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Silvia Molina



LA PRESENCIA DE CAMPECHE
EN LOS GRANDES MUERTOS
DE LUISA JOSEFINA HERNÁNDEZ



Discurso de ingreso a la
Academia Mexicana de la Lengua
26 de junio de 2014



Respuesta de
Vicente Quirarte




escudo

Universidad Nacional
Autónoma de México

   México, 2017   

academia

Academia Mexicana
de la Lengua

Luisa Josefina Hernández —dramaturga, novelista, ensayista y traductora, mujer de grandes pasiones, aislada del ambiente literario y refugiada en Cuernavaca desde hace muchos años— ha producido una obra que impresiona por su vastedad: más de sesenta piezas de teatro, diecisiete novelas publicadas y diez traducciones, amén de sus notas de crítica y ensayos1 y de las novelas que todavía guarda en el cajón.

Una escritora que no tuvo tiempo —ni ganas—, de promoverse: le parecía deshonesto. Una escritora que las editoriales no supieron vender y que la crítica fue olvidando, a pesar de haber obtenido el Premio Villaurrutia en 1983 por Apocalipsis cum figuris. Sin embargo, Luisa Josefina Hernández es una de las mejores escritoras mexicanas del siglo xx, quizá la más llamativa porque dedicó su vida a la escritura, sin más recompensa que saber que escribía por enamoramiento literario, no por publicar. Cinco décadas produciendo a la par que atendía a sus cuatro hijos y su intensa labor académica.

Retirada, ni siquiera se reconoce como escritora. Cuenta a la doctora Gloria Prado cómo se ve a sí misma: “¿Qué otra cosa puede hacer una maestra jubilada que se pasa una gran parte del día cosiendo, tejiendo, bordando, haciendo tapices y tocando el piano?2

Luisa Josefina Hernández nació en la ciudad de México, el 2 de noviembre de 1928. Fue la única hija de don Santiago Hernández Maldonado y de doña Faustina Lavalle Berrón,3 ambos de familias conocidas en la ciudad de San Francisco de Campeche, quienes le dieron una educación según los cánones del estado y de su condición social, pues como toda niña campechana de su edad aprendió a tocar el piano y a hablar otros idiomas. Si su presencia en el puerto no fue significativa; es decir, si no vivió en él, sí lo fueron para su obra las visitas a sus familiares, el ambiente de su casa y las historias que contaba su madre, como lo veremos más adelante.

Luisa Josefina dice de sus padres:

Mi padre era abogado, juez de lo civil; mi madre, señora de su casa. Eran de distinta clase social. Mi mamá, una mujer pretenciosa de pueblo; mi padre, un hombre humilde. Aunque ambos eran de Campeche, se conocieron aquí […] Mi padre fue un liberal que había sido precursor del movimiento revolucionario. Antirreligioso. Llevaba una vida tremendamente ascética. Actuó en 1900 a favor de la emancipación de los mayas a quienes se trataba como esclavos. Fundó en el sureste La Casa del Pueblo en la que durante muchos días, años y noches instruyó a los que no podían ir a la escuela: cargadores, pescadores, campesinos. Esto acabó cuando la Revolución se hizo institución. [Mi madre] tenía una educación de las muchachas bien de los pueblos en el siglo pasado. A pesar de que era una hábil ama de casa no quiso casarse a la edad que lo hicieron sus parientes. Era una mujer muy independiente. Estaba resuelta a quedarse soltera porque no estaba de acuerdo en ser máquina de tener hijos, no con la misión en que vivían las mujeres de su tiempo. Cuando se casó, lo hizo con un hombre que era capaz de reconocer en la mujer a un ser humano con aspiraciones y derechos.4

Cuenta a Alegría Martínez:

Toda mi familia es campechana. Fui a Campeche muchas veces antes de mis veinte años, antes de 1948, debería decir; y una sola vez en 1949. Después regresé en 1959, y luego, hasta este siglo, en varias ocasiones […] La casa en que solía alojarme era la de doña Merced Clausell Casteló, mi tía abuela. Allí están mis más vivos recuerdos, los olores, las habitaciones, las voces, los sirvientes indígenas, los muebles y las adorables, amadas personas que iluminaron mi vida en esos años.5

El teatro

Luisa Josefina ingresó a la Universidad Nacional Autónoma de México.

“¿Por qué decide estudiar letras inglesas?”, le pregunta Patricia Ávila Loya, a lo que responde:

Por pura casualidad. No tenía vocación de nada, pero sí la sensación de responsabilidad porque uno no puede ser nada en la tierra. Tres compañeras y yo terminamos la preparatoria; que me rompo la pierna y me tenía que ir a inscribir en la carrera. Mis amigas me dijeron que en dónde me apuntaban y les contesté que donde quisieran pero que no fuera en mate­máticas. Todas nos inscribimos en letras inglesas, pero yo además estuve en leyes. Durante tres años estudié las dos cosas, luego las dejé y me metí al teatro.6