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El hombre de hojalata

Sarah Winman

Traducción de Bruno Álvarez Herrero y José Monserrat Vicent

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Primera edición: noviembre de 2019

TIN MAN © 2017 by Sarah Winman

First published in English by Tinder Press (Headline Publishing Group) in 2017

© de la traducción: Bruno Álvarez Herrero y José Monserrat Vicent

© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.

Publicado por Dos Bigotes, A.C.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

ISBN: 978-84-120283-7-9

eISBN: 978-84-121091-1-5

Depósito legal: M-33857-2019

Impreso por Ulzama

www.ulzama.com

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

Impreso en España — Printed in Spain

Para Robert Caskie y para Patsy

«Ya noto que me ha venido bien ir al sur,
para poder ver mejor el norte»
.
Vincent van Gogh en una carta
a su hermano Theo, mayo de 1890.

Inhalt

1950

Ellis

1996

Michael

Noviembre de 1989

Junio, 1990, Francia

Noviembre, 1990

Oxford

Ellis

Junio, 1996, Francia

Agradecimientos

TÍTULOS DE DOS BIGOTES

1950

Lo único que Dora Judd dijo sobre aquella noche, tres semanas antes de Navidad, fue que ganó el cuadro en una rifa.

Recordaba estar fuera, en el jardín de atrás, mientras las luces de la fábrica de automóviles de Cowley atravesaban el cielo vespertino, fumándose su último cigarrillo, pensando que debía haber algo más en la vida.

Al volver adentro, su marido le dijo, Date prisa, joder, y ella le dijo, Cálmate, Len, y empezó a desatarse la bata mientras subía al piso de arriba. En el dormitorio, se miró de perfil en el espejo, sintiendo con las manos el progreso de su embarazo, esa nueva vida que sabía que sería un niño.

Se sentó en el tocador y apoyó la barbilla en las manos. Le pareció que tenía los ojos cansados, la piel seca. Se pintó los labios de rojo y el color le mejoró de inmediato el rostro. A su ánimo no le ayudó demasiado, sin embargo.

En cuanto entró por la puerta del centro cívico, supo que ir había sido un error. El humo inundaba la sala y los alegres consumidores se abrían paso a empujones, intentando llegar a la barra. Dora siguió a su marido a través de la multitud y de las bocanadas esporádicas de perfume, fijador y cerveza.

No le apetecía lo más mínimo socializar con él, teniendo en cuenta cómo se comportaba con sus amigos, mirando constantemente a cada chica guapa que pasara, asegurándose de que Dora le estuviera viendo. Se quedó a un lado, con un vaso de zumo de naranja caliente en la mano que le estaba empezando a revolver el estómago. Gracias a Dios, la señora Powys fue directa hacia ella, sujetando un talonario para rifas.

El premio más importante es una botella de whisky escocés, dijo la señora Powys, mientras se llevaba a Dora a la mesa donde estaban expuestos los premios. Después tenemos una radio, un vale para un corte de pelo en Peinados Audrey, una caja de bombones Quality Street, una petaca de peltre y, por último —y se inclinó hacia ella para revelarle esta información confidencial—, una pintura al óleo de tamaño mediano y de muy poco valor. Aunque es una réplica muy buena de una obra de arte europea, añadió con un guiño.

Dora había visto la obra original en una excursión escolar a Londres, en la National Gallery. Por aquel entonces tenía quince años y cargaba con las contradicciones propias de esa edad. Pero cuando entró en la sala, los postigos que le protegían el corazón de las tormentas se abrieron y supo al instante que aquella era la vida que quería: libertad, posibilidad, belleza.

Recordaba que en la sala había otros cuadros —La silla de Van Gogh y Un baño en Asnières de Seurat— pero fue como si ese cuadro en particular la hubiera hechizado, y lo que la cautivó entonces, y la atrajo hacia los confines sin escapatoria de su marco, era exactamente lo mismo que la seducía ahora.

¿Señora Judd?, dijo la señora Powys.

¿Señora Judd?, repitió. ¿Puedo ofrecerle una papeleta?

¿Qué?

Una papeleta, para la rifa.

Ah, sí. Por supuesto.

Las luces parpadearon y un hombre dio unos golpecitos en un vaso con una cuchara. La sala guardó silencio mientras la señora Powys montaba un espectáculo al introducir la mano en la caja de cartón y sacar la primera papeleta ganadora. Número diecisiete, dijo con grandilocuencia.

Dora estaba demasiado distraída por la sensación de náuseas como para oír a la señora Powys, y no se dio cuenta de que había ganado hasta que la señora de al lado le dijo, ¡Eres tú!, y le dio un codazo. Dora sostuvo la papeleta en alto y dijo, ¡Yo tengo el diecisiete!, y la señora Powys gritó, ¡Es la señora Judd! ¡La señora Judd es nuestra primera ganadora!, y la condujo hasta la mesa para escoger su premio.

Leonard le gritó que eligiese el whisky.

¿Señora Judd?, dijo la señora Powys, en voz baja.

Pero Dora no dijo nada, solo observaba la mesa.

Coge el whisky, gritó Leonard de nuevo. ¡El whisky!

Y poco a poco, al unísono, las voces de los hombres empezaron a corear, ¡Whisky! ¡Whisky! ¡Whisky!

¿Señora Judd?, dijo la señora Powys. ¿Escogerá usted el whisky?

Y Dora se giró hacia su marido y dijo, No, no me gusta el whisky. Elijo el cuadro.

Fue su primer acto de rebeldía. Como cortarse una oreja. Y lo había hecho en público.

Len y ella se marcharon poco después. Se sentaron en asientos separados en el autobús de camino a casa, ella arriba, él abajo. Cuando se bajaron, él tomó la delantera y ella disminuyó el paso, dejándose llevar por la paz de esa noche de astros alineados.

La puerta de entrada estaba entornada cuando llegó y la casa estaba a oscuras. Del piso de arriba no provenía sonido alguno. Entró en el cuarto del fondo y encendió la luz. Era una habitación sosa y apagada, amueblada con un sueldo: el de Len. Junto a la chimenea había dos sillones, y una gran mesa de comedor que había presenciado pocas conversaciones a lo largo de los años obstruía el paso a la cocina. En las paredes marrones no había más que un espejo, y Dora sabía que lo apropiado habría sido colgar el cuadro de forma que el armario lo ocultara, donde Len no lo viera, pero no pudo evitarlo, aquella noche no. Y sabía que, si no lo hacía en ese momento, no lo haría nunca. Fue a la cocina y abrió la caja de herramientas de su marido. Sacó un martillo y un clavo y volvió a la pared. Unos golpes suaves, y el clavo se introdujo con facilidad en el yeso.

Dio unos pasos atrás. El cuadro llamaba tanto la atención como una ventana recién instalada, pero una que daba a una vida de color e imaginación, lejos del amanecer gris de la fábrica y con un fuerte contraste con las cortinas y la alfombra marrones, ambas escogidas por un hombre para ocultar la suciedad.

Sería como si el mismo sol saliera todas las mañanas por esa pared, bañando el silencio de sus comidas con la emoción cambiante de la luz.

La puerta se abrió con tanta brusquedad que estuvo a punto de salirse de las bisagras. Leonard Judd intentó abalanzarse sobre el cuadro, y Dora, moviéndose más rápido que en toda su vida, se colocó entre ambos, levantó el martillo y dijo, Hazlo y te mato. Si no ahora, cuando estés dormido. Este cuadro soy yo. No lo tocarás, lo respetarás. A partir de esta noche, duermo en la habitación de invitados. Y mañana te compras otro martillo.

Todo por un cuadro de unos girasoles.

Ellis

1996

En el dormitorio que da a la calle, entre los libros, hay una fotografía a color de tres personas: una mujer y dos hombres. Están en primer plano, rodeándose con los brazos. El mundo tras ellos está desenfocado, y el mundo a cada lado, excluido. Parecen felices, felices de verdad. No solo por sus sonrisas, sino por algo que hay en su mirada, una calma, una alegría, algo que comparten. La foto es de primavera o verano; se nota por la ropa que llevan (camisetas, colores pálidos, esa clase de detalles) y, por supuesto, por la luz.

Uno de los hombres de la fotografía, el de en medio, con el pelo oscuro y desaliñado y la mirada amable, duerme en esa habitación. Se llama Ellis. Ellis Judd. La fotografía, entre los libros, casi ni se ve, a no ser que sepas dónde buscarla, y, puesto que Ellis no tiene ya ningún deseo de leer, casi nunca siente el impulso de acercarse a la fotografía, cogerla y rememorar aquel día de primavera o de verano.

La alarma sonó a las cinco de la tarde, como siempre. Ellis abrió los ojos y se giró por instinto hacia la almohada que tenía a su lado. Por la ventana se veía que comenzaba a anochecer. Aún era febrero, el mes más corto que parecía no terminar nunca. Se levantó y apagó la alarma. Salió de la habitación, entró en el cuarto de baño y se detuvo frente al inodoro. Se apoyó contra la pared con una mano y empezó a vaciar la vejiga. Ya no necesitaba apoyarse contra la pared, pero aquel era el acto inconsciente de un hombre que había necesitado ayuda en el pasado. Abrió el grifo de la ducha y esperó a que el agua comenzara a humear.

Una vez duchado y vestido, bajó las escaleras y comprobó la hora. El reloj iba una hora por delante porque se había olvidado de atrasarlo el octubre anterior. Pero sabía que en un mes habría que adelantar la hora de nuevo y el problema se arreglaría solo. Sonó el teléfono, como siempre, y él contestó, Carol. Sí, estoy bien. Vale. Tú también.

Encendió el fuego de la cocina y coció dos huevos. Los huevos le gustaban. Como a su padre. Los huevos constituían el punto de entendimiento y reconciliación entre ellos.

Salió con su bicicleta a la gélida noche y pedaleó por Divinity Road. Al llegar a Cowley Road, esperó a que el tráfico que se dirigía hacia el este disminuyera. Había recorrido ese camino miles de veces, tantas que podría seguir a aquella marea negra de coches con la mente en blanco. Puso rumbo hacia las luces de la fábrica de automóviles y se dirigió al taller de pintura. Tenía cuarenta y cinco años, y cada noche se preguntaba adónde habían ido a parar todos esos años.

Al llegar a la cadena de montaje, el olor a aguarrás se le atragantó. Saludó con la cabeza a hombres con los que antes solía relacionarse y, en la planta de chapistería, abrió su taquilla y sacó una bolsa de herramientas. Las herramientas de Garvy. Todas hechas a mano, diseñadas para arreglar cualquier abolladura. Todo el mundo pensaba que se le daba tan bien que sería capaz de dejar a una barbilla sin su hoyuelo sin que la cara se enterase. Garvy se lo había enseñado todo. El primer día con él, Garvy cogió una lima, golpeó la parte exterior de una puerta que se iba a llevar al desguace y le mandó arreglar la abolladura.

Extiende la mano, dijo. Así. Aprende a sentir la abolladura. Mira con la mano, no con los ojos. Pásala por encima con delicadeza. Siéntela. Acaríciala. Con cuidado. Encuentra el bulto. Y dio un paso hacia atrás, con una expresión rígida y la mirada crítica.

Ellis cogió el taco, lo colocó tras la abolladura y comenzó a dar golpecitos con el mazo. Tenía un talento innato.

¡Presta atención al sonido!, gritó Garvy. Familiarízate con el sonido. Te permitirá saber si has encontrado el punto exacto. Y cuando Ellis acabó, se irguió satisfecho de sí mismo; el metal de la puerta estaba tan liso como si lo hubieran acabado de prensar. Garvy dijo, Parece que ya está arreglado, ¿no? Y Ellis dijo, Claro que sí. Y Garvy cerró los ojos y pasó la mano por encima y dijo, No lo está.

Por aquel entonces solían escuchar música, pero solo después de haberse asegurado de que Ellis estuviera ya familiarizado con el sonido que hacía el metal. A Garvy le gustaba ABBA. Su favorita era la rubia, Agnetha nosequé, pero no se lo contó a nadie más. Con el tiempo, sin embargo, Ellis se dio cuenta de que el hombre se sentía tan solo y anhelaba tanto tener compañía que el proceso de alisar una abolladura era para él como acariciar el cuerpo de una mujer con las manos.

Después, en el comedor, los demás se colocaban detrás de Ellis y ponían morritos, se acariciaban las caderas y los pechos imaginarios y le susurraban, Cierra los ojos, Ellis. ¿Sientes las pequeñas curvas? ¿Las sientes, Ellis?

Era por Garvy, que le había mandado al tapicero a pedir «una de esas con curvas» en lugar de una aguja curva, el muy estúpido. Pero fue solo una vez, que conste. Y cuando se jubiló, Garvy le dijo, Quédate con dos cosas mías, Ellis. Lo primero es que sepas que, si trabajas duro, estarás aquí mucho tiempo. Y lo segundo: mis herramientas.

Ellis se quedó con las herramientas.

Garvy falleció un año después de haberse jubilado. Ese lugar había sido su oxígeno. Todos pensaron que no hacer nada le había acabado asfixiando.

¿Ellis?, dijo Billy.

¿Qué?

He dicho que se ha quedado muy buena noche, y cerró su taquilla.

Ellis cogió la lima y la golpeó contra una placa de metal que iba para el desguace.

Venga, Billy, dijo. Dale fuerte.

Era la una de la madrugada. El comedor estaba abarrotado y olía a patatas fritas, pastel de carne y algo verde y pasado. De la cocina provenía el sonido de una radio, Wonderwall, de Oasis, y las mujeres que servían la comida estaban cantando. A Ellis le llegó el turno de pedir. La luz hiriente le molestaba y se frotó los ojos. Janice lo miró preocupada. Ellis dijo, Pastel de carne y patatas, Janice, por favor.

Y ella le contestó, Pastel de carne y patatas para ti. Aquí tienes, cielo. Una buena ración para un buen caballero.

Gracias.

Que pases una buena noche, cielo.

Caminó hasta la mesa del rincón más alejado y retiró una silla.

¿Te importa, Glynn?, dijo.

Glynn levantó la vista. Adelante, le contestó. ¿Todo bien, tío?

Sí, respondió, y comenzó a liarse un cigarrillo. ¿Qué libro es ese?, preguntó.

Harold Robbins. Tengo que tapar la cubierta porque ya sabes cómo es esta gente. Empezarán a hacer comentarios obscenos.

¿Es bueno?

Excelente, dijo Glynn. Nada predecible. Los giros, la violencia. Coches potentes, mujeres potentes. Mira, esa es la foto del autor. Míralo. Mira qué estilo. Ese es mi tipo de hombre.

¿Cuál es tu tipo de hombre? No serás un poco mariposón, ¿no, Glynn?, dijo Billy, cogiendo una silla.

En este contexto, mi tipo de hombre significa el tipo de tío con el que me juntaría.

¿Con nosotros no te juntarías, entonces?

Preferiría arrancarme la mano de un mordisco. Sin ofender, Ellis.

No me ofende.

Yo me parecía un poco a él en los setenta. En el estilo, quiero decir. ¿Te acuerdas, Ellis?

Un poco como sacado de Fiebre del sábado noche, ¿no?, dijo Billy.

Mira, paso de ti.

¿Traje blanco y cadenas de oro?

Que no te escucho.

Vale, vale. ¿Tregua?, dijo Billy.

Glynn extendió el brazo para coger el kétchup.

Pero…, dijo Billy.

Pero ¿qué?, dijo Glynn.

Estoy seguro de que, por tu forma de andar, se notaba que eras un hombre mujeriego, sin tiempo para hablar.

¿De qué está hablando?, preguntó Glynn.

Ni idea, contestó en voz baja Ellis, y apartó su plato.

Fuera, bajo el cielo nocturno, Ellis encendió el cigarrillo. La temperatura había bajado, y levantó la vista y pensó que nevaría pronto.

No deberías meterte tanto con Glynn, le dijo a Billy. Él se lo busca, respondió.

Nadie se lo busca. Y deja de llamarle mariposón y demás mierdas.

Mira, dijo Billy. La Osa Mayor. ¿La ves? ¿Me has escuchado?

Mira: abajo, abajo, abajo, arriba. Enfrente, abajo y arriba, arriba. ¿Ves?

He dicho que si me has escuchado.

Sí, te he escuchado.

Empezaron a caminar de vuelta al taller de pintura.

Pero ¿la has visto?, preguntó Billy.

Ay, Dios, dijo Ellis.

Sonó la sirena, la cadena de montaje redujo la velocidad y los hombres comenzaron a marcharse, cediéndole el turno al siguiente equipo de trabajadores. Eran las siete de la mañana y aún estaba oscuro. Ellis no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto el sol. Tras la jornada de trabajo se sentía inquieto, y cuando se sentía así nunca iba directo a casa, donde la soledad se abalanzaría sobre él. A veces pedaleaba hasta Shotover Woods o hasta Waterperry, tan solo para ocupar las horas con el ardor de los kilómetros en las pantorrillas. Veía cómo se iluminaba la mañana entre los árboles y oía el canto de los pájaros, un descanso para sus oídos tras el estruendo de la fábrica. Allí, en plena naturaleza, intentaba no pensar demasiado, y a veces funcionaba y a veces no. Cuando no funcionaba, se marchaba pedaleando de vuelta a casa, pensando que su vida no tenía nada que ver con lo que había planeado.

A lo largo de Cowley Road, la luz naranja de las farolas salpicaba el asfalto, y los fantasmas de las tiendas que hacía tiempo que ya no existían acechaban entre la niebla de la memoria. Betts, el taller de bicicletas Lomas, Estelle’s, la frutería de Mabel… Todo cerrado. Si le llegan a decir, cuando era niño, que la tienda de Mabel ya no estaría ahí cuando fuera un hombre, jamás se lo habría creído. Una tienda de baratijas llamada Una Segunda Oportunidad ocupaba ahora su lugar. Casi nunca estaba abierta.

Dejó atrás el antiguo Cine Regal, donde, treinta años antes, Billy Graham, el predicador evangelista, había aparecido en la gran pantalla ante 1500 de sus fieles. Tenderos y transeúntes se habían amontonado en la acera para ver a la multitud salir de las puertas del Regal. Los borrachos miraban con recelo desde el exterior del pub City Arms, tambaleándose. Un enfrentamiento entre el exceso y la abstinencia. Pero ¿acaso no había sido siempre esa calle un punto de tensión entre el este y el oeste? Los dos extremos del espectro, los que tienen y los que no, ya sea fe o dinero o tolerancia.

Cruzó al otro lado del Magdalen Bridge, donde el aire olía a libros. Disminuyó la velocidad para dejar pasar a un par de estudiantes que arrastraban los pies; ¿recién levantados o que no se habían acostado? Era difícil de distinguir. Se detuvo y fue a comprar el periódico y un café junto al mercado. Pedaleó con una sola mano en el manillar y se bebió el café apoyado contra la pared, al final de Brasenose Lane. Observó a los turistas somnolientos que intentaban aprovechar la mañana de jet lag. Qué bonita ciudad tenéis, dijo uno. Sí, contestó, y se bebió el café.

Al día siguiente, un Rover 600, salido de la cadena de montaje, estaba esperando en el hangar. Ellis comprobó el registro y las anotaciones del turno de día. Otra aleta delantera izquierda. Se puso un par de guantes de algodón blanco que se sacó del bolsillo y extendió los dedos. Pasó las yemas por la parte defectuosa y sintió la anomalía, tan difícil de apreciar que ni siquiera la luz sobre la capa de pintura podía capturarla. Se irguió y estiró la espalda.

Billy. Inténtalo, le dijo.

Billy se acercó. Recorrió la carrocería con los guantes blancos. Se detuvo, volvió atrás. Bingo.

Aquí está, dijo Billy.

Ahí lo tienes, respondió Ellis, y cogió el taco y el mazo. Dale un par de golpes, le dijo. Eso será suficiente. Rápidos y ligeros. Sí, así.

Comprobó la pintura; una línea plateada perfecta. Billy le dijo, ¿Siempre has querido dedicarte a esto? Y Ellis se sorprendió a sí mismo al responder, No. Y Billy añadió, Entonces, ¿a qué? Y él le dijo, A dibujar.

Sonó la sirena y salieron juntos a un frío penetrante. Ellis se caló el sombrero y se anudó con más fuerza la bufanda. Se sacó los guantes del bolsillo y tuvo que perseguir un pañuelo que había salido volando por culpa de una repentina ráfaga de viento. No le molestó la risa de Billy; Billy era de risa fácil.

Tengo una cita el viernes, dijo Billy.

¿Adónde vais a ir?

Al pub, creo. A uno de la ciudad. Hemos quedado debajo del Martyrs’ Memorial.

¿En serio?, preguntó Ellis. Por cierto, ¿dónde está tu bicicleta?

Aquí, al lado de la tuya, respondió Billy. No sé por qué sugerí que quedáramos allí, no se me ocurría ningún otro sitio. Y mira esto, dijo señalándose la nariz. Un grano.

Casi no se ve. ¿Y esta te gusta?

Sí, esta me gusta de verdad. Es demasiado buena para mí, dijo Billy.

Y después añadió, ¿Tú tienes a alguien, Ellis?

No.

Y Billy le dijo lo que nadie le había dicho nunca. Le dijo, Terry me ha contado que tu mujer falleció.

Y la forma en que lo dijo fue amable, directa y desinhibida, como si la muerte de alguien a quien se ama fuera algo normal.

Sí, respondió Ellis.

¿Cómo?, preguntó Billy.

¿Terry no te lo contó?

Me dijo que no metiera las narices donde no me llaman. Puedo no meterlas, si no quieres.

Un accidente de coche. Hace cinco años.

Vaya, joder, dijo Billy.

Y, Vaya, joder era la única respuesta apropiada, pensó Ellis. No, Vaya, lo siento, o, Qué horror. Sino, Vaya, joder. Billy manejaba la conversación mucho mejor que los que le habían preguntado en el pasado, y añadió, Seguro que fue entonces cuando te metiste en el turno de noche, ¿verdad? Suponía que no lo hacías por el dinero. Seguro que no podías dormir, ¿verdad? Yo no sé si conseguiría volver a dormir.

Billy, a sus diecinueve años, lo entendía. Se detuvieron frente a la verja y se hicieron a un lado para que pudieran pasar los coches.

Billy le dijo, Me voy a Leys a por una cerveza. ¿Por qué no te vienes?

Mejor no.

Voy solo. Y me gusta hablar contigo. No eres como los demás.

Los demás no están tan mal.

¿Alguna vez sales a tomar algo, Ell?

No.

Entonces voy a seguir intentándolo. Te voy a convertir en mi proyecto.

Venga. Vete ya.

¡Te veo mañana, Ell!, le dijo, y Ellis lo vio desaparecer entre los demás que se dirigían a Blackbird Leys. Se montó en su bicicleta y pedaleó despacio de vuelta en dirección oeste. Se preguntaba en qué momento había empezado el muchacho a llamarle Ell.

Eran las ocho de la mañana y el cielo sobre South Park había comenzado a clarear. La escarcha se había asentado sobre los parabrisas y los nidos de los pájaros, y el asfalto resplandecía. Ellis abrió la puerta principal e introdujo la bicicleta en el vestíbulo. Notó la casa fría e impregnada de un olor a madera quemada. En el cuarto del fondo, puso las manos sobre el radiador. Estaba encendido, pero le costaba luchar contra el frío. No se quitó la chaqueta de inmediato, sino que echó más leña a la chimenea para que las llamas siguieran ardiendo. Se le daba bien encender fuegos. Él los encendía y Annie abría el vino, y los años se sucedían. Trece, para ser exactos. Trece años de uvas y de calor.

Cogió una botella de whisky del aparador y volvió junto al fuego. En aquel silencio, el eco de la fábrica se desvanecía; tan solo quedaban las llamas, y los golpes suaves de las puertas de los coches que se abrían y se cerraban en aquel nuevo día que empezaba fuera. Aquel era siempre el peor momento, cuando el vacío silencioso le dejaba sin aliento. Ella estaba ahí, su mujer, una sombra periférica que atravesaba el umbral de la puerta o que aparecía en el reflejo de una ventana; tenía que dejar de buscarla. Y el whisky ayudaba, le ayudaba a dejarla atrás cuando el fuego se extinguía. Sin embargo, de vez en cuando, ella le seguía hasta el piso superior, y ese había sido el motivo por el que había empezado a llevarse la botella consigo, porque ella se quedaba de pie en un rincón del dormitorio y le observaba mientras él se desnudaba y, cuando estaba a punto de quedarse dormido, se acercaba a él y le hacía preguntas como, ¿Te acuerdas del día en que nos conocimos?

Y él respondía, Pues claro que me acuerdo. Yo fui a entregarte un árbol de Navidad.

¿Y?

Y llamé al timbre de tu puerta, oliendo a pino y ligeramente a invierno. Y, a través de la ventana, vi que tu sombra se acercaba, y la puerta se abrió, y ahí estabas, con una camisa a cuadros, vaqueros y unos calcetines gordos que llevabas como si fueran zapatillas de andar por casa. Tenías las mejillas sonrojadas y los ojos verdes y te caía el pelo por los hombros, y en el regazo del atardecer parecía rubio, pero más tarde descubriría tonalidades de rojo. Te estabas comiendo un pastel y todo el vestíbulo olía a pasteles, y te disculpaste y te chupaste los dedos, y yo me avergoncé de mi gorro de piel, así que me lo quité, levanté el árbol y dije, Esto es para usted, imagino que es usted la señorita Anne Cleaver, ¿no es así? Y tú respondiste, Imagina usted bien. Ahora quítese las botas y acompáñeme. Obediente, me las quité y te seguí y nunca miré atrás.

Llevé el árbol hasta el salón, donde unos clavos de olor atravesaban la piel de unas naranjas, y pude ver dónde habías estado hacía tan solo unos minutos. Habías dejado tu marca, aún caliente, en el sofá, con un libro abierto al lado, una mesa con un plato vacío, una rebeca y el fuego apagándose despacio.

Coloqué el árbol en su soporte y te ayudé a cubrir la base con papel dorado. Del papel dorado pasé a las luces; de las luces, a los adornos; y de los adornos, me estiré y coloqué una estrella en lo más alto. Cuando bajé, aterricé a tu lado, y no quería marcharme.

Tú me preguntaste, ¿No tiene que irse a ningún sitio?

No, respondí. Solo tengo que volver a la tienda.

¿No tiene que repartir más árboles?

No quedan más árboles, dije. Usted era la última.

¿Y qué hay en la tienda?, preguntaste.

Michael. Mabel. Y la botella de whisky.

¡Suena a título de cuento infantil!, dijiste.

Me reí.

Tiene una risa muy bonita, dijiste.

Y luego nos quedamos en silencio. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de cómo te quedaste mirándome? ¿Te acuerdas de lo nervioso que me pusiste? Y yo te pregunté por qué me estabas mirando.

Y me dijiste, Me estaba planteando si debería darle una oportunidad.

Y yo respondí, Sí. Es la única respuesta posible. Sí.

Mientras la oscuridad conquistaba el atardecer, corrimos por Southfield cogidos de la mano y nos detuvimos en las sombras, donde pude saborear los pasteles en tus labios y en tu lengua. Nos paramos en Cowley Road. Habían despejado el escaparate de Mabel y la música se escapaba por la puerta abierta: People Get Ready, de The Impressions. Me apretaste la mano y me dijiste que era uno de tus grupos favoritos. Michael estaba solo en la tienda, bailando y cantando a voz en grito la canción, y la hermana Teresa le observaba desde el umbral de la puerta. Cruzamos la calle y nos unimos a ella. La música terminó y aplaudimos, y Michael hizo una reverencia. La hermana Teresa dijo, ¿Vas a venir a la iglesia en Navidad, Michael? Necesitamos a gente que cante así de bien.

Él respondió, Me temo que no, hermana. La iglesia no es para mí. Y añadió, ¿Tienen todo lo que necesitan para el gran día? Y ella respondió, Sí. Y él dijo, Espere, y fue a la parte trasera de la tienda. Aquí tiene, le dijo.

Muérdago, dijo ella riendo. Hace mucho tiempo que no me pongo debajo de uno de estos, y después nos deseó a todos unas felices Navidades y se marchó.

¿Y esta quién es?, preguntó Michael, girándose hacia ti.

Yo dije, Esta es Anne. Y tú dijiste, Annie, en realidad. Y él dijo, La señorita Annie En Realidad. Me cae bien.

Era 1976. Tú tenías treinta años. Yo veinticinco. Esos eran los detalles que creías que no recordaría.