana un poco más sin dudarlo. Las muchas veces que se había congelado en su lecho matrimonial eran apenas contables incluso al principio de su matrimonio. Abrió todas las ventanas, incluso en pleno invierno, y dejó entrar la nieve para refrescar el cuarto. Estaba en llamas y trató de extinguir el fuego con aire frío. Miró su espalda dormida. Nunca se había molestado en pensar en un hombre, y mucho menos en desear uno. El destino simplemente se lo había dado y hacía mucho tiempo que no sabía si realmente lo quería. 

Era mediados de noviembre y caían las primeras nieves del año. Las gotas de lluvia se habían convertido en copos de nieve. Lenta y acompasadamente, los copos de nieve cayeron en la carretera, en los coches y se derritieron casi al instante, sin que se dieran cuenta las muchas personas atareadas que había debajo. Un olor a comida caliente se elevó desde la calle a su nariz. Olía a pan y carne recién horneados. Despertó delicadamente a su marido. 

"Jamal, tengo hambre. Justo debajo de la ventana hay una tienda que vende a la gente carne con verduras envueltas en pan. Huele muy bien. ¿Puedes traerme un poco de esa comida?" Estaba embarazada y hambrienta y era censurable no satisfacer el deseo de comida de una mujer embarazada.Él acababa de dormirse de verdad, pero se levantó de la cama con su traje arrugado y asomó la cabeza por la ventana. Un hombre que se le parecía, vendía carne que cortaba de una brocheta giratoria que añadía al pan con yogur y verduras.

"Layla, aquí también comen cerdo. ¿Qué aspecto tiene?" 

"¿Por qué me preguntas eso? No tengo ni idea de cómo es el cerdo. No es que los habitantes de Kabul no seamos islámicos sólo porque no estamos tan atrasados como los cavernícolas de las alturas del Hindukush". 

"No quise decir eso. Deja de llamarme cavernícola. Estoy tratando de preguntarle en inglés." 

Abrió su cinturón, lo sacó y lo cortó cuidadosamente con un cuchillo que le dio Layla. Sacó un billete de cien dólares de la entretela y se lo devolvió a su esposa. 

"Cóselo de nuevo". Cierra con llave cuando haya salido, no sé qué clase de gente vive aquí". 

Se fue a la calle con el dinero. 

"¿Eso es cerdo?", le preguntó en inglés al hombre detrás del mostrador. Lo miró sin comprender y se encogió de hombros. Jamal lo miró en silencio. La tienda estaba vacía. El vendedor también tenía la piel oscura y el pelo negro y para la gente que pasaba por delante de la tienda probablemente eran iguales, pero Jamal vio que venía de un rincón completamente diferente de este planeta. Sin embargo, pensó por un momento que le ofrecería ayuda, que buscaría a alguien que hablara inglés o que al menos trataría de entenderlo. Lo pensó porque ambos eran extraños y porque ambos se veían diferentes a los demás. Tal vez también lo pensó porque ambos habían recorrido un largo camino similar hasta aquí. En cambio, Jamal notó el rechazó en su mirada y entendió claramente que valía aún menos a los ojos del vendedor que a los ojos del intérprete indio. Obviamente al vendedor le incomodaba que Jamal, cuya ropa estaba arrugada y su pelo negro despeinado, estuviera de pie en su tienda con un billete de cien dólares en la mano, sin comprar nada y sin querer desaparecer. 

“Al huésped no le gusta el invitado y al propietario ninguno de los dos”, como se solía decir en Afganistán. Ese sería su primer recuerdo alemán. Su primera lección alemana fue la sabiduría afgana. Jamal pensó en su hambrienta esposa y simplemente pasó por alto el movimiento de la mano del vendedor, que le dijo que se fuera. Tal vez debería comprarlo y decirle que era carne de vaca para satisfacer su deseo. Él asumiría el pecado que ella cometería ante su Dios. El olor de la comida caliente le hizo sentir hambre por primera vez; apenas podía recordar la última vez que había tomado una comida caliente. Pero la idea de que le mentiría y luego llevaría consigo un secreto, aunque fuera pequeño, y la soledad asociada a los secretos, ese milímetro de soledad que guardaba para sí mismo lo alejaba de su esposa, no podía soportarlo en ese momento. No había ni un milímetro más de espacio en sus hombros, estaban completamente cargados. Le mostró al hombre el billete de dólar y, gesticulando salvajemente con una mezcla de inglés y pastún le dijo que quería cambiar el dinero. El vendedor señaló hacia el lado opuesto de la calle, nervioso. Después de haber cambiado el dinero, fue de tienda en tienda hasta que se paró en un supermercado. Allí compró pan, fruta y verdura envasadas. Pasó por alto los productos que estaban sellados en láminas de colores, pues no podía identificar suficientemente si contenían alcohol o carne de cerdo. 

Vio la desilusión de Layla por la cena, pero comieron con hambre todo lo que había llevado con él. Luego se fueron a dormir, Jamal en el suelo, Layla y su hija en la cama. La mañana siguiente comenzó con un enérgico golpe en su delgada puerta. Layla limpió rápidamente los restos de la cena y se puso el pelo hacia atrás con la manos mientras hacía que su marido y su hija se pasaran un peinecito de plástico verde por el pelo. Se habían puesto su mejor ropa en previsión de lo que pudiera suceder. Un hombre alemán y una pequeña mujer de aspecto extranjero entraron. La mujer miró a Layla y de sus ojos se desprendió una silenciosa admiración por la imagen. Layla era una belleza de libro ilustrado, con piel blanca, labios llenos y curvos y ojos oscuros, un cuerpo envuelto en un vestido limpio y hecho en casa que le recordaba su amor a la moda. Su largo y espléndido cabello negro caía como una cascada por la clavícula hasta la cadera y brillaba a la pálida luz del sol de otoño de la mañana. Sentada en la silla de madera de la austera habitación, parecía la estatua de una diosa embarazada que había sido sustraída a un templo. Parecía fuera de lugar. Junto a ella estaba un hombre salvaje, cuya belleza descansaba en el resplandor de sus ojos negros, que estaba tan bien vestido como ella, pero que obviamente no tenía sentido de sutileza alguno. Probablemente se había casado con esta mujer porque su belleza lo había aniquilado, pues no conocía ni entendía el silencio, la contemplación y el crecimiento de la belleza. Sólo entendía lo que estaba pasando.

"Podéis quedaros aquí por un tiempo, pero probablemente no mucho. Os mostraré dónde y cuándo podéis recoger vuestros papeles. Mi colega ya ha registrado vuestros datos", dijo la mujer en farsi. El alemán asintió con la cabeza. 

“¿Tienes dinero?”, preguntó.

"Sí, unos cinco mil dólares", respondió Jamal con sinceridad.

 "Mi compañero no nos entiende. Si de ahora en adelante te preguntan si tienes dinero contigo, debes decir que no. Y por supuesto no deberías dejar que nadie lo vea. Le diré que sólo llevas tu ropa contigo". Se volvió hacia el hombre y le dijo algo en alemán. Asintió y lo anotó. Probablemente, en ese momento fue sólo el atractivo de esta familia lo que ablandó a la mujer. Estaban limpios y bien vestidos y de alguna manera le agradaban. 

 "Se os llevará a un hogar donde viven otras familias extranjeras y refugiados. Os podéis quedar allí por un tiempo. Dispondrèis de una habitación allí y recibiréis atención médica”. Miró la barriga de embarazo de Layla. "Este no es un buen momento para un embarazo."

"Tampoco era un buen momento para la invasión rusa", contestó Layla con indiferencia y de repente la sala se quedó en silencio. 

Jamal miró interrogativamente a su esposa desde un costado. Era uno de los peores momentos imaginables para ella renunciar a toda su dulzura y a su buena educación. Tal vez no quería dictarle a una mujer flaca, de apariencia normal, con piel propensa al acné, cómo y cuándo dar a luz a su hijo. Él la conocía lo suficiente como para saber que no se trataba de eso. No, era algo mucho más profundo. Durante semanas y meses habían sido conducidos y se habían perdido en algún lugar en la espesura de su ruta de escape. Se había cansado del miedo constante, de la pérdida constante de control, de las humillaciones constantes, como él. La aceptación dócil, la resistencia o incluso la discusión les devolvió la sensación de control, atención y gestión común. Ella probablemente no pensó todo eso, pero él sabía que ella lo sentía. Se había cansado de la constante evasión. Cuidadosa y discretamente tomó su mano y la apretó. Layla no lo miró y se quedó callada. 

La mujer miró a Layla inquisitivamente. Obviamente ella luchó consigo misma para no mencionar el dinero al alemán después de todo. Puede que no fuera la más agradable, pero era la más poderosa. Miró firmemente a Layla a los ojos y le devolvió la mirada. La mujer bajó los ojos después de una eternidad, metió la mano en su bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos, uno de los cuales encendió con calma.