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Presentación. La potencia de la etnografía (María Inés Fernández Álvarez)

Introducción. Los nuevos objetos de la política

Parte I. Políticas de la vida

1. Más allá de la biopolítica

La vida como tal

Del biopoder a la biolegitimidad

El horizonte oculto de la muerte

2. Una ética de la supervivencia

Genealogía

Biografías

Parte II. Políticas del cuerpo

3. El territorio del sufrimiento

Cuadros de una exposición

Escenas de la vida política

Los tópicos de la desdicha

Unas elecciones patéticas

La verdad última de los cuerpos

4. La huella de la violencia

El cuerpo como sitio de la evidencia

El cuerpo como sitio de la memoria

Parte III. Políticas de la moral

5. Hacia una antropología de los intolerables

Un intolerable antropológico. Sobre un ritual de aflicción

Un intolerable de la antropología. Sobre la agonía de un pueblo

La civilización de lo intolerable. Sobre el sentido de lo humano

6. Para una teoría de las economías morales

Motines: la economía moral de la protesta

Resistencias. La economía moral de la dominación

Verdades. La economía moral del conocimiento

Aperturas. Proposición teórica y estudio empírico

Referencias bibliográficas

Fuentes

Notas

Didier Fassin

POR UNA REPOLITIZACIÓN DEL MUNDO

Las vidas descartables como desafío del siglo XXI

Edición al cuidado de
María Inés Fernández Álvarez

Traducción de
Horacio Pons

Fassin, Didier

© 2018, Didier Fassin

© 2018, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Presentación

La potencia de la etnografía

María Inés Fernández Álvarez[a]

La vida como tal en el núcleo mismo de la política; como sustancia, materia, contenido de la política más que como la forma que asume: ese es el tema que Didier Fassin aborda en este libro. Publicado originalmente en italiano, en una edición que reunió un conjunto de estudios producidos a lo largo de diez años y hasta entonces dispersos, testimonia un fascinante y prolífico recorrido de investigación que incluye una lograda gama de temáticas (políticas del asilo y la inmigración, el sida y el trauma, la razón humanitaria y la justicia social) y geografías (Europa, África y América Latina). En una trayectoria personal y académica que se proyecta de la medicina a las ciencias sociales, la mirada de Fassin se nutre de una particular experiencia como profesional de la salud, que puede ser calificada de antropológica: la de un médico que se desplazó de Francia a la India y en ese viaje comprendió la forma en que la desigualdad se “encarna” en los cuerpos. Desde entonces, privilegia una antropología comprometida con la experiencia cotidiana y el modo en que esta experiencia está configurada por relaciones de desigualdad social, antes que aquella preocupada por las representaciones culturales de poblaciones lejanas. Lejos de exotizar Occidente (la sociedad francesa, en su caso), los temas fundamentales son la salud (en especial, la temática del VIH) y más recientemente instituciones y dispositivos estatales como la policía o el sistema carcelario, luego de dedicarse a la cuestión racial y la razón humanitaria dentro y fuera de las fronteras de su sociedad natal.

En estas páginas, que se publican por primera vez en español, Fassin se vale de una profunda sensibilidad etnográfica para interrogar y producir una reflexión aguda sobre la vida y las vidas –sí, a la vez en singular y plural–, en su sentido más amplio. Si figura la vida en singular es porque la iniciativa que encara el autor es antes que nada una reflexión sobre la Vida, aquello que la modernidad definió como humanidad. En esta versión la vida como tal anuda zoé y bíos, a la vez en sentido biológico y social, cuerpo y sociedad, la materia [vivant] y lo vivido [vécu]. Y en plural –vidas–, se incluye en un análisis sobre la manera en que la vida se materializa en historias, situaciones, condiciones, experiencias, cuerpos que son necesariamente múltiples pero sobre todo desiguales. Es allí donde la moral, en tanto principio de la política, justifica, juzga, clasifica, separa, jerarquiza, produce vidas (y muertes).

En dicho círculo analítico, que tiene sus polos en las vidas en general y vida en particular como materia de la política, se delimita el objeto de este libro. La antropología política de la vida que Didier Fassin afirma –y cuyo contenido queda claramente explicado a lo largo de los capítulos– amalgama el singular y el plural echando luz sobre el modo en que las normas, valores y afectos se inscriben en, sobre y a través de los cuerpos según formas de desigualdad (que incluyen jerarquías construidas sobre la base de diferencias culturales) en nombre de una evaluación abstracta y sagrada de la vida. Si en su versión singular la vida es inviolable, en su versión plural la muerte encuentra sentido político y legitimidad moral. En este juego de diferencia (cultural) y desigualdad (social) vale encontrar una de las principales claves de lectura de Por una repolitización del mundo como puerta de entrada a la antropología que reivindica su autor –en cuya obra Georges Balandier ha dejado huellas–.[b] Del mismo modo, cabe leer en la tríada que Didier Fassin indaga en este libro (vida-cuerpo-moral, entrelazados por la política) los grandes temas que recorren su obra.

Tal como lo expresa su título, el libro también entraña un desafío político. “¿Es posible reencantar la política? ¿Podemos repolitizar el mundo?”, se pregunta el autor, y comparte así con el lector una búsqueda que a lo largo de los seis capítulos transita esas tres dimensiones en que la política se materializa. Pero también –y quizá sobre todo– a explorar cómo la política puede volverse “otra”: otra manera de ser y hacer vida, cuerpo y moral. Porque, como propone el autor en la introducción, repolitizar el mundo requiere antes que nada comprender que la política, lejos de definir una forma institucional, de gobierno (sobre todo, la democracia como sistema), es resultado de la acción humana, aquello que en nuestra práctica cotidiana producimos en el juego de relaciones de fuerza y pruebas de verdad. Esos términos refieren a la obra de dos pensadores a quienes hace honor en la introducción, Antonio Gramsci y Michel Foucault. En Foucault indudablemente cabe encontrar una de las influencias más significativas: su noción de biopolítica se renueva en la pluma de Didier Fassin. Si el capítulo que inaugura el volumen condensa en clave de relectura este diálogo, el libro en su totalidad testimonia el modo en que el filósofo francés energiza la reflexión del autor. En cambio, a su reflexión sobre las formas de dominación y la desigualdad subyace la obra de Pierre Bourdieu, antes que la noción gramsciana de hegemonía. La referencia al pensador italiano refuerza la afirmación de una etnografía pública necesaria para el proyecto político-intelectual emprendido.

Si la etnografía es evidentemente una de las principales armas de las que se vale el autor –si no la privilegiada–, encuentra su complemento en la filosofía –o, más precisamente, en algunas reflexiones filosóficas–. En uno de los diálogos más refinados que la antropología ha establecido con su alter ego –al menos en lo que a la reflexión sobre la política corresponde–, la obra de Didier Fassin “traiciona de manera respetuosa y leal” los conceptos filosóficos generando una perspectiva novedosa (Fassin, 2014: 52). Así, esa novedad hace estallar el potencial reflexivo de la filosofía para “dar sentido al mundo a través de una indagación científica de la sociedad” (Fassin, 2014: 51), tal es según el autor de Por una repolitización del mundo la tarea de la antropología.

Lejos de entablar un diálogo con la filosofía en que esta constituiría una suerte de proveedora de teoría (Das y otros, 2014), la reflexión filosófica se vuelve una herramienta potente para el pensamiento crítico que Fassin formula. Aún más: en este pensamiento crítico el autor encuentra y elabora la antropología política y moral que propone este libro, animándose a interrogar a fondo temas sumamente caros a la política contemporánea que nos urge (re)discutir, como la democracia. El capítulo sobre la noción de economía moral que corona el volumen puede ser leído como un texto programático necesario para esta tarea.

Por eso, antropologizar la pregunta sobre qué es la política –si tomamos prestada la formulación que en el siglo XX renovó Hannah Arendt– equivale a interrogar su sentido último, valiéndose de la etnografía por su capacidad de elucidar lo desconocido e interrogar lo evidente (Fassin, 2013). Allí la traición de los conceptos filosóficos que defiende y practica cobra plena potencia al tomar distancia respecto de una posible mirada prescriptiva –que la antropología dejó de lado al constituirse como disciplina– para apropiarse de sus conceptos en clave interpretativa. Pero aquí interpretar no se reduce a proponer una descripción del mundo a secas. Interpretar supone una lectura crítica no tanto de acciones o comportamientos cuanto de lo que allí está en juego y sus consecuencias en cada caso. Esa tarea requiere el ejercicio de una etnografía pública. Como expresó Fassin en una entrevista (Aedo, Murray y Bacchiddu, 2017), esa es una manera de responder a la tensión entre compromiso y distanciamiento, en los términos propuestos por Norbert Elias, que caracteriza a las disciplinas sociales frente a otras. La etnografía pública que emprende en obras como La fuerza del orden (Fassin, 2011) en que con suma destreza expone en qué consiste determinada tarea, puede leerse en esta clave: una práctica académica en que el distanciamiento crítico asume la forma de compromiso social.

Por una repolitización del mundo nos convoca a desarmar el sentido de la política, como un paso necesario e imprescindible para rehacerla. Resulta una tarea tan delicada como urgente en un contexto en el que la desigualdad parece constituirse día a día en un rasgo –no sólo creciente, sino naturalizado– que requiere el despliegue de formas de violencia cada vez más descarnadas (sobre todo aquellas que se ejercen “desde arriba”). Cuestiones como la justicia social o la igualdad de oportunidades, siempre amenazadas pero a mano para batallar por ellas, parecen estar seriamente en peligro. Este libro logra con éxito ir más allá de los límites de la antropología y en sentido más amplio del mundo académico –sin negarlo-, para proponer un diálogo que incluye los más variados ámbitos de la sociedad que interroga. Afirma la potencia de la etnografía como una herramienta fundamental para el pensamiento crítico configurando una reflexión capaz de una mejor comprensión del mundo que contribuya a transformarlo.

Fuentes

Aedo, Á., M. Murray y G. Bacchiddu (2017), “Hacia una ciencia social crítica. Entrevista a Didier Fassin”, Andamios, 14(34): 351-364.

Das, V., M. Jackson, A. Kleinman y B. Singh (2014), “Experiments between antrhopology and philosophy: Affinities and antagonisms”, en Das, V., M. Jackson, A. Kleinman y B. Singh (comps., 2014), The Ground Between. Anthropologists Engage Philosophy, Durham, Duke University Press.

Fassin, D. (2011), La force de l’ordre. Une anthropologie de la police des quartiers populaires, París, Seuil, [ed. cast.: La fuerza del orden. Una etnografía del accionar policial en las periferias urbanas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016].

— (2013), “Why ethnography matters: On anthropology and its publics”, Cultural Anthropology, 28(4): 621–646.

— (2014), “The parallel lives of philosophy and anthropology”, en V. Das, M. Jackson, A. Kleinman y B. Singh (comps., 2014), The Ground Between. Anthropologists Engage Philosophy, Durham, Duke University Press.

[a] Doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), investigadora del Conicet en el Instituto de Ciencias Antropológicas de la UBA.

[b] Georges Balandier, que fue director de Didier Fassin cuando este realizó su investigación doctoral, fue un destacado sociólogo y antropólogo francés cuyo trabajo sobre África puso el foco en la “situación colonial” y así contribuyó a impulsar una perspectiva dinámica, histórica y politica en la antropologia francesa, en un contexto en que el estructuralismo ocupaba un lugar hegemónico en la academia.

Introducción

Los nuevos objetos de la política

Si, según la famosa expresión de Max Weber,[1] el desencantamiento del mundo es el rasgo más significativo de nuestro tiempo, tal vez ya no haga falta buscar sus expresiones más evidentes por el lado de la religión, sino por el de la política. Así como a comienzos del siglo XX el sociólogo alemán describía el abandono de la creencia en la eficacia de la magia, cien años después nos toca pensar el retroceso de la fe en la virtud de la representación y el valor de las instituciones. Es probable que sea esta evolución la consecuencia de los numerosos escándalos de corrupción, soborno, abuso de poder, choque de intereses y, en líneas generales, las múltiples formas de perversión de las prácticas gubernamentales que marcan la historia de las sociedades contemporáneas. Sin embargo, los frescos de Ambrogio Lorenzetti en el Palazzo Pubblico de Siena sobre los Effetti del Cattivo Governo nos recuerdan que no se trata de un fenómeno nuevo.

De todos modos, esta desilusión con la política indudablemente tiene motivos más profundos y estructurales: la sensación de que los representantes del pueblo lo representan mal –en el doble sentido de las acciones que realizan en su nombre y de su demografía, que difiere tanto de la suya– y la impresión de que las instituciones ya no logran instituir lo social, sobre todo en términos de equidad ante la justicia e igualdad de oportunidades en una época de aumento de las disparidades en la sociedad. En otras palabras, gran parte de la población ya no se reconoce en la política que se hace en la actualidad, lo cual explica tanto la atracción ejercida por las diversas expresiones del populismo de derecha –y, en grado menor, de izquierda– cuanto el despliegue de formas alternativas de acción política más cercanas a las preocupaciones y aspiraciones populares. Al respecto, y si parafraseamos la fórmula de Marcel Gauchet acerca del cristianismo,[2] podríamos decir que, paradójicamente, la democracia es el sistema político de la salida de lo político, lo cual condenaría menos la idea democrática que su realización concreta, y que, sin embargo, es algo más que un mero contratiempo.

¿Es posible reencantar la política? O mejor, en las condiciones contemporáneas de desencantamiento con el modelo democrático, ¿podemos repolitizar el mundo?[3] Desde luego, se objetará que, para que haya repolitización, es necesario que antes haya habido despolitización, fenómeno respecto del cual se admitirá, con Paul Veyne –que ironizaba acerca del hecho de que se hablara de despolitización, al menos desde la introducción del evergetismo del panem et circenses en las arenas de la antigua Roma–, que a menudo la palabra forma parte de la intención polémica más que del análisis sociológico.[4] Por ende, especifiquemos el proyecto. Repolitizar el mundo significa devolver sentido a la política; esto es, comenzar por preguntarse qué significa. “¿Qué es la política?”, se preguntaba Hannah Arendt en un libro que quedó inconcluso, pero que fundamentalmente buscaba ser una respuesta sobre el significado de aquella, no un análisis tradicional de ciencia política acerca del buen gobierno.[5] Sabemos que Arendt respondía a la pregunta con un hecho, la pluralidad, ya que la política se ocupa de la comunidad y la reciprocidad entre seres diferentes. Sin lugar a duda, la definición está marcada por la experiencia de los dos totalitarismos que fueron el sello de su tiempo. Sin embargo, indica la voluntad de llegar al meollo de lo político, a su significado último. Similar intención anima el proyecto de esta compilación de textos, con la salvedad de que la induce un trabajo no filosófico, sino antropológico. Y así el interrogante pasa a ser: ¿qué puede enseñarnos la antropología sobre la política?

El interés de los antropólogos por el objeto político es tardío en la historia de la disciplina. Hasta los trabajos de E. E. Evans-Pritchard sobre los nuers en la década de 1940, la antropología prefería concentrarse en lo que en las sociedades por entonces llamadas primitivas difería de las sociedades occidentales: el parentesco, la magia, el totemismo, el intercambio, la moral eran para ella objetos más evidentes. Al interesarse por el ámbito político los antropólogos efectuaban un doble desplazamiento: por un lado, a la manera de Max Gluckman a propósito del reino zulú, mostraban que sociedades concebidas como tradicionales podían tener una organización política compleja; por otro, examinaban de manera recíproca las categorías habituales de las ciencias políticas, como A. R. Radcliffe-Brown cuando afirmaba que el Estado era en realidad una ficción de filósofos.[6] Más adelante, algunos –entre ellos, Pierre Clastres al describir una sociedad contra el Estado– utilizaron incluso la etnología como instrumento para criticar la concepción de la política en el mundo moderno.[7] Desde esta perspectiva, y más allá de sus diferencias, los antropólogos actuaban en su territorio natural: las sociedades remotas. Hubo una inversión de la mirada cuando empezaron a interesarse en su propio mundo; en otras palabras, a aplicar los métodos y conceptos de la antropología al estudio de las instituciones políticas occidentales, como hizo Marc Abélès con el Parlamento Europeo. Pero esta etnología de lo cercano cedía aún a la tentación exótica, consistente en representar el mundo político como tribus que se entregan a rituales. Por su parte, James Scott optaba por una perspectiva más ambiciosa al analizar cómo el Estado moderno ve el mundo y, al mismo tiempo, lo construye.[8] Sin dejar de enriquecer nuestra comprensión de las instituciones, aquí y en otros lugares, esta manera de pensar la política seguía estando relativamente prisionera de un enfoque más centrado en la forma que en el fondo.[9] Se trataba de comprender la organización de la política y el trabajo de las instituciones y no tanto aquello que constituye la materia de la política; es decir, las prendas en juego en las elecciones respecto de la solidaridad, la justicia, la libertad, la ciudadanía, la salud, la familia o la cultura.

Por ende, lo más significativo de los últimos decenios fue interrogarse sobre el objeto político mismo. La idea central, inspirada en Karl Marx pero también en Michel Foucault y alimentada tanto por las movilizaciones sociales como por los debates intelectuales en torno de los estudios femeninos y poscoloniales, es que lo político no es algo dado de antemano, sino el producto de la acción humana. Es lo que los hombres y las mujeres hacen existir como tal a partir de las correlaciones de fuerzas y las pruebas de verdad. La inmigración y la pobreza, el género y la sexualidad, el sufrimiento y el trauma no son en sí mismos objetos políticos: llegan a serlo. Podemos mencionar, en enfoques muy diferentes, los trabajos de Michael Taussig sobre la violencia en Colombia; Nancy Scheper-Hughes sobre la muerte en Brasil; Paul Farmer sobre el sida en Haití; Saba Mahmood sobre la piedad en Egipto; Veena Das sobre la experiencia del sufrimiento en la India, o Adriana Petryna sobre la ciudadanía biológica después del accidente nuclear de Chernóbil, que son otras tantas maneras de ocuparse de otro modo de lo político, dedicarse a lo que es y lo que hace, más que a quienes lo eligen como profesión.[10] Los textos reunidos en este libro se sitúan en esa línea que interroga la naturaleza misma de lo político, aquello a lo que refiere y aquello que pone en juego.

Una interrogación de este tipo dista mucho de ser novedosa. Cabe decir incluso que desempeña un papel fundacional en la obra de Aristóteles (1908).[11] Este sostiene que el fin último de la política es la vida, por un lado como “simple hecho de vivir” –y menciona el “amor apasionado por la vida”–, y por otro, como “vida feliz”, a la vez “para todos sus miembros en conjunto y para cada uno de ellos en especial”. En otras palabras, estar vivo y vivir bien son las dos causas finales de la política. Esta definición de su objeto tiene una implicación moral, y en ese sentido es notable que el gran libro de Aristóteles sobre la ética se inicie con una apología de la política, a la cual califica de “ciencia suprema” cuya aspiración es defender el “soberano bien”. En efecto, ella tiene como fin el “bien propiamente humano”, es decir, el “bien del individuo”; y por encima de este, el “bien de la ciudad”. Por consiguiente, ética y política son indisociables en este proyecto normativo. En suma, la política tiene la vida como fin y la moral como principio. Sobre esos cimientos se levanta la arquitectura concreta representada por la Constitución y las instituciones, el legislador y los políticos. Sin embargo, puede pensarse que entre la vida y la moral falta un elemento constituyente de la materia de una y otra: el cuerpo. Este encuentra su lugar en la psicología de Aristóteles, sobre todo en cuanto está ligado al alma. Pero no es el objeto material sobre el cual se ejerce la política.

Así, la línea de trabajo adoptada en este libro se inscribe en una larga tradición del pensamiento occidental. Pese a todo, difiere de la propia de Aristóteles en dos puntos esenciales. El primero es que el proceder antropológico, a diferencia del filosófico, no es prescriptivo. Apoyado en la investigación etnográfica, se esfuerza por decir el mundo tal como es y no tal como debería ser, incluso cuando el enfoque crítico proporciona instrumentos para alimentar la postura normativa. El segundo es que la perspectiva adoptada otorga todo su lugar a la dimensión material y propiamente corporal: la política se ejerce sobre y por intermedio de los cuerpos. Sobre ellos y en ellos, en particular, se leen las desigualdades, se imprimen las violencias, se inscriben las normas de conducta e inconducta. Así, la tesis propuesta puede expresarse de la siguiente manera. Repolitizar el mundo es replantear la cuestión de la política y sus fundamentos: la vida, el cuerpo, la moral. La política gobierna vidas, se manifiesta en cuerpos y procede de elecciones de índole moral. Este tríptico analítico ordena la obra y le otorga una estructura, precisamente, tripartita.

Michel Foucault hizo de la entrada de la vida al campo de la política el umbral de la modernidad biológica.[12] Sin embargo, si nos remitimos a la etimología de esta palabra, lo que Foucault llamó “biopolítica” paradójicamente no concierne a la vida como tal, sino a la regulación de las poblaciones por medio de tecnologías tan diversas como la demografía y la epidemiología o la planificación familiar y la salud pública. Por tanto, hay que volver a la notable fórmula de Georges Canguilhem para comprender el sentido de las políticas de la vida: en efecto, todo sucede, escribe Canguilhem, como si cada sociedad tuviera la mortalidad que le conviene; en otras palabras, como si las elecciones políticas de cada sociedad en materia de justicia y protección sociales significaran un juicio de valor sobre la vida de sus miembros.[13] La expectativa de vida media, pero también las disparidades en ese ámbito, participan así en una forma de ética política que se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que en Francia, a los 35 años, un obrero calificado tiene nueve años menos de expectativa de vida que un profesor o un médico de esa edad, mientras que en los Estados Unidos el índice de sobrevida a los 65 años es dos veces más bajo entre los negros de los barrios pobres que en el conjunto de la población blanca.[14] Esta es una de las contradicciones más radicales del mundo contemporáneo. Por un lado, la vida, como mero hecho de vivir, es objeto de una suerte de sacralización: más que el biopoder, lo característico del ethos de las sociedades occidentales es la biolegitimidad –concebida como el reconocimiento de la vida en cuanto bien supremo–, tal como había entrevisto Walter Benjamin.[15] Por otro lado, las vidas, esta vez en plural, tienen valores diferentes: esta desigualdad se marca en términos cuantitativos (de duración) y también cualitativos, a partir de las condiciones de existencia, según lo muestra João Biehl en su estudio de vidas libradas al abandono.[16] Por tanto, el proyecto de una antropología política de la vida puede concebirse como la unión de dos elementos, que constituyen la materia de los dos primeros capítulos. Ante todo es cuestión de explicar las lógicas de muerte física y muerte social activas en el núcleo mismo de nuestras sociedades, desde el interminable conflicto letal en la región africana de los Grandes Lagos hasta el naufragio de barcos cargados de migrantes indeseables en el Mediterráneo, desde la discriminación racial en Sudáfrica hasta la asfixia militar en Palestina. Pero también hay que dar el lugar que le corresponde a la ética de supervivencia reivindicada por las mujeres y los hombres amenazados por esa desaparición física o social y cuyo discurso y actos rechazan la presunta disyuntiva entre la nuda vida y la vida calificada.

La vida, desde luego, se manifiesta concretamente en los cuerpos, al extremo de que Aristóteles los veía como estatuas una vez exhalado el último suspiro. Acaso tributarias de esa herencia filosófica –y también del dualismo cartesiano que distingue y jerarquiza el alma y el cuerpo–, las ciencias sociales ignoraron durante mucho tiempo a este último, y olvidaron la lección de Marcel Mauss al respecto.[17] Sin embargo, es esencial pensar las políticas del cuerpo. Desde este punto de vista, hay que considerar el cuerpo en su relación tanto con el poder como con la verdad. Por un lado, el poder imprime su autoridad en él, desde la marca infamante del esclavo o el preso hasta la norma de conducta que regula el uso excesivo de la fuerza o las buenas prácticas de salud, para tomar ejemplos extremos. El cambio radical, descrito por Michel Foucault, del suplicio del Antiguo Régimen a la prisión de la Revolución, propone una visión diacrónica de esa situación.[18] Por otro lado, mediante el cuerpo se expresa la verdad de los individuos, ya se piense en la “cuestión de tormento”[c] de la Inquisición española y en los “interrogatorios reforzados” de la Ley Patriótica estadounidense o (conforme a una versión más positiva) en la búsqueda de las cicatrices de los solicitantes de asilo para certificar la veracidad de su relato o de los sufrimientos que los pobres pueden invocar a fin de obtener algunos magros subsidios. Por lo demás, en la manera de hacer hablar al cuerpo puede verse una forma de sospecha generalizada respecto de la palabra y una forma de deslegitimar esa parte esencial del ser humano que, según Hannah Arendt (1958), lo singulariza entre las especies vivientes: la vida como lo que puede contarse y no sólo como lo que va del nacimiento a la muerte. En esta doble relación con el poder y la verdad, los sujetos pueden movilizar el cuerpo de dos maneras distintas, que se analizan en los capítulos 3 y 4. En un caso, el cuerpo se expone para suscitar compasión y hacer valer derechos: el desempleado habla de su desdicha y el migrante muestra su enfermedad; el primero, para recibir una ayuda excepcional, y el segundo, para conseguir un permiso de residencia por razones humanitarias. En otro, el cuerpo es aquello que conserva la huella de la violencia sufrida: violencia estructural que afecta a los enfermos sudafricanos de sida, violencia física que padecen los postulantes al estatus de refugiados. El cuerpo es, a la vez, lo que se exhibe y lo que revela.

Pero ya se trate del valor acordado a la vida o de los sentimientos que suscita el sufrimiento de los cuerpos, en cada ocasión se pone a prueba la moral. Durante mucho tiempo el sentido común, las doctrinas religiosas y la especialización de los ámbitos científicos separaron moral y política. Además, en las ciencias sociales, y especialmente en la antropología, la moral se constituyó como un objeto autónomo que el investigador podía acotar para determinar los códigos morales de una sociedad, sus valores y normas y, en épocas más recientes, las subjetividades morales de los individuos, los dilemas que enfrentan y su manera de construirse desde un punto de vista ético.[19] A la inversa de este enfoque, cabe esforzarse para dar sentido a las políticas de la moral mediante la constatación de la dificultad empírica de separar, en muchos casos, moral y política y, a la vez y sobre todo, la afirmación del interés teórico de pensarlas juntas. Así, el despliegue de un gobierno humanitario procede a la vez de una lógica política y de una lógica moral en un contexto histórico específico donde se utiliza un nuevo lenguaje para justificar –como intervenciones militares cuya supuesta misión es proteger poblaciones– acciones públicas y privadas dirigidas a los pobres, los migrantes, los refugiados o los enfermos.[20] En líneas generales, si comprendemos la moral desde una perspectiva política evitamos un doble escollo: esencializarla en una suerte de atemporalidad o en tratarla de manera normativa. Ese es el proceder defendido en los dos últimos capítulos de este libro alrededor de dos conceptos. El de lo intolerable, que en cierta forma marca la frontera del espacio moral, remite a una idea de absoluto. Al ocuparnos de las construcciones a la vez culturales e históricas que toma por objeto, al dejar en evidencia que son hombres y mujeres quienes en un momento dado definen aquello que ya no les resulta tolerable, y al analizar también las condiciones concretas en que lo intolerable se plasma de manera diferencial, revelamos a la vez su relatividad y su desigualdad. En paralelo, el concepto de economía moral, tal como se redefine aquí con el recurso a dos tradiciones intelectuales muy diferentes, apunta a asir la producción, la circulación y la apropiación de los valores y los afectos en torno de una cuestión de sociedad. También en este caso –alrededor de la migración–, el trabajo político de los sujetos es lo que produce la inseguridad o el castigo; por ejemplo, una configuración moral que permite justificar el modo como se trata a los extranjeros, se controla el orden público o se castiga a quienes cometen delitos. Así, pensar la cuestión moral nos lleva a revisar nuestra comprensión del modo de concebir la política.

La vida, el cuerpo, la moral (no las instituciones, los partidos, las elecciones). Repolitizar el mundo es desplazar la mirada desde las formas de la política hacia su materia. La política es lo que transforma las vidas, actúa sobre los cuerpos, pone en movimiento la moral. Entonces, la cuestión de la democracia ya no se plantea con exclusividad en términos de representantes y gobernantes, sino de igualdad y justicia, de trato de los extranjeros y las minorías, de respuesta a los problemas del desempleo y la pobreza, de reconocimiento de las formas de violencia y dominación ejercidas en la sociedad. La antropología ocupa aquí un lugar crucial, entre la filosofía y la etnografía. Somete a prueba empírica los conceptos filosóficos, experimenta con ellos, se los apropia, los transforma. En la etnografía encuentra el material al cual intenta dar una acepción teórica más amplia.

El trabajo antropológico presentado en este volumen abarca unos diez años de investigaciones en Europa, África y América Latina. Sus objetos han sido las políticas de asilo y migración, de sida y trauma, de razón humanitaria y justicia social. La obra deja ver, en suma, la sustancia de lo político. Para quienes están comprometidos, día a día, en combates políticos dentro de asociaciones o sindicatos, en movimientos sociales o administraciones locales, este libro ratificará, espero, el sentido que dan a su compromiso, y tal vez les proporcionará herramientas para legitimarlo y pensarlo. Al respecto –y no por una suerte de petición de principio populista, sino debido a las investigaciones que realizo desde hace tiempo–, estoy convencido de que, como escribe Antonio Gramsci, “todos los hombres son intelectuales”, incluso si “no todos tienen, en la sociedad, una función de intelectuales”.[21] Poner en el espacio público lo que producen los investigadores que tienen precisamente esa función es hacer un modesto aporte al proyecto de repolitizar el mundo.

Agradecimientos

Expreso mi gratitud a Chiara Pilotto por haberme sugerido el proyecto de este libro, a Horacio Pons por haberlo traducido con fidelidad y acierto, a Luciano Padilla López por su relectura atenta y exigente y a Raquel San Martín por haber cuidado el avance de la edición. Agradezco a los editores de Theory, Culture and Society, Humanity, Social Research, Annales y, sobre todo, a la dirección general de La Découverte por haber cedido generosamente los derechos de mis textos, que he revisado para esta publicación.

[c] Es decir, aquella que, al aducirse necesidad de averiguación de la verdad, presuntamente justificaría la aplicación de tormentos al reo como vía de prueba. [N. de T.]

Parte I

Políticas de la vida